XIII
Una fuerte tromba de agua, como hacía mucho tiempo que no se veía en Barcelona, caía sobre la ciudad con gran aparato eléctrico. Impresionantes relámpagos, como cuchillos de fuego, rasgaban un cielo ennegrecido secundados por el turbador estrépito de unos truenos que sobrecogían el ánimo por muy habituado que se estuviese a vivir tempestades como aquella. Laura se había pasado un buen rato observando la intensa lluvia tras los cristales. Marta había salido con Sergio y ya era la hora de cenar, debería haber regresado. Si se iba a retrasar, normalmente la llamaba por teléfono para avisarla. Ella no quería llamarla al móvil porque comprendía que ya era lo bastante mayor como para cuidar de sí sola y no deseaba atosigarla, pero nunca estaba del todo tranquila hasta que la sabía segura en casa.
De pronto, tras la espesa cortina de agua, vio a su hija doblando la esquina. Iba cogida de la mano de su amigo Sergio y ambos corrían riendo alocadamente hacia el portal. Entonces se apartó de la ventana, no fuese a pensar Marta que la estaba vigilando. Pero la muchacha tardó todavía un buen rato en subir a casa, y cuando lo hizo, se presentó ante su madre completamente empapada y, pese a ello, con el rostro arrebolado y una inocente sonrisa, que irradiaba felicidad, dibujada en los labios.
—Anda—le dijo Laura sonriendo comprensiva mientras la besaba en la mejilla—, ve a cambiarte enseguida que vas a coger una pulmonía.
Avanzada la noche, cuando ya ambas se habían retirado a descansar a sus respectivas habitaciones, la tormenta no cesaba. A ratos amainaba un poco, pero volvía a arreciar con fuerza como si nunca fuese a parar. Laura estaba en la cama, tratando inútilmente de concentrarse en la lectura de un libro mientras aguardaba a que el sueño la venciera; sin lograr, no obstante, que su mente obedeciera a su voluntad y no se desviara hacia otros pensamientos que la inquietaban y de los que no quería ocuparse aquella noche. De súbito, el intenso resplandor de un rayo iluminó la calle como un sol de mediodía, y el posterior estruendo de un trueno hizo vibrar toda la habitación, “ese ha caído cerca”, pensó. Dejó el libro sobre la colcha y se levantó para asomarse, en un inconsciente gesto maternal, al cuarto de su hija y comprobar que seguía durmiendo plácidamente. El ruido no la había llegado a despertar del todo y sólo la había impulsado a darse la vuelta en la cama. Sonrió mientras se dirigía a la cocina a beber un poco de agua. Cuando Marta era pequeña sentía una mezcla de fascinación y temor por las tormentas; en más de una ocasión la había sorprendido asomando apenas la nariz por el filo del cristal de la ventana, con los ojos muy abiertos y escondiéndose asustada cuando un relámpago resquebrajaba el cielo. Entonces corría hacia ella riendo presa de excitación, y se refugiaba entre sus brazos con el corazón latiéndole desbocado y aguardando el envite de otro rayo sin pestañear, sintiéndose segura en el regazo protector de su madre.
Laura regresó a su alcoba. No podía dormir y tampoco era capaz de prestar atención a lo que estaba leyendo. Apagó la luz de la mesilla de noche y abrió la ventana de par en par, se sentó en el borde de la cama y respiró hondo. A ella también le atraían las tormentas, le producían una sensación de desahogo, de bienestar, como si aquella violencia pudiera arrastrar consigo toda la tensión acumulada en el ambiente y, al mismo tiempo, la que se concentraba en su interior en aquellos momentos. Podría asomarse a la ventana y gritar con todas sus fuerzas, que nadie la oiría. Elena, en su lugar, lo habría hecho, pero ella se limitó a contemplar la calle convertida en un riachuelo, desierta y silenciosa, despojada de toda presencia humana; sólo se escuchaba la lluvia precipitándose con fuerza y crepitando al estrellarse contra el suelo, y el ulular de alguna sirena lejana. De tanto en tanto, un automóvil pasaba muy despacio, extremando la precaución porque los semáforos no funcionaban y la visibilidad debía ser nula, y levantando cortinas de agua a ambos lados del vehículo al paso de los neumáticos como si se tratara de una lancha motora surcando el mar. Apenas podía vislumbrar los edificios de enfrente salvo cuando algún rayo los iluminaba por un instante. En el suelo, el agua formaba efímeras pompas que reventaban constantemente mientras se formaban otras nuevas; era como presenciar una sorda refriega en la que las gotas recién llegadas parecían competir con sus predecesoras para hacerse con un lugar en el que asentarse.
El recuerdo de otra tormenta, acompañada del agridulce sabor de la nostalgia, se apoderó de su mente: fue en Venecia, estaba con Javier en uno de los viajes que realizaron juntos y en el que—Laura siempre tuvo la certeza de que ocurrió aquel mismo día— fue concebida Marta. La Plaza de San Marcos se encontraba repleta de visitantes, y el sol de la mañana de un bochornoso día de septiembre brillaba con fuerza. De repente, el cielo se oscureció, y gruesas gotas de lluvia se precipitaron sobre la plaza sin previo aviso, dejándola completamente vacía en unos segundos. Todos los turistas habían corrido a refugiarse bajo los soportales y observaban la tormenta sorprendidos y excitados como niños, divertidos por lo inesperado de la situación, con aquel talante despreocupado que proporciona el encontrarse de vacaciones lejos de casa y que predispone a la aventura. Mientras, la numerosa población de palomas que merodeaba habitualmente por la plaza compartiendo el espacio con los transeúntes, levantaba el vuelo al unísono para buscar también un lugar en el que guarecerse y, por unos instantes, parecieron danzar en el aire al son del Adagio de Albinoni que continuaba ejecutando la orquestina de uno de los cafés que rodeaban la plaza, protegida de la lluvia bajo una de las arcadas. Fue un momento mágico. Javier y Laura se miraron en silencio fascinados y se apretaron el uno contra el otro en un fuerte abrazo, embargados por la emoción; querían grabar en su mente aquel instante y conservarlo para siempre en la memoria como un bello recuerdo. Laura se preguntaba ahora si Javier lo recordaría como ella cada vez que presenciara una tormenta. Probablemente no, se respondió a sí misma, melancólica, los hombres son menos sensibles para esas cosas, y lo más seguro era que el recuerdo de otros buenos momentos hubiese borrado aquellos que compartió con ella.
El aguacero empezaba a mostrar signos de debilidad. La lluvia se tornó suave y silenciosa y los relámpagos ya sólo producían una leve luminosidad en la oscuridad del cielo sin que apenas se percibiera el eco lejano de los truenos. Laura cerró la ventana y se acostó; tenía que intentar dormir un poco, pero no podía quitarse de la cabeza el descubrimiento que Elena y ella habían hecho aquella misma tarde con respecto a Ernesto.
Por la mañana, Elena la había llamado por teléfono a la oficina y quedaron en que iría a buscarla a las seis, cuando Laura saliera del trabajo. Elena acababa de regresar de un viaje y hacía varios días que no se veían, tenían ganas de encontrarse para charlar un rato y ponerse al corriente de sus cosas. Cuando Laura salió del despacho empezaba a llover débilmente, pero aun así, decidieron caminar un rato porque a Laura le apetecía estirar un poco las piernas después de pasarse tantas horas encerrada.
Elena observó que Laura se mostraba algo inquieta y distraída y no parecía prestar demasiada atención a lo que ella le contaba. Cuando la descubrió mirando con disimulo hacia atrás por enésima vez, no pudo contenerse más.
—¿Se puede saber qué te pasa?—preguntó, extrañada.
—No mires ahora— dijo Laura en tono confidencial—, pero es que hace días que tengo la sensación de que me sigue alguien.
—¿Quién?—inquirió Elena, ignorando la petición de su amiga y volviéndose de inmediato.
—¡No te gires!—la instó Laura agarrándola del brazo y forzándola a seguir caminando.
—¿Por qué?—replicó Elena obedeciendo, no obstante—Si alguien te sigue no somos nosotras quienes estamos haciendo nada indebido. ¿Quién es? ¿Por qué te sigue?
—No lo sé—respondió Laura con preocupación—. A lo mejor estoy equivocada y es una simple casualidad, pero se trata de un chico joven al que últimamente veo por todas partes, y me da la impresión de que se esconde cada vez que se da cuenta de que he notado su presencia.
—¿Le has visto ahora?—indagó Elena sin volverse.
—Sí. Cuando he salido de la oficina estaba medio oculto tras el quiosco de enfrente, y nos viene siguiendo desde entonces.
Elena estuvo a punto de girarse de nuevo pero se contuvo.
—¿Cómo es? ¿Cómo va vestido?
—Es joven, moreno, tiene el cabello un poco largo y es bastante alto, y le sobran algunos kilos. La verdad es que se le ve a la legua... No tendrá más de veintidós o veintitrés años. Lleva un pantalón color caqui y una cazadora negra de cuero.
—Bien—dijo Elena tomando a su amiga del brazo—, enseguida saldremos de dudas; vamos a entrar aquí.
Se metieron en un centro comercial que se encontraba abarrotado de gente. Era época de rebajas, y esa circunstancia unida a la lluvia, hacía que casi no se pudiera dar un paso sin tropezarse con alguien. Elena conducía a Laura con decisión a través del gentío hasta situarse ambas en una posición desde la que, confundidas entre el público, podían observar la puerta de entrada sin ser fácilmente descubiertas.
—¿Es ese?—preguntó Elena cuando un joven corpulento, que encajaba con la descripción hecha por Laura, entró precipitadamente en el comercio mirando a su alrededor con ansiedad. Aunque estaba segura de que se trataba de él, ya que por su actitud, sólo le faltaba llevar un cartel con el nombre de Laura, como en los aeropuertos.
—Sí—confirmó Laura—Pero ¿Qué te propones?
—El cazador cazado—respondió Elena—. Vamos a por él.
Laura la miró interrogante sin acabar de comprender lo que pretendía; pero Elena, sin desasirse de su brazo, la arrastraba ya a través de la tienda hasta situarse justo detrás del muchacho. De repente Elena aceleró tirando de Laura hasta adelantar al chico y ambas se encontraron plantadas frente a él, cortándole el paso. Laura no salía de su asombro.
—Muy bien, querido—le espetó Elena al sorprendido joven—; o nos explicas ahora mismo por qué razón estás siguiendo a mi amiga o me pongo a gritar aquí en medio diciendo que nos estás acosando desde hace rato y que acabas de meterme mano.
A Laura se le pasó por la cabeza que aquel fornido muchacho podía propinarles un empujón con suma facilidad y echar a correr hacia la salida, pero el pobre chico, tan atónito como ella misma, se había quedado paralizado y miraba a Elena con los ojos muy abiertos, aterrorizado y muerto de vergüenza; su rostro había enrojecido de tal modo que Laura temió que pudiera sufrir un síncope. Por un momento sintió lástima de él, pero Elena no se apiadó:
—¡Vamos! —Insistió— Estamos esperando.
—Yo no...—empezó a balbucear el chico.
—Verás, no tengo mucha paciencia—. Elena clavó en los ojos del muchacho una dura y desafiante mirada y elevó deliberadamente el tono de su voz— ¿Sabe tu madre que eres un pervertido que se dedica a perseguir a mujeres maduras?
—Señora, por favor, le aseguro que yo...—El joven hablaba en voz baja, casi en un susurro, como si pretendiese de ese modo contrarrestar el tono excesivamente alto de Elena, y miraba azorado a las personas que pasaban junto a ellos tratando de cerciorarse de que no la habían oído—Sólo estoy haciendo mi trabajo, señora.
—¿Tu trabajo? ¿Y en qué consiste tu trabajo, si se puede saber?—siguió acosándolo Elena.
—Estoy en una agencia de investigación. Me han encargado vigilar a su amiga—confesó al fin.
—¿Vigilarme a mí?—Laura, que había permanecido callada hasta entonces, intervino indignada— ¿Por qué? ¿Quién te ha contratado?
—No puedo darle esa información, señora, es confidencial. Lo siento.
—¿Tienes novia?—preguntó Elena.
—Sí...—respondió él, desconcertado por la pregunta.
—¿Y que crees que pensará tu novia si se entera de que pesa sobre ti una denuncia por acoso?—Siguió Elena, implacable. Se empinó cuanto pudo sobre las puntas de sus pies para acercarse al oído del joven y, bajando la voz, añadió en tono amenazador—: Estoy dispuesta a llevar esto hasta el final, y no están los tiempos para andarse con tonterías en este tipo de asuntos...
—¡Está bien!—exclamó el chico, claudicando al fin—. Me van a despedir por esto. Pero bueno, da lo mismo. De todas maneras es un trabajo de mierda.
Elena contuvo una sonrisa de triunfo y aguardó a que el frustrado aprendiz de detective continuara hablando, al igual que Laura, que permanecía expectante a su lado. El muchacho suspiró resignado e introdujo una mano en el bolsillo interior de su cazadora para sacar unos papeles, los examinó durante unos instantes y se dirigió a Laura:
—Nos contrató un tal Ernesto Ayala.
—¡Ernesto!—exclamó Laura perpleja, volviéndose hacia Elena que tenía la misma cara de sorpresa que ella.
—Teníamos que seguirla durante el tiempo que él nos indicara —prosiguió el joven— y llamarle cada noche para darle el informe de todo cuanto había hecho usted a lo largo del día.
—No puedo creerlo. Pero ¿por qué? ¿Cómo ha sido capaz?—Laura no salía de su asombro y su indignación crecía por momentos.
—Bien—le dijo Elena al muchacho dándole una palmadita en el hombro y sonriendo amistosa—. Muchas gracias por tu ayuda. Y, si quieres un consejo: sería mejor que te buscaras otro tipo de trabajo; pareces un buen chico, y esto no se te da muy bien...
Él no replicó. Antes de que pudieran darse cuenta, y a pesar de su corpulencia, había desaparecido de su vista. Laura se dejaba llevar, anonadada, mientras Elena la condujo hasta la salida del centro comercial. En aquellos momentos empezaba a llover con más fuerza.
—Vamos a tomar una copa—dijo Elena—. Nos vendrá bien a las dos.
Corrieron bajo la lluvia hasta un pub irlandés cercano, y mientras aguardaban pensativas a que les sirvieran, Elena, con el ceño fruncido, sacó de su bolso un paquete de tabaco.
—¿Te importa?—preguntó a su amiga con el pitillo entre los labios y el encendedor en la mano.
—Ya sabes que sí—respondió Laura distraídamente.
Elena prendió el pitillo como si Laura le hubiese dado su consentimiento e inhaló con ansiedad, cuidando, eso sí, de expeler el humo hacía donde no pudiera molestarla.
—Lo siento—dijo—, pero es que lo necesito.
Conversaron durante largo rato sobre lo ocurrido sin alcanzar a comprender por qué razón Ernesto había hecho una cosa como aquella. Laura ya le había comentado a Elena en alguna ocasión que Ernesto se mostraba a veces demasiado celoso y posesivo, y que aquella actitud empezaba a incomodarla, pero nunca habría imaginado que llegara al extremo de contratar a un detective para que la vigilara. ¿Qué era lo que esperaba descubrir? Se preguntaba Laura. Elena se mostraba preocupada por su amiga:
—No sé, Laura—dijo, pensativa—, a mí este hombre me parece un lobo disfrazado de oso panda.
—No exageres...—replicó Laura sin mucha convicción—. Es un poco peculiar, sí, pero es inofensivo.
—Bueno, ¿qué quieres que te diga? —Insistió Elena—; si es capaz de hacer esto cuando ni siquiera tenéis un compromiso serio...Porque de hecho él sigue casado con otra, Laura. ¿Qué no será capaz de hacer si la relación se formaliza?
Laura no respondió, escuchaba a su amiga asintiendo débilmente, con la mirada fija en su copa, girándola con nerviosismo entre sus dedos sobre la mesa en un gesto inconsciente. Elena se la quitó con cuidado para apartarla a un lado antes de que la derramase.
—¿Qué sabes de él, en realidad? —Continuó Elena—. Lleváis ya mucho tiempo saliendo juntos y no sabes más que lo que él ha querido contarte. ¿Te ha presentado a algún amigo, a algún socio, a algún miembro de su familia?
Elena tenía razón, pensaba Laura mientras negaba con la cabeza sin mirarla directamente. Con la excusa de que sus circunstancias personales lo obligaban a mantener la discreción, la llevaba siempre a lugares donde tuviera la absoluta certeza de que no se encontraría con ningún conocido. Laura ni tan solo sabía con certeza dónde estaba ubicado su bufete con exactitud. Siempre era él quien iba a buscarla a su casa o al trabajo, en lo que parecía un gesto de galantería, pero Laura —por decirlo de algún modo— nunca se había aproximado siquiera a sus dominios.
—En cambio, él lo sabe todo de ti—siguió Elena—; incluso demasiado, al parecer...
Escrutó el rostro de su amiga, que permanecía en silencio, observando a través de la cristalera el puzzle multicolor en constante movimiento que formaban la multitud de paraguas bajo los que se ocultaban apresurados transeúntes, deseosos de llegar a sus destinos en aquella tarde desapacible.
—Tal vez deberías replantearte esta relación, Laura—sugirió Elena.
Laura asintió. Pero cuando una hora después se despedían en la puerta del pub, no habían conseguido llegar a ninguna conclusión. Laura estaba demasiado aturdida para pensar con claridad y Elena no quería presionarla demasiado. Antes de separarse, Laura le prometió a su amiga que hablaría seriamente con Ernesto y le exigiría una explicación, y a partir de ahí tomaría una decisión al respecto.
Apenas había llegado a casa cuando Ernesto, obviamente enterado de lo ocurrido, la llamó por teléfono.
—No tenías ningún derecho...—le recriminó ella con voz ronca.
—Puedo explicártelo, Laura. No es que desconfíe de ti, pero tienes que comprender que en mi situación las cosas no son tan sencillas como tú crees y hay que tomar ciertas precauciones...
—Ernesto—lo interrumpió ella—, ahora no me siento en condiciones de escucharte ni de hablar contigo. Necesito tiempo para pensar, y además, estoy muy cansada.
—Laura, por favor. Déjame que te lo explique y estoy seguro de que lo entenderás. No le des tanta importancia. En nuestro mundo estas cosas son normales...
—Pues en el mío, no.
—Cariño, no te enfades, por favor...
—Hablaremos en otro momento. Buenas noches.
Colgó el aparato y se acercó a la ventana exhalando un profundo suspiro. En la calle llovía con intensidad. Marta todavía no había llegado a casa, confiaba en que se encontrase en algún lugar en el que pudiera guarecerse de la lluvia.