Capítulo XIV
CIERTA hermosa mañana de
julio, el Jefe y algunos de sus más íntimos, se encontraban,
vistiendo indumentaria de caza, en espera del coche especial que
les conduciría al valle.
Los hombres del grupo fueron muy puntuales.
El Jefe se retrasó más que de costumbre, pero parecía no tener
ninguna prisa. Permanecía de pie en el borde de la terraza algo
separado del grupo, mirando a través del cristal el brillante arco
de intenso azul del cielo jalonado sólo por altos cerros. A regular
distancia, de izquierda a derecha, se prolongaba una estela de
vapor. El Jefe la observaba alisándose los guantes que llevaba
puestos, con aire ausente.
La estela de vapor floreció de pronto en un
extremo, brotando de la misma pétalos de color gris. Alguien del
grupo lanzó una exclamación. Volviéronse las cabezas.
Transcurrían los segundos; entonces se oyó
en el cielo un sonido muy intenso que hizo vibrar el cristal.
—¡Dios mío! —dijo alguien.
La estela de vapor aún surcaba el cielo,
terminada ahora en un borrón redondo. Más abajo, tres o cuatro
aviones pequeños convergieron en un punto determinado del
suelo.
El Jefe volvió la cabeza ligeramente para
preguntar algo; uno de los secretarios se adelantó precipitadamente
y le contestó. No dijeron nada más. El Jefe dio la señal para que
abrieran el coche y todos subieron al mismo.
Media hora después, dos de los hombres se
encontraron casualmente junto al cuerpo de un gamo recién muerto.
Estaban en un claro pedregoso al pie de las colinas y al sur de
Eagles. El aeropuerto se encontraba a media milla de distancia
solamente, invisible al otro lado de la montaña. El helicóptero del
Jefe, desde el cual disparó contra el gamo, flotaba suspendido en
el aire a poca distancia. Dos guardabosques se ocupaban de
envenenar el cuerpo del gamo para los buitres que volaban en lo
alto.
—Estas aves de carona tendrán dificultades
—dijo Palmer tirando de las riendas de su caballo. Era el
Secretario de Transporte del Jefe, un hombre colérico de engañosos
ojos azules y dóciles.
—Cierto —dijo Cruikshank, atusándose los
rojizos bigotes. Ambos miraron hacia lo alto, no a los buitres sino
al helicóptero.
—¿Sabes quién iba en ese avión? —preguntó
Cruikshank.
—Claro que sí. Era Rumsen, de regreso a
Ischia.
—Me lo temía —dijo Cruikshank. Era el
Secretario del Ejército—. La cuestión es, ¿qué hará ahora el
Duce?
—Supongo que mandará a otro mensajero la
próxima vez: todo será para bien.
—No —Cruikshank se volvió para mirarle
directamente a los ojos—. Es un mal asunto, Gene. He visto cómo se
marchaban en otras ocasiones. Son unos granujas. Cuando le han
tomado gusto, son incapaces de detenerse.
Palmer sacó el cigarrillo y mientras lo
encendía miró a Cruikshank con un guiño.
—Jamás matará a nadie de Eagles. Es una
obsesión suya.
—No, ¿pero estás a salvo ahora? —Vio que Palmer miraba involuntariamente
hacia la forma oscura del helicóptero—. ¿Lo estarás mañana o el mes
próximo? Sabes bien que está harto de los esclavos, Gene... Ahora
quiere caza mayor.
—Tendré que pensar en ello —exclamó Palmer.
Cruikshank permaneció montado a caballo. El sol le calentaba los
hombros. Al otro lado de Palmer, los ojos vidriosos del gamo
parecían mirarle con fijeza. Era un buen ejemplar. Las moscas se
apretujaban sobre la mancha de sangre que fluía de una aleta de la
nariz. Era un gamo duplicado, naturalmente; había mucha caza en los
terrenos circundantes, pero reservaban esta zona para las cacerías
del Jefe. Para Cruikshank ese gamo tenía algo familiar. A fin de
cuentas, no era imposible.
Se pregunto cuantas veces habría muerto ese
mismo gamo bajo el sol...
—Si creyera que había otra alternativa...
—dijo Palmer.
Cruikshank replicó con lúgubre
satisfacción:
—Pero no la hay.
—Me pregunto si el próximo nos gustará
más...
Cruikshank sonrió torvamente, tirando más de
las riendas. Los guardabosques habían terminado y se dirigían a sus
caballos. El helicóptero enfilaba hacia el Oeste.
—Julio, Augusto, Tiberio —dijo Cruikshank
para sus adentros—, Calígula, Claudio, Nerón...