IX

Laura y Ruth fueron las primeras en llegar a la casa de la playa en el coche de la primera. Gloria ya llevaba allí varios días, y Elena se reuniría con ellas más tarde, una vez hubiese dejado resueltos algunos asuntos de trabajo en Barcelona, dispuesta a tomarse unas mini vacaciones y disfrutar con sus amigas de unos días de descanso que prometían risas, camaradería y complicidad entre las cuatro mujeres.

Marta, la hija de Laura, tras largas y arduas discusiones con su madre, había conseguido convencerla de que la dejase quedarse en la ciudad para hacer compañía a su amigo Sergio, que tenía que trabajar durante aquellos días — y aprovechar aquella oportunidad única, sospechaba Laura, de disponer de la casa a su antojo sin sentirse fiscalizada por ningún adulto—. Laura se resistía a dejarla sola; había sorprendido alguna que otra conversación telefónica entre los dos jóvenes —o, para ser más exactos, había aguzado el oído cuando Marta recibía alguna llamada y cuchicheaba en voz baja entre risas— y le preocupaba lo que pudiera ocurrir en su casa durante su ausencia. Incluso se planteó la posibilidad de renunciar a aquellos días de asueto con sus amigas. Pero la intervención de Elena, como de costumbre, acabó por convencerla:

—Ya tiene dieciocho años, Laura. ¡Déjala vivir! Marta es una niña responsable y madura. Sabe lo que hace. Algún día tendrás que cortar el cordón umbilical...

Laura comprendía que Elena estaba en lo cierto, pero era difícil aceptar que su niña ya no era tan suya, que ya no era una niña, en realidad; que ya no dependía de ella ni la necesitaba como antes, y que en su vida empezaban a crearse nuevos vínculos que no la incluían; nuevos afectos, probablemente más importantes en aquellos momentos para la muchacha que el amor materno—filial que las había unido hasta entonces. “Es ley de vida”, se decía a sí misma para autoconvencerse. Aun así, de la forma más sutil de que fue capaz, bombardeó a su hija durante días con consejos y recomendaciones a los que Marta, estoica y pacientemente, respondía con el consabido y mecánico “sí, mamá”, aunque Laura sabía perfectamente que ni siquiera la escuchaba. Pese a todo, y comprendiendo que no le quedaba otra opción, decidió permitirse aparcar su papel de madre y disfrutar de aquellos días con sus amigas sin pararse a pensar demasiado en lo que podía estar ocurriendo en su casa. Como bien decía Elena: tenía que ir acostumbrándose.

La primera noche, mientras cenaban en el jardín, junto a la piscina, las cuatro mujeres hicieron planes para aprovechar al máximo aquellos días que pasarían juntas: acordaron levantarse temprano para disfrutar de la playa en las primeras horas de la mañana antes de que llegara la avalancha de bañistas; después, darían un paseo por el pueblo para tomar el aperitivo y regresarían a casa para compartir saludables y amenas comidas en el sombreado jardín, que las protegería del sofocante calor del medio día. Las tardes las dedicarían a visitar los pueblos vecinos y dejarían un margen a la improvisación para hacer sobre la marcha lo que más les apeteciera.

El primer día, el programa se cumplió a rajatabla, gracias, en gran medida, a la capacidad de organización de Elena y Ruth, que unieron sus fuerzas para arrastrar a Laura y Gloria, algo más remolonas. La jornada fue completa y magnífica; las cuatro habían congeniado a la perfección, incluso Ruth, que era la más joven, con diferencia, y no contaba con la compañía de Marta, como había esperado, parecía sentirse a sus anchas en el grupo. Por la noche, la cena junto a la piscina se prolongó hasta la madrugada entre risas y copas de vino y el acompañamiento musical del canto de los grillos, ocultos en la oscuridad del jardín. La confianza y la camaradería adquiridas durante todo el día entre ellas, dio paso a las confidencias y los comentarios picantes—inevitablemente relacionados con los hombres— que todas celebraban con estruendosas carcajadas.

Ruth, como buena deportista, era la única que no tomaba alcohol. Y cuando las lenguas se desataron y las risas se hicieron flojas y recurrentes, se dedicó a observar a sus compañeras con un aire entre divertido e indulgente, como suelen hacer los jóvenes cuando se creen lo bastante maduros y juiciosos como para dar lecciones a sus mayores, sobre todo, cuando éstos dejan de lado sus inhibiciones y actúan con absoluta libertad. Fue ella misma quien puso fin a la reunión aduciendo que si no se iban a dormir no podrían levantarse al día siguiente para realizar la excursión en barco que tenían programada.

Con todo, por la mañana no fue tarea fácil levantar a Gloria, que no se caracterizaba precisamente por su autodisciplina, y les rogó que la dejaran dormir y se fuesen sin ella; pero las chicas la sacaron de la cama sin piedad y la arrastraron entre todas, sin parar de reír, hasta el puerto deportivo donde las aguardaba una embarcación de recreo dispuesta con todo el avituallamiento necesario para pasar el día visitando diversas calas y pintorescos rincones de la costa.

Aquella segunda noche, Gloria se puso sentimental y acabó confesando a sus amigas que su matrimonio no era tan perfecto como trataba de hacer creer a todo el mundo, que sabía que su marido tenía una aventura tras otra desde hacía años, aunque ni ella misma había querido admitirlo hasta entonces y había preferido cerrar los ojos a la realidad, y cuando lo supo a ciencia cierta trató de comprenderlo y aceptarlo como parte del precio que había que pagar en el mundo en el que se movían, así como del propio desgaste de la relación tras una convivencia tan prolongada como la suya. Sin embargo, no pudo evitar sentirse dolida.

—Pues yo creo que si lo hace es porque tú se lo consientes—intervino Ruth con un punto de indignación en la voz—. Yo no aguantaría a un tío que me pusiera los cuernos. Si lo colocaras en su sitio seguro que se cortaba.

—Las cosas no son tan sencillas, Ruth—repuso Gloria en un tono de indulgente comprensión hacia el apasionamiento juvenil de la muchacha y, al mismo tiempo, de resignada aceptación—. Son muchos años y hay demasiadas cosas en juego. No voy a arriesgarme a perderle. Llevamos toda la vida juntos y no sabría qué hacer sin él. Además, me estoy haciendo vieja, ya no encontraría a nadie que me quisiera.

-Bueno, tampoco pasa nada por estar sola...—dijo Elena como para sí misma-. Se puede vivir perfectamente sin un hombre al lado.

—¿Crees que sólo van a quererte si eres joven y guapa?—porfió Ruth, incisiva—Tú tienes un valor por el mero hecho de ser persona, no eres un objeto decorativo y no deberías depender de la aprobación de nadie.

—Eso mismo dice mi psicólogo...—respondió Gloria con ironía.

—Envejecer es un hecho natural—prosiguió la joven—. Lo importante es hacerlo con dignidad y alegrase de seguir vivo.

—¡Estoy de acuerdo con eso!—Aprobó Laura, tomando otro sorbo de vino.

—Claro—replicó Gloria—, eso está muy bien, en teoría, y es muy fácil decirlo cuando se es joven y la vejez se ve como algo tan lejano que parece que no va a llegar nunca. Pero llega, y llega mucho más rápido de lo que nos imaginamos. Vivimos en una sociedad hecha por y para los jóvenes. A los mayores se les mira con desprecio, se les trata como a ciudadanos de segunda. Y cuando empiezas a darte cuenta de que estás entrando en ese grupo, resulta humillante y deprimente. Y más aún si eres mujer.

—Puede que tengas razón...—dijo Ruth, pensativa. Y tras una breve pausa añadió con rabia—: ¡Ésta es una sociedad de mierda! Antiguamente se respetaba y se valoraba la sabiduría y la experiencia de los mayores, incluso hoy en día se sigue haciendo en muchas sociedades supuestamente más atrasadas que la nuestra.

—Cierto—intervino Elena—, pero nuestra realidad es que vivimos en el primer mundo y en la era del “usar y tirar”.

—Pues habría que hacer algo para cambiar eso—replicó Ruth, cada vez más alterada—. No sé, concienciar a la sociedad, hacerse notar de alguna manera, reclamar el lugar que les corresponde a los mayores en vez de aceptar sumisamente que se les arrinconen.

—Eso estaría muy bien, desde luego—intervino Elena de nuevo—. Sin embargo, todos vivimos demasiado estresados para pararnos a pensar en cosas que, como dice Gloria, se ven tan lejanas; y cuando nos toca, ya no estamos para reivindicaciones. Los que tendrían que preocuparse y hacer algo son los jóvenes, precisamente, los que están ahora en la cresta de la ola. Pero cuando eres joven crees que el problema no va contigo, que no te atañe. Y así nos va...

—Bueno—dijo Laura, algo achispada, dirigiéndose a Ruth—, al menos nos queda el consuelo de saber que tú serás una ancianita intrépida y combativa que pondrá las cosas en su sitio.

Todas acogieron la ocurrencia de Laura con sonoras carcajadas, incluso la propia Ruth.

—Vale, vale—dijo poniéndose en pie—. Os estoy largando un mitin ¿verdad? Si no os importa, iré a dar un paseo por la playa.

—¿Se ha enfadado?—preguntó Laura con preocupación mientras Ruth se alejaba.

—¡No, que va!—la tranquilizó Elena—. Es joven. A esta edad todos se creen que se van a comer el mundo.

—Sí—dijo Gloria—. Y cuando se quieren dar cuenta el mundo se los ha comido a ellos.

—El problema no es hacerse mayor—repuso Laura repentinamente seria—. El problema es hacerse mayor sin haber hecho nada interesante con tu vida.

—La mayoría de los seres vivos no hacen nada interesante con su vida y eso no les plantea mayores problemas—rebatió Elena—: nacen, tratan de sobrevivir, se reproducen y mueren sin tantos aspavientos como hacemos nosotros, los humanos. Si estamos en éste mundo no es más que por puro azar como resultado de determinadas combinaciones químicas. Si llegáramos a entenderlo así, seríamos más felices.

—¡Mujer! Visto así...—protestó Gloria.

—Elena es una escéptica convencida—apuntó Laura, divertida—; escéptica, estoica y epicúrea. Me conozco sus teorías de memoria.

Y ambas rieron con complicidad mientras Gloria las observaba pensativa, un poco fuera de juego.

—¡Es que es verdad!—insistió Elena—. Nos empeñamos en creernos superiores al resto de los animales y no lo somos. Si realmente hubiera un dios observando el universo desde arriba se partiría de la risa contemplando nuestros ímprobos esfuerzos por dotar de sentido nuestra existencia y lograr grandes hazañas.

—Pero sí somos superiores—intervino Gloria—; tenemos capacidad de pensar, y sentimientos...

—Pues más nos valdría librarnos de todo ese lastre que nos frena y no nos deja disfrutar de lo que tenemos—repuso Elena—. ¿Dónde queda nuestra supuesta superioridad cuando hay un terremoto, un tsunami, si estalla una guerra nuclear o unos terroristas fanáticos deciden disponer de nuestra vida a su antojo con cuatro bombas? Entonces no somos más que unos seres insignificantes e indefensos.

—En eso tiene razón...—aprobó Laura, dirigiéndose a Gloria, y ésta no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo, a su pesar.

—¡Por eso hay que disfrutar de la vida mientras se pueda!—Concluyó Elena, dejando de lado aquel tono grave y filosófico para levantar su copa en un brindis. — ¡Carpe Diem!

—¡Carpe Diem!—repitieron al unísono Laura y Gloria, imitándola.

Entrechocaron sus copas y les dieron un largo trago. Tras lo cual, Gloria las miró fijamente, con una sonrisa traviesa en los labios.

—¿Sabéis una cosa?—dijo. Y cuando comprobó que había captado la atención de sus amigas, declaró—: Tengo un amante.

Laura se quedó boquiabierta y Elena contempló a Gloria con una divertida expresión de sorpresa en su rostro.

Gloria les contó punto por punto su aventura con Idrissa. Después, ambas le pidieron escabrosos detalles con respecto a la creencia popular relacionada con las dimensiones de determinados atributos de los hombres de color, que Gloria ratificó encantada. Cuando Ruth regresó, las encontró poco menos que tiradas por el suelo desternillándose de risa, a Gloria se le saltaban las lágrimas de tanto reír y Laura se doblaba sobre sí misma sujetándose el estómago con los brazos. Sobre la mesa, dos botellas de vino vacías delataban su generosa participación en el jocoso estado de ánimo de las tres mujeres.

Ruth las observó sonriendo con curiosidad y cierta extrañeza, pero prefirió no indagar qué era lo que les provocaba tanta hilaridad. Mientras cruzaba el jardín sacudió la cabeza en un gesto condescendiente.

—Me voy a dormir—dijo—buenas noches, chicas.

Al día siguiente, sólo Ruth se levantó temprano. Renunció a despertar a sus compañeras ya que desde la cama las había oído conversar y reírse hasta que se quedó dormida, por lo que decidió irse a la playa sola suponiendo que necesitarían descansar toda la mañana. Y en efecto, las otras tres coincidieron en la cocina hacia el medio día, aturdidas y sin demasiadas ganas de hablar.

—¿Te acuerdas cuando nos pasábamos toda la noche de juerga y después nos dábamos una ducha y nos íbamos a trabajar directamente, Elena? —preguntó Laura con cierta nostalgia.

Elena hizo un gesto afirmativo con la cabeza y emitió algún tipo de sonido mientras daba cuenta de un enorme vaso de zumo de naranja y trataba de mantener sus ojos abiertos.

—Sí—suspiró Gloria sentándose a la mesa con una taza de café—. Los años no perdonan: una noche de juerga y dos días para recuperarse.

Las tres rieron resignadas.

—¡Buenos días!—saludó Ruth alegremente irrumpiendo en la cocina.

—No grites, por favor...—suplicó Laura llevándose las manos a la cabeza.

—Perdón—rectificó Ruth, sonriendo burlona, y bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. Me ducho y os preparo una buena ensalada, porque creo que es lo único que vais a poder comer hoy.

—¿Se está riendo de nosotras?—preguntó Gloria cuando Ruth salió.

Elena se encogió de hombros con indiferencia y las tres volvieron a quedarse ensimismadas y en silencio.

Aquel día los planes previstos no se cumplieron. Ninguna de las tres estaba para playas ni paseos por el pueblo. Después de comer, una reparadora siesta las ayudó a acabar de recuperarse del todo y por la noche estaban como nuevas, pero se cuidaron muy bien de no pasarse de nuevo con la bebida.

—¿Os importa que me fume un “peta”?—preguntó Ruth con naturalidad después de cenar.

—A mí me da igual—respondió Elena.

—A mí tampoco me importa...—dijo Gloria sin demasiada convicción, por no parecer anticuada.

—No sabía que fumaras—observó Laura con cierto recelo, preguntándose si su hija también lo haría, sin que ella lo supiera.

—Sólo un “porro” de vez en cuando—confirmó Ruth mientras ponía sobre la mesa un paquete de tabaco, papel de fumar y una cajita negra, y se disponía a prepararlo.

—¡Hace siglos que no me fumo uno!—dijo Elena observando como Ruth mezclaba la hierba y el tabaco con destreza— ¿Te acuerdas, Laura?

—¡Ah! ¡Así que también fumabais...!—intervino Ruth con sorna lanzándoles una mirada divertida.

—Bueno, le dábamos una caladita de vez en cuando porque toda la pandilla lo hacía...—se justificó Laura.

Ruth encendió el cigarrillo de marihuana e hizo varias aspiraciones cortas para que prendiera bien. Después le dio una profunda calada y se lo ofreció a Elena con una sonrisa cómplice. Ella lo tomó entre el pulgar y el índice con cierta cautela, aspiró levemente y se lo pasó a Laura.

—No, yo paso—dijo Laura arrugando la nariz—. A mí me da nauseas...

Elena se lo ofreció entonces a Gloria que lo cogió con aire mundano.

—Yo no lo he probado nunca—dijo encogiéndose de hombros—, pero para todo hay una primera vez.

Imitó a sus amigas y se lo devolvió a Ruth. El ritual se repitió varias veces, saltándose siempre a Laura, hasta que el cigarrillo se consumió por completo. Entonces Ruth empezó a preparar otro.

—La verdad es que a mi esto no me hace nada...—declaró Elena con mucha seriedad cuando Ruth se lo pasó de nuevo, lo que provocó una carcajada en ésta que contagió de inmediato a Elena y ambas rieron con estrépito.

—Pues a mí me ha dado sueño—terció Gloria poniéndose en pie—. Me voy a dormir. Buenas noches, chicas.

—Yo también me retiro—dijo Laura siguiéndola—. Hasta mañana.

—Buenas noches—respondió Elena.

—Al fin solas...—dijo Ruth volviéndose hacia ella y sonriendo con picardía mientras le pasaba el “porro”.

Elena dejó escapar una risita nerviosa sin saber muy bien por qué.

—A mí esto no me hace nada—repitió.

Ruth volvió a soltar una carcajada y se puso en pie.

—Voy a darme un baño—anunció empezando a quitarse la ropa—. ¿Te animas?

Antes de que Elena pudiera responder Ruth estaba completamente desnuda ante ella. Tuvo que admitir que tenía un cuerpo magnífico. La joven se giró y se tiró a la piscina sin dudarlo.

—¿Por qué no?— murmuró Elena para sí misma, y sin ser muy consciente de lo que hacía, se desnudó a su vez y se lanzó tras ella.

Sus cabezas emergieron del agua casi al mismo tiempo y se buscaron riendo entrecortadamente en la oscuridad. Cuando Ruth descubrió a Elena nadó hacia ella y, sin mediar palabra, la besó en los labios. Elena, sorprendida, se reía como una tonta; sentía el cuerpo deliciosamente flojo y la cabeza flotando en una espesa nebulosa. Apenas se había recuperado de la sorpresa cuando sintió en su boca la lengua de Ruth buscando la suya con urgencia. No fue capaz de rechazarla, correspondió a su beso y la invadió una oleada de voluptuosidad cuando sintió los pezones erectos de la muchacha acariciando los suyos, cuando sintió su cuerpo joven y fibroso pegado al suyo y sus piernas alrededor de la cintura, cuando las manos de Ruth, como las de un ciego, dibujaron suavemente su silueta bajo el agua y la izaron después, sin aparente esfuerzo hasta el borde de la piscina. En la confusión de su mente, la vio emerger como una hermosa sirena y tenderse a su lado. En la penumbra, la boca de la muchacha seguía el camino marcado por sus manos en una dilatada caricia que recorrió todo el cuerpo de Elena y se demoró entre sus piernas hasta que ésta dejó escapar gemidos de placer. Entonces Ruth reptó sobre ella hasta la altura de su rostro con los ojos brillantes de excitación y una sonrisa de triunfo en los labios.

—Eres una mujer increíble...—susurraba mientras la besaba en la boca.

Elena, jadeante, no salía de su asombro ante aquella situación nueva e inesperada que escapaba a su control, y se reía con nerviosismo mientras intentaba rescatar a su mente de aquella sensación de irrealidad que le embotaba el cerebro.

—No me encuentro bien—logró balbucir al fin, zafándose de Ruth—. Lo siento.

Se levantó del suelo tambaleante, y, como pudo, recogió sus ropas con precipitación para correr después, trastabillando, descalza y desnuda, hacia el interior de la casa, en tanto que Ruth la observaba desde el borde de la piscina con una sonrisa burlona y cierto rictus de decepción.

Por la mañana, fue Elena la que se mostró remisa a abandonar su habitación. Algo inusual en ella, que era muy madrugadora porque consideraba que dormir era una pérdida de tiempo. Y cuando lo hizo, su gesto era tenso, pese a que se esforzó por aparentar normalidad; no obstante, un observador sagaz hubiera percibido las miradas furtivas que Ruth le dirigía y el empeño de Elena por evitarla a toda costa y disimular un cierto azoramiento que, sin embargo, no se le escapó a Laura, que la conocía bien.

—¿Te pasa algo?—le preguntó, preocupada, en un momento en el que se quedaron a solas.

—No, nada—respondió Elena con una precipitación que ponía en entredicho sus propias palabras—. Es que he recordado que dejé algo pendiente en la oficina y debería resolverlo antes de la reunión de mañana. Creo que será mejor que vuelva a Barcelona cuanto antes.

—Pensaba que te quedarías hasta la noche...—insistió Laura, escrutando su rostro.

—No. Tengo que volver enseguida—replicó secamente, alejándose de ella.

—Pero por lo menos quédate a comer—le dijo Gloria cuando Elena le comunicó que tenía que regresar de inmediato.

Elena se excusó, y tras agradecer a la anfitriona su hospitalidad, prometió regresar en breve, aunque sólo fuese a pasar el día, tal como sugirió Gloria. Se despidió de Laura asegurándole que la llamaría al día siguiente y apenas si dirigió un breve y huidizo saludo a Ruth, antes de sentarse al volante de su coche y alejarse por la arbolada y solitaria avenida.

—¿Está bien?—preguntó Gloria mientras el auto se alejaba.

—Supongo que sí—confirmó Laura tratando de quitar importancia a la precipitada huída de su amiga—. Elena es así. A veces se le cruzan los cables, pero al día siguiente vuelve a estar estupenda.

Ruth no hizo ningún comentario al respecto, aunque su semblante era serio. Después de comer, mostrándose menos conversadora de lo habitual, dijo que ella también tenía que irse.

—¿Por qué no esperas al anochecer y nos vamos juntas en mi coche?—sugirió Laura, que no quería dejar a Gloria sola de manera tan precipitada.

—Prefiero volver ya, si no te importa. Cogeré el tren. Tú puedes quedarte un poco más con Gloria.

—¿Crees que les pasaría algo anoche?—aventuró Gloria cuando Ruth se hubo marchado— Estaban muy raras las dos...

—¿A Ruth y a Elena? No creo. Daba la impresión de que se llevaban muy bien...-respondió Laura encogiéndose de hombros, algo confundida.

—¿Por qué no te quedas hasta mañana?—ofreció Gloria, cambiando de tema—Tú no tienes prisa, ¿verdad?

Era evidente que a Gloria no le apetecía quedarse sola, y Laura no quería dejarla con un mal sabor de boca después de haber sido invitada con tanta amabilidad y de haber compartido unos días tan agradables. Vaciló unos instantes, estaba deseando ver a su hija, pero finalmente decidió quedarse con Gloria un día más y llamó a Marta —tal como, por otra parte, había venido haciendo a diario— para decirle que regresaría al día siguiente. Estaría en casa a media mañana.

—Espero que cuando llegue esté todo limpio y en orden...—advirtió.

—Bueno...—confesó Marta—. Si vieras la casa ahora te daría un ataque...

—¡No, por favor! Prefiero que no entres en detalles—la interrumpió Laura, y Marta se echó a reír.

—No te preocupes, mami: todo está controlado—la tranquilizó su hija.

—Eso espero, cariño, eso espero...

Para Gloria, aquellos días en compañía de sus amigas habían resultado muy gratos y no sentía el menor deseo de volver a Barcelona, no tenía nada que hacer allí, pero le entristecía quedarse sola en la playa, en aquella casa que de pronto se le antojaba demasiado grande. Sus hijos se habían ido de vacaciones con sus respectivos amigos y Diego, en teoría, estaba en un viaje de negocios. Por otra parte, hacía días que no lograba hablar con Idrissa por teléfono y empezaba a estar preocupada; tenía muchas ganas de verlo, de oír su voz profunda y cadenciosa, tenía hambre de su cuerpo, de sus caricias, necesitaba tocarlo, sentirlo, olerlo...

Laura y ella desayunaron juntas rodeadas de un persistente y melancólico silencio que les provocaba una cierta sensación de tristeza. Recogieron un poco la cocina — ya vendría la mujer de la limpieza a ocuparse de todo, dijo Gloria—, y se despidieron en la puerta de la casa para regresar a la ciudad en sus respectivos vehículos.