Capítulo XX

 

EL gentío abarrotó ruidosamente los corredores de Eagles por espacio de horas. La situación se prolongaba increíblemente, sin una pausa. Al principio los Frankies trataron de controlar a la masa, exhortándoles al orden por medio de los altavoces, después colocaron barreras a través de los corredores principales. La muchedumbre pasó por encima de ellas, arrollándolas. Murieron algunos Frankies en el tumulto. El resto se encontraba ahora en lugar seguro, en los balcones y otras posiciones desde las que dominaban la escena, alertas.
El gentío producía un sonido incesante, monótono, insoportable: era un sonido violento, inhumano, como el del oleaje insistente, enloquecedor, ron sobreagudo de histeria casi inaudible.
Después de insultar y matar a hombres libres en los corredores, la masa echó abajo las puertas de apartamentos privados y por algún tiempo los fuertes golpes de los acotillos puntuaron el tumulto. De pronto, la multitud se agolpaba ante una puerta derribada, se vaciaban casi los corredores y una media hora después de una enloquecida destrucción, salían de nuevo en tropel, hasta que repetían lo mismo en otra parte.
A medianoche los Guardias del Gismo libraron un combate feroz en el entresuelo inferior, usando morteros, granadas y armas de pequeño calibre. Alguien hizo volar la mitad del techo bajo el cual se encontraban, y la explosión retumbó en todo Eagles. Al poco rato reaparecieron algunos esclavos con armas duplicadas por el Gismo, pero ya no quedaban hombres libres a quienes dar muerte.
La muchedumbre airada seguía adelante. Estaban insatisfechos de la matanza de la tarde, no tenían bastante con los centenares de cadáveres de hombres, mujeres y niños descuartizados y torturados. Arrancaron cortinajes, destrozaron muebles y artesonados de las paredes, rompieron lámparas y adornos, quemaron libros. Había innúmeras fogatas en los corredores, esparciendo unas humaredas asfixiantes. Los Frankies combatieron el fuego con extintores y mangueras suministrados por el Gismo; por los corredores fluían agua y sangre. Al apagarse las hogueras quedó un olor acre, húmedo y montones de cenizas. Pero la chusma siguió adelante con su obra.
Estaban destrozadas todas las ventanas y el aire frío de las alturas penetraba por las puertas que colgaban de sus goznes; los papeles volaban por los corredores, entre las figuras que corrían precipitadamente, y el viento agitaba las ropas de los cadáveres. Ahora algunos de los esclavos esgrimían hachas, otros manejaban los acotillos y los paneles metálicos se desplomaban con estrépito; al caer, la mampostería levantaba nubes de polvo, el mármol se agrietaba.
La luz incierta hacía resaltar rostros transfigurados, oíos desorbitados, bocas crispadas... máscaras de crueldad y triunfo, desencajadas, todas idénticas. Les reconocieron únicamente por su expresión común: jardinero y camarera, paje, cocinero y artesano. Corrían y tropezaban en confuso tropel, sin fatiga, como si estuvieran drogados, parloteando entre sí, sucios, sudorosos, ensangrentados, ennegrecidos, con la mirada extraviada.
Dick era uno de ellos. Vestido con los harapos de un esclavo muerto, tiznados el rostro y las manos, corría junto con los demás. Las caras que flotaban a su alrededor eran como reflejos de la suya propia. Llevaba horas enteras corriendo gritando; pero no sentía cansancio ni advertía que de su garganta únicamente salía un áspero susurro.
Al principio, cuando saqueó los cadáveres para conseguir ropas para Elaine y para él, pensaba que sólo les serviría un disfraz: formar parte de la muchedumbre exaltada, sentir lo que ellos sentían, pensar como pensaban ellos. Trató de explicárselo a Elaine antes de salir al corredor, pero le faltó tiempo para hacerlo. Les separaron casi en el mismo instante. No había vuelto a verla desde entonces.
Sabía que sólo sobreviviría convirtiéndose en uno de los cazadores. Y lo hizo. Ahora no tenía identidad, ni ansiedad, ni pena por haber sido separado de Elaine. Elaine era una sombra en su mente. Dick era ahora un ser que aullaba, se movía, con el cerebro invadido por la violencia y el ruido, que iba en busca de más violencias y ruidos.
Recordaba haber dado cabriolas en la Gran Plaza, sosteniendo en la mano algo redondo, oscuro e informe por los largos cabellos oscuros; recordaba los gritos de entusiasmo de todos los que saltaban para quitárselo de la mano.
Después, llegó, sin saber cómo a las Salas del Gismo situadas bajo los barrancones de la Guardia y, a la luz de un fluorescente intacto aún, alguien repartió dinamita a la masa, pero Dick prefirió coger un hacha; casi sin transición, se encontró a poco en el Conservatorio Elwvn, descargando el hacha contra las vitrinas de cristal, contemplando, en medio del estrépito, los troncos acuchillados y las ramas cubiertas de relucientes fragmentos de cristal.
En determinado momento, vio al hombre que corría, gritando; llevaba una mujer en brazos, y se precipitaron juntos contra la ventana rota de la Avenida, perdiéndose juntos aún en el abismo negro del exterior... La carrera, el grito de "¡Yaaah!" y la rotura de cristales retumbaban aún en su cerebro, sin significado alguno.
Abajo, en alguna parte, se produjo una fuerte explosión y el suelo osciló como bajo el impacto de un tremendo martillazo, derribándole a tierra. Dick se levantó, un tanto aturdido, observando a su alrededor que los rostros de los demás parecían volver a la razón por un momento.
Se hallaban en la Nueva Galería y Dick vio los marcos destrozados colgando de las paredes, sin las pinturas. Seguidamente, la multitud se precipitó hacia adelante, en confusión, tomando otra dirección:, corría por la rampa hacia la plaza, detrás del Jardín de Deportes, donde se dispersó mezclándose con otra muchedumbre que venía desde el otro lado. Entonces, se dividieron todos en una docena de direcciones distintas: algunos a través de las arcadas hacia el sector de los Joyeros, otros por el túnel que conducía al museo anexo, otros aún se internaron por los pasillos que arrancaban desde el extremo de la plaza.
Dick se encontró, jadeando, en un corredor oscuro y de techo bajo donde se alineaban los vacíos escaparates de las tiendas; papeles y cristales cubrían el suelo. A lo lejos se perdían las pisadas; estaba solo.
Enfrente había una cabina de TV, sin puerta, el tubo visual parecía un ojo ciego. Dejándose llevar por un impulso repentino, se acercó a la cabina y empezó a pulsar los botones para conseguir una llamada. Percibió un leve zumbido en los altavoces. Los circuitos funcionaban. No ocurrió nada más, y cuando accionó los conmutadores para comunicarse con el exterior de Eagles, no obtuvo respuesta. Naturalmente. Era imposible efectuar llamadas exteriores desde estas cabinas a menos que se establecieran circuitos especiales a través del Monitorio Central.
Lo pensó mientras apoyaba las manos sobre el tablero de controles de la oscura cabina. Su cuerpo empezaba a acusar el cansancio al detenerse. Sudaba, inclinado, tratando de orientarse. La Central estaba sólo dos niveles más abajo. No sería difícil llegar hasta allí, pero, ¿valía la pena intentarlo? Sabía el peligro que representaba apartarse de la multitud, lejos del sentimiento de protección que daba la masa, pero esa oportunidad quizá no volvería a presentarse.
Vaciló por un instante; después, irguiendo el cuerpo, echó a correr pasillo abajo, con el semblante inexpresivo.
La Central era una sala enorme llena de escombros. A excepción de algunos tubos visuales, todos los demás habían sido destruidos y era evidente que los tableros de controles fueron atacados con hachas. Los cables estaban cortados, los cajones abiertos y esparcidos sus contenidos, las mesas y las sillas patas arriba. Después de cerrar la puerta, Dick fue de un tablero a otro, febrilmente, tratando de encontrar uno que funcionara. Era inútil; por lo visto la chusma había arrasado esta sala una y otra vez.
Contempló, abatido, los tableros destrozados. Luego, recorrió de nuevo la estancia.
En el rincón, cerca de la puerta, había un montón de escombros mayor que los demás, donde había dos armarios volcados. Al hurgar con el pie, descubrió bajo los fragmentos de cristales y cartón, algo intacto que brillaba. Lo extrajo: era una TV portátil, del tipo utilizado para emisiones intramurales en Eagles, provista de fuente de potencia y antena propias. No tenía ni un solo arañazo.
Abrió la tapa posterior, localizó un par de cables adoptivos y los empalmó con los bornes de TV. Pasaba el tiempo, Volvió de nuevo a los tableros de control, descubrió dos cajas de enchufe rotuladas "BCAST" y "RCVE" y enchufó el aparato.
Se iluminó la pantalla. Era el Canal tres, por el que solían dar películas de aventuras. Vio a un hombre al que atrapaba y sacudía un león. Conectó rápidamente con el Canal nueve.
La pantalla brilló con luz mortecina hasta que apareció, sobre un fondo gris, este rótulo en blanco "OCUPADOS TODOS LOS CIRCUITOS". La voz registrada en el cuadro de distribución dijo:
—Aquí Emisora de Montañas Rocosas. Todos los circuitos están ocupados. No se retire, por favor.
Aguardó con impaciencia: el aviso registrado se repetía a intervalos de segundos. Por fin se iluminó débilmente la pantalla, hasta que pudo leerse con toda claridad: "HAGA SU LLAMADA, POR FAVOR".
Dijo la voz:
—Aquí Emisora de Montañas Rocosas. Por favor, su nombre, y nombre del lugar de destino.
Dick dijo:
—Buckhill, en los Poconos —añadiendo—: ¡Es urgente!
El letrero de la pantalla decía ahora "GRACIAS". La voz prosiguió:
—Gracias, transmitimos su llamada. No se retire, por favor.
Transcurrió más de un minuto. El letrero era distinto ahora: "HACE LA SEÑAL", con un disco que se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba.
Después de un prolongado intervalo, la pantalla volvió a iluminarse con claridad. Surgía algo oscuro... Dick vislumbró una figura alta contra el fondo de una habitación familiar. Dijo:
—Papá...
Calló. Aquella figura que veía en la pantalla no era su padre. Entonces se dio cuenta de que el despacho de la torre estaba destrozado, los papeles desparramados encima de la mesa escritorio, los ventanales y las estanterías destruidos.
Por fin le reconoció: era uno de los "cuerpos" jardineros, un mozarrón llamado Roy; estaba allí, plantado en jarras, con mirada torva, empuñando un ensangrentado cuchillo de carnicero.

 

 

 

La marea humana continuaba su interminable avance. Algunos de sus miembros desplegaban aún una feroz actividad, otros fueron vencidos por el cansancio y caminaban vacilantes, como sonámbulos; pero la corriente humana no se interrumpía.
Ya no quedaba un sitio donde los saciados ex esclavos pudieran sentarse para contemplar lo que habían conquistado. Sillas y mesas estaban destrozadas, las ventanas arrancadas, los objetos pequeños pisoteados, rotos, los artesonados de las paredes e incluso el suelo estaban levantados. En catorce horas, la magnífica ciudad-palacio que fue Eagles se había convertido en una colmena de celdillas grises abarrotadas de escombros.
Debajo de las Columnatas del Norte ardía una enorme hoguera cuya densa columna de humo era dispersada por el viento hacia lo alto. Las murallas exteriores aparecían demolidas, los tejados estaban parcialmente rotos y el frío inundaba todos los corredores. Algunos sectores permanecían iluminados, por las luces del amanecer.
Al pasar constantemente de la luz a la oscuridad, la gente se miraba entre sí, con las caras abotargadas, las mandíbulas fláccidas, vidriosos los ojos. Continuaban andando porque no podían hacer otra cosa y porque presentían que si se detenían pasaría algo terrible.
Las explosiones se sucedían a largos intervalos. El techo del Patio Rosa se desplomó sepultando a centenares de personas. El Largo Corredor ya no existía. Por un lateral de la Torre trepaba una columna de humo; sus incrustaciones de oro, hechas a mano, aún brillaban, pero quedaban tan empequeñecidas por la distancia que parecían polen ligero, que flotaba en el aire hasta esfumarse.
Dick se encontraba en un balcón que daba al Patio Marson, que ahora se abría al cielo. El techo fue arrancado por una explosión, dejando al descubierto el patio rebosante de escombros, cuyos balcones, escaleras y distintos niveles tenían el aire silencioso y enigmático de las excavaciones arqueológicas. El viento frío aullaba en lo alto, y a su paso Dick se aferraba a la barandilla, aturdido, azotado por las ráfagas de viento. Después de llamar a Buckhill, estuvo deambulando por espacio de horas enteras, sin pensar ni sentir nada. Ahora, desde esa altura, podía contemplar los tejados de Eagles. Había muchas otras habitaciones abiertas al cielo, como dientes podridos, y Dick pudo ver que en su interior había figuras con las cabezas vueltas hacia arriba mirando al nuevo amanecer.
Más abajo, los tejados se desplomaban en desniveles vertiginosos. La montaña aparecía debajo de ellos, envuelta en sombras azules, con el cable roto del funicular que parecía un trazo de tiza en la oscuridad. Dick comenzó a distinguir los contornos de los edificios del aeropuerto y en la pista, los aviones destrozados.
Le llamó la atención otra columna de humo y al volverse para mirarla, oyó de nuevo el sonido apagado de un clamor. Se desprendían más incrustaciones de oro de la Torre y la estructura entera parecía estremecerse. El viento arrastró de nuevo un chirriante sonido de protesta. Contra el fondo azul del cielo del amanecer, la Torre era más hermosa que nunca. Se erguía como un árbol dorado, sin ramas ni raíces, resplandeciente en la desnuda belleza de sus heridas, con sus contrafuertes que, cual raíces, se aferraban a la montaña.
Del costado de la Torre salió otra columna de humo. Tembló, como un árbol bajo un hachazo. Después, la vio inclinarse. El enorme tallo de la Torre se doblaba, lentamente; seguía doblándose con una increíble lentitud, aumentando de tamaño contra el fondo del cielo, mientras el viento traía nuevos ecos sísmicos. Se inclinaba más y más, hasta que Dick pudo ver el escamoso diseño de los paneles de oro en su estructura y la cúpula opaca que descendía ahora con mayor rapidez, mientras él sentíase acometido por el pánico, en una espera tan angustiosa que no le permitía gritar. Caía de prisa, como si el mismo cielo se desplomara sobre la Tierra, cada vez mayor, mayor, como una luna descendente y por fin cayó por completo, levantando fuentes de escombros grises en sus raíces arrancadas de cuajo, sin que alcanzara a destruirle a él. Al mirar hacia abajo, Dick la vio disolverse en el caos dorado, mientras a su alrededor volaban en espiral los fragmentos de las azoteas. Después, Dick sintió que bajo sus pies, la montaña se convulsionaba una y otra y otra vez.
En el prolongado, irreal silencio, la nube gris y anaranjada se esparció lentamente en el aire, formando estelas que iban menguando. Entre las azoteas de Eagles, los espacios abiertos comenzaron a ennegrecerse con las figuras que se agolpaban para mirar hacia arriba. No hubo más explosiones.
Eagles parecía respirar más despacio; había desaparecido el motivo del frenético movimiento. Acudía la gente, individualmente, cansada, para mirar a su alrededor, con expresión atónita.
Al otro lado del mundo, el sol, al elevarse, extendía sus alas majestuosas, ora mezclándose con escarlata, matizado de púrpura. En la pura cúpula del aire remontaban el vuelo hasta infinitas alturas las amarillentas vetas de los cirros. La luz pálida se extendía lentamente, dando profundidad y redondez a la tierra plana.