Capítulo X
COMO siempre, la fiesta de
Melker estaba concurrida y animada. Melker era un hombrecillo enano
de aspecto desagradable, con una barba realmente repulsiva. Sus
habitaciones eran espaciosas, pero bastante sucias y desaseadas.
Melker tenía vagas relaciones con el Ejército, pero no era nadie,
según tenía entendido Dick, quien no se explicaba la razón de que
todo el mundo asistiera a sus recepciones de los sábados por la
noche. Pero puesto que allí nunca faltaba nadie, Dick tampoco dejó
de ir.
Las atracciones valían la pena: dos
bailarinas y un conjunto comediante que anteriormente perteneció a
la Casa. Sin embargo, a las once la velada comenzó a resultar
terriblemente aburrida. Las mujeres bonitas se retiraban, los
camareros desaparecían con las bebidas, y algunos charlatanes como
el coronel Rosen trataban de acaparar la atención general hablando
con machaconería de la Guerra del Establecimiento...
Inevitablemente, la gente empezaba a bostezar y, llegado este
momento, Dick abandonaba la fiesta en compañía de unos amigos para
ir en busca de algo más divertido.
Sin embargo, esta noche Clay le retuvo
cuando se dirigía hacia la puerta.
—¿Te marchas tan pronto? Espera un
poco.
Indicando con la cabeza al coronel Rossen,
cuya voz marcial atronaba al otro lado de la sala, Dick
replicó:
—¿Para escuchar eso? No, gracias.
Clay no le soltaba el brazo.
—Espera. Hay un motivo para que te
quedes.
Intrigado, Dick tomó asiento y dejó vagar su
mirada, alerta. El tedio se hizo insoportable durante algún tiempo.
Luego, cuando se llevaron fuera a un borracho, la atmósfera cambió
de manera prodigiosa. El coronel Rossen calló bruscamente y se
sirvió otra copa; los camareros se movían de nuevo activamente
entre las sillas; hubo murmullos de risas y conversaciones. Incluso
las luces parecían más brillantes.
Dick miró a su alrededor. La mayoría de los
presentes estaban en su edad viril; había algunos muchachos y
ancianos y solamente tres mujeres: dos viudas cómodamente
instaladas, con sus respectivos esclavos a mano, y una mujer algo
más joven, pero fea, en el otro extremo.
Melker, que estaba sentado junto a la
chimenea, dio un golpe seco a su copa de vino para llamar la
atención, diciendo:
—Señoras y caballeros, el tema de esta noche
es "Esclavitud". Coronel Rossen, le rogamos que empiece usted
expresando la opinión tradicional.
Dick no pudo contener un audible gemido.
Rossen, un cincuentón casi calvo, le miró, enarcando las cejas, y
empezó a hablar.
—La esclavitud es una institución en toda
sociedad civilizada desde los tiempos más antiguos hasta la
actualidad. Empleando el término en su sentido más amplio, diré que
en cualquier época en la que existieran las artes y ciencias
civilizadas en todo su apogeo, han estado fundadas en el trabajo
forzado, es decir, en la esclavitud. Observemos...
—¡Tengo algo que objetar! —exclamó un hombre
moreno de aspecto vigoroso apuntando a Rossen con su pipa—.
¿Sostiene usted que el campesino de la Edad Media era un
esclavo?
—Lo sostengo, señor.
—No, era un siervo de la gleba, y hay una
importante diferencia. Un siervo estaba apegado a la
tierra...
—Como una calabaza —murmuró una voz irónica
al oído de Dick.
—...y sólo podía ser vendido junto con la
tierra, mientras que el esclavo era una propiedad absoluta al que
se vendía en cualquier momento.
—El reglamento establece —dijo Melker— que
el coronel Rossen puede denominar esclavo a un siervo si es éste su
deseo. Por favor, prosiga usted, coronel.
Dick volvió la cabeza; Clay habíase sentado
discretamente un poco más atrás.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó
Dick.
—Es el Club de los Filósofos... Cierra la
boca y escucha. Tal vez aprendas algo.
—Observemos la diferencia —decía Rossen—
entre los sistemas de esclavitud individual, esclavitud de clases y
esclavitud mecánica. Esta última, invención de la llamada
Revolución Industrial, puso fin a la práctica de la esclavitud
individual en Europa y América, pero introdujo una nueva forma de
esclavitud de clases, esto es, la industrial. En épocas más
recientes...
—Un momento, coronel —exclamó la mujer fea—.
Esas personas eran libres. En esta parte del continente tenían una
democracia... Podían cambiar de empleo cuando querían.
—Pero ¿tenían que trabajar?
—Bien, si quiere usted exponerlo de esta
forma... Sí, bajo el sistema monetario tenían que trabajar para
ganar dólares, pero podían escoger. ¿Se
da usted cuenta...?
—Podían elegir entre trabajar o morirse de
hambre —respondió el coronel positivamente—. La diferencia
entre...
—¡Oh, vamos, coronel! Esa gente fue la mejor
pagada en la historia... Tenían automóviles, aparatos de
TV...
—Mis esclavos tienen aparatos de televisión
—dijo Rossen—, no necesitan coches. Si los necesitaran, los
tendrían también. De hecho, pueden disponer de su propio tiempo.
Esta es la diferencia esencial entre el esclavo y el hombre libre,
llámenles esclavos, siervos, jornaleros, villanos, obreros de
fábrica...
—¿O soldados, coronel? —preguntó una de las
viudas con voz penetrante.
Rossen se atiesó.
—Señora, yo presto un servicio libre. En
cualquier momento puedo presentar mi dimisión...
—La señora Maxwell se sale del tema
—intervino Melker suavemente—. Señorita Flavin, de acuerdo con el
reglamento, el coronel puede llamar esclavos a los obreros
industriales, según su propia definición. Coronel, creo que estaba
usted desarrollando un punto determinado.
—En efecto. Bien, la esclavitud mecánica, la
esclavitud de la máquina, fue aclamada como una gran emancipación;
era de suponer que eliminaría la necesidad de la esclavitud humana
convirtiendo a todo el mundo en gentilhombre. A mayor producción de
las máquinas, más ocio para los humanos.
La mitad de los presentes levantaban sus
manos, pero el presidente las ignoró.
—Bien, ahora les hablaré del Gismo, la
última palabra en esclavitud mecánica...
—En producción
mecánica —empezó a corregir la señorita Flavin, acaloradamente,
pero Rossen la hizo callar con un ademán.
—Un momento. El Gismo hace todo lo que hacía
cualquier máquina de la Edad Industrial para eliminar el esfuerzo
humano... genera potencia, lo fabrica todo, desde aviones reactores
a cepillos de dientes, suministra piezas de repuesto y todo esto a
un coste cero de materiales y el mínimo de supervisión humana.
Pero... —hizo una pausa—. El Gismo no
limpiará una habitación, hará la cama, nos peinará el cabello ni
empuñará un arma. A más ocio, más necesidad de servicio personal. Y
ya ven el resultado... la esclavitud mecánica hace la esclavitud humana, y la prueba está en que
tenemos la más elevada proporción entre esclavos y hombres libres
en la historia mundial... más de cincuenta contra uno. Aquí en
Eagles es de trescientos contra uno. Digan lo que digan ustedes,
los moralistas, no podía suceder de otro modo.
Cogió una copa llena, hizo con ella un
irónico saludo antes de apurarla, y volvió a dejarla en la bandeja
que tenía al lado.
—Perfectamente —dijo Melker, llamando al
orden con un golpe seco de su copa—, muy bien, coronel. Ahora,
después de su amable invitación a los moralistas, representados por
la señorita Flavin, oigamos el debate.
—Bien, en primer lugar —dijo la fea,
indignada—, no somos moralistas como nos llama el coronel. Somos
humanitarios. Es una posición ética, y si el coronel ignora la
diferencia entre ética y moral, no pienso perder el tiempo ahora
instruyéndole.
"El coronel acaba de explicarnos que la
esclavitud es inevitable —prosiguió la fea—, y por supuesto que hay
un pequeño error en su argumento. Hicieron falta cinco años de
guerra brutal y la exterminación de
centenares de miles de personas para imponer este denominado
sistema inevitable que disfrutamos hoy; un sistema que, como admite
el coronel, había caído en desuso hace ciento cincuenta años
aproximadamente. Y, naturalmente, el Gismo es el fin de todo
progreso científico. Oh, sí, ya lo hemos visto porque en los
últimos cincuenta años no ha habido ningún desarrollo científico
importante... ¡ni uno solo! Pero esto es lógico, por supuesto, ya
que vimos lo que un pequeño invento, el Gismo, le hizo al mundo, y
tememos que otro pudiera trastornar nuestro inevitable sistema.
Dick se volvió para mirar a Clay,
boquiabierto, atónito. Jamás había oído hablar así ni imaginó nada
parecido. Pero Clay estaba retrepado en su silla, con su cigarro
ladeado, con la misma expresión con que escucharía una opinión
moderada acerca del tiempo.
—Una pregunta —gritó un hombre de aspecto
erudito desde el otro lado de la sala. Tenía los cabellos blancos y
le cabalgaban sobre la nariz unas gafas anticuadas—. ¿Cree la
señorita Flavin que la guerra no es inevitable?
Ella se volvió de cara a él.
—Lo creo, en efecto, señor Belasco. Como
todos los apologistas de la brutalidad, usted opina sin duda que la
historia demuestra su punto de vista: siempre ha habido guerras,
por lo tanto son inevitables. Adoptando su pueril argumento, yo
podría decir que siempre ha habido períodos de paz y por
consiguiente la paz es inevitable.
—Simples intervalos entre guerras —refunfuñó
el coronel Rossen—. El hombre es un animal combativo, la mujer es
una especie de pájaro parlante.
—Nos desviamos del tema —dijo Melker—.
Señorita Flavin, si está usted de acuerdo, creo que sería
interesante que todos escucháramos algo acerca del sistema
alternativo que pregona su grupo.
—Con mucho gusto —dijo la mujer, mirando con
hostilidad a Rossen—. Como indica nuestro nombre, nosotros, los
humanitarios, creemos que el hombre tiene un deber ético para con
el hombre. Creemos que el valor de cualquier sistema se mide por la
consideración dada a todos los seres humanos, no solamente a una
clase privilegiada. Y en ese sentido, nuestro sistema actual es un
tremendo fracaso.
—Oh, bien —exclamó Rossen—, si vamos a
emplear esa clase de lógica, abajo los caballos... Ellos no ponen
huevos.
Hubo algunas carcajadas.
—Coronel, le hemos concedido una muy amplia
libertad en sus definiciones —intervino Melker—. Prosiga, por
favor, señorita Flavin.
—Nuestro primer objeto —continuó diciendo
ella— es la abolición de la esclavitud y el retorno a las
instituciones libres y democráticas. Ningún progreso moral o
material puede lograrse en un mundo helado, como el nuestro, en un
molde rígido de supresión de libertades. Una vez alcanzado nuestro
objetivo por medios ordenados, entonces nuestros problemas (y los
habrá innumerables) se resolverán a medida que surjan. No creemos
que la única sociedad estable sea la que condena al noventa y nueve
por ciento de sus miembros a una degradante servidumbre.
Se veían varios manos levantadas. Melker
preguntó con un movimiento de la cabeza a un joven que llevaba una
chaqueta de color castaño rojizo:
—¿Señor Oliver?
—Bueno, yo no soy filósofo ni nada que se le
parezca —empezó Oliver—, pero me parece que hablan de tener
consideración y todo esto. Bien, supongamos que se libera a los
esclavos. No lo veo muy claro, pero lo que deseo saber es... En el
caso de que las pequeñas familias estuvieran desparramadas en vez
de vivir en casas grandes como ahora, ¿habría entonces una mayor
consideración? Quiero decir que entonces empezarían a luchar entre
sí, mientras que actualmente, por lo menos les tenemos bajo control
evitando que peleen.
—Una opinión muy valiosa e interesante —dijo
Melker suavemente—. Señor Collundra, ¿deseaba usted contestar a esa
pregunta?
El hombre moreno dijo:
—Bien, señor Oliver, como usted indica, en
cierto modo es difícil medir la consideración, la felicidad o nada.
Pero hay una norma establecida que puede usarse: el uso eficiente
de la tierra. Hace setenta y tantos años, vivían ciento ochenta
millones de personas en el continente norteamericano; hoy día no
existe un censo demográfico, pero se calcula que existe una octava
parte de esa cifra. Les propongo esa escala como referencia a fin
de que puedan comparar las dos formas de vida. Opino que sería
provechoso un debate acerca de ese punto.
—Bien, empiezan los fuegos artificiales
—dijo Melker frotándose las manos—. ¿Señora Maxwell?
Bajo la capa de cosmético, la expresión de
la anciana era divertida.
—Bien, el señor Collundra está en lo cierto,
aunque dudo que él lo sepa. Lo que se estudia es el uso eficiente de espacio, y yo podría
incrementar las cifras que él nos ha indicado. Cuando llegaron los
primeros hombres blancos a este continente, la mitad eran bosques,
según tengo entendido. En cien años los redujeron a un tercio,
despejando el resto, que convirtieron en granjas, pueblos y
ciudades. Entonces llegamos nosotros, y en menos de cien años
logramos que el continente estuviera de nuevo cubierto a medias de
bosques. Deberíamos sentirnos orgullosos. Utilizamos solamente unas
cien mil millas cuadradas; me refiero a la tierra mejorada, tierra
que es distinta a la de antes de nuestra llegada. Una buena
epidemia acabaría con todos nosotros. Según creo, la Muerte Negra
de Europa enterró a más gente de la que actualmente hay en América
del Norte. Después de eso, vendrían los pumas y coyotes. Ellos son innumerables.
Cuando terminó de hablar la señora Maxwell,
Melker hizo una señal a un hombre de barba blanca que permanecía
rígidamente sentado.
—¿Comandante Holt?
Holt carraspeó antes de decir con voz
pausada:
—No sé si entendí bien a la señora, pero
opino, si lo que les interesa es la densidad de población, que la
mejor civilización fue la India, antes del Gismo: había doscientos
por milla cuadrada. Tal vez seamos demasiado pocos actualmente. La
situación es insólita y se le pone rápido remedio. Tengo entendido
que en la mayoría de las familias rurales tienen cuatro o cinco
hijos. Dudo que lleguemos a la cifra de doscientos por milla
cuadrada, pero nos aproximaremos bastante, y, llegado ese momento,
habrá otra guerra del tipo que ha descrito antes la señorita
Flavin.
Holt carraspeó con menos timidez que antes y
prosiguió inesperadamente:
—Ahora bien, en mi opinión este problema de
población ofrece una faceta que la señorita Flavin y sus seguidores
se resisten a afrontar. Señorita Flavin, permítame formularle la
siguiente pregunta: ¿Verdad que en su opinión fue un error ético
limitar el número de Gismos?
—Claro que lo fue —contestó ella—. De esa
injusticia original derivaron inevitablemente las otras. En cuanto
al aumento de población... —se le encendieron las mejillas—, hay
métodos y medios diversos, como usted sabe perfectamente,
comandante...
—Disculpe, no estoy de acuerdo —dijo Holt—.
Los métodos voluntarios para el control de nacimientos sólo dan
resultados para la gente que decide emplearlos. El control
demográfico que no sea útil para todo el mundo, es un fracaso,
porque únicamente sirve para aquellos que lo ponen en práctica. El
único control de nacimientos eficaz es el que afecte a todo el
mundo, como el límite de espacio o de alimentación. Veamos,
señorita Flavin, si los Gismos están libremente disponibles, jamás
podrá haber escasez de alimentos, ¿no es cierto?
—Sí.
—Sí, la comida nunca faltaría y sería de
esperar que la gente no guerreara, matándose unos a otros, sólo
porque su número se incrementaba, ¿no es verdad?
—Si prefiere usted enfocar el asunto de esta
manera...
—Bien, entonces nos queda un límite de
espacio: señorita Flavin, no habría un fin a nuestro aumento
natural hasta que hubiera una persona por cada yarda cuadrada de
superficie terrestre en el planeta.
Melker estaba radiante:
—Abusando de mi privilegio de presidente,
permítame decir que su descripción del futuro me llena de gozo: un
enorme montón de desechos, gente esperando en colas, cada uno junto
a su Gismo. Ni árboles, animales o pájaros, sin espacio para lagos
o ríos... Y si a eso vamos, ¿por qué desaprovechar los océanos,
comandante? Supongo que podríamos construir balsas... ¿Sí, señor
Kishor?
Un joven chupado de cara, sentado en el
brazo de un sofá, había garrapateado notas en una libreta. Ahora
esgrimía en la mano los resultados:
—Tal vez les interese saber cuánta gente
soportaría la Tierra de acuerdo con las cifras señaladas por el
comandante Holt: en números redondos, sesenta y un trillones,
novecientos cuarenta billones de personas.
—Bueno, podríamos doblar este número
levantando otro piso... —gritó alguien.
Melker llamaba al orden dando
golpecitos.
—Más seriedad... más seriedad... —decía un
hombre gordo, de facciones embotadas.
—Sí, señor Perse.
—Hablando en serio, hay una respuesta para
este ridículo problema al que hemos estado dándole vueltas. Me
refiero, naturalmente, a los viajes espaciales. Ya sé que algunos
de ustedes consideran que los viajes espaciales fue una locura del
siglo veinte. Pero les aseguro que no lo es. Viajar por el espacio
es un arte completamente resuelto hasta el mínimo detalle,
superando al de hace un siglo, que sólo requiere un combustible
adecuado... ¡que proporciona el Gismo! De no ser por las
infortunadas moratorias que agobiaron al progreso científico a
comienzos de la era actual, ahora ya estaríamos en el espacio y...
Bueno, eso no se sabe de forma general, pero tenemos razones para
creer que seguramente abandonaron la Tierra una o más astronaves
durante la Guerra del Establecimiento. Si lo que necesitan es
espacio, existe la Luna, Marte, Venus y todos los demás planetas
del sistema para empezar. Cierto que hay tristes limitaciones en
este pobre planeta, pero el mundo no debe hablar de reducir nuestra
población. Señoras y señores, les ruego que consideren que
solamente en nuestra galaxia hay más de treinta billones de
soles.
A Dick la cabeza le daba vueltas.
Evidentemente se equivocó al creer primero que estas personas
hablaban de traición, porque de otro modo un veterano militar como
el coronel Rossen se hubiera marchado inmediatamente. No, esto era
lo que él estuvo buscando sin saberlo: una conversación inteligente
desprovista de sensiblería vulgar. Estas personas sabían de lo que
hablaban. Dick tomó una determinación repentina, pensando: "Me
gustan. ¡Yo también hablaré como ellos!"
Después, mientras regresaba a casa por los
corredores residenciales de luces azules —caminaba para hacer
ejercicio, con Clay a su lado—, Dick sintió una agradable
exaltación. A través de la angosta claraboya se veían las
estrellas, brillando en un cielo inundado por el claro de luna.
Después de todo, la vida continuaba: aquí o allá en su casa, nada
era distinto en realidad. Él era Dick Jones de Buckhill y el mundo
era su ostra.
Dormían ya todos los criados menos el
paje.
Dick le despidió también, ofreció un último
trago a Clay y se arrojó encima de un diván. La habitación era
espaciosa y cálida, las luces indirectas destellaban en las
superficies de las mesas y las estanterías de libros. Había
camelias frescas arregladas con buen gusto en varios
jarrones.
—Howard —dijo—, ¿desde cuándo dura
eso?
Clay rompió la quietud al encender una
cerilla.
—En realidad, desde hace poco tiempo. —Se
extendió por el aire la fragancia del cigarro—. Aquí hubo un Club
de Filósofos que fue suspendido veinte años atrás. Melker lo ha
reanimado. Se me ocurrió que encajarías en él. —Durante unos
momentos fumó en silencio, añadiendo después—: Por supuesto que
llegará el día en que esperarán que hables. Si quieres te prestaré
algunos libros.
—Sí... ¿Tratan de vuelos espaciales?
Clay tardó un poco en contestar.
—Es mejor que olvides eso, Dick. Ya sé que
Perse es capaz de entusiasmar a cualquiera, pero eso es un callejón
sin salida.
—¿Por qué? Tenía mucha lógica.
—Nada se arregla huyendo al espacio.
Nuestros problemas están aquí. Además, él miente cuando dice que
todo está bien calculado. Sé bien que se ha perdido la mitad del
arte. —Y después de una pausa—: De las personas que hablaron esta
noche, ¿cuál te parece la más importante?
Dick lo meditó.
—¿Melker tal vez?
—No, no es Melker.
—Entonces Rossen o Holt...
—Ninguno de ellos, ni tampoco los del grupo
de Humanitarios. Es el señor Oliver.
Dick volvió todo el cuerpo para
mirarle:
—¿Oliver?
—Eso es. Ahora te mueves en círculos de
exaltados, muchacho. "Oliver" es Oliver Crawford..., que es
precisamente el heredero de Eagles. Algún día será el Jefe, y si
para entonces eres amigo suyo... —Clay hizo un gesto expresivo con
la punta de su cigarro—. Él tiende hacia el bando conservador,
naturalmente, pero tiene demasiados escrúpulos; quiere conservar lo
que tiene sin herir a nadie.
Clay se puso en pie.
—Es tarde. Mañana seguiremos hablando.
Dick lanzó un suspiro. Sentía un agradable
cansancio.
—¿Howard?
La silueta de su amigo se volvió en la
puerta iluminada.
—¿Sí?
—Cuando llegué, ese reptil de Ruell me dijo
que en Eagles nadie hace nada por nada. Estaba equivocado,
¿verdad?
Clay le miró desde el otro lado de la
habitación.
—Vete a dormir —dijo, y cerró la
puerta.