3

Al final, no pudiendo hacer nada más, decidí aceptar el caso de Laia Graciana.

Puede que parezca insensible, pero era mejor que quedarme deprimiéndome en casa. Decidí distraerme trabajando y ganando dinero. Como siempre digo a mis clientas, cuando tu marido desaparece de escena, cuanto antes sigas con tu vida mejor; ya te preocuparás por él si reaparece. Mientras tanto, come bien, mantente ocupada, paga tus facturas y no comentes en público lo que pueda haber hecho. A veces bromeo con las más joviales y les digo entre risitas que pueden empezar a buscarse un nuevo amante, aunque yo no pensaba hacerlo. Tenía mi trabajo. Eso me daba ya suficientes quebraderos de cabeza.

Además, había elegido a Tiberio. Lo quería a él. Solo a él. Su terrible desaparición era como pisar excrementos de caballo llevando unos zapatos nuevos de una semana.

Dejé a Dromo en casa.

—Si Tiberio Manlio aparece, dile que estoy preocupada por él, luego alguien tiene que venir corriendo a decírmelo de inmediato.

—Nunca me dejan a mí solo en ningún sitio. —Había muchos motivos para ello, empezando con el riesgo de que nuestro estúpido esclavo quemara la casa…

—Bueno, yo confío en ti, Dromo. —Ni siquiera él se lo creyó—. No dejes entrar a nadie aparte de tu amo, o su tío, o mi madre. Larcio se ocupará de comprobar que estés bien; puedes preguntarle cualquier cosa que te preocupe. Es muy importante que se quede alguien aquí; serás mi intermediario.

Le había pedido a Larcio, el capataz de nuestro negocio de construcción, que entrara por el patio cada vez que tuviera un momento para echar un vistazo a la casa. Podía usar la puerta medianera para dejarse caer sin avisar. Me comprendió perfectamente. Para Larcio, Dromo no era más que un malhadado aprendiz que se pasaba el día comiendo bollos, pero con la ventaja de no hallarse en una obra volcando cubos o derramando sacos de clavos.


Yo volvería a casa de tanto en tanto, aunque era mejor no preocupar a Dromo con ese detalle, que le parecería una especie de amenaza. Cuando estoy fuera trabajando en una investigación, me gusta regresar a casa de vez en cuando. Muestro la cara al vecindario para que los ladrones del barrio no crean que la casa está desatendida. Organizo la colada, me cambio de pendientes, me voy a que me depilen las cejas en la casa de baños de Prisca, donde me entero de nuevos chismorreos. Paso un rato tranquilamente a solas. Mi cerebro se despeja de los enigmas que se disputen mi atención en ese momento a beneficio de mis clientes. A menudo las ideas fluyen por sí solas. Vuelvo a ver entonces a mi cliente con un nuevo enfoque y muy probablemente para resolver el caso.

Me faltaba mucho para llegar a ese punto en este caso.


Brillaba el sol y aún era temprano. Los esclavos públicos habían limpiado la ciudad con sus escobas. Los borrachos o habían muerto o se habían ido a casa. Tiendas y escuelas habían abierto. Gente respetable recorría las calles, saludando con deleite a viejos asociados en los negocios o discutiendo con amigos a voz en cuello. Mulas, tendederos, ancianos temblequeantes y mozos que entregaban fardos, barriles y ánforas se interpusieron en mi camino. Todo normal. Todo floreciente y pujante. Todo completamente indiferente a mi desdichada situación.

El monte Quirinal empieza cerca del Foro de Augusto; es la más occidental de las tres colinas que cubren la parte central de Roma como dedos de una mano. Ya había trabajado en el Esquilino y el Viminal ese año, así que ahora completaría el trío. ¡Qué emoción! Sabía que mi padre, Didio Falco, tenía clientes de subastas y buen arte en el Quirinal, así que mi primer movimiento fue ir a visitarlo. Desde nuestra casa en la cima del Aventino, descendí por el lado del Tíber, luego caminé a lo largo del Dique, dejando atrás el Teatro de Marcelo y el Pórtico de Octavia. Al llegar al Campo de Marte, pasé por el Pórtico de Pompeyo por si mi padre estaba llevando a cabo una subasta allí, pero no. Seguí hasta la Septa Julia, donde las elegantes galerías albergaban a joyeros y anticuarios, y donde mi familia hacía tiempo que tenía alquilado un local.

La Septa Julia había iniciado su actividad como lugar de votación ciudadana, pero desde entonces los emperadores nos habían ahorrado las cargas de la democracia. Convertido en unos elegantes soportales, hacía solo diez años que la Septa se había reconstruido tras un incendio; sin embargo, la casa de subastas de Didio estaba ya tan polvorienta como si llevara un siglo acumulando cachivaches, y la oficina que había en el piso superior no estaba mucho mejor. Su propietario, de cabellos rizados, solía andar refunfuñando, comiendo hojas de parra rellenas mientras esperaba que llegaran clientes. Si estaba fuera, algún sobrino granuja hacía los honores por él, pero ese día, mi informal, taimado, indómito y cascarrabias paterfamilias, por todos conocido, estaba allí. Lo encontré puliendo una jarra de metal. Era de peltre, pero cuando terminara de abrillantarlo lo haría pasar despreocupadamente por plata. Cuidado, comprador. Cuidado sobre todo con los sinvergüenzas de los Didia.

Falco estaba contento por su falsa jarra de plata, pero lo primero que quiso saber fue si mi fugitivo marido había aparecido ya. Le dije que no, pero que le iba a caer una buena bronca cuando lo hiciera.

Una vez aclarado eso, expliqué mi misión. Mi padre confirmó que conocía a algunas personas en el Quirinal, luego se pasó un cuarto de hora echando pestes sobre las riquezas y las costumbres insufribles de esos clientes. Le gustaba exagerar. Aguardé paciente a que terminara.

Tenía que calcular con cuidado cuánto quería desvelar. Si hacía que mi investigación pareciera realmente intrigante, Falco intentaría hacerla suya. Se suponía que se había retirado del trabajo de informante desde que dirigía la casa de subastas familiar, pero eso solo hacía que echara más de menos un buen misterio. Si en alguna ocasión tenía algún caso realmente extremo, puede que yo misma intentara encasquetárselo, pero él había aprendido a recelar de lo que pudiera pasarle. Además, mi madre tendría mucho que decir. Ella quería que Falco llevara una vida discreta. No sé por qué. Era una cuestión política. Y también pensaba que era demasiado viejo para tanta agitación.

—No es nada que pueda interesarte. Es la típica disputa familiar —mentí alegremente—. Un divorcio incipiente y una indemnización por dañar a un esclavo. Creo que va a ser desagradable. Les dio por llamar a los vigiles, pero no te sorprenderá saber que no consiguieron nada, así que ahora me han pedido a mí que investigue. Tendré que calmarlos y luego explicarles las realidades de la vida.

Mi padre me miró con ojos entrecerrados y luego empezó por suministrarme el nombre de su contacto en la Primera Cohorte de los vigiles, cuyo acuartelamiento principal era el más cercano a la Septa Julia, aunque el Campo de Marte quedaba de hecho bajo la jurisdicción de la Séptima. Intercambiamos unas alegres bromas sobre la manera de interpretar la «vigilancia» de todas las cohortes, luego mi padre me dio un par más de contactos de viejos clientes que podrían ayudarme con los antecedentes. Tuve que prometerle que, si acababa trabajando cerca durante un tiempo, iría a la Septa de vez en cuando para comer con él. Bueno, era una promesa fácil de aceptar.

Antes de irme, mi padre me preguntó más en serio por mi marido. Le expliqué lo que me había dicho Glauco el Joven.

—Estado de fuga. —Mi padre lo conocía. Me dio preocupantes detalles sobre ese raro pero fascinante fenómeno: pérdida repentina de la memoria, cambio de identidad, desaparición inexplicable y, lo peor, la atribulada víctima acabando al final con una nueva vida, sin la menor idea de quién se supone que es, de dónde ha venido y cómo ha llegado hasta allí.

—Glauco dice que, si lo encontramos, volverá a casa sin problemas.

Más valdría entonces que Tiberio no me viera llegar, bromeó Falco. Imaginé que Glauco el Joven y él se habían juntado en el gimnasio para comentar los alarmantes síntomas que podían afligir a Tiberio en el futuro. La idea de ellos dos conspirando a mis espaldas hizo que aún me preocupara más.

Mi padre quiso animarme. Tal vez, si Tiberio empezaba una nueva vida, sería como cocinero famoso…, lo que no nos iría nada mal en nuestra casa.

Como hija adoptada de un original personaje, había aprendido a aceptar las chanzas y seguir con ellas.

—Es más probable que se haya liado con una bailarina del vientre del Bósforo. Espero que esa sucia ramera no me lo estropee.

A mi padre siempre le hacía gracia la idea de que hubiera una bailarina del vientre metida de por medio.