XV
El breve sonido de un claxon se destacó sobre el ruido del tráfico y el bullicio habitual de la calle alertando a Laura, que salió del cuarto de baño donde estaba acabando de maquillarse, y se asomó al balcón para saludar a Ernesto con la mano; éste le devolvió el saludo apoyado sobre la portezuela de un flamante descapotable azul metalizado y luciendo un magnifico bronceado y una sonrisa radiante.
Laura regresó al baño para echarse una última ojeada en el espejo y después de cepillarse el cabello fue a vestirse a su habitación. Hacía buen tiempo; eligió un vestido blanco de tirantes con un generoso escote que resaltaba su silueta, pero lo pensó mejor y acabó decidiéndose por una blusa y un pantalón negros algo más discretos. No deseaba estar demasiado atractiva aquella tarde. Después de pensarlo mucho, después de darle infinitas vueltas había tomado una decisión. Sabía que hiciera lo que hiciera se arrepentiría pero, probablemente, si se mantenía firme, con el paso del tiempo se sentiría liberada, y con toda certeza, mucho mejor consigo misma.
Según su madre, había tenido mucha suerte de que un hombre como Ernesto se hubiese fijado en ella, y además se le veía muy enamorado, decía con satisfacción. Acaso porque Laura le había ocultado que estaba casado. No le pareció necesario comentárselo puesto que Ernesto tenía intención de separarse, y de ese modo, se ahorraba unos cuantos sermones.
Las opiniones favorables de quienes conocían a Ernesto influían en ella y la hacían dudar, la forzaban a reconsiderar su decisión una y otra vez. Pero Laura ya no disfrutaba como antes de su compañía, ya no se sentía tan a gusto a su lado. No soportaba su carácter posesivo y caprichoso, sus celos infundados, sus temores infantiles de ser abandonado. Pese a ello, no conseguía reunir el valor necesario para decírselo abiertamente, ni siquiera cuando él percibía su malestar y le preguntaba con preocupación qué le ocurría. Pensaba que si le confesaba sus dudas no lo comprendería, que se enfadaría, y ella odiaba las confrontaciones, la asustaban. Había sido así desde niña, siempre trataba de estar en armonía con todo el mundo, y si algo le molestaba o le parecía injusto prefería callarse y darse media vuelta. En más de una ocasión, en sus años escolares, fue Elena quien tuvo que dar la cara por ella. Pero ahora era una mujer adulta y debía afrontar sus propios problemas, y no le parecía correcto seguir jugando con los sentimientos de Ernesto mientras ella trataba de averiguar qué era lo que realmente deseaba. Tal vez se estuviese equivocando. Ernesto la quería, no le cabía la menor duda, pero ella no lograba sentir aquellas mariposas en el estómago que le quitaban el aliento y casi le hacían perder el sentido cuando estaba con Javier. No tenía porqué ser igual que entonces, razonaba, ya no era una jovencita descubriendo el amor por primera vez; aquella era una relación madura, entre adultos, en la que primaban otras cosas, se había dicho a si misma en los últimos tiempos como si tuviera que autoconvencerse. Como quiera que fuese, no se sentía feliz y no deseaba seguir manteniendo aquella farsa. No podía controlar sus sentimientos, nadie podía hacerlo. No podía obligarse a amar a quien no amaba. Había algo peor que no ser correspondido en el amor, pensaba Laura, y era no ser capaz de amar a quien te ama. Esa catatonia afectiva, ese sentir el corazón anestesiado, era mucho más triste que amar sin esperanza; al menos esto último, tenía algo de sublime, de heroico.
Suspiró con tristeza. Por mucho que le pesara así estaban las cosas. Seguramente su madre no podría comprenderlo, pero a ella le faltaba algo que no podía precisar y que estaba segura que nunca podría encontrar en Ernesto.
Por otra parte, desde que el invierno pasado descubriera que Ernesto había contratado a un detective para que le diera cuenta de todos sus movimientos, algo se había roto de forma definitiva dentro de ella. Ernesto le dio mil explicaciones absolutamente convincentes —no en vano era abogado— y había logrado embaucarla de nuevo con su innegable capacidad de persuasión. Pero, aunque Laura lo intentó, ya nada volvió a ser como antes; de repente, empezó a verle con otros ojos, no podía evitar sentirse recelosa. Él, se daba perfecta cuenta de ello y había redoblado sus esfuerzos para seducirla con sus atenciones, con sus regalos y sus gratas sorpresas que, sin embargo, no acababan de lograr que Laura volviera a sentirse tan feliz y confiada como tiempo atrás. Con todo, le resultaba sumamente difícil tomar una determinación que pudiera ser dolorosa o desagradable para otra persona, y encontraba mil excusas para postergar el momento de hacerlo. Pero ese momento había llegado y no podía seguir eludiéndolo por más tiempo.
Quizás Elena tuviese razón, como de costumbre. Tal vez fuera cierto que, consciente de ello o no, buscaba a Javier en cada hombre que se cruzaba en su camino. No seguía enamorada de él, eso no, sería absurdo después de tantos años, pero de lo que sí estaba segura era de que Javier había sido el hombre de su vida y de que no podría amar nunca a ningún otro como lo había amado a él. Lo cierto era, no obstante, que Javier hacía mucho tiempo que se había ido de su lado, la había abandonado por otra mujer y ella tenía derecho a rehacer su vida, al menos debía intentarlo, debía concederse a sí misma una nueva oportunidad. Aunque, finalmente, tampoco en esta ocasión hubiese salido como habría deseado.
El claxon volvió a sonar, esta vez con mayor insistencia, y Laura corrió al balcón de nuevo. Ernesto ya no sonreía, parecía algo molesto. Lo tranquilizó con un gesto indicándole que enseguida bajaba.
—¿Qué?—comentó Marta con sorna, mientras que, tumbada en el sofá, cambiaba compulsivamente el canal del televisor con el mando a distancia—¿Tu Romeo se está poniendo nervioso?
—¿Has visto mi móvil?—preguntó Laura hurgando en su bolso y haciendo caso omiso del comentario de su hija.
—Creo que te lo has dejado en el baño.
Laura se dirigió al baño y lo recorrió con la mirada. En efecto, allí estaba, sobre la tapa del bidé. Lo guardó en el bolso haciendo un gesto de condescendencia hacia sí misma ¿dónde tenía la cabeza? ¡Ojalá no tuviera que salir aquella tarde! Hubiese preferido ponerse algo cómodo para tumbarse en el sofá con su hija y ver juntas una película romántica mientras devoraban una tarrina entera de helado de chocolate.
Volvió al salón y besó precipitadamente a Marta en la mejilla. La muchacha la examinó entonces de arriba abajo y sonrió con un gesto de aprobación.
—Estás muy guapa, mamá—dijo. Y añadió guiñándole un ojo—:A ver lo que haces ¿eh?
—A ver lo que haces tú —replicó su madre con una sonrisa cómplice—. Y no te acuestes muy tarde ¿vale?
—Vale—prometió Marta—. ¡Que te diviertas!
Bajó a la calle con presteza y se dirigió hacia Ernesto que, recuperando su espléndida sonrisa, la recibió con un cariñoso beso.
—¿Y este coche?—preguntó Laura admirando el magnifico vehículo.
—Me lo acabo de comprar—respondió con orgullo mientras le habría gentilmente la puerta para que se acomodara en el asiento del copiloto —¿Te gusta el color? Si no te gusta lo cambio. Dudé si pedirlo en rojo, pero me pareció demasiado llamativo.
—Este color es muy bonito—aprobó Laura en tanto que Ernesto rodeaba el automóvil y se sentaba al volante.
—Estás muy guapa—dijo observándola con admiración mientras giraba la llave de contacto.
—Gracias—respondió ella en un tono neutro, rehuyendo su mirada.
—He pensado que podríamos ir a cenar a Sitges. Hace tiempo que no vamos. Es temprano y hace una tarde estupenda.
—Me parece una buena idea.
Le apetecía salir de la ciudad y le encantaba Sitges. Aunque la villa había cambiado mucho desde su juventud, cuando compartía con Elena y dos amigas más un pequeño apartamento sin un solo mueble, en el que dormían con sacos en el suelo y casi unos encima de otros, cuando coincidían todas las amigas y traían invitados sin previo aviso —lo que solía ocurrir con frecuencia—. Guardaba muy gratos recuerdos de aquella época: de los locos veranos en los que la noche y la diversión se prolongaban hasta el amanecer que a menudo les sorprendía en la playa, y disfrutaban del primer baño del día antes de desayunar un buen tazón de chocolate caliente y retirarse a descansar; de los días de invierno en los que la bonanza del tiempo les permitía acercarse a la playa a coger mejillones entre las rocas, para cocinarlos después allí mismo encendiendo una pequeña fogata y comérselos después con unas gotas de limón ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué locuras no habrían hecho en aquellos lejanos días! Y sin embargo Laura los recordaba con tal nitidez, que le parecía imposible que hubiesen pasado casi treinta años. La percepción del tiempo es tan relativa..., se dijo con melancolía.
—¿Tienes frío? ¿Quieres que suba la capota?
Le sorprendió la voz de Ernesto colándose de improviso entre sus recuerdos, arrancándola del pasado y devolviéndola a la realidad.
—No, estoy bien. Gracias.
Enfilaban ya la autovía de Castelldefels y no habían intercambiado una sola palabra desde que salieron de Barcelona. La voz prodigiosa de Charlotte Church cantando The Flower Duet desde el equipo de música daba un sentido épico a aquel silencio que de otro modo hubiera resultado embarazoso. Ernesto adoraba la ópera, y Laura no se habría atrevido nunca a perturbar el deleite que le proporcionaba aquella soberbia interpretación iniciando una conversación banal. Por otra parte, tampoco tenía muchas ganas de hablar, por lo que la música durante el viaje le proporcionaba una tregua para poder pensar.
Observó brevemente a su acompañante y éste, percibiendo su mirada, volvió el rostro hacia ella y sonrió al tiempo que aproximaba su mano a la de Laura y se la presionaba levemente.
—¿Estás bien?—preguntó.
Ella asintió emitiendo un sonido gutural apenas perceptible, sin despegar los labios, y devolvió su atención a la carretera.
Cuando llegaron a Sitges aparcaron el automóvil y Ernesto tomó la mano de Laura para atravesar el paseo marítimo en dirección a su restaurante favorito confundiéndose con otras parejas, y multitud de turistas, deteniéndose de vez en cuando a contemplar algunas de las obras que diversos artistas plásticos exhibían a lo largo del recorrido tentando a los curiosos paseantes, ávidos de recuerdos de sus vacaciones en la pintoresca población. Laura aspiró el aire del mar, y el sabor del salitre que llegó a su garganta actuó como un bálsamo que tuvo el poder de sosegar su ánimo temporalmente.
El maitre del restaurante, reconociéndoles de inmediato, se apresuró a abrirles la puerta solícito, en cuanto los vio llegar, y tras saludarlos con aquella perfecta combinación de cordial familiaridad y cortesía profesional que tan diestramente manejaba, los condujo a una mesa que ofrecía una vista privilegiada de la playa con la inconfundible silueta de la iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla dibujándose al fondo, contra el cielo violáceo del anochecer.
Después de que eligieran el menú, el camarero trajo el vino que Ernesto había pedido y escanció un poco en su copa para que lo probara; tras recibir su aprobación sirvió a Laura y después a Ernesto antes de retirarse con un ceremonioso saludo. Ernesto levantó su copa y miró a Laura sonriendo mientras aguardaba a que ella lo imitara.
—Por nosotros—dijo con una sonrisa traviesa. A Laura le pareció que se mostraba particularmente animado aquella noche.
Ella alzó su copa e hizo un leve gesto de asentimiento antes de tomar un pequeño sorbo.
—Has estado muy callada todo el camino—dijo Ernesto con cierto tono de reproche, aunque sin perder la sonrisa—¿Va todo bien?
—¡Claro!—mintió ella intentando sonreír, pero sintió que la sonrisa temblaba nerviosamente en sus labios.
Ernesto, sin embargo, no se apercibió de ello y pareció complacido con su respuesta. Tomó un trago de vino y se arrellanó en la silla sonriendo con satisfacción.
—¡Estupendo! Porque tengo algo muy importante que decirte.
—Yo también—respondió Laura.
—¿Ah, sí?—se sorprendió Ernesto—Bien, pues dime...
Laura se maldijo a sí misma por haberse precipitado. Todavía no estaba preparada ni creía que él lo estuviera. Era preferible dejarlo para el final de la cena.
—No, tú primero, por favor—rectificó.
Fuera lo que fuese lo que tuviera que decirle Ernesto, le ayudaría a ganar tiempo y pensar en la mejor manera de plantearle el asunto.
—De acuerdo, como quieras.
Ernesto no insistió. Era obvio que estaba deseoso de hablar. Laura se dispuso a escucharle y él sonrió satisfecho mientras bebía nuevamente de su copa en tanto aguardaba a que el camarero acabara de servirles el primer plato y se retirara de nuevo. Parecía disfrutar de aquel momento, de la mirada interrogante de ella, y se deleitaba en prolongar el suspense un poco más.
Por fin se inclinó sobre la mesa con una sonrisa de triunfo y declaró:
—He dejado a mi mujer.
—¿Qué?—exclamó Laura, en lo que, más que una pregunta, se asemejaba a un grito de terror. Inmediatamente miró a su alrededor temiendo que todo el restaurante la hubiese oído y la estuviese observando.
—Ya está todo en manos de nuestros abogados—siguió él, entusiasmado—. Por eso no he podido verte estos últimos días. Tenía muchas cosas que resolver y quería darte una sorpresa. No ha sido fácil, pero ahora ya está. He dejado el bufete y me he ido de casa. De momento me he trasladado a un hotel.
Laura sintió que la tierra se abría bajo sus pies y la cabeza le daba vueltas en un angustioso torbellino. Estaba aturdida.
—Pero ¿por qué lo has hecho?—preguntó consternada.
Ernesto la miró sorprendido. Su sonrisa ilusionada de niño travieso había desaparecido súbitamente de su rostro y se había transformado en una expresión de decepción, de temor.
—Creía que te alegrarías...
—Bueno—Laura trató de recomponer el gesto y tomó otro sorbo de vino—. Si es lo que deseabas...me alegro por ti.
Él dejó escapar una risita nerviosa.
—Lo he hecho por ti—aclaró—, por nosotros. Ahora podremos vivir juntos, casarnos, si tú quieres.
—Ernesto, yo nunca te pedí que lo hicieras. Nunca te he pedido nada—se defendió Laura, angustiada.
—Es cierto. Nunca me lo pediste abiertamente, pero siempre has dejado claro que te incomodaba nuestra situación, que no te gustaba el papel de amante, tener que vernos poco menos que a escondidas...—replicó, tratando de contener su creciente malestar.
—Eso fue al principio, Ernesto. Después, han cambiado muchas cosas.
—¿Qué es lo que ha cambiado?—preguntó en tono agrio—¿Es que nunca vas a perdonarme lo del detective?
—No se trata de eso, Ernesto. Es que...nunca pensé que tomarías una decisión tan drástica. Sabía lo importante que era para ti tu trabajo, tu familia, tus negocios, tu posición social...
—Tú eres más importante que todo eso—esbozó una sonrisa seductora y tomó la mano de Laura entre las suyas, pero ella la retiró para coger su copa y se echó instintivamente hacia atrás en la silla.
—Me haces sentir responsable—dijo con gesto preocupado—. Debiste decírmelo antes de tomar una decisión así. Debimos hablar de ello, ya que al parecer yo formaba parte de tus planes.
—Hemos hablado muchas veces de ello—repuso, molesto—. Te dije desde el principio que mi matrimonio era un puro formalismo, que iba a arreglarlo todo para que tú y yo pudiéramos estar juntos.
—Es cierto, pero nunca creí...
—Nunca creíste que hablase en serio ¿verdad? Creías que sólo era una estratagema para retenerte a mi lado, que no eras más que un capricho para mí. Pues como puedes comprobar, estabas equivocada.
—No, no creía nada de eso—replicó Laura—, pero tampoco pensaba que te precipitarías de este modo. Creía que lo pensarías más detenidamente, que sopesarías los pros y los contras. Tú mismo me has repetido infinidad de veces que es mucho lo que hay en juego.
—Así es. Pero, ya lo ves: me he liado la manta a la cabeza y he tirado por la calle de en medio—trató de bromear.
Laura no respondió. No se le ocurría nada que pudiera decir. De pronto se sentía mezquina, egoísta. Ernesto había renunciado a todo por ella y sólo era capaz de sentir pánico y un loco deseo de salir corriendo de allí.
—Bueno, ya está hecho—prosiguió él, intentando dominar su decepción y dar a su voz un tono conciliador—. Comprendo que te haya sorprendido y necesites un tiempo para asimilarlo. No te preocupes. Ya verás como todo saldrá bien.
Ernesto había tomado su mano de nuevo y le ofrecía una sonrisa tranquilizadora, pero era evidente que estaba disgustado. Cogió su copa y la apuró de un solo trago. El camarero se apresuró a llenársela otra vez y volvió a vaciarla de inmediato. Laura le observaba con preocupación.
—No deberías beber tanto. Tienes que conducir...—advirtió.
—Tranquila—dijo—. Ya sabes que no me afecta el alcohol. ¿Qué querías decirme tú?
—Déjalo—rechazó ella evitando su mirada—. No tiene importancia...
—No—insistió con gesto adusto—, parece que ésta es la noche de las grandes declaraciones, y yo, al parecer, ya me he puesto en ridículo. Ahora te toca a ti.
Le sorprendió aquel tono autoritario y sarcástico que no reconocía en él.
—De verdad, Ernesto—ella le dirigió una mirada implorante. De pronto se sentía muy cansada, sin fuerzas—. Preferiría que lo dejáramos para otro momento. Y no te enfades por mi reacción ¿de acuerdo? Tienes razón: necesito algo de tiempo. Dentro de unos días podremos hablar de todo esto con más tranquilidad.
—La verdad es que no esperaba que te lo tomases así—porfió él—. Creía que sería una sorpresa agradable, que te sentirías feliz. Últimamente parece que no consigo satisfacerte con nada...
Ella guardó silencio. Fijó su mirada en la lejanía, en la oscuridad del mar. En aquellos momentos su mayor deseo sería sentir la fría arena cosquilleando sus pies desnudos, caminar por la playa bajo el manto protector de la noche y sentir la refrescante brisa sobre su rostro. Huir de allí, escapar de la enrarecida atmósfera de aquel selecto restaurante, de la mirada inquisitiva de Ernesto. Sólo anhelaba que aquello terminase, que Ernesto dejara de torturarla. Pero él insistía.
—Vamos, ¿Qué era lo que querías decirme?—persistió sin disimular su irritación—. Siempre quieres dejarlo todo para otro momento. Pues no. En esta ocasión no te lo voy a permitir. Ya que estamos, vamos a aclarar las cosas de una vez por todas. ¿De qué se trata? ¿Querías decirme que ya no me quieres? ¿Qué has conocido a otro? ¿Es eso? Puedes decírmelo sin rodeos, esta noche ya nada puede sorprenderme.
Volvió a vaciar su copa y la puso sobre la mesa con un golpe seco, con rabia contenida.
—Ernesto, por favor...
—Está bien—concedió él. Hizo un gesto al camarero y pidió la cuenta—. Lo siento. Será mejor que nos vayamos.
El maitre acudió presuroso a su encuentro cuando los vio levantarse de la mesa.
—¿Ha estado todo del gusto de los señores?—inquirió servicial.
—Todo perfecto. Gracias, Matías—respondió Ernesto forzando una sonrisa.
—Me alegro mucho, señor. Espero verles pronto de nuevo—dijo con una leve inclinación de cabeza en tanto les abría la puerta—. Buenas noches.
—Buenas noches—respondieron ambos.
Ya en la calle se encaminaron hacia el coche en silencio. Laura, inquieta, observaba a Ernesto por el rabillo del ojo. Él mantenía el rostro sereno e incluso le parecía vislumbrar en sus labios una leve sonrisa. Con todo, se le veía pensativo. Laura decidió entonces que no podía romper con él en aquellos momentos; Ernesto lo había dejado todo por ella y debía permanecer a su lado, al menos, durante algún tiempo. Le tomó del brazo y se apoyó en él cariñosamente, Ernesto la miró y sonrió.
—¿Te importa que volvamos por la costa?— preguntó él mientras le abría la puerta del automóvil—. Hace una noche preciosa.
—Como quieras—respondió Laura, a su pesar.
Ciertamente era una noche fantástica: había luna llena, el aire estaba limpio y las estrellas brillaban en el cielo como inquietas luciérnagas. Aun así, hubiese preferido regresar por la autovía y estar en su casa lo antes posible, pero no deseaba contrariar más a Ernesto.
Abandonaron el pueblo y tomaron la sinuosa carretera de la costa del Garraf. Ernesto conducía tranquilo y en silencio, concentrada su atención en las curvas de la vía, mientras Laura lo observaba a hurtadillas. Veía su perfil sereno y se preguntaba en qué estaría pensando, pero no se atrevía a hablar, ¿Qué podría decirle para paliar su decepción? Ahora lamentaba no haber hablado con él mucho antes, no haberle confesado sus verdaderos sentimientos antes de que él... Pero en ningún momento se le había ocurrido pensar que Ernesto podría llegar a tomar aquella determinación de forma tan precipitada, tan inesperada, sin decirle nada a ella, sin hacerle saber que era algo inminente. Sentía haber reaccionado de aquel modo en la cena. Lo cierto era que no se lo esperaba, precisamente aquella noche, cuando ella estaba pensando en algo tan distinto...
—Ernesto...—musitó.
—Querías decirme que me dejas, ¿no es cierto?—Más que una pregunta, era una afirmación rotunda.
—No, yo...
Ernesto sonreía de un modo extraño, y aquella sonrisa la sobrecogió.
—¿Y en qué posición quedo yo ahora?—prosiguió como si no la hubiese oído—. ¡Lo he dejado todo por ti! Porque creía que me amabas, que deseabas que estuviésemos juntos. No puedo dar marcha atrás, no puedo volver a mi casa con el rabo entre las piernas y decirle a mi mujer que sufrí un ataque de enajenación mental. Mi suegro no quiere saber nada de mí, ha jurado que hará cuanto esté en su mano para que se me cierren todas las puertas y no pueda volver a ejercer como abogado. Y ahora tú...Siempre he tratado de complacerte, creía que eras feliz a mi lado...
—Y soy feliz, Ernesto—dijo Laura, tratando de resultar convincente—. Siento haber reaccionado así. Me has cogido desprevenida, eso es todo, no me lo esperaba.
—¿Me amas?— inquirió él de súbito, mirándola directamente a los ojos.
—Claro que te amo—respondió Laura con prontitud, deseando que él devolviera su atención a la tortuosa carretera.
—Mientes—. Sentenció él, tajante.
Subió el volumen de la música. La voz de Charlotte Church se apoderó de la noche. La luna iluminaba las curvas de la calzada como un potente foco, y el mar oscuro y silencioso, espejeaba a los pies del acantilado donde iban a romper las olas quedamente, dibujando una difusa puntilla de espuma blanca.
Ernesto aumentó el volumen de nuevo, esta vez hasta su máxima potencia. Laura lo miró sorprendida y él se volvió hacia ella con la más encantadora de sus sonrisas. Pisó el acelerador a fondo justo cuando entraban en una cerrada curva. Laura clavó las uñas en el asiento aterrorizada, como si de aquel modo pudiera mantener las ruedas del coche pegadas al asfalto, pero el deportivo volaba ya en el vacío y, describiendo una curva en el aire, se precipitaba pendiente abajo, golpeando los peñascos hasta estrellarse contra aquel inmenso muro de aguas negras que lo acogían con enorme estrépito en su lóbrego seno y se lo tragaban en unos instantes.
Poco después, el silencio volvía a reinar en la oscuridad de la noche. El mar recobraba la calma, y la luna, único testigo de la tragedia, permanecía impasible, contemplando vanidosa su reflejo sobre su negro espejo, indiferente a las humanas pasiones y las caprichosas piruetas del destino.