26
Al día siguiente, el esclavo Doroteo se aseguró de encontrarse barriendo el patio. Cuando se cruzó conmigo, estaba impaciente por decirme que me habían visto llevando a un hombre a mi habitación. Yo fingí recibir la noticia gratamente.
—Sí, me gusta recoger a hombres que duermen en la calle y darles un lecho para pasar la noche —le dije—. ¡Te has dado cuenta! ¡Es bueno saber que alguien vigila quién entra y sale!
Tiberio, que estaba de buen humor, me había seguido escaleras abajo. Disfrazado aún y con barba de varios días, no parecía mejor que un vagabundo. Su desharrapada túnica marrón era la que yo sabía que Dromo se había negado a llevar. Mi desaliñado marido le dio a Doroteo una propina muy pequeña y le guiñó un ojo.
—¡Una mujer tiene necesidades! —comentó confidencialmente, usando su culta voz normal. El esclavo se quedó desconcertado. Era como un atleta en los tacos de salida, listo para salir corriendo escaleras arriba e informar de todo a su amo.
Nosotros nos fuimos a desayunar. La noche anterior, después de ponernos al día con las pruebas, a Tiberio le había costado desentrañar las enmarañadas relaciones de los amigos de Clodia Volumnia. Yo le había dibujado un gráfico. No le ayudó. Ni siquiera yo podía identificar con seguridad quiénes eran los nueve a quien les había tocado en suerte un sitio en la cena de Fábulo. Seguía teniendo identificados solo a ocho.
Mencioné que Jucundo había prometido llevarme allí. Tiberio se mostró envidioso. Podría preguntarle si sería posible llevar a mi marido, pero, aunque yo también estaba de buen humor esa mañana, aún no le había perdonado del todo por preocuparme.
—No tienes nada elegante que ponerte, cariño.
—El egipcio tiene un chico para los recados. Lo enviaré a pedirle a Dromo mis ropas de edil.
—¿Y no se necesita siempre al chico de los recados para llevar urgentemente lechugas afrodisíacas de Min a sus clientes?
—¡Que esperen! Hay demasiada fornicación por aquí —dijo Tiberio, que se había pasado la noche anterior disfrutando de ella alegremente.
Decidí intentar de nuevo visitar a Mamiliano, el otro contacto de mi padre, sobre todo ahora que sabía que era el maestro de Vincencio. Sin embargo, volvió a mostrarse esquivo. Una vez más me negaron la entrada, aunque esta vez los esclavos se mostraron más serviciales. Tal vez su amo les había dado nuevas órdenes. Tal vez el nombre de Falco tenía algo que ver con ello.
En cualquier caso, los sirvientes seguían jurando que Mamiliano jamás recibía visitas en casa. Todos estaban bien enseñados, y por lo tanto eran discretos, pero me dijeron que, a pesar de su importancia, era excepcionalmente reservado. Por lo que me dijeron, no acerté a dilucidar si era irascible por naturaleza o recelaba de los desconocidos. Cualquier experto legal tenía que tratar con los defectos humanos, así que quizá le asaltaba la paranoia de que la gente que lo visitara pudiera ensuciarle los divanes o robarle la plata…, como poco.
No obstante, esta vez los esclavos dejaron escapar que Mamiliano daba clases en los Jardines de Salustio. Si podía encontrarlo allí, quizá consintiera en hablar conmigo. Ahora que Vincencio había admitido que sus clases a veces incluían material sedicioso, me pareció que Mamiliano era muy sensato. En los jardines, solo los árboles podrían oírle.
Tiberio me acompañó. Dedu, el vendedor de lechugas, le dio tiempo libre. Era una mañana de escasa actividad en el puesto de Min.
Siempre me maravillaba el modo en que mi marido lograba entablar ese tipo de relación fácil y relajada. Él era el primero en admitir que había crecido siendo rico y consentido; sin embargo, gustaba a personas de todos los estamentos sociales. No solo había convencido a Dedu para que le permitiera fingir que trabajaba en su puesto, sino que el «trabajo» parecía completamente flexible. Dedu no pagaba a Tiberio por su supuesta ayuda, pero, hasta donde yo alcanzaba a ver, Tiberio tampoco pagaba a Dedu por fingir que lo empleaba. De alguna forma se había ganado el derecho de merodear por allí cuando le interesara, o de escaquearse a voluntad.
—¡Eres un completo inútil! ¡Yo no te daría trabajo! ¿Dedu es egipcio de verdad?
—No, es de Tarento.
—¿Y por qué finge ser extranjero?
—Para que la gente confíe en las lechugas de Min y su legendaria potencia sexual.
—Comer lechuga parece que funciona —comenté, refiriéndome a la noche anterior.
—No tiene nada que ver con comérsela. ¡Yo solo la vendo! —afirmó Tiberio.
Los jardines de Salustio se encontraban en el norte de la ciudad, situados en un profundo valle entre el Quirinal y el monte Pincio. Aquel lugar de recreo ejemplificaba la época temprana del Imperio, cuando los notables podían acompañar a un general durante una campaña militar y volver luego a Roma inmensamente ricos, alardeando de una buena reputación, entusiasmados por culturas exóticas y con un buen botín para pagar por ellas.
Según Tiberio, Salustio Crispo era un plebeyo de origen sabino que había logrado desarrollar una carrera clásica: una buena educación y una juventud desperdiciada; oscilaciones políticas hasta acabar siendo cercano a Julio César; el nombramiento de gobernador por razones discutibles; notoriedad por oprimir a los nativos y saquear su provincia; retiro para dedicarse a ser historiador. Como escritor, Salustio recopilaba e inventaba palabras, que hacen sus obras más legibles. Su fama principal se debía a sus jardines.
Al igual que Lúculo y Mecenas, esos otros dos cabrones con dinero, Salustio utilizó el suyo para apropiarse de una gran extensión de tierra. Expulsó a todos los pobres que tenían la mala suerte de vivir allí, creó aquel hermoso recinto de recreo, lo consideró el logro más visible de su vida y al morir fue enterrado allí. Su nombre perduraría. Mejor que lo recordaran a uno por unos arbustos artísticamente recortados y por neologismos que por batallas. Sobre todo cuando una batalla podía suponer una derrota, mientras que la poda ornamental es siempre un triunfo sobre la naturaleza.
Los jardines de Salustio habían caído en manos de la familia imperial. Las cosas bonitas tienden a sufrir tal destino. Los jardines se habían convertido en uno de los lugares favoritos de Vespasiano, que los utilizaba como oficina informal. Los jardines siempre habían estado magnánimamente abiertos al público. Es inteligente tener a la plebe paseándose por arboledas, admirando las plantas, en lugar de conspirando en las tabernas. Sin embargo, aquel magnífico lugar era la dicotomía de Roma. Todo allí —paseos, fuentes, macizos de flores, templetes, estatuas, jarrones enormes, obeliscos— era nuestro, pero solo para contemplarlo; la herencia pertenecía a nuestros gobernantes. Ellos nos dejaban entrar para que pudiéramos maravillarnos ante sus riquezas. Podíamos compartir aquella serena elegancia para que, a través de ella, sintiéramos su poder.
Tiberio, que tenía puntos de vista tradicionales que yo no le discutía, respiró suavemente el aire fresco. A una persona independiente y suspicaz como yo, el lugar le parecía ideal para que un tutor llevara a sus alumnos y los introdujera en la obra de los revolucionarios. Simpatizaba con la filosofía estoica. En los jardines imperiales me entraban ganas de arrojar piedras a las estatuas.
La mirada de Tiberio se cruzó con la mía; le vi sonreír. Él lo notaba, cuando me sentía rebelde. No le preocupaba. Eso me gustaba de él. Tiberio era un hombre tradicional, pero yo sabía que también tenía un valor fuera de lo común. Él defendería sus opiniones cuando otras personas más convencionales se irían a casa a ocultarse.
Para dos personas que habían compartido su amor la noche antes, existía una gran tentación de disfrutar de los jardines de una forma poco profesional. Estaba a punto de agarrar de la mano a Tiberio y arrastrarlo hacia unos arbustos, cuando él tiró de mí para ocultarnos tras una estatua…
Nos habían dicho que buscáramos a Mamiliano cerca de un ninfeo, un gran monumento en forma de fuente dedicado a las ninfas. Tardamos un rato en encontrar el ninfeo correcto, porque los jardines eran extensos, llenos de espléndidas fuentes. Al pie del Quirinal había no solo un ninfeo, sino toda una hilera.
En cuanto vimos al maestro de leyes, supimos que era él. Tenía ese aire de increíble amor propio. Mi padre solo lo conocía muy superficialmente. Me había dicho que Mamiliano raras veces descendía hasta la Septa para comprar arte en persona, pero que cuando tenía un cliente especialmente agradecido le sugería que visitara a Didio Falco con la bolsa llena…, además de pagarle sus honorarios, claro está. El cliente podía mostrar así su agradecimiento haciendo una donación a la colección privada de Mamiliano. Se decía que esta era fabulosa. Dado que jamás permitía a nadie entrar en su casa, pocas personas habían visto su colección. Debía de recrearse contemplándola a solas.
Estaba casado. También eran muy pocas las personas que habían visto a su esposa. Parecía que la mantenía encerrada como si fuera otro de sus costosos tesoros. Falco sugirió que quizá fuera una inválida, lo que me pareció muy generoso y poco habitual por parte de mi padre.
No tardé mucho en definir a Mamiliano: arrogante, egoísta, pomposo y codicioso. Eso podría haberme hecho desistir, pero sabía que podía serme útil. La gente había recurrido a él durante años; tal vez tenía encantos ocultos. Tal vez algunos consideraban que ser antipático era normal en su trabajo, algunos podrían suponer que ser un abusón en realidad hacía de él un abogado mejor. Y tal vez estuvieran en lo cierto.
Estaba recostado en un asiento de piedra cubierto de liquen, con un brazo estirado a lo largo del respaldo. Era un hombre enjuto, pero bien alimentado, que daba la impresión de disfrutar de las mejores cosas de la vida, con prudente moderación. Si se hubiera puesto en pie, seguramente sería más alto que la media. Tenía el rostro delgado, la cabeza medio calva, facciones altaneras, como un republicano de antaño que fuera a dar una lección sobre moralidad en cualquier momento.
Cuando nos acercamos, hizo una pausa y dejó que me presentara. El modo en que Mamiliano me miró de arriba abajo me hizo recordar que Jucundo le había atribuido la fama de acosar a las mujeres que lo visitaban. Por su mirada, me resultaba fácil creerlo. Sin embargo, sabía lo difícil que era acceder a su casa, así que quizá la historia no es más que un chisme malicioso.
Un par de alumnos estaban discutiendo unos puntos con su tutor; al ver que yo quería hablar con él, Mamiliano dejó de hablar. Dijo a sus alumnos que debían estar siempre preparados para interrumpirse y escuchar la petición de un desconocido, ya que podía haber dinero de por medio. Igual que siendo informante, en realidad, pensé.
Tras mencionar a mi padre, le resumí el motivo de mi presencia. No expliqué quién era Tiberio, que guardaba silencio, comportándose como un desaliñado esclavo que me escoltaba.
Al principio Mamiliano permitió quedarse a los alumnos. Esto le permitió demostrarles cómo mostrarse distante con los informantes, aunque explicó a los dos jóvenes que éramos seres necesarios.
—Puede que os convenga contratar a vuestros propios agentes para buscar pruebas o investigar la vida de unos testigos. Localizará a fugitivos a los que sea preciso entregar una citación. También en ocasiones os abordarán informantes que trabajen para otros en relación con un caso. —Me miró fijamente con aire desdeñoso—. Que sea una mujer es raro.
Haciendo caso omiso del desaire, empecé a conversar con los alumnos.
—Es un trabajo. Alguien tiene que hacerlo. Creo que ser mujer a menudo me ayuda. —Mamiliano parecía irritado, aunque no me detuvo—. El caso que me ocupa actualmente concierne a una víctima, Clodia Volumnia, una joven que murió en extrañas circunstancias; la posible responsable es una mujer sospechosa de hechicería, Rubria Teodosia. Algunos testigos son chicas jóvenes. Todo el mundo está de acuerdo en que soy adecuada para el trabajo. Mi padre —le dije a Mamiliano— sugirió que conoces a gente del Quirinal, pero después he descubierto que incluso le das clases a uno de los amigos de Clodia Volumnia, Vincencio. Es el nieto de la propia Rubria Teodosia. Bajo el nombre de Pandora, ha sido acusada de suministrar un filtro amoroso a la joven muerta. Así pues, Lucio Mamiliano, parece ser que eres el hombre perfecto para hablarme de esa supuesta hechicera…, a menos, claro está, que te consideres comprometido por el hecho de que sea ella quien pague los estudios de su nieto.
Mamiliano anunció pomposamente que eso no era ningún impedimento. No obstante, si tenía que hablar de algo que involucraba a un alumno suyo, los otros dos debían marcharse. Mientras los jóvenes recogían sus tablillas de notas, él me dijo que los gastos de las clases de Vincencio los pagaban sus padres. Yo objeté que el padre estaba en el extranjero.
—Pandora se ofreció. La madre intervino y es ella la que paga. Supongo que sigue instrucciones.
No veía por qué había de ser así. No dije nada, pero, después de haber conocido al hijo, me pareció que la madre debía de ser muy suya y que no se limitaría a obedecer instrucciones. El abogado comentó por iniciativa propia que hubo una riña en la familia. Yo dije que Vincencio parecía un hombre que tendría a mujeres peleándose por él toda su vida, pero en mi opinión, sabría cómo manejarlo.
Cuando los alumnos se fueron, Mamiliano lanzó a Tiberio una mirada reveladora.
—Confío en él —dije despreocupadamente—. Es apropiado que vaya acompañada. Puede quedarse.
—Como quieras.
El abogado se acomodó para hablar. Ocupaba el banco de piedra, que yo era reacia a compartir con él, así que me senté en un bolardo. Tiberio se deslizó hasta el suelo con la espalda contra un plátano, dando la impresión de que se había quedado dormido.
Primero Mamiliano se cruzó de brazos. Me miró con su nariz aquilina y aire de superioridad, alargando el suspense.
—Bueno, Flavia Albia, ¿cuánto sabes sobre la familia de Vincencio Teo?
—¿Es ese su nombre formal? —pregunté, devolviéndole la mirada—. Sé muy poco; deduzco muchas más cosas. Estudia leyes, cuando no lleva la vida de un crápula en sociedad. Su abuela vende cosméticos, lo que es legal, y seguramente filtros amorosos, lo que contraviene las leyes contra la magia. Su madre vive con su hijo, pero no hay cabeza de familia, ya que el padre «se ocupa de los negocios de la familia en el extranjero», como dicen ellos. Creo que hace años que está fuera. En mi opinión —comenté, recalcando las palabras—, eso significa algo.
—¿Qué significa? —preguntó el abogado, mostrando un súbito interés bajo sus caídos párpados. Era un hombre brillante, por descontado. Me estaba costando persuadirle de que aceptara que yo también lo era.
—Parece que al padre se le dio tiempo para escapar.
Me enorgullece decir que conseguí impresionar a Mamiliano.
—¿Comprendes el significado?
—¡Por supuesto! —Logré no parecer resentida por su suposición de que no lo iba a comprender—. Si es cierto, significa que el hombre cometió un grave delito, o delitos. Un crimen capital. Asesinato. Pero este hombre sin duda es un ciudadano romano. Así que, en lugar de enfrentarse simplemente con una ejecución, se le otorgó un breve plazo para recoger sus pertenencias y luego se le permitió abandonar Roma. Se fue al exilio fuera del Imperio. Ser condenado a vivir entre bárbaros se considera su castigo.
Digo esta definición con tono tranquilo, sin emocionarme.
—El padre es Rabirio Vincencio —me dijo Mamiliano—. Está emparentado con algunos de los criminales más notorios de nuestra ciudad.
Involuntariamente lancé una mirada a Tiberio, que había abierto los ojos. Conocíamos el nombre de Rabirio.
—¿Qué te contó Didio Falco de mi trabajo? —preguntó Mamiliano.
—Poca cosa. —Mi padre tiende a ser cauto. Solo me había dicho que este hombre conocía a mucha gente. Mamiliano se dignó darme detalles.
—Estoy retirado del trabajo activo en los tribunales. Esa tensión se la dejo a otros más jóvenes. Ahora enseño. Antes, dediqué mi larga y respetada carrera a perseguir a miembros de organizaciones criminales. —Eso explicaría por qué, se negaba a recibir visitas en su casa. En el mundo romano, se suponía que los grandes hombres abrían sus casas para los negocios y la actividad política, pero si él había actuado en contra de los grandes jefes criminales, Mamiliano debía mantener sus puertas cerradas a cal y canto como medida de seguridad. Tendría que seguir haciéndolo siempre. Aunque decía que se había retirado, existiría la amenaza de aquellos para los que se había convertido en enemigo.
—Entonces, eres un hombre valiente, señor.
—No temo a esa gente. —Formaba parte de su arrogancia despreciar a las personas a las que había procesado. Me pregunté cómo lo verían esas personas a él.
—¿Has oído hablar de esos Rabiria? —me preguntó Mamiliano. Se notaba que quería alardear de saberlo todo, papel que estaba acostumbrado a asumir, sin embargo había empezado a sospechar a regañadientes que yo tenía una importante experiencia. Me pregunté si sabría que años atrás Falco me había rescatado de las garras de un criminal. Pudieron darse circunstancias en las que mi padre habría pedido consejo, como vender algo a un abogado con descuento y obtener asesoramiento legal gratuito a cambio…
—De hecho, sí he oído hablar de la banda de Rabirio. Tuve un caso en el Esquilino hace poco. Resultó que los Rabiria no estaban implicados, pero en cierto momento lo pareció. Mi marido interrogó a uno de los jóvenes de la familia, ese al que llaman Roscio, sobrino del jefe. Roscio, que nos pareció un peso ligero, aspira a tomar el control de la organización, aunque hemos oído que tiene rivales que se lo disputan.
Mamiliano ignoró mis comentarios.
—La de Rabirio —afirmó— es una banda profesional establecida desde hace mucho tiempo. Su familia tiene un gran poder en el norte de Roma, con tentáculos que alcanzan a todo tipo de actividades ilícitas. Provocan un gran daño y un sufrimiento considerable. Su existencia es una afrenta a la decencia. El jefe es el viejo Rabirio, al que ya se ve poco; su salud es delicada, aunque sigue siendo una leyenda. La mujer que has mencionado antes, Rubria Teodosia, es su hermana.
—¡Ah! —Eso sí que era nuevo, pero nada difícil de creer—. La he conocido. —Al pensar en ello, silbé suavemente entre dientes—. ¡Ya veo! Mencionó a un hermano que estaba enfermo. —Tomando esto en consideración, sugerí—: ¿Estuvo casada ella con un jefe criminal? ¿Qué le ocurrió? ¿También está exiliado?
—Murió. Fue hace muchos años. No me sorprendería que Rubria Teodosia lo hubiera matado —dijo Mamiliano, como si no fuera nada del otro mundo—. Su hijo, Rabirio Vincencio, se convirtió en una figura importante, hasta que se metió en líos con las autoridades. Tuvo que huir. Yo personalmente estaba preparando su procesamiento. Lo habrían condenado, eso seguro.
No tenía motivo para poner en duda esa confianza en sí mismo, pero no pude evitar hacerle la siguiente pregunta.
—¿Y sin embargo, ahora enseñas a su hijo para que Vincencio pueda defender a sus parientes?
—Todo el mundo tiene derecho a ser representado. Si hay un caso para defender, ha de ser defendido. No tengo reparos en que eso se haga correctamente. Prepararé a Vincencio para ello. Luego podrá hacerse justicia.
—¡Bonita teoría! —exclamé, divertida—. Que se defiendan. ¿No tendrán éxito porque, siempre que esté bien fundamentada, una acusación adecuadamente preparada está destinada a imponerse?
—No —replicó Mamiliano con gravedad—. En absoluto, joven. En la práctica, ¡creo que en nuestros tribunales, la incompetencia, la mala gestión y la corrupción conducen con excesiva frecuencia a la absolución! Mi fe en mis antiguos colegas es escasa. Aun así, prepararé a mi pupilo para desempeñar un papel ejemplar en el proceso judicial.
En ese momento, Tiberio olvidó que supuestamente era invisible.
—¿Qué le parece el joven, profesor? —preguntó, apoyado aún contra el árbol—. ¿Qué opina de él?
Mamiliano lo miró con frialdad. No era de los que cotillean con esclavos; estaba claro que sospechaba de mi «escolta». No obstante, emitió su valoración.
—Vincencio es inteligente, agradable, incluso es muy trabajador cuando quiere. Comprende con facilidad los precedentes legales, por lo que es capaz de presentar un argumento del modo más persuasivo.
—¿No debería ser también honrado? —pregunté secamente.
—¿Qué hay en él que no sea honrado? —replicó Mamiliano—. ¡Su franqueza es de admirar! Nunca oculta su origen. No se anda con subterfugios con respecto al motivo para querer una educación legal. Toda familia criminal de envergadura tiene dos socios importantes: un contable muy sagaz y un excelente abogado.
—Cierto. Ya lo sabía. Parientes míos habían dedicado años a luchar contra el crimen organizado. —Se hablaba constantemente sobre su funcionamiento en casa—. Vincencio me dijo con toda franqueza por qué tomaba tus clases. Simplemente, en ese momento yo no sabía quiénes eran sus parientes.
Esa relación era curiosa, pero mi tarea consistía en descubrir si tenía alguna relevancia. El bolardo sobre el que me había sentado se había vuelto demasiado incómodo, así que me levanté y me paseé de un lado a otro.
—Mamiliano, la relación de Pandora con el viejo Rabirio me intriga, pero ¿podría tener alguna implicación en mi caso? ¿Cómo podría influir en que ella suministrara un filtro amoroso a una joven de quince años, hija al parecer de unos padres respetables? Vincencio era uno de los amigos de esa joven… ¿Es una coincidencia o hay algo más? ¿Su abuela Pandora habría hecho daño deliberadamente a la hija de mi cliente, como represalia o advertencia para otros?
Mamiliano se mostró cortante y desdeñoso.
—Esas son preguntas para ti, Flavia Albia. El edicto con respecto a envenenamientos y magia me interesa bien poco. Las leyes sensacionalistas me tienen sin cuidado. Son asuntos de mujeres. La mía es una especialidad más pura.
Menudo esnob.
—¡Deduzco que no tienes hijas jóvenes! —le reproché, aunque luchar contra aquel hombre era inútil.
Dos nuevos pupilos se acercaban a su eminente y puro maestro, así que Mamiliano agitó una mano; mi entrevista había concluido.
—Te he concedido ya una parte suficiente de mi valioso tiempo. —Hizo una pausa. Un efecto teatral típico de un abogado ante un tribunal—. A ti y a tu asociado extrañamente ataviado.
Tiberio se puso en pie. Ahora tenía briznas de hierba seca pegadas a la túnica raída. Hizo un gesto con la cabeza, reconociendo que quizá no había que fiarse de las apariencias. No dimos explicaciones.
Dimos las gracias a Mamiliano cortésmente y nos dispusimos a dejarlo para dar su siguiente clase.
—¿Oí decir que la hija mayor de Didio Falco se había casado con un edil plebeyo? —me espetó el abogado con altivez.
—¡Eso me temo! —Mi respuesta fue jocosa—. ¡Un magistrado! Menuda decepción. Pero el edil es un buen hombre, así que Falco ha de disimular su bochorno.
Finalmente, Mamiliano sonrió. Tal vez no conociera bien a mi padre, pero lo había tratado.
—Flavia Albia, sé que está extremadamente orgulloso de ti… ¿No ocurrió algo extraño en la boda?
—Rumores. —Estaba harta de que nuestra boda se pintara como peculiar.
—Bien, pues… —A continuación vino la coletilla—. Si acabas viéndote mezclada con la banda de Rabirio, lo más sensato sería una retirada táctica.