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A veces no tienes la menor idea de lo que te vas a encontrar.

Cuando llegamos a la morada de nuestro feliz amigo, la puerta principal estaba abierta. Había un joven esclavo sentado fuera, en el bordillo. Ya lo había visto antes. Hoy estaba muy pálido y con el menudo rostro abotargado, como si hubiera dormido mal. Me reconoció. Al ver que no se movía, le pregunté si Jucundo estaba en casa y si podíamos entrar. Él asintió. Se quedó donde estaba. Pasamos por su lado y entramos.

Dentro oímos voces masculinas. Tiberio fue el primero en intuir que algo iba mal; me tocó el brazo como si quisiera detenerme. En ese mismo momento, se abrió una doble puerta de golpe y dos hombres salieron con paso enérgico.

Eran demasiado rudos para pertenecer a la casa. Yo estaba pensando que habíamos interrumpido a Jucundo en una reunión de negocios, tal vez incluso cerrando el trato de la compra tan largamente ansiada. Aquellos hombres no estaban allí por ningún contrato. Cuando nos vieron, se detuvieron abruptamente.

Nos quedamos conmocionados. Nos sentíamos como si acabáramos de interrumpir a unos ladrones.

Enseguida supe que no era eso, porque, si bien uno de los hombres era un desconocido, al otro lo conocíamos bien.

—¿Qué pasa? —preguntó Tiberio—. ¿Ha ocurrido algo malo?

—¿Quién eres? —El desconocido se acercó a nosotros. Era de constitución robusta, aunque más gordo que fornido. Aunque pareciera blando, instintivamente supe que no lo era. Llevaba la cabeza afeitada, mentón azulado por un asomo de barba, apestaba a militar, y no en el buen sentido.

—Somos amigos de Jucundo, que vive aquí.

—Edil Fausto —el hombre al que conocíamos advertía así al desconocido rápidamente, como queriendo evitar malentendidos. El que hablaba era Escorpio, de la Primera Cohorte de vigiles—. Va de incógnito. Esta es su esposa. Yo respondo por ellos.

Nos miramos los unos a los otros. El hombre duro seguía evaluando a Tiberio, que al menos había sustituido la vieja túnica dañada el día anterior por una sencilla túnica verde. El corte de pelo y el afeitado de antes de la cena seguían dándole un aspecto decente.

Oí lamentos que salían del interior del apartamento. Se abrió una puerta cercana. Por ella salió Paris, el recadero. Cuando nos vio, se llevó la mano a la boca repentinamente; sus hinchados ojos mostraban los estragos de la histeria y la aflicción. Me separé de Tiberio; quería entrar en la habitación de la que acababan de salir los dos hombres. Escorpio alargó la mano y la aplastó contra mí, obligándome a detenerme.

—¡Hablad! —ordenó Tiberio con voz cortante. Me agarró los brazos desde atrás, reteniéndome. Escorpio apartó la mano.

—Se ha producido un incidente. —El que hablaba era Escorpio.

—¿Qué incidente?

—Puedes verlo tú mismo, señor. Si lo deseas. —El desconocido se expresaba con respeto, pero su actitud era la de quien está al mando.

—¿Quién eres tú?

—Julio Caro. En misión especial.

—¿De qué unidad?

—Los Castra. Los Castra Peregrina. —El campamento de los extranjeros. Tropas que Domiciano había traído a Roma para que nos vigilaran a todos los demás. Lo llamaría vigilancia secreta, pero Domiciano nunca lo había ocultado. Quería que sintiéramos miedo.

—¿Con qué propósito?

—Confidencial.

—¡Será mejor que me lo cuentes! —Tiberio sabía ser contundente.

—Operación Fénix.

—¿Qué demonios es eso?

—La continuación de la Operación Rey de los Bandidos. Una nueva iniciativa ordenada por el Emperador. Respondo directamente ante Domiciano. Al parecer van a necesitarme.

—¿Por qué?

Sin esperar respuesta, Tiberio aflojó la presión con que me sujetaba y entramos juntos en la habitación. Allí vimos por qué. Jucundo, el más encantador, bueno y feliz de los hombres, había sido asesinado.