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Bueno, eso fue divertido.

Después de la disculpa, apoyé a Numerio contra el puesto cerrado. A pesar de que le fallaban las piernas, se acodó allí con la misma actitud señorial que tenían todos sus amigos. De cerca, no vi parecido físico con su padre, el historiador estoico, pero había un parecido familiar con la madre. Su actitud la reconocí fácilmente: la segura confianza en sí mismo y en sus derechos, incluyendo los derechos a estar borracho a primera hora de la tarde, a destruir propiedades, a armar jolgorio sin preocuparse por nadie más. Sus amigos y él eran los reyes del Quirinal…, según ellos.

Aun teniendo en cuenta su pelo empapado, no era atractivo. Tenía el rostro cuadrado y la mandíbula caída, mirada imprecisa, sin líneas de expresión, indicios de un carácter débil. Sus ojos eran claros y llorosos. Su físico indicaba que se entrenaba en el gimnasio, pero metía los pies hacia dentro. En aquel momento hacía equilibrios sobre uno de los pies mientras con el otro intentaba rascarse la pantorrilla…, lo que ningún borracho debería intentar.

Cuando dejó de intentarlo, se alisó el pelo mojado con dedos expertos, tratando de arreglarse.

—¡Esperaba encontrarme con un ejemplar más atractivo! —me burlé sin recato—. ¿Es este el cachas al que las jovencitas intentan conquistar con filtros amorosos? ¿El apuesto semental que puede ganarse a una maravilla como Anicia apartándola de Vincencio? —Como todas las otras chicas, Anicia se aplicaba productos cosméticos en abundancia hasta pasar por bellezón, aunque tal vez fuera un cardo de nariz chata si se le restregaba bien la cara. Hablo como mi abuela—. O cree que puede ganársela —dije con desprecio, tratando de encolerizarlo—. He conocido a Vincencio. Podría hacer de modelo desnudo para un escultor griego.

—No tengo por qué hablar contigo.

¿Por qué dicen lo mismo tantos sospechosos? ¿Y por qué esperar hasta que se volviera obvio que sí tenía que hablar?

—¡Piénsatelo bien, Numerio! Te has metido en una pila de mierda de burro muy muy grande. Tu única esperanza de salvar tu lastimosa persona es cooperar.

—No tienes autoridad sobre mí.

—Ya veremos.

—Dices que ese cabrón es un edil. No tiene pinta de serlo.

—En este momento no —admití alegremente—. Pero Manlio Fausto ha dispuesto que traigan su toga para que pueda dictar tu sentencia. ¡Querido —grité—, espero que hayas recordado que necesitarás la silla curul!

—¡Olvídate de la maldita silla! —Él detestaba esa pieza de mobiliario. Incluso sin ese incómodo accesorio, sabía cómo representar el papel de magistrado clásico y secretamente disfrutaba con ello—. ¡Puedo condenar a ese cerdo estúpido colgado boca abajo de una percha si es necesario!

Tiberio estaba dando instrucciones a Paris, el recadero, sobre lo que debía ir a buscar a nuestra casa. Podría haberle hecho una lista, pero a Dromo tendría que habérsela leído alguien y Paris tampoco sabía leer. No era necesario decirle a Numerio que el edil solo quería su ropa elegante para ir a cenar.

—Numerio Cestino —empecé a decir con severidad—, te sugiero que hables educadamente conmigo antes de que traigan su atuendo formal. Una vez que se dicten formalmente los castigos, estarás acabado. Empecemos. Cuéntame la historia de tu relación con Clodia Volumnia.

—No hubo relación.

—Respuesta errónea.

—En cualquier caso, se había terminado.

—¡Qué historia de amor tan conmovedora! ¿Cómo empezó, entonces? Quiero que me hables de ella. Háblame de ti también, si es necesario.

Lo de hablar de sí mismo le gustó.

—Su hermano era mi mejor amigo. Él y yo estuvimos muy unidos durante años. No teníamos secretos. Siempre lo hacíamos todo juntos.

—¿Hasta que él se fue al ejército? ¿Cuándo fue eso?

—Creo que hace un año más o menos.

—¿Quería irse?

Numerio se encogió de hombros.

—Si otros lo organizan por ti, no es de la clase de cosas en las que tengas alternativa.

—Si estabais tan unidos, ¿por qué no te fuiste con él?

—Mis padres no creen en la guerra. —¡Qué sorpresa!

—Bueno, ¿y qué tienen reservado para ti?

—Mi tío recauda impuestos en una provincia. Se suponía que yo iba a irme con él, pero a mí no me gustaba la idea, así que supongo que simplemente viviré de las rentas de nuestras fincas.

—¡Siempre es bueno tener un plan! De acuerdo. Publio Volumnio se fue solo para abusar del norte de África. ¿Le va bien? ¿Te escribe?

—La verdad es que no.

—Pensaba que erais grandes amigos.

—Escribir cartas no es exactamente una ocupación apremiante. No lo hacemos ninguno de los dos.

—¡Seguro que todos tenéis esclavos que pueden deletrear las palabras difíciles! —comenté sarcásticamente. Era tan bobo que ni siquiera entendió mi pulla.

Desvié las preguntas para volver a Clodia. ¿Cómo era ella? Numerio respondió sin dudar, ofreciendo el retrato de una chica adolescente que empezaba a madurar. Solo empezaba, aunque él esto no lo recalcó. Y al crecer, había querido unirse al grupo de su hermano. Según mi testigo, estaba fascinada por esos amigos mayores. Reclamaba estruendosamente saber qué hacían. Escuchaba con ojos como platos todo lo que le contaba su hermano. Al final había convencido a Publio de que empezara a llevarla consigo.

—¡Sin duda a todos os parecería agradable tener una acólita que admiraba vuestros actos! Pero me han dicho que Clodia y Publio solían reñir.

—Todo el mundo se pelea —dijo Numerio. En su camarilla eso era cierto aunque a mí sus riñas me parecían artificiales: cambios absurdos en las relaciones que simplemente daban a aquellos inútiles motivos para elucubrar. Discusiones vanas en el estúpido guion de su vida.

Él volvió a intentarlo, aparentemente ansioso por apaciguarme.

—Supongo que a veces Aucto se enojaba. Ella era demasiado joven. Las cosas que hacíamos o de las que hablábamos no siempre eran adecuadas. En cualquier caso, mantuvimos una larga charla y Publio me contó que a veces ansiaba ser independiente.

—¿La hermanita era demasiado empalagosa?

Numerio no captó la indirecta y se limitó a decirme que era muy dulce y alegre.

—¿Adorable? —pregunté.

Él hizo una pausa. Por fin lo había entendido.

—Estaba colada por ti. —Era una afirmación, no una pregunta—. Bueno, ¿y qué hiciste tú al respecto, Numerio? ¿Le diste esperanzas?

Por una vez se puso casi serio.

—Eso habría sido cruel.

—Sin duda. Entonces, teniendo que enfrentarte con una jovencita inocente y enamorada, ¿cuál fue tu nivel de compasión?

—No lo sé… Espero haber mostrado algo. —Sus estoicos padres se alegrarían de oírlo.

—Sin embargo, la cambiaste por otra rápidamente, incluso después de que se hubiera hablado de matrimonio…, cuando la gente me dice que Clodia te quería con desesperación.

—La gente no sabe qué ocurrió en realidad. —Numerio parecía atrapado, aunque el motivo no me quedaba del todo claro—. No fue nada indecoroso —gruñó—. Yo era el mejor amigo de su hermano.

—Menudo amigo, si rompiste el corazón de su hermana.

—Yo no hice eso.

—¿Seguro?

—Seguro —afirmó Numerio. Sonaba sincero. Puede que lo dijera en serio—. Mira, todo lo que hubo entre Clodia y yo fue una idea pasajera, pero había terminado del todo. Su hermano llevaba fuera un año y su padre estaba absolutamente en mi contra, no sé por qué.

—Se me ocurren varios motivos. Su hija no estaba preparada aún, tu padre es un lastre político, y en cuanto a ti…, quizá Firmo vio que tienes la misma capacidad de quedarte en un sitio que una mosca a la que le has dado un manotazo. Tú habías puesto tus redondos ojillos en Anicia; no lo niegues, me lo dijo tu madre. Bueno, ¿y cuál fue la reacción de Clodia?

—No lo sé. —Lo miré haciendo chasquear la lengua, así que probó de nuevo—. Ella se puso terca…, pero eso fue solo porque ponerse terca era lo que mejor se le daba a Clodia. Le gustaba montar pataletas. Seguía y seguía mucho tiempo después de lo que hubiera ocurrido.

—Lo que ocurrió fue que tú coqueteaste con ella y luego la dejaste. ¿La alentaron las mujeres de su familia en su dolor? ¿Simpatizaron con sus lágrimas? ¿Su niñera? ¿Su madre, su abuela?

—Puede que sí.

—Entiendo. Ahora cuéntame qué ocurrió la noche de Fábulo. Dime la verdad, Numerio, porque voy a comprobarlo. Imagino que, cuando apareció Clodia, ninguno de vosotros la esperaba.

¿Vi vacilación en aquellos ojos acuosos que no eran de fiar?

—Que Clodia apareciera de repente no era nunca del todo inesperado —dijo, evasivamente—. Solía descubrir nuestros planes. Luego se nos unía, entusiasmada. Estábamos acostumbrados.

—¿Dejasteis que se quedara?

—No teníamos muchas opciones.

—¿Estaba enfadada contigo?

—No, no lo creo. Apenas hablé con ella.

—Y al final, ¿la acompañó a casa alguno de vosotros?

Un nuevo destello de inquietud asaltó a Numerio.

—Creo que la acompañaron algunos de los otros.

—¿Tú no?

—Yo intentaba mantenerme al margen…

—¿Tratando de quitarte de encima a Clodia?

No respondió directamente, pero asintió.

—Me metí rápidamente en una litera con Anicia.

—Pensaba que después de cada salida las chicas volvían a casa en parejas.

Numerio me miró como si estuviera loca. Suspiré.

—De acuerdo. Volvéis en parejas de chico y chica, y luego mentís a sus padres… Se suponía que Anicia tenía una relación con Vincencio, pero esa noche él había perdido el sorteo para obtener un lugar en la cena, así que no estaba. Ella y tú debisteis de divertiros mucho, riéndoos de cómo os emparejabais a sus espaldas.

Numerio no lo negó.

—Lo tuyo con Anicia…, ¿es serio?

—¿Por qué no? —preguntó él.

—Siendo extremadamente cínica, porque ella tenía a alguien muy atractivo —Vincencio—, y puede que tu objetivo fuera desviar la atención de ti mismo, poner distancia entre Clodia y tú, por si su muerte es cuestionable y alguien quiere implicarte. Puede que Anicia incluso aceptara ayudarte para hacerte parecer inocente, fingiendo que los dos estabais liados.

—Anicia me gusta de verdad.

—Pero ella estaba con Vincencio.

—Eso no era serio.

—¿Por parte de ella o de él? Sé que Redenta y él mantenían una estrecha amistad no hace mucho.

—Bueno, él es así. Siempre disponible.

—¿Va de flor en flor, quieres decir?

—No, no es eso. Sale con nosotros, nos gusta a todos, pero nunca se compromete. Tiene contactos, su propia gente tiene depositadas en él ciertas expectativas.

—¿Sabes quién es su gente? —inquirí rápidamente.

Numerio se mostró vago, una especialidad suya.

—Gente de negocios. ¿No tienen propiedades o algo así?

—¿Eso es lo que dice Vincencio?

—Por supuesto que no. Nadie se lo preguntaría. No queremos saber lo que hacen los padres de tus amigos. Preguntar por el dinero de la familia sería una grosería.

Me pareció que era sincero. Ridículo, pero cierto.

No creía que Vincencio ocultara las actividades de su familia deliberadamente. Al fin y al cabo, había sido franco conmigo con respecto a su educación legal y su propósito. Tratándose de criminales, o bien se sabe quiénes son y lo que hacen, o gustosamente omiten decir nada para no suscitar comentarios. Para empezar, adoptan la actitud de que su modo de vida es legítimo. Es lo que han hecho siempre. Prácticamente respetable. Una especialidad que solo ellos poseen y por la que no sienten la necesidad de disculparse.

Igual que los asesores fiscales, dicen.


—¿Fue Clodia a Fábulo para suplicarte?

—No.

Numerio se mordió el labio. Ocultaba algo.

—¿Por qué no asististe a la fiesta de los Nueve Días?

—No quería enfrentarme con su familia, por si acaso me culpaban, cuando no tenía nada que ver conmigo.

Me pareció que no mentía. Despreciable para mí; razonable para él.

—Ellos creían que aún suspiraba por ti. ¿Había llegado a tus oídos algo sobre un filtro amoroso?

—No.

—¿Qué pensaste cuando se sugirió que Clodia había adquirido un filtro amoroso para enviártelo?

—No me lo creí. —O sea, que sí había oído hablar del filtro—. No me envió nada. Desde luego yo no había bebido nada parecido.

—No, no lo entiendes. Lo que se sugiere es que Clodia tenía un elixir para ti, pero se lo bebió ella y se envenenó.

—Eso no tiene sentido.

—Es la primera cosa sensata que me has dicho. Desde luego parece absurdo. Así que, ayúdame, Numerio. ¿Qué sabes de la mujer a la que llaman Pandora?

—Nada. Sé quién es. Las chicas están siempre hablando de manicuras y lociones para el pelo. Nosotros los hombres preferimos no saber cómo las consiguen, solo queremos disfrutar de los resultados. Mi madre no recurre a la mujer de las hierbas, se fabrica sus cosas ella misma.

Por Juno, debería haberlo imaginado. Era evidente que la cabeza de chorlito de su madre herviría pétalos de rosa, que se convierten en una pulpa asquerosa cuando lo hace una misma. Sabía, sin preguntarlo, que tenía su propia colección de recetas de jarabes para la tos, que fabricaba aceitosos reconstituyentes para sus mulas, que pintaba muebles, tejía alfombras, elaboraba venenos para ratas…

Un informante imprudente podría haber preguntado si los Volumnia tenían un problema de roedores y le habían pedido ayuda a la rústica señora, pero, teniendo en cuenta que habían rechazado a los Cestia como consuegros, seguramente sería insensible, ¿no? Beber veneno por error es un clásico…, pero no creía que Clodia se hubiera ido a la despensa y hubiera echado un trago a un frasco de un potingue mortal creyendo que era un licor de frutas. Para empezar, a la querida Clodia le gustaba que se lo sirvieran todo en bandeja. Si tenía sed, habría llamado a gritos a Crisa, y Crisa parecía una sirvienta capaz de distinguir un frasco de veneno.

—¿Qué me dices de ti, Numerio? Pareces un joven preocupado por la moda. ¿Pomadas en el barbero?

—No uso gran cosa. Casi nada. Grasa de león y agua de rosas para evitar que salgan granos. Desodorante de alumbre. Pomadas para el pelo, sí. Aceites en los baños. Pastillas para el aliento de un boticario.

—¿Qué pasa si te pones enfermo?

—Mi madre me frota esencia de menta por el pecho.

Lo sabía.