14
Vería a Jucundo al día siguiente. En cuanto se enteró de la fiesta de los Nueve Días, se mostró alborozado y decidió honrarla con su presencia. Le pregunté si no supondría un problema que no conociera a la familia, pero él no le dio la menor importancia. Opinaba que los vecinos podían asistir a funerales sin ser invitados. De hecho, si se había propagado la noticia de que habría comida y bebida gratis, todo el Quirinal acudiría en tropel.
—¿Incluso los ricos huraños?
—¡Sobre todo ellos!
De todas formas, dijo, cuando entrara tranquilamente con aire seguro de sí mismo, los Volumnia se limitarían a suponer que era un antiguo conocido. Si él veía que era hija de mi padre, yo tenía muy claro por qué Jucundo era amigo de Falco.
Su presencia me alegró. Estaría allí si necesitaba hablar con alguien. De lo contrario, habría podido sentirme incómoda. Mi trabajo me daba justificación teórica para asistir, pero yo seguía sintiéndome como una intrusa. Por suerte, disponía de una sencilla túnica blanca y una estola que serviría para cubrirme respetuosamente la cabeza. Prescindiendo de joyas y cosméticos para mostrar el duelo, al menos tendría un aspecto correcto.
No había hecho más que empezar el día cuando se hizo evidente que Jucundo estaba en lo cierto: todo el mundo en el Quirinal adoptó el punto de vista tradicional de que la fiesta de los Nueve Días se celebraba «para unir a la comunidad». Los Volumnia debían de imaginar cuántas personas de buena fe y amantes de la comunidad abusarían de su hospitalidad. Sus proveedores de comida estaban preparados. Seguro que habían privado de comida al resto de los funerales de Roma. Los Volumnia no iban a contenerse porque la necesitaran otros. El dolor no les había dado mejores modales. Siempre hay gente que muere, algunos incluso por causas naturales. Otros allegados simplemente tendrían que esperar.
Las personas sensatas celebran el final de los Nueve Días de Duelo junto a la tumba. Eso reduce la asistencia. Pocos desconocidos estarían dispuestos a desplazarse más allá de los límites de la ciudad hasta la necrópolis. Con suerte, algunos incluso pueden equivocarse de camino. El lugar del festín no siempre es fácil de encontrar. Los mausoleos se encuentran en vías principales aleatorias, dependiendo de qué calle de los muertos utilizara la familia en el pasado por primera vez… o incluso de dónde algún avispado tío ha encontrado una ganga en algún columbario[6].
La necrópolis más cercana al Quirinal estaría en el nordeste, bien en la vía Salaria o en la vía Nomentana, pero a saber. No llegué a descubrir dónde habían depositado los Volumnia la urna de Clodia, ni hasta qué punto había sido un momento fastuoso. Los padres y un pequeño séquito de personas allegadas habían salido en procesión hacia la tumba al amanecer para realizar una libación privada. La persona ausente habría sido el hermano mayor de Clodia, que, estando en el norte de África, seguramente ni siquiera habría recibido aún la noticia. Después el grupo regresó para celebrar su última comida, en espíritu, con Clodia. Entonces, de acuerdo con la tradición, su espíritu estaría en paz.
Yo me encontraba apoyada en la barandilla de la galería junto a otras personas que vivían en el edificio. Observé su entrada. Los hombres vestían de negro, las mujeres de blanco, cubierta la cabeza con velo y sin joyas. Todo era sumamente formal; tal vez habrían ido incluso descalzos, salvo que nadie hace semejante cosa en las calles de Roma, a menos que quiera acabar prematuramente en la tumba. Otros amigos, además de personas que hacían mucho ruido afirmando que eran amigos, esperaban en el patio. Algunos habían estado picando ya de la comida. Tal como me había prometido Jucundo, incluso los ricos huraños habían hecho su aparición; se situaban aparte, dejando que personas de menor rango admiraran lo distantes que eran.
En cuanto los afligidos padres entraron por el pórtico, se separaron. Volumnio Firmo se dirigió al extremo de una de las mesas con aire altivo, Sentia Lucrecia se fue al otro extremo. Ambos recibían el apoyo de sus madres respectivas. Estaba claro que ninguno de los dos tenía intención de hablar con el otro; las dos abuelas tenían el mismo aire de hostilidad.
Con la procesión entró también una máscara funeraria. Ahora veía por fin el aspecto que en teoría tenía Clodia Volumnia: facciones dulces, infantiles, aún por formar. Como era tradición, los ojos estaban cerrados y los labios dibujaban una leve sonrisa. El rostro de cara redonda tenía una tersura cérea, como suele ocurrir con las máscaras funerarias, tanto si se han realizado directamente sobre el cadáver como si no. Le pregunté por ello a la mujer que tenía a mi lado, y ella afirmó que la máscara era un retrato fiel.
—Parece un poco sosa —musité en voz baja, y añadí cortésmente—: ¿o es porque la han hecho así?
—Bueno, en realidad ninguno de nosotros la conocía —respondió la mujer, tratando de ser justa en esta triste ocasión. Pero su tono me indicó que yo estaba en lo cierto. Tal vez Clodia se mostrara más vivaz cuando frustraban sus deseos, pero por lo demás carecía de carácter.
Muchas jóvenes son inmaduras a los quince. Yo no. Claro que yo había tenido mis razones.
Me quedé arriba para observar las formalidades del principio. Unos hombres, posiblemente colegas de negocios o personas para las que Volumnio Firmo había realizado arbitrajes con éxito, le presentaron sus respetos. Estrecharon su mano, musitando unas palabras; él respondió con voz ronca. Matronas respetables se acercaron a Sentia Lucrecia, la besaron en la mejilla y también a su madre; una o dos (imaginé que serían las que también tenían hijas jóvenes) abrazaron a Sentia con auténtica simpatía, sujetaron su cara entre las manos, le susurraron palabras de ánimo. Ella lo aceptó con los labios apretados y sin lágrimas en los ojos. Para ella, y para su marido, aquella ceremonia formal era algo por lo que había que pasar; lo sobrellevaron con valor. Las dos matriarcas parecían dos intimidatorias estatuas, aunque Volumnia Paula, la abuela rolliza, se sorbía de vez en cuando los mocos en un pañuelo.
Algunos de los que se hacían pasar por personas bienintencionadas no dijeron una sola palabra. Sin prestar prácticamente atención a la presencia de la familia los más morbosos habían acudido descaradamente para comer gratis. Los que tenían hijos pequeños que no iban a comer las tortas de trigo del funeral, incluso habían llevado consigo cestos con golosinas especiales para mantenerlos callados mientras los adultos se ponían las botas.
En cuanto me pareció apropiado, bajé para mezclarme con los demás. Al verme, Doroteo me condujo a un asiento en una larga mesa, cerca de un grupo de jóvenes que parecían apagados. Bueno, estuvieron apagados durante un rato. Se animaron cuando otro joven, que llegaba tarde, les informó:
—Os alegrará saber que no habrá discursos. Han hecho un panegírico durante el sepelio y eso será todo.
—¿Y sobre qué han pontificado, Cluvio, amigo mío? —preguntó otro muchacho parodiando el estilo oratorio con voz estridente. Hablaba muy seguro de sí mismo.
—Ni idea. Las estupideces habituales, supongo. El tiempo que vivió. Honorable, obediente y casta.
—¡Presuntamente casta! —dijo el otro, sofocando la risa, con total insensibilidad, aunque al menos tuvo la sensatez de bajar la voz.
—Sé lo que pondrá en la lápida —les interrumpió una chica. Sacó una tablilla de una sola página y leyó con esmero—: «Detente, desconocido, y lee lo que está escrito: aquí se depositó a Clodia Volumnia a la edad de quince años. Si alguien desea añadir su pesar al nuestro, que aquí se detenga y que aquí llore. Sus desventurados padres han enterrado a su única hija, a la que amaron mientras lo permitieron las Parcas. Ahora les ha sido arrebatada. Sus huesos aún tan jóvenes son un pequeño montón de cenizas. Que la tierra descanse ligera sobre ella».
—¡Mierda! —exclamó el muchacho al que llamaban Cluvio, un mocoso de lo más zafio—. Eso es conmovedor del carajo. ¿Cómo te has agenciado esa perla, Sabinila?
—El sepulturero me lo ha escrito. Voy a acercarme a sus padres y a decirles que me parece maravilloso. —Parecía sincera. Supuse que le duraría al menos hasta la siguiente bandeja de tortas de trigo que pasara por su lado. Había visto que llegaba, así que estaba limpiando rápidamente su cuenco para que se lo rellenaran.
—¡Qué idea tan adorable! —exclamó otra chica. Ambas llevaban un velo cuidadosamente dispuesto; debían de haberse juntado para sujetarse el velo la una a la otra con alfileres, de modo que enmarcara el rostro de la manera más favorecedora. Debajo, llevaban sueltos los cabellos como señal de duelo: bucles relucientes y bien hidratados que eran viejos amigos de las tenacillas de rizar. A su lado, en el banco, había unas bolsas que seguramente contenían las pulseras y collares que se habían quitado para mostrar su respeto; el tintineante metal estaba listo para volver a colgar de sus dueñas en cuanto las jóvenes salieran de allí. Por la incomodidad con que movían los talones bajo la mesa, se notaba que llevaban sandalias que destrozaban los tobillos.
Estos amigos de Clodia estaban sentados a mi derecha. Me giré un poco hacia la izquierda, como si conversara con otros invitados, aunque mis vecinos estaban tan ocupados comiendo que solo tuve que fingirlo. No aparté la vista de mi cuenco de comida, pero mis oídos tomaron nota de todo.
—¿Va a venir el gran hombre?
—¿Numerio? No, le ha dado mil vueltas, pero al final le ha parecido demasiado embarazoso. Sus padres sí que están. ¡Los ha enviado en su nombre!
—¿Quiénes son?
—No los veo, pero los reconocerás porque le dicen con fervor a todo el mundo que la mortalidad es inevitable y que no deberíamos llorar por la pérdida de un don temporal. «Algunos se quedarán, pero otros deben marcharse»… Su horrible madre me ha acorralado junto al pórtico y me ha obsequiado con un sermón estoico. Nadie diría que Numerio es su hijo.
—¿La señora Cestia te conoce?
—Yo estaba con mi madre, así que no tenía escapatoria; le he pedido a mi madre que me trajera en su silla. Ha tenido que apretarse para hacerme sitio, pero los moratones se le irán en unos días.
El que hablaba era un joven atlético y fornido de unos veinte años. Su tolerante madre debía de haber estado a punto de ahogarse al compartir una silla de manos normal con su robusto hijo. Si toda aquella gente era de la zona, el apretado trayecto solo habría durado unas cuantas calles, pero razón de más para que a un hijo sano se le dijera que fuera a pie.
Lamenté descubrir que el novio de Clodia no iba a asistir, ya que quería conocerlo. Cuando se hizo un momento de silencio mientras engullían la comida del funeral, estudié al grupo discretamente. Todos tenían la misma edad más o menos, mayores que Clodia Volumnia. Arrogantes y excesivamente acicalados; incluso los chicos mostraban un esmerado trabajo de barbero: tupés aceitados o barbas recortadas con elegancia. Les resultaba imposible seguir la tradición de mostrar el luto con mandíbulas sin afeitar y cabellos revueltos, de modo que ni siquiera lo habían intentado.
Conté cuatro chicas y tres chicos. Todos me cayeron mal.
En un momento dado, las chicas que estaban más cerca de mí, Sabinila y otra llamada Redenta, empezaron a hablar sobre otra que estaba sentada más lejos, Anicia. Redenta y ella habían tenido un desencuentro. No me atreví a suponer qué monstruoso desaire lo había ocasionado.
—Ella es así, siempre lo ha sido. Se lo dije, su forma de tratarme me dolió, nadie había sido nunca tan mezquino conmigo. Estoy dispuesta a hacer las paces, pero nunca confiaré en ella. No quiero tener que pasar tiempo con ella. No le voy a hacer caso. Seguro que acaba cediendo.
—Eres mi mejor amiga de todo el mundo, y por eso he pensado que debía hacer de mediadora —afirmó Sabinila, casi hablando para sí misma, mientras Redenta mordisqueaba una torta de trigo como si devorara a una enemiga. Antes Sabinila había estado charlando muy seriamente con un chico llamado Polio. Se parecían mucho, como si la endogamia estuviera extendida en su estamento social—. Le he dicho que no quería meterme entre vosotras dos, pero que, si se disculpaba, podría resolverse todo. Si has roto con Vincencio, es obvio que no vas a entrometerte entre él y ella.
—Ya no siento nada por él. Tuvimos una larga charla y dijimos que se había acabado. Que se lo quede. Yo estoy con Cluvio. La verdad es que no se lo he dicho a nadie, pero creo que podría ser algo serio.
—¿Cómo, hasta el final? —Mientras escuchaba, me dije a mí misma que hasta el final debía de referirse al matrimonio. Era una interpretación benévola. Me pregunté cuántas de aquellas chicas habían pensado en alguna ocasión que podían estar embarazadas, o lo temían incluso ahora—. Pensaba que habías estado considerando a Granio.
—Está bien para tontear, pero no me gusta su mostacho. —Tras identificar a Granio por sus palabras, decidí que Redenta tenía razón. No me gustan los mostachos, pero además el suyo era una birria—. En cualquier caso, sus padres están tan desesperados porque se dedique a la abogacía… ¡Es como demasiado serio!
Unos sirvientes llegaron con bandejas de bebidas. Se alzaron las manos para apoderarse de ellas. Las chicas fueron tan rápidas como los chicos. El vino estaba bastante aguado. Esperé a que me sirvieran y luego sorbí mi vino con comedimiento (vale, con comedimiento porque estaba muy aguado). Los jóvenes apuraron sus vasos y luego se apoderaron groseramente de otros antes de que los portadores de las bandejas pudieran alejarse.
Empecé a sentirme abatida. Ninguna joven de quince años debería haberse mezclado con aquella panda de egocéntricos amorales. Por conversaciones posteriores se hizo evidente que se conocían a través del trato social entre sus padres. Si los Volumnia se movían en los mismos círculos y Clodia había decidido que aquellos jóvenes eran maravillosos, habría sido muy difícil impedir que los viera. A mí me parecían unos irresponsables, aunque en rigor tenían edad suficiente para salir por ahí sin sus padres. Clodia no. Comprendía por qué le habían ordenado que se quedara en casa, pero también cómo había llegado a rebelarse contra esas órdenes.
Su hermano tenía seis años más que ella. Cuando estaba en Roma, debía de haber encajado en aquel grupo de amigos de su misma edad. Sin duda Clodia le seguía a todas partes, cuando sus padres confiaban quizá en que Volumnio hijo cuidaría de su hermana pequeña; si era un joven decente, puede que incluso fuera cierto. Pero después de que lo enviaran a las legiones las cosas debían de haber cambiado. ¿Qué ocurrió? ¿Clodia quería seguir saliendo con el grupo, sobre todo después de enamorarse de Numerio? Ya no había nadie en el grupo que la protegiera. Llegados a ese punto, deberían haberle puesto freno… y la familia debería haberse asegurado de que acataba esa decisión.
Mis propias hermanas adolescentes, pícaras e inteligentes, habrían dicho con sorna: «¡Hora de que nos saquen de Roma para disfrutar de unas bonitas vacaciones en familia!». Julia y Favonia siempre sabían de qué iba la cosa. Por suerte tenían padres que las controlaban: Falco y Helena las alejaban físicamente de cualquier daño potencial hasta que este desaparecía. Por suerte mi padre había heredado una villa marítima en una parte de la costa muy remota, y a mi madre sus padres le habían legado una granja que se hallaba al final de un sendero extremadamente largo y extremadamente lleno de baches. ¡Qué útil!
Al cabo de un rato, las cuatro chicas se levantaron todas a una y desaparecieron en dirección al baño. Se tomarían su tiempo, intercambiarían insultos más groseros y secretos más maliciosos sobre los chicos, se arreglarían el pelo unas a otras, y posiblemente echarían un trago de alguna jarra de bebida más fuerte que el vino que nos habían servido en la mesa. Podría haberlas seguido. Lo sopesé y decidí que cuatro chicas arremolinadas en la puerta de la letrina del edificio serían demasiadas para poderlas manejar. Así que me desplacé en el banco y di a conocer mi presencia a los tres jóvenes de género masculino.