Capítulo XIX

 

A fin de cuentas, ¿tenía eso algo de malo?
Recordó que esta posibilidad se discutió en el club de Filósofos de Melker. Eso parecía haber sucedido mucho tiempo atrás, la realidad era muy distinta. No obstante, recordaba aún algunos de aquellos argumentos. Una sociedad que empleaba métodos injustos para suprimir a algunos de sus miembros (y a los esclavos tenía que llamárseles miembros de la sociedad) estaba creando fuerzas que tarde o temprano se liberarían. Además, una sociedad que daba más importancia al nacimiento que a la capacidad debía, con toda probabilidad, acabar con la capacidad de su clase dirigente. Se iba a parar a lo mismo; era lógico y, en cualquier caso, eso fue lo que había sucedido.
Los corredores de Eagles desbordaban actividad y colorido otra vez: corrientes humanas que se movían incesantemente, hablando poco y casi siempre en susurros. Era curioso aguzar el oído, en espera de escuchar los sonidos que debiera haber allí.
Los escombros habían sido retirados de la Gran Avenida, pero no se había efectuado ninguna reparación. Nadie viajaba en sillas, todos iban a pie exceptuando a algunas personas, Frankies por regla general, que montaban motos scooter. No se veía un solo uniforme. Por doquier había sirvientes, caminando entre la multitud, con las cabezas erguidas, y una expresión desagradable para quien la viera. Algunos de ellos llevaban vestidos de hombres libres: viendo sus ropas, uno se extrañaba de ver después el rostro de quien las llevaba.
Se habían confiscado todas las armas. Se suponía que sólo podían llevar armas los Frankies, pero Dick vio a más de un ex sirviente con un bastón o una pistola, y los Frankies no intervenían en absoluto.
Hubo alguna dificultad en establecer conexión con Buckhill; entretanto se celebraron conversaciones sobre una base especulativa. Dick y Elaine celebraron una reunión con los probables miembros del comité gubernamental del Anciano, y ahora iban a preparar la ceremonia de la boda que estaba señalada para dos días después.
Elaine caminaba a su lado, pálida, etéreamente hermosa, con un vestido de seda verde duplicado apenas hacía una hora de un "prote" que no se había utilizado durante veinte años. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas sonrojadas. Dick sentía el calor de su mano: estaba febril de excitación. Iban escoltados por los Frankies armados, cuyos rostros de gárgola estaban inmóviles, inexpresivos, revestidos de una nueva y extraña dignidad.
La situación se normalizaba con toda la rapidez que podía esperarse razonablemente. Se produjo un ligero alboroto cuando un rato antes bajaron el cuerpo del Jefe de su sagrado refugio: algunos ex esclavos se arrojaron sobre el cadáver como bestias salvajes, y los Frankies tuvieron que llevarse el cuerpo precipitadamente.
Ya aprenderían. Tenía que haber superiores e inferiores, incluso en una sociedad sin esclavos.
Dick se sintió incómodo al observar que había muchos esclavos —ex esclavos— entre la muchedumbre. Parecían salir, cada vez en mayor número, de sus guaridas. Todos en silencio, con los ojos llameantes. Los subterráneos de Eagles debían estar vacíos. Dick jamás había visto a tantos juntos.
Más adelante la multitud se arremolinaba cerca de la pared, pero ese movimiento en masa cesó en seguida, y la circulación volvió a normalizarse.
Cuando ellos pasaron cerca de aquel sitio, Dick vio a un joven de pie, con el rostro pálido y desencajado, apoyado contra la pared. Le corrían hilillos de sangre por la cara. Dick le reconoció: era uno de los matones de Randolph, un hombre notable por su refinada crueldad con los esclavos. Nadie se le acercaba ni le dirigía la palabra; la gente pasaba de largo, calladamente.
Mal asunto, pensó Dick, con el corazón oprimido de pronto por una gran emoción. Ahí residía el mayor peligro: si era imposible controlar esas cosas...
Tuvo una evocación fugaz, incongruente... recordó los "cuerpos" trabajando en el jardín, de pie junto a un árbol talado, a la sombra de la fría mañana; sus hachas relucían una tras otra: bang... pausa... bang...
—¿Qué tienes? —le preguntó Elaine con ansiedad, apretándole el brazo con su mano.
—Nada, no te preocupes.
Estaba alerta, en tensión, pero no ocurrió nada más. La gente prosiguió su camino tranquilamente. Pasaron por delante de la entrada del Pequeño Corredor de Oro, el lugar donde Dick sostuvo su primera pelea en Eagles. Volvió la cabeza, como si esperase descubrir allí a Keel. Pero el corredor estaba desierto, el agua fluía silenciosamente.
En el cruce de los Cuatro Caminos, en el suelo de mosaico blanquinegro, se produjo cierta confusión, como de costumbre; la gente se congregaba en el centro, esquivándose unos a otros. Los ecos resonaban bajo el techo de múltiples bóvedas; Dick jamás había visto aquello tan concurrido. Había un hombre con sombrero blanco, dos indios con turbantes, allí un quepis, y esclavos, esclavos por doquier. En el mismo centro, el movimiento era casi nulo, las voces se confundían haciéndose irreconocibles.
Dick vio que los dos Frankies cruzaban una mirada. Instintivamente, cogió la mano de Elaine y le rodeó la cintura con el brazo.
—Dick, ¿ocurre algo?
No le contestó. La multitud se apartaba a un lado. De pronto el ruido lo dominó todo: alguien había disparado un tiro y el eco repercutía una y otra vez en el techo. Dick descubrió el humo del disparo en el centro de la muchedumbre. Después, sonaron varias voces que hablaban a un tiempo y pareció como si la gente se contrajera en grupo más apretado. Alguien gritaba, Dick no entendió el qué. Un Frankie, ninguno de los suyos, trataba de abrirse paso hacia el lugar del tumulto, pero los "cuerpos" formaban barrera infranqueable. Del otro lado acudían otros corriendo.
Los dos guardias de corps Frankies se miraron en silencio; entonces, uno de ellos indicó el corredor transversal más próximo con un movimiento del pulgar y el otro asintió con la cabeza. Sin más, cogieron por el brazo a Dick y a Elaine y apresuraron el paso en aquella dirección. Detrás de ellos, el alboroto iba en aumento.
En el corredor, los hombres que entorpecían el paso corrían hacia los Cuatro Caminos; en su mayoría eran esclavos. Algunos miraron al grupo de Dick, los hubo que incluso dejaron de correr, pero se vieron obligados a seguir adelante empujados por los que les seguían detrás. A lo lejos, un altavoz anunciaba algo en tono altisonante e incomprensible.
En el cruce siguiente, se internaron en la Hilera de Joyeros. Dick se dio cuenta de que enfilaban la ruta más corta para llegar al cuartel general provisional del Anciano en la Plaza. Si lograban atravesar la Plaza, Elaine estaría a salvo.
Apenas se oía la barahúnda de los Cuatro Caminos. La multitud se dispersaba. Todas las tiendas pequeñas ubicadas en la pared estaban desiertas y una de ellas tenía el escaparate roto; los fragmentos de cristales cubrían el pavimento.
Dick observó que Elaine estaba muy pálida y callada. Ahora comprendía lo que estaba ocurriendo, pero no tenía miedo. Lo más importante era salvarla a ella.
Algo más allá sonaba un sonido prolongado y persistente. Cuando avanzaron un poco vieron de que se trataba: un individuo bajo, uniformado de gris, hacía rodar pasillo abajo un pesado barril. El esclavo se detuvo en la curva antes de llegar a la Fuente Foley de la plazoleta y, con visible esfuerzo, puso derecho el barril. Aún se encontraba algo distante. Le vieron levantar la tapa y arrojarla al suelo. Después, introdujo una mano y la sacó ennegrecida. Ya estaban lo bastante cerca para distinguir sus facciones. En su rostro grisáceo, vagamente familiar, resaltaban los ojillos perversos. El esclavo sostenía la mano negra a la altura del hombro, con la palma vuelta hacia arriba. Cuando pasó un hombre libre, vestido de seda anaranjada y encajes, el ex esclavo extendió la mano, dando con ella un golpe seco. El hombre retrocedió tambaleándose, con un burujo oscuro cubriéndole la mitad del rostro. Dick no le conocía: era un hombre de cabellos grises y unos cincuenta y tantos años de edad. Este se quedó mirando al esclavo, con estupor, sin comprender nada. El esclavo le hizo una mueca y rompió a reír.
El hombre retiró la mano de su mejilla y la miró: sus dedos enguantados estaban manchados de grasa negra. Lanzó una exclamación ahogada y trató de echar mano del bastón que no estaba en su cinturón. El esclavo, haciendo muecas, esperaba. Ahora se hallaban lo bastante cerca para verlo todo con detalle: el semblante crispado de cólera del hombre, las facciones grises del esclavo desencajadas por una sonrisa. La gente, casi todos esclavos, contemplaban la escena en silencio.
El hombre abría y cerraba los puños. Por fin, pálido, se volvió para alejarse.
—¡Yaaaah! —aulló el esclavo.
Al instante, los rostros de los demás esclavos adquirieron una expresión febril; corrió un murmullo y una carcajada colectiva que aumentaba de volumen.
Con aire torvo, los Frankies condujeron a Dick y a Elaine hacia adelante, dando un rodeo al grupo de exaltados. Estos empezaban a reaccionar activamente, en medio de un vocerío ensordecedor. Dick vio que un esclavo viejo se precipitaba hacia el barril, hundía en él su mano y la sacaba de nuevo, negra hasta el codo. Más allá, una digna mujer vestida de violeta, avanzaba protestando, empujada violentamente por los esclavos que la cercaban. El viejo se volvió y, deliberadamente, le plantó de un golpe el puñado de grasa en la cara.
El círculo de gente se estrechó y Dick dejó de ver lo que ocurría en el centro.