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‘Nuestros
defectos nos definen. Nuestros fallos nos muestran el limite
de nuestras habilidades’
– Causa y Efecto, Prensa de Avalon,
3067
Espaciopuerto Tomoe Sakade
Memorial
Nagoshima,
Buckminster
Distrito Militar de
Benjamin
Condominio
Draconis
27 de Septiembre del
3066
Cuando el asesino
vio por primera vez los largos y coloreados pendones ondeando con
la brisa alrededor de todo el espaciopuerto de Nagoshima pensó
poco en ellos. Supuso que eran algún tipo de propaganda, un
falso colorido pensado para convencer a la población de Buckminster
de que el Condominio no era tan opresivo como los panfletos
antigubernamentales proclamaban. Antes de que pudiera dejar atrás
la cinta portaequipajes fue testigo de una protesta
semiviolenta, un arresto y la presencia de al menos
tres agentes que bien podían trabajar para las Fuerzas
Internas de Seguridad del Condominio o que formaban parte de
alguna operación encubierta de la autoridad local.
Buckminster no
era precisamente el paraiso de un turista. Y, por supuesto,
esa era exactamente la razón por la que lo había elegido como punto
de entrada a la Alianza Lirana, seleccionando de entre su
reducido stock su nueva identidad como el inspector de aduanas
Ji Hendal.
Como Buckminster
era capital de Prefectura y un mundo en primera línea, la Casa
Kurita había asignado grandes fuerzas militares para
salvaguardar el planeta. El que sus preocupaciones de seguridad
llegaran a ser un quebradero de cabeza con la comunidad
agrícola local no entraba en sus planes. Por eso, después de
una década de cosechas pisoteadas en aras del ultimo ejercicio
militar o falsa alarma, de la soldadesca entrometiéndose en
los negocios locales, metiendose con sus hijos e hijas, y hablando
de las necesidades de la gente con un apenas velado desprecio,
¿Acaso era una sorpresa el que Buckminster se
hubiera convertido en sede de muchos grupos
antigubernamentales públicos y clandestinos?
El ciudadano
medio de Buckminster ‘cooperaba’ con la autoridad cuando era
necesario, pero la evitaba siempre que podía. Como burócrata
de bajo nivel sin mucho poder real, el asesino esperaba deslizarse
a través de la sociedad rápidamente y sin llamar la atención.
Esa idea duró menos de una hora.
El viaje en taxi
hacia Nagoshima le permitió amoldarse completamente a su nuevo
papel. Para cuando el taxi giró para entrar en el distrito
White Crane, Ji Hendal estaba totalmente preparado para sufrir
el educado ostracismo de la población local. El taxi le
condujo a través de una manzana de pequeñas tiendas y de aun
mas pequeños restaurantes, y el aroma a cerdo a la parrilla hizo
que su estomago empezara a gruñir. Meditó la idea de permitir
o no que Hendal detuviera el taxi y dejara el
taxímetro corriendo mientras pedía bento de tallarines y
cerdo. Fue entonces cuando vio una nueva serie de banderines
ondeando sobre los postes en las esquinas de las calles y en los
toldos de las tiendas. No eran de brillantes y sólidos colores
como los del espaciopuerto, sino de sombríos verdes y de dorados y
rosas.
Verde.Oro y
Rosa
El recuerdo
todavía estaba allí, inundado de los detalles que solo la
adrenalina podía infundir durante la huida del asesino de
Silesia, el sector Steiner de Solaris, apenas minutos después de la
muerte de Ryan Steiner.
Steiner había
estado hablando con otro hombre en su oficina privada, separado del
asesino por medio kilómetro y por una ventana del así llamado
cristal antibalas. Un disparo perfecto de un Loftgren 150
lo atravesó con una bala perforante cargada con un zueco,
alcanzando a Ryan justo por encima de la oreja izquierda, lo
cual significó el fin de aquel problematico hombre. El asesino
había liquidado entonces a su ‘controlador’ y al mismo tiempo
a un pardillo que ocuparía su lugar, escapando después justo por
debajo de la nariz de los hombres de Víctor
Davion.
Los agentes del
asesino habían colocado banderines en la mitad de Silesia, un falso
código de colores pensado para distraer al Secretariado de
Inteligencia de Víctor. Azul y blanco a lo largo de una
manzana, naranja y blanco en otra dirección diferente. Rojo,
plata y escarlata justo al lado de la casa de su
ultima victima. Negro. Verde. Oro y rosa. Ahora era el asesino
quien vislumbraba esos colores a todo lo largo del camino de
su supuesta retirada, tratando de sacar algún significado de
ellos.
¿Coincidencia? No
podía permitirse el creer eso. El que hubiera mas pendones colgados
alrededor del White Crane no significaba absolutamente nada
para él; combinaciones de colores al azar entre las cuales las
otras banderas desaparecían como ruido de fondo. Pero, ¿Oro y rosa
juntos?¿Y, allá, una calle entera de azul y blanco? Su boca se
quedó seca, y el asesino rápidamente barrió con la mirada las
cercanas aceras en busca de cualquier observador. Asumió que
el conductor del taxi no era mas de lo que aparentaba ser, si
acaso solo porque si las FIS le tenían en un vehículo elegido por
ellos estaba acabado.
A pesar de todo,
lanzó nerviosas miradas a los seguros de las puertas traseras,
pareciéndole de repente mucho mas pequeños, una paranoia que
el asesino no estaba acostumbrado a sentir. Apretó
fuertemente el puño, clavándose las uñas en las palmas y se
concentro en el dolor. La paranoia era para los demás, y la
desterró con la fuerza de su voluntad. Fue entonces cuando el taxi
giró para bajar por la calle precisa para llegar a la
residencia de Ji Hendal. Plata, rojo, escarlata,... los colores que
habían estado frente a la casa de Ryan Steiner.
– ¡Siga
conduciendo! – ordenó el asesino, dejando de lado cualquier
pretensión de seguir siendo Ji Hendal. Sus palabras se
atropellaron unas a otras en una loca carrera. – ¡No se detenga!
¡Siga adelante! – El taxista frunció el ceño. – Ese era el
sitio. ¿Acaso ahora quiere ir a otra parte? –.
– A las afueras
de la ciudad, – le indicó el asesino, y después se apretó contra la
tela del asiento como si quisiera atravesarlo.
Este hombre
tendría ahora que morir, lo sabia. Silenciosamente, en alguna
carretera secundaria y abandonado para que algún perro
entrometido lo encontrara después. Aunque él no era el
verdadero problema. A ciento cincuenta años luz de Braunton,
tras parar en siete mundos diferentes, pasar a través de mas
identidades de las que nunca hubiera usado en seis meses, y aun no
había sido suficiente. Su enemigo había estado demasiado
tiempo justo a un paso por detrás, siguiendo sus esfuerzos para
evadirse del Condominio Draconis.
Pero el enemigo
le había dejado escapar demasiado tiempo. Un salto mas y estaría de
vuelta en la Alianza Lirana, con tres veces mas recursos a su
disposición. Port Moseby seria su mejor elección si lograba
alcanzarlo. ¡Cuándo lograra alcanzarlo! Llevaría tiempo, y costaría
una gran cantidad de dinero, pero dudaba que quien quiera que
le estuviera siguiendo pudiera igualar su ingenio y desesperación
con el tipo de precisión que se necesitaría para tender una
red a su alrededor.
Escaparía.
Encontraría un camino a través de ese lazo corredizo que se estaba
estrechando entorno a su cuello, y quienquiera que estuviera
tratando de arrinconarle se quedaría sin nada entre las manos salvo
la certidumbre del fracaso. Y si su enemigo se acercaba
demasiado, el asesino le enseñaría que nadie acecha a la
muerte. La muerte siempre te acecha a tí.
.....................
Ciudad Brunswick, Nueva
Avalon
Marca
Crucis
Federación de
Soles
Mirando a través
de uno de los cristales tintados del sedan, Francesca Jenkins
observaba las calles de Ciudad Brunswick pasar centelleando en
una neblina de lluvia y oscuridad. Golpeó un puño contra
su muslo, encontrando cada vez mas difícil el concentrarse en
la culminación de esta operación de cinco años.
El dolor la ayudó
a enfocarse, manteniéndola atenta cuando un entusiasmado vértigo
amenazó con distraerla. El pequeño receptor encajado en su
oreja derecha parecía extrañamente cálido mientras el espeso
murmullo de Curaitis vibraba contra sus tímpanos.
– Tráelo Reg, –
dijo. Ella pulsó un botón en el intercomunicador. – Tercera y
Jeffers, – le dijo al conductor, – justo como comentamos
–.
Francesca tenia,
según su modo de pensar, el trabajo mas fácil de su operación
final. Marchaba en la parte trasera de un sedan blindado,
separada incluso del conductor, un antiguo agente amigo de
Curaitis, por una gruesa lamina de ferroglass antibalas
tintado. Nadie fuera del coche podía verla a ella excepto como
a una vaga sombra. Los infrarrojos podrían captar una tenue
silueta, aunque con su pelo recogido dentro de una gorra y el
pesado abrigo que protegía su identidad no habría forma de asegurar
que Reg Starling no era el solitario pasajero del vehiculo.
Agachada en el asiento, Francesca sostenía con una mano el
lienzo que era el ultimo estudio de Reg Starling sobre Katherine.
Era el original, tal y como lo había pintado Valerius Symon,
del Princesa
Sangrienta IX. Demasiados esfuerzos para recuperar lo
que, al fin y al cabo, no era mas que una brillante
falsificación. Esto tendría que poner a Katherine contra
las cuerdas.
Ella sonrió con
ganas ante su propia ocurrencia, después golpeó de nuevo su cadera.
Había muy pocos escenarios en el trabajo de inteligencia mas
peligrosos que la actual ‘entrega’. Las emociones
corrían intensas en ambos bandos, y si la parte chantajeada
disponía algún tipo de venganza o pensaba en asumir algún
riesgo extra, era aquí donde ocurriría. Dados los furiosos
esfuerzos encubiertos empleados contra ellos en los últimos
diez meses, incluso después de que el agente de Katherine empezara
a negociar el pago de Reg Starling, ni ella ni Curaitis creían
que esto fuera a ir tan fácil como esperaban.
Curaitis, de
hecho, estaba increíblemente expuesto, actuando como agente de
Starling en el sentido artístico de la palabra para recoger el
pago, ostensiblemente por una pequeña comisión.
Estableció contacto con el enviado, conduciendo al hombre de
Katherine en una corta excursión mientras observaba en busca
de cualquier signo de vigilancia encubierta, después la llamó con
el nombre de Reg Starling para hacer el intercambio final. Su
mensaje para ella, ‘Traelo’, era su frase clave para advertir
a Francesca de que había observado una ligera vigilancia, pero
que a pesar de todo le daba el visto bueno. Sin riesgo no hay
recompensa.
Curaitis y el
contacto permanecían de pie, esperando juntos, rodeados por una
multitud de juerguistas que desafiaban al mal tiempo. El cruce
entre la Tercera y Jeffers emplazaba la reunión justo en medio
del distrito de clubes nocturnos de Ciudad Brunswick, la
Guardia Pesada de Davion había tomado el control del lugar dos
meses atrás a pesar de que la batalla por el control del continente
de Brunswick proseguía. Eso lo convertía en el sitio perfecto,
le hacia mas difícil a Dehaver pasar a escondidas un equipo
de apoyo de lo que había sido para los dos agentes arreglarla
trampa. Mientras el sedan se detenía cerca de la esquina
predeterminada, Francesca tuvo su primer y único atisbo a
través de la ventana oscurecida del agente que había servido de
pantalla a Katherine. Richard Dehaver.
El hombre de
inteligencia era unos pocos centímetros mas alto que Curaitis. Su
pálida cara parecía demacrada, y sus ojos eran dos oscuras
fosas en lo que de otro modo podría haber sido un
hermoso rostro. Su pelo estaba húmedo y aplastado por el
efecto de la llovizna. Vestía un chubasquero para mantenerse
caliente, y sus manos estaban dentro de los bolsillos, con una
pistola a su alcance, sin duda.
A sus pies, en la
empapada acera, descansaba una gran bolsa de lona, como la que
cualquier militar podría llevar, presumiblemente llena con
diez millones de kroner.
– Casi puede
percibirse su valor, – murmuró Francesca para si misma, pero
entonces vio el gesto de Curaitis mientras el micrófono cosido
en el cuello de su abrigo se comunicaba con su receptor. Había
dejado su sistema peramentemente abierto mientras
hablaba.
– Se me ha
indicado que tome posesión del original, – dijo Dehaver. Su voz era
distante y apenas entendible a través del comunicador de
Curaitis. Ellos habían esperado esa jugada. Aun así Curaitis
se mantuvo fiel a sus supuestas instrucciones.
– La pintura
nunca entró en la oferta –.
– Creo que diez
millones de kroners permiten al cliente ciertos derechos en su
transacción –. Dehaver hizo un gesto hacia el sedan. Un
transeúnte cercano se tambaleó a su lado y él se limitó a empujarle
lejos.
– Llámelo un
gesto de buena voluntad. Después de todo, él siempre puede pintar
otro mas. Esto simplemente nos demuestra antes de que Mr.
Starling abandone definitivamente Nueva Avalon que no hay
ninguna otra travesura planeada. Sáquela, yo me la quedaré
–.
– ¿Con este
tiempo? – preguntó Francesca pensando en las excéntricas formas de
Reg. – Por supuesto que no –. Ella esperó mientras Curaitis
transmitía el caprichoso mensaje.
– La pintura
puede ser colocada dentro de la bolsa –. Dehaver hizo un gesto
hacia sus pies. – Dudo que de todas formas quieran llevarse
muy lejos cualquier contenedor que les dé–. Curaitis no esperó
a su aquiescencia. – ¿Alguna otra petición? –.
– Podría firmarlo
–.
Francesca sintió
que una risita esperanzadora nacía en la comisura de su boca. Y
supo que no era suya. Era la de Reg Starling. – Quiere una
prueba mas de que Reg Starling está de verdad en el coche.
De acuerdo, pero no le quites ojo –.
Ella cogió el
lienzo y saco un bolígrafo de su chaqueta. Con una floritura esbozó
el nombre de Reg en el reverso del lienzo. A su señal,
Curaitis cogió la bolsa, la llevo hasta el vehiculo y la paso a
través de una puerta parcialmente abierta mientras Francesca
se acurrucaba en la parte mas alejada del sedan. Mientras él
esperaba fuera, perforó la cubierta plástica que protegía el
interior de la bolsa del clima exterior, y después dejo caer
el dinero sobre el suelo y el asiento. Su pecho se contrajo y una
oleada de vértigo la golpeó mientras clavaba la mirada en los
fajos apilados, ¡diez millones de kroners!, sintiéndose segura
de ello mientras los contemplaba de principio a fin. Después
de ello Francesca rápidamente introdujo el lienzo en la bolsa
y permitió que Curaitis lo recuperara. La puerta se cerró después y
el seguro fue echado una vez más. Ella realizó una cuenta
rápida de los fajos. Cincuenta fajos, a doscientos mil
kroners cada uno. Rebuscó en dos de ellos comprobando que no
había billetes falsos insertados dentro, y después paso un
pequeño detector por encima de ellos para comprobar que no hubiera
virus, trazadores o cualquier otra variada y desagradable
sorpresa.
– Parecen todos
limpios, – dijo, y después le dio al botón del intercomunicador. –
Nos vamos, – le dijo al hombre de delante y se recostó sobre
el asiento de piel. Mientras el sedan desaparecía por la
esquina Francesca lanzo una ultima mirada a través de la
ventana, preocupada súbitamente por Curaitis. Pero él tenia
recursos y estaba decentemente protegido, por lo cual se calmo a si
misma pensando acerca de lo que finalmente habían logrado. –
Lo hicimos, – murmuró para él.
Solo había una
pega. El dinero estaba lejos de estar limpio, y Francesca no había
avanzado mas de veinte metros cuando la mecha química
prendió.
La cubierta
plástica tenia como misión algo mas que proteger el dinero de la
llovizna nocturna. Había sido una barrera para impedir que el
oxigeno y el vapor de agua del aire se mezclaran con la atmósfera
de nitrógeno del interior de la bolsa. En el momento en que
Francesca puso los grandes fajos en el asiento, mas o menos al
mismo tiempo en el que su cerebro se mareaba tras haber respirado
aire rico en nitrógeno, el oxigeno empezó a atacar la ultra
fina capa de sodio, apenas de unas pocas moléculas de espesor,
que un científico del ICNA había meticulosamente aplicado a la
mayoría de cintas que ataban los fajos.
El oxigeno atacó
al metal alcalino y la reacción exotérmica resultante eventualmente
formó una capa de hidróxido sódico, liberando hidrogeno y
calor como productos secundarios.
Cuando la primera
capa se deterioró, el oxigeno se abrió paso a través de una segunda
capa inferior. Esta consistía en potasio, otro metal del grupo
I, mas reactivo incluso que el sodio. Finalmente el exceso
de oxigeno generó una chispa y el metal ardió con una
brillante luz blanco-amarillenta. Al igual que el detonador
que dispara una bomba, esta pequeña llama prendió el dinero
químicamente tratado. A mas de dos mil metros por segundo, la
explosión química detonó los otros fajos por simpatía.
Francesca podría
haberse dado cuenta antes si hubiera tocado una de las cálidas y
mortales bandas, o si hubiera observado sus satinadas
superficies volverse de repente de un blanco pálido. No lo hizo.
Algo menos de vapor de agua en el aire de la noche podría
haberle dado unos treinta segundos extra. Un plan diferente,
uno en el que ella no hubiera estado tan preocupada por la posición
de Curaitis podría también haber marcado la
diferencia.
No importa cual
de estas cosas pudiera haber pasado, Francesca Jenkins estaba a no
mas de diez segundos de la seguridad cuando el sedan se llenó
de fuego.
Curaitis había
esperado algún tipo de jugada, presintiendo que Dehaver tendría
algo preparado. Ellos también tenían sus planes de apoyo
preparados. Si fuese necesario, ‘Reg Starling’ abandonaría el sedan
y el dinero, adentrándose en un cercano club y realizando una
rápida operación de cambio. En realidad no les importaba
conservar pago del chantaje, solo era necesario probar que había
existido y Curaitis podría probarlo a través de sus contactos
en la Secretaria. Todo lo que tenia que hacer era lograr que
Francesca y él se mantuvieran vivos otros diez
minutos. Consiguió la mitad de sus objetivos.
La bola de fuego
que surgió rompió la ventana trasera del sedan, lanzando llamaradas
rojizas. El techo de la parte trasera del sedan blindado se
hizo pedazos, como si hubiese un abrelatas gigantesco encargado
de hacerlo. Curaitis observó al deformado sedan hundirse sobre
su suspensión y chocar con la calle empujado por una feroz
mano antes de saltar cinco metros en el aire y caer para descansar
sobre neumáticos quemados.
Afortunadamente,
Dehaver quedó atrapado por la sorpresa de la explosión anticipada
de su bomba. Recuperándose rápidamente sacó una pistola de
agujas del bolsillo de su abrigo. Pero Curaitis ya se estaba
moviendo velozmente mientras agachaba la cabeza y esquivaba un
único disparo, sintiendo que algo tiraba del cuello de su
chaqueta. El estampido de la pistola de agujas en su oreja, el
fogonazo del cañón cerca de su cuello, eso fue todo lo que
pudo recordar después. Una vida de entrenamiento, y la ayuda de la
Guardia Pesada de Davion, salvó su vida. Derribo a Dehaver
aterrizando sobre él al mismo tiempo que una multitud de viandantes
sacaban súbitamente pistolas y se agrupaban a su alrededor,
protegiendo la refriega de cualquier francotirador de la
Secretaria o de otros agentes cercanos. Un desconocido sacó un arma
y apuntó en la dirección equivocada, hacia el grupo de
infantería de los Guardias, y se ganó un par de balas del calibre
cuarenta y cinco en el pecho.
Curaitis desarmó
al otro agente con un violento giro de mano, fracturándole la
muñeca a Dehaver y enviando la estridente pistola de agujas
hacia el húmedo pavimento. Dehaver gritó de dolor,
pero rápidamente calló mientras apretaba los dientes tan
fuerte que los músculos se le marcaron en su cuello.
– No quieres
matarme, – dijo a través de sus apretados dientes. – Sea quien sea
para quien trabajes, me querrás vivo –.
Ardiendo de rabia
y frustración, incapaz de cerrar sus oídos a las crepitantes llamas
que consumían el sedan, Curaitis no pudo evitar aplicar
presión extra sobre la muñeca de Dehaver. – A menos que
trabaje para ella, – dijo con ferocidad, deseando atemorizar
al hombre.
Funcionó durante
un instante. Los ojos sin alma de Dehaver miraron alrededor llenos
de dolor y pánico, sin duda preguntándose como Katherine había
logrado organizar una operación tan hábil sin su conocimiento.
Entonces decidió para sí mismo que eso no era posible. – Víctor, –
dijo. Sin odio. Simplemente con una total ausencia de
emociones.
Curaitis se
arrastró hasta colocar una rodilla en la espalda de Dehaver. Sacó
su pistola láser de la cartuchera que llevaba a su espalda y
colocó el cañón justo por debajo de la base del cráneo de
Dehaver. – Correcto, – dijo. – Víctor –.
Lanzó una mirada
entre las piernas de su destacamento de guardias, incapaz de
apartar la mirada del vehículo ardiendo. Dos personas
trabajaban para sofocar las llamas que salían de las ropas del
cuerpo que debía haber sido el conductor. La sección del
pasajero continuaba ardiendo tan intensamente que
algunas piezas del sedan brillaban al rojo vivo. No habría
cuerpo que rescatar de ahí. Curaitis seria afortunado de poder
recuperar cenizas y algunos huesos calcinados, aunque podría
intentarlo. Su compañera se merecía al menos eso de su parte,
y mucho más si podía decidir como hacerlo pagar.
– Francesca, –
suspiró tristemente. Maldición.
– Puedo dártela,
– dijo Dehaver. Curaitis necesitó un momento para darse cuenta de
que el hombre no se estaba refiriendo a Francesca. Dehaver
había sopesado ya su habilidad para resistir cualquier tipo
de interrogatorio y comprendía cual era la única elección que
le quedaba. – Katrina–. Soltó el nombre con un venenoso
murmullo. – Puedo ser muy convincente delante de la gente correcta
–.
Curaitis tiró de
él para ponerle en pie, sin dejar nunca de apuntarle con la
pistola.
– Hablarás, –
prometió. – Me dirás todo lo que quiero saber. Pero si por un
momento piensas que vas a sentarte delante de alguien con
poder para conmutar tu sentencia estas muy equivocado. No
habrá ninguna ley involucrada en esto. Solo yo –. Dio la
vuelta a Dehaver para encararse con él, cerrándose sobre su
rostro con una mirada de hielo azul.
– Soy la única
persona con la que volverás a hablar, – prometió, con voz plana y
fría, – durante el resto de tu vida –.