12
Me despedí de la rechoncha viuda y recorrí la galería de vuelta al apartamento de su hijo. Pedí al viejo portero que me mostrara de nuevo la habitación de Clodia.
—Necesito echarle otro rápido vistazo para comprobar una cosa. No es necesario molestar a tu amo.
Volumnio Firmo debía de creer que yo aún estaba conferenciando con su madre, así que por una vez no se apresuró a salir para ver qué estaba haciendo. Me acompañó el portero, que sentía curiosidad por ver cómo trabajaba un informante.
—Tu trabajo debe de ser muy interesante, Flavia Albia.
—¡Me gustaría más si me sirviera para pagar el alquiler! Te contaría los secretos de mi profesión, pero si existen, yo no los he descubierto. Es todo rutina, en realidad. Gracias a los cielos hay gente decente como tú que me ayuda.
El portero disfrutaba con la charla. Seguro que no había conocido a muchas mujeres independientes que hablaran con inteligencia. Era un esclavo de cara lúgubre que debía de llevar años custodiando la misma puerta. Los goznes y él habían acumulado herrumbre juntos. Seguramente los Volumnia decían que era la sal de la tierra, pero en las fiestas Saturnales le hacían a su decrépito sirviente un mísero regalo. Imaginé que durante décadas él había esperado en vano una gratificación mayor. La decepción se pegaba a él como telarañas a una cornisa.
Todas las habitaciones del apartamento estaban situadas en hilera, con un largo corredor de acceso que discurría por detrás de ellas. Enfilamos el corredor; llevé a cabo una discreta inspección. Todas las habitaciones tenían una puerta que se abría al corredor y una o más ventanas en el lado opuesto, que daban a la galería. Había más intimidad que en los hogares donde hay que pasar por cada habitación para llegar a la siguiente, pero tenía un cierto aire comunal porque, a menos que se cerraran los postigos a cal y canto, cualquiera que estuviera en la galería podía echar un vistazo al interior para saber qué hacías. No me habría gustado vivir así.
Es cosa sabida que los postigos nunca funcionan. Se debe en parte a que se deforman. A los encargados de mantenimiento les encanta. Así tienen una excusa para invadir tu habitación con la excusa de que van a engrasar los pestillos; algunos llevan incluso un cuenco con aceite y una pluma, como si se fuera en serio. Es camuflaje. Si estás fuera, te sisarán todo el dinero que hayas dejado imprudentemente por ahí, y si estás en casa, te propondrán que te acuestes con ellos. Solo de pensarlo me entraban náuseas. Aunque Tiberio hubiera estado a punto de llevarnos a la quiebra con nuestra nueva casa, me alegraba infinito que ahora fuéramos propietarios.
Una vez más me pregunté dónde estaría y si alguna vez pensaba en mí.
No había cerradura en la puerta del dormitorio de Clodia Volumnia. Mis padres lo aprobarían. Se negaban a permitir que sus hijos tuvieran la posibilidad de negarles la entrada; dicen que es una medida de seguridad. «¿Y si hubiera un fuego, querida, mientras durmieras profundamente?».
La abuela había dicho que Clodia había «asegurado» la puerta.
—¿Supongo que tú no sabrás cómo impedía Clodia que entraran en su habitación cuando quería que no la molestaran? —pregunté al portero, bajando la voz.
—Oh, empujaba la cama contra la puerta —respondió él. Todo el mundo debía de saberlo. La puerta se abría hacía dentro de la habitación desde el corredor.
—¿Lo hizo la noche en que murió? ¿Tuvo que golpear Crisa la puerta para entrar a la mañana siguiente?
—No que yo sepa. Las veces que tuvo que hacerlo, Crisa solía acercar la cabeza a la rendija de la puerta y la convencía para que abriera. Una vez la ayudé para que entrara trepando por la ventana. No es que Crisa sea muy acrobática que digamos. Pero en realidad la joven ama era una buena chica. Aunque estuviera enfadada, solía dejar entrar a Crisa. Crisa solo tenía que decirle: «¡Cariño, te he traído un buen cuenco de dátiles rellenos de nueces!». Eran sus favoritos.
La cama que en ocasiones servía de barrera estaba ahora colocada con el cabecero contra una pared lateral, la mar de inocente, igual que estaba cuando yo había entrado la primera vez con Crisa. Ese era el lugar que le estaba destinado, ya que el sencillo suelo de mosaico tenía un dibujo con bordes que delimitaban su espacio. La cama era individual, pero más ancha que la que Doroteo había encontrado para mí. Le di un empujón con la rodilla. Se movió. Clodia podía haberle dado la vuelta y haberla empujado si estaba empeñada en atrancar la puerta.
—Pero en la mañana crucial —musité, como si aún lo estuviera sopesando—, la sirvienta pudo entrar. Aunque Clodia la hubiera empujado contra la puerta por la noche, debió de volver a colocarla en su posición normal cuando se fue a dormir…
—Sí, eso debió de hacer —convino el portero—. Vi a Crisa caminando deprisa por el corredor, como siempre hacía, con el cuenco de agua caliente para que se lavara la cara. Recuerdo que el primer sonido —dijo—, fue el del cuenco tintineando en el suelo cuando Crisa lo dejó caer, luego sus chillidos desesperados cuando encontró lo que encontró.
—¿A la pobre Clodia muerta? —Esperaba que el esclavo dejara escapar algún otro detalle más sobre la escena.
Él se limitó a asentir. Supuse que le habían advertido que no dijera nada más. Pensando en la desagradecida vida de los porteros, no le presioné. Llegados a ese punto, intentaba no meterlo en problemas.
A ver, tampoco lo intentaba demasiado.
—¿Estás de servicio todo el tiempo en la puerta principal, hasta que lo cierras todo por la noche? —Respondió que sí—. Entonces, sé sincero: esa noche, ¿viste salir a Clodia a escondidas? —Respondió que no. Mi pregunta no pareció sorprenderle. Eso me indicó que Clodia lo había hecho en otras ocasiones. Los sirvientes lo sabían y cómo se las apañaba para hacerlo, aunque sus padres no lo supieran.
La rebelde joven debía de haber esperado a que su padre se fuera a su reunión, a que su abuela regresara a sus propios aposentos y a que no hubiera nadie fuera, en la galería. Luego Clodia había salido por la ventana. Si una niñera mucho más vieja podía entrar de esa manera, una quinceañera resuelta no tendría la menor dificultad. Habría dejado la cama apoyada contra la puerta de la habitación y la habría devuelto a su sitio sigilosamente cuando regresara a casa al final.