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Bajocca luchaba con el T-23, intentando controlar su errático vuelo mientras se bamboleaba de un lado a otro por entre las copas de los árboles.

Un grueso chorro de humo se iba curvando detrás del motor del repulsor de estribor, formando una columna que se alzaba hacia el cielo. Bajie corrió el riesgo de echar un rápido vistazo a su derecha para evaluar los daños. No había llamas, pero la situación ya era lo bastante seria sin ellas. Las corrientes de aire de última hora de la tarde eran muy turbulentas, y amenazaban con hacer volcar el saltacielos.

El T-23 tembló y empezó a bajar. En un momento dado rebotó contra unas cuantas ramas que arañaron los alerones inferiores y el fondo del casco de la nave como si fuesen unas uñas muy largas, pero Bajocca consiguió que el T-23 recuperase el rumbo. Era un buen piloto. Volvería a la Academia Jedi y traería ayuda sin importar lo que tuviera que hacer para ello. No sabía qué había sido de Tenel Ka, si estaba bien o si el piloto del TIE había conseguido capturarla también. Por lo que sabía, Bajocca podía ser la única esperanza de rescate de sus tres amigos.

El corazón le palpitaba a toda velocidad y el humo químico que se filtraba en la carlinga le estaba irritando los ojos. Bajocca captó un hedor acre, y notó que le empezaba a dar vueltas la cabeza.

—Amo Bajocca, mis sensores indican que cantidades significativas de humos han entrado en la carlinga —dijo Teemedós.

Bajocca soltó un gruñido de disgusto. ¿Acaso el pequeño androide creía que su agudo sentido del olfato no lo había percibido?

—Bueno, no —se apresuró a seguir diciendo Teemedós—, puede que todavía no supongan un peligro, pero si empezamos a perder velocidad la cantidad de humo disipada por el viento será cada vez menor. Las toxinas suspendidas en el aire podrían llegar a alcanzar niveles potencialmente letales... —el androide alzó ligeramente la voz para dar más énfasis a sus palabras—, incluso para un wookie.

El aerodeslizador se estremeció y volvió a rozar unas ramas. Bajocca lo hizo subir con hosca determinación. El T-23 resultaba todavía más difícil de manejar que antes. No estaba seguro de cuánto tiempo podría aguantar.

Pero tenía que conseguirlo. No podía dejar a sus amigos en peligro.

El T-23 vibró y empezó a caer. Bajocca jadeó y resopló, intentando introducir aire en sus pulmones. Como en respuesta a su esfuerzo, el motor de estribor tosió y crujió.

Y dejó de funcionar.

Bajie intentó conservar el control de la nave sumida en un oscilante descenso, empleando todas sus habilidades de piloto para lograrlo. El grueso dosel arbóreo, de aspecto engañosamente blando y suave, subió a toda velocidad hacia él y el T-23 acabó deteniéndose estrepitosamente entre una tempestad de hojas y ramas. Quedó inmóvil en las copas de los árboles como un ave herida caída en su nido, con el ala inferior derecha enterrada entre el follaje. El motor izquierdo todavía hacía ruido, pero el humo brotaba del motor averiado que había quedado debajo del casco y estaba empezando a entrar en la carlinga.

La cabeza le daba vueltas a causa del impacto, pero Bajocca sabía que tenía que salir de allí. Luchó con los cierres de su arnés, intentando abrirlos. La acre humareda le impedía ver con claridad, y el hedor le daba náuseas. La confusión hacía que sus dedos se movieran con creciente torpeza.

Finalmente, Bajocca acabó tirando del arnés en un frenético estallido de decisión hasta que las tiras debilitadas por la colisión se rompieron. Dos hebillas quedaron sueltas entre sus manos, y Bajocca se retorció hasta que logró salir de los restos del arnés.

Mientras salía de la carlinga y se alejaba del T-23 humeante, Bajocca vio con alivio que seguía sin haber llamas. Después aspiró profundas bocanadas del húmedo aire fresco de Yavin 4. Empezó a abrirse paso por entre las copas de los árboles bajo la creciente oscuridad, y notó una punzada de dolor en la rodilla que se había golpeado contra los controles durante el choque.

Pero no disponía de tiempo para pensar en eso. Su primer intento de rescate tal vez hubiera fracasado, pero él todavía no había fracasado. Siempre había opciones. Tenía que volver a la Academia Jedi.

En su apresurado avance a través de los niveles superiores de las ramas, Bajocca no se dio cuenta de que el cierre que sujetaba a Teemedós a su cintura se rompía.

El diminuto androide cayó al suelo del bosque con un gemido inaudible.

El crepúsculo se fue volviendo más negro hasta convertirse en la oscuridad absoluta de la noche de la jungla. Enjambres de criaturas nocturnas despertaron e iniciaron la cacería, pero Bajocca siguió avanzando.

El sentido común le había obligado a viajar por debajo del dosel, descendiendo hasta un nivel en el que todas las ramas tenían la longitud y el grosor suficientes para sostenerle cuando iba transfiriendo su ágil masa de un árbol a otro. A veces, cuando empezaba a cansarse o cuando su rodilla lesionada amenazaba con ceder debajo de él, Bajocca confiaba en sus poderosos brazos, balanceándose de una rama a otra y utilizando su excelente visión nocturna wookie en las negras sombras.

Pero no se detuvo a descansar ni una sola vez. Ya podría descansar más tarde:

En aquellos momentos todos sus sentidos estaban tan agudizados como el rayo láser de un androide médico. Las almohadillas de sus pies y su potente sentido del olfato le ayudaban a evitar las zonas podridas o los musgos resbaladizos que crecían sobre las ramas de los árboles mientras caminaba. Su excelente oído podía distinguir los sonidos del viento que se movía por entre las ramas de los que producían los animales nocturnos al acecho en las alturas de la jungla, y consiguió mantenerse alejado de la mayor parte de ellos.

Bajocca no temía la oscuridad ni la selva. Las junglas de Kashyyyk encerraban peligros mucho mayores, y Bajocca se había enfrentado a ellos y había sobrevivido. Se acordó de cómo había jugado de noche en la selva con sus primos y sus amigos: carreras en lo alto de los árboles, competiciones de saltos y balanceos, osadas expediciones a las peligrosas regiones inferiores para poner a prueba el valor de cada uno, y los ritos de paso habituales que marcaban la transición a la edad adulta de un joven wookie.

Se estaba abriendo paso a través de un denso macizo de vegetación cuando una rama se enganchó en su cinturón trenzado, y Bajie lo liberó de un tirón. Sentir las hebras intrincadamente unidas debajo de sus dedos le recordó la noche en que había ganado su cinturón y su peligroso rito de paso.

Recordó...

Sintió cómo la excitación le había acelerado el pulso mientras descendía al suelo de la jungla esa noche, hacía ya tanto tiempo. Bajie sólo había bajado hasta allí en dos ocasiones anteriormente, cuando había asistido a los ritos de otros amigos como era acostumbrado hacer. Cuando los jóvenes wookies querían recolectar las largas y sedosas hebras del centro de la mortífera planta syrena, siempre buscaban la fuerza del número.

Pero Bajocca había escogido ir solo, prefiriendo enfrentarse al desafío de la voraz planta syrena con su ingenio en vez de mediante músculos tomados de prestado.

Aquella noche de Kashyyyk había sido fría y húmeda. La profusión de chillidos, trinos, gruñidos y graznidos era abrumadora. Cuando llegó a las ramas más bajas, Bajie tensó las tiras que sujetaban su mochila e inició su cacería.

Había avanzado cautelosamente de una rama a otra con todos los sentidos en estado de máxima alerta hasta que captó el atractivo aroma de una planta syrena. Siguió el rastro de aquel olor inconfundible con una seguridad instintiva, sintiendo una mezcla de expectación y temor hasta que se acuclilló sobre una rama que se extendía directamente por encima de la planta. Bajocca se inclinó hacia adelante para estudiar su presa, que era increíblemente peligrosa a pesar de que no pudiera moverse.

La enorme flor de la syrena consistía en dos relucientes pétalos ovalados de un intenso amarillo, unidos en el centro y sostenidos por un tallo moteado de color rojo sangre que tenía dos veces el grosor de la sólida rama sobre la que estaba sentado Bajocca. Desde el centro de la flor abierta brotaba un mechón de largas fibras blancas que emitían un amplio espectro de feromonas, lanzando olores que atraían a cualquier criatura que estuviera dispuesta a dejarse llamar por ellos.

La belleza de la gigantesca flor era intencionadamente engañosa, pues cualquier criatura que hubiera sido atraída lo bastante cerca para tocar la sensible carne interior del brote activaría los reflejos letales de la planta, y las mandíbulas-pétalos se cerrarían sobre la víctima e iniciarían su ciclo digestivo.

Bajocca tenía intención de coger las hebras iridiscentes de la planta del centro de la flor..., solo y sin hacer saltar la trampa.

Tradicionalmente, unos cuantos amigos lo más fuertes posible mantendrían abierta la flor mientras el joven wookie avanzaba hasta el traicionero centro del brote, cosechaba las hebras iridiscentes de fibra delicadamente aromática y escapaba a toda velocidad después. Pero ni siquiera esa ayuda suponía una garantía. De vez en cuando los jóvenes wookies seguían perdiendo algún miembro cuando la planta carnívora se cerraba sobre un brazo o una pierna que se habían movido demasiado despacio.

Si quería realizar la tarea por sí solo, Bajie tendría que ser todavía más cuidadoso. Bajó la mochila de su peluda espalda y extrajo su contenido: una máscara facial, una cuerda muy resistente, un cable delgado y un vibro-cuchillo de hoja retráctil. Colocó la máscara sobre su boca y su nariz para que actuara como filtro y detuviera los seductores perfumes de la syrena. Sabía que las feromonas podían llegar a producir un deseo casi irresistible de quedarse más tiempo o de tocar, y no podía permitirse cometer ningún error.

Trabajando rápidamente entre los siniestros ruidos nocturnos, Bajocca había utilizado un corto trozo de cable para formar un nudo corredizo flojo, y luego había preparado un aro para que le sirviera como una especie de asiento en la cuerda más larga y gruesa. Deslizó el extremo libre de la cuerda sobre una rama directamente encima de la planta syrena, agarró el trozo flojo en una mano y se deslizó por la rama hasta quedar fuera de ella, bajándose con sus musculosos brazos.

Bajie había descendido hasta quedar todo lo cerca que se atrevía de los pétalos que ondulaban suavemente de la hambrienta flor syrena, a un brazo de distancia de aquel mechón de fibras que parecía hacerle señas. Había agarrado el extremo de la cuerda con sus fuertes mandíbulas para mantenerse inmovilizado y tener las manos libres. Después, usando el aro de cable como si fuese un lazo para rodear el mechón de preciadas fibras, se había ido aproximando hasta estar lo bastante cerca para poder cortarlas con su vibrocuchillo. Bajie había tirado de su trofeo con un gruñido de triunfo, atrapando la masa de fibras junto a su cuerpo con un brazo peludo y metiéndolas en su mochila después.

Pero su excitación había hecho que (a cuerda se escapara de entre sus dientes. El extremo se desenroscó y quedó colgando precariamente durante unos momentos, y después rozó un lustroso pétalo de la flor mortífera que tenía debajo. Bajocca había agarrado el extremo atado de la cuerda sintiendo una oleada de pánico que le tensó las entrañas, y se había izado hacia arriba mientras las fauces de la syrena se cerraban con un chasquido. Los pétalos sólo rozaron un pie antes de unirse con un ominoso ruido líquido y una ráfaga de viento.

Bajie pensó que se había ganado hasta el último hilo de sus fibras. Consiguió la cantidad suficiente para hacerse un cinturón especial, y desde entonces siempre lo llevó puesto.

El agotamiento fue hundiendo sus garras en todos sus músculos mientras Bajocca avanzaba de un árbol massassi al siguiente, hora tras hora, durante toda la noche.

La distancia ya no encerraba ningún significado para él. Tenía que llegar a la Academia Jedi. Sólo podía oír el sonido entrecortado de su respiración. Su pierna lesionada temblaba y amenazaba con doblarse a cada paso. La fatiga le nubló la vista, y las ramitas y las hojas fueron cubriendo su pelaje. Bajocca siguió avanzando, siempre adelante, brazo-pierna, brazo-pierna, mano-pie, mano-pie...

De repente miró a su alrededor, confuso y desorientado. Había extendido el brazo hacia la rama siguiente, pero no había más ramas. Bajie alzó la cabeza y miró a través del claro — ¡el claro de la pista!—, y vio el Gran Templo, con los contornos de sus majestuosos niveles revelados por antorchas parpadeantes en la oscuridad que precedía al amanecer.

Después Bajocca nunca recordó haber bajado del árbol o haber cruzado el claro. Sólo pudo percibir la impresionante y maravillosa visión de la vieja pirámide de piedra mientras lanzaba un grito de alarma. Rugió una y otra vez hasta que un torrente de siluetas vestidas con túnicas que llevaban antorchas recién encendidas surgió del templo y bajó por los peldaños hacia él.

La noche y aquella desesperada carrera se habían cobrado su precio. El estado de entumecimiento e insensibilidad impuesto por su decisión se había ido disipando, y su rodilla se negó a sostenerle por más tiempo. Sus largas piernas cedieron bajo él y Bajocca cayó al suelo, gimiendo su mensaje.

Cuando logró rodar sobre sí mismo hasta quedar acostado encima de la espalda, un grupo de rostros preocupados llenó su campo visual. Tionne se inclinó sobre él y apartó los enredados mechones de pelaje de sus ojos.

—¡Estábamos muy preocupados por ti, Bajocca! —dijo gravemente—. ¿Estás herido?

Bajie gimió una respuesta, pero Tionne no pareció entenderle. Se inclinó hasta quedar más cerca de él, y su cabellera plateada relució bajo la luz de las antorchas.

—¿Estaban Jacen y Jaina contigo? ¿Y Tenel Ka? —Tionne esperó en silencio mientras Bajocca intentaba gemir otra respuesta—. ¿Ocurrió algo? —insistió—. ¿Puedes decirme dónde están?

Bajocca por fin consiguió decir que los otros estaban en la jungla y necesitaban ayuda. Las cejas de Tionne se unieron en un fruncimiento lleno de preocupación, y sus ojos color madreperla se abrieron y se cerraron.

—Lo siento, Bajocca. No puedo entender ni una palabra de lo que estás diciendo.

Bajie alargó la mano hacia su cinturón para activar a Teemedós..., pero no encontró nada. El androide traductor había desaparecido.