62
Poco antes del anochecer, Tiberio y yo recogimos nuestras pertenencias y abandonamos el Quirinal. Intercambié unas palabras formales con mis clientes. Luego nos fuimos los dos juntos en dirección a nuestra casa. Por el camino, nos detuvimos a despedirnos afectuosamente de Min. Volvía a mostrarse orgullosamente erguido en todos los sentidos, más alto que un hombre con su corona de doble pluma, convertido una vez más en el anuncio más llamativo que podía imaginarse para una lechuga glauca de hojas anchas.
Dedu nos dio lechuga para llevarnos a casa. La aceptamos con gusto como una buena base para una cena sencilla, nuestra comida favorita, sentados en nuestro propio patio, en nuestro gastado banco de piedra. Echábamos de menos ese calor doméstico. Uno se cansa de casas de comidas, aunque se intercalen de vez en cuando con alguna cena de celebración. Guardábamos un grato recuerdo de nuestra velada en Fábulo, aunque cuando hablábamos de ella, cosa que hacíamos a menudo, recordábamos sobre todo a nuestro amigo perdido, Jucundo, con pesar y con cariño.
Fábulo ya no existe. El termopolio ardió hasta los cimientos. Se sospechó que el incendio había sido provocado. Los dueños presentaron una reclamación a través de un mediador, según supimos. El mediador falló en su contra, basándose en que había demasiados platos flameados en las mesas, demasiado cerca de atuendos de fiesta, finos e inflamables. Al producirse el incendio tenían un cocinero nuevo, al que consideraba muy inferior al cocinero que nosotros habíamos conseguido. Fornix (como se hacía llamar ahora) se hallaba felizmente instalado en nuestra casa, donde podía cocinar tantos jamones y pasteles de queso como deseara, y con escasa presión, salvo cuando Dromo merodeaba por la cocina.
También habíamos adquirido otras cosas maravillosas. Nuestro servicio se ampliaba. Paris vendría a vivir con nosotros para ser nuestro recadero. Primero, actuando como albacea de Jucundo, se había encargado del grupo de esclavos a los que Jucundo había liberado en su testamento, todos los que le pertenecían, a los que había que acomodar en pequeñas parcelas agrícolas y tiendas. También hubo una importante subasta de bienes. A mi padre le fue bien; contribuyó a subsanar cualquier distanciamiento que pudiera persistir entre nosotros.
Cuando Paris llegó finalmente, pudo explicarnos una cosa: al regresar a casa, habíamos encontrado una enorme tinaja griega antigua, sobre la que había representado un vivaz pulpo, todo ojos y tentáculos ondeantes, entremezclados con trozos de algas. Irónicamente, era un pithos, una tinaja de forma ovoide con dos grandes asas, de cuello y pie igualmente estrechos; así se suponía que era la vasija que había abierto Pandora[13].
Paris dijo que la tinaja del pulpo era la pieza favorita de las que Jucundo había comprado a mi padre (que gruñó de envidia cuando vio que la teníamos nosotros). El encantador Jucundo nos la había enviado como regalo para nuestra nueva casa después de la velada en Fábulo. Paris opinó que, habiéndonos llegado como regalo cuando él aún vivía, a Jucundo le habría parecido graciosísimo que nos hubiéramos ahorrado tener que pagar los derechos por la herencia.
Recibimos otro regalo inesperado. La familia Volumnia me pagó mis honorarios sin demora, dándome las gracias cortésmente. No podía esperar cordialidad. Sin embargo, poco después, me sorprendió la llegada de un paquete que trajo a nuestra casa nada menos que Doroteo. La madre de Clodia y las dos abuelas, generosamente, me regalaban la caja de maquillaje completamente equipada que Clodia había elegido con ávido deleite, pero no había vivido para usar. Si conseguía evitar que mis hermanas le pusieran las manos encima, la pondría en mi dormitorio. Cada vez que abriera la tapa para usarla, recordaría a Clodia.
Doroteo dijo que el brazo se le había curado. Solo era un esclavo, así que el hueso no se había fijado bien. También eso sería un recordatorio permanente.
Los padres volvían a vivir juntos. El hermano, profundamente desdichado, iba a recibir clases de administración financiera para poder ocuparse algún día de su herencia. No veía a ninguno de sus antiguos amigos, salvo a Umidia de vez en cuando. Ella había vuelto a las clases de manejo de la espada, una buena disciplina para la mente y el cuerpo, en las que recibía elogios por su aplicación y su equilibrio. Me gustaba la idea de que una familia con mujeres que apenas sabían leer y escribir acabarían teniendo a una que podía cortarle a alguien la cabeza…
Todos estaban escarmentados por la pérdida terrible de Vincencio, aunque ninguno de ellos había asistido a su funeral. No asistió nadie de fuera de la familia. Además, Sabinila había estado gravemente enferma a causa de una dolencia de algún tipo, aunque al parecer se estaba ya recuperando. Numerio Cestino iba a casarse con Anicia, o al menos lo instalarían en un apartamento con ella, sin ceremonia de boda, dado que los estoicos no creían en esa clase de unión cívica.
Hubo una incorporación más a nuestra casa.
—Ahí hay un perro.
—¿Es una perra beis? No dejes que entre, Dromo.
—Ya ha entrado. No voy a cuidar de un perro. Ese no es mi trabajo. Ya tengo bastante con cuidar de mi amo.
—Échala. Ya sabe que no es mía.
—¡No pienso tocar a un perro!
—Dile a tu amo que la espante.
—No puedo. Está ocupado ahí al lado con Larcio, buscando unas maderas para hacerle una caseta.
Silencio.
Por grande que sea la provocación, no criticaré a mi marido delante de un esclavo.
—Por cierto, esa mujer ha vuelto otra vez. Laia Graciana, esa con la que estuvo casado. ¿Quieres saber lo que quería? Bueno, a mí nadie me cuenta nada, solo soy Dromo… No era nada de todas formas. Solo ha venido preguntando qué tal te había ido con ese trabajo que te dio. Luego se ha ido. Mi amo le ha dicho que se esfumara.
Esta vez sonreí. Tiberio era un buen marido. Bueno, lo sería, con algo de adiestramiento.
La perra de color beis, que había logrado encontrarme, vio que sonreía, así que agitó el rabo levemente, nada extravagante, justo antes de sentarse en el suelo a mi lado como si fuera mía.
Por encima del muro que separaba la casa del negocio de construcción llegaron los sonidos de dos hombres fingiendo que una tarea era compleja y difícil, mientras clavaban alegremente unos clavos en unos tablones.