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Describí a Escorpio la sesión espiritista con pelos y señales. Él me dio las gracias, aunque tuvo que añadir que la declaración como testigo de una informante solo era útil como apoyo. Jamás se sostendría ante un tribunal porque mi reputación no valía para nada a causa de mi repugnante profesión. Le dije que gracias también a él…, pero que no tenía la menor intención de declarar contra uno de los Rabiria. Acababa de casarme y quería disfrutar de la vida conyugal. Si alguien tenía que palmarla prematuramente, le sugerí que intentara convencer a Laia Graciana de que hiciera el trabajo sucio. La única mancha en su reputación era ser detestable, y tal vez la reina de los cultos consideraría que prestar testimonio era un deber cívico.
—Seguro que no querrás poner a alguien a quien conoces en esa peligrosa situación.
—Es la exmujer de mi marido, Escorpio. Podré soportarlo. —El vigil soltó un resoplido. Yo sonreí dulcemente—. Si me permites hacerte una sugerencia, lo mejor sería que enviaras unos cuantos hombres a la vivienda de Pandora y consiguieran apoderarse de sus artilugios espiritistas. Busca un trípode y una tabla de letras griegas con signos ocultistas. —Enumeré la lista de todos los demás objetos que había visto—. Todo ha empezado con una bebida estimulante; puedes acusarla de usar drogas para hacer magia. Encuentra una gran vasija honda y el rústico cucharón que utilizan para remover. Puede que incluso queden posos.
—Sabrán que vamos a ir —dijo Escorpio, meneando la cabeza—. Lo habrán limpiado todo. De todas formas, definitivamente puedo registrar la casa. Un poco de agresividad a domicilio nunca va mal.
—Y el almacén.
—¿Qué almacén?
—El almacén que le alquila Salvio Grato, el patético hermano de la exmujer de mi marido. El «tipo pretencioso del Aventino que no quiere perder un alquiler», como lo describiste tú. Escorpio, Pandora fabrica sus productos a gran escala. Imagino que es allí donde los hace.
—¡Ah, ese almacén! Llevo años intentando sacarla de allí. No se puede dirigir un negocio que produzca olores perniciosos en la ciudad, pero ¿quién va a quejarse del olor a raíz de lirio y a terebinto? Le echaré un vistazo —dijo Escorpio con grandilocuencia, sin molestarse en parecer agradecido. De hecho, sin molestarse siquiera en que pareciera que lo iba a hacer.
—No te canses.
Comenté lo que me había contado Vestis. Escorpio me dio su versión: Anthos y Neo habían sido encontrados y arrestados. Mientras ellos afirmaban ser inocentes al ser interrogados a golpes, los Rabiria habían enviado a Mamiliano al cuartel para pagar su fianza.
—El de la nariz aguileña afirma que tú, Flavia Albia, puedes proporcionarles una coartada. Al parecer, sabes que su modus operandi son los cinturones. —Tuve que admitir que los había visto en acción, pero creía que pretendían azotar con ellos, no estrangular. Escorpio me dijo que daba igual, porque los habían soltado y, tanto si habían cometido el asesinato como si no, lo más seguro era que abandonaran Roma.
—¿Vas a dejarlos marchar?
—No tengo más remedio —respondió Escorpio con tono abatido—. Mamiliano ha venido con una orden de puesta en libertad de un pretor. Qué poca decencia. O bien al pretor le hacen chantaje por algo, o simplemente ha mencionado sus preferencias y está esperando que le llegue una carreta con vino añejo.
—Bueno, la esclava, Vestis, ha afirmado que oyó decir a Mamiliano que había otra banda criminal que también había perdido la puja por Fábulo. Mamiliano niega que Anthos y Neo mataran a Jucundo.
—Mamiliano no me ha dicho nada de eso —replicó Escorpio.
—Normal —opiné—. Si ha sido cosa de esa guerra de bandas, los Rabiria se encargarán de ajustar cuentas ellos mismos.
Solo había un modo de averiguarlo, dijo Escorpio: preguntándoselo a Mamiliano. Dado que se había mostrado ya agresivo con la Primera Cohorte, se decidió —lo decidió Escorpio— que tendría que encargarme yo.
—O puedes intentarlo. No te preocupes —me tranquilizó—. Nunca permiten entrar a nadie. Mientras tú pierdes el tiempo, yo pensaré en otro plan de acción.
Fuimos a la casa cercana al templo de Júpiter Victorioso. Escorpio se quedó fuera, esperando en un portal. Me envió sola.
Los esclavos afirmaron como de costumbre que su amo había salido, que no recibiría a ningún visitante, que nunca lo hacía. Yo había ideado previamente una treta para contrarrestar su rechazo.
Poco después, regresé junto a mi acompañante, algo agitada y con el borde de mi vestido completamente mojado.
—¡Despierta, dormilón!
—¡Eso ha ido rápido! No habrás podido entrar.
—Pan comido. —Con mi tono logré dar a entender que no comprendía a qué venían tantos aspavientos. Cualquier informante competente podía sortear a unos esclavos.
Escorpio me echó la bronca mientras yo sacudía la mojada falda y me volvía a ajustar un pendiente torcido. Nos fuimos a otra taberna, donde me invitó a un trago; cuando le aseguré que no necesitaba recuperarme de nada, se lo bebió él. Escorpio no esperaba que lograra entrar. Se daba cuenta de que había ocurrido algo y sopesaba con nerviosismo las consecuencias, si había desempeñado un papel fundamental en la agresión a la esposa de un magistrado.
—No me digas que el muy cerdo ha intentado propasarse. ¿Te ha perseguido alrededor del estanque del atrio?
—Los rumores no mienten. Eso es lo que hace el muy pervertido. Ya me lo esperaba; no ha conseguido atraparme. He usado tácticas evasivas…, he saltado dentro y lo he atravesado corriendo. Eso lo ha sorprendido. No era profundo.
Escorpio decidió que el abogado no podía haber intentado propasarse.
—¿Te ha dicho algo?
—Por supuesto que no. Tú lo has dicho: es un abogado.
Escorpio exhaló un suspiro.
—Ha sido una pérdida de tiempo, entonces.
—¿Eso crees? —Sin regodearme, me limité a informarle de mis hallazgos, dejando que Escorpio envidiara mis habilidades.
Sí, el viejo Rabirio deseaba adquirir el termopolio. Se enfureció al enterarse de que otro comprador se lo había quedado con una oferta mejor, lo que atribuyó a estar incapacitado por una enfermedad, de modo que había perdido de vista su objetivo. Su hermana, que era una excelente mujer de negocios, se había ofrecido a organizar la compra por él, de modo que Pandora estaba tan enfadada como él por el fracaso. No obstante, ellos no habían enviado a Anthos y a Neo a matar a Jucundo. La pareja había estado realmente en otra parte: le estaban arrancando la piel a tiras a un tapicero del Esquilino que se negaba a pagar a cambio de protección. Podía tratarse de una coartada preparada, aunque habían dejado al hombre inconsciente, e incluso a Mamiliano le inquietaba tener que usarla en un tribunal.
Después los Rabiria se habían enterado por los vendedores, el gremio de aceiteros, que había otros posibles compradores para Fábulo. Por desgracia, aquellos rivales eran reliquias de la antigua banda de Balbino. Pandora conocía a una de sus mujeres, seguramente la que había visto yo despidiéndose en su casa; con la excusa de una supuesta amistad, le había preguntado por el tema y ella había negado todo interés. Al aparecer Jucundo y comprar Fábulo, la banda de Balbino había creído equivocadamente que los Rabiria les habían ganado por la mano usando a Jucundo como hombre de paja para actuar en su nombre. De modo que lo habían asesinado.
—El lugar equivocado, la gente equivocada, las suposiciones equivocadas. —Escorpio tenía toda la simpatía de los vigiles—. Celos, venganza… y una advertencia. Pero ¿cómo has conseguido que Mamiliano te contara los hechos, Flavia?
—Llámame Albia, o te daré un puntapié. Podría decirte que Mamiliano es un antiguo contacto de mi padre, o podría fingir que mi marido y yo hemos entablado una relación de trabajo con él… Pero él no me ha dicho nada. —Sonreí. Los hombres eran tan simples…—. Me he metido en la casa diciendo que había ido a ver si su esposa Estacia había llegado a casa sana y salva. Ella se moría de ganas de saber qué había ocurrido después de que los soldados interrumpieran la sesión, así que ha ordenado que me dejaran pasar de inmediato. —La mujer era, tal como me había dicho Vestis, toda tetas grandes y dientes de conejo, pero ávida de contacto con el exterior. Una mujer dulce casada con un hombre arrogante se sincera a menudo cuando se le pregunta directamente. Necesitaba amigas. Pensaba que yo me estaba ofreciendo.
—¿Mamiliano estaba en casa?
—Sí, estaba, a pesar de lo que dijeran sus esclavos. Ha oído que yo estaba ahí, así que se ha apresurado a salir para echarme. Llegaba demasiado tarde. A él no le he preguntado nada, su esposa ya me había contado todo lo que quería saber.