Capítulo IV
DICK Jones abrió los ojos
perezosamente a una mañana verde y oro, sabiendo, en su despertar,
que este día le reservaba algo especial. Cómodamente tumbado,
entregado con la sensualidad de un felino a la fresca brisa, se
preguntó qué podría hacer: ¿Un día de caza? ¿Visitas? ¿Algún
viaje?
Al recordarlo, se incorporó repentinamente.
Era el día en que abandonaba Buckhill para ir a Eagles.
Desperezándose, sacó las piernas de la
enorme cama circular. Era flexible, bronceado y muy alto para sus
dieciséis años. Tenía el cuerpo proporcionado como el de un hombre,
anchos los hombros y el torso, pero todos sus músculos estaban
cubiertos bajo una capa de grasa de adolescente. Había en su
aspecto el sutil aire incompleto de una obra inacabada.
Cruzando la sedosa alfombra, penetró en el
cuarto de baño, extendiendo los pies sobre el mármol frío. Respiró
profundamente antes de zambullirse en la piscina. Los peces de
colores se desbandaron en el centro donde él se había chapuzado.
Bajo el agua, los azulejos aparecían matizados de verde mar,
iluminados por los discos amarillos de las paredes. Dick se dio
impulso para subir a la superficie. De dos brazadas llegó a la
parte de menos profundidad, se revolcó de espaldas, con el agua
hasta el pecho, resoplando. Miró a su alrededor, no vio a nadie y
gritó:
—¡Sam!
El cuerpo entró precipitadamente, medio
dormido, con un frasco y un cepillo. Era un muchacho alto, de tez
pálida, un año mayor que Dick. Habían crecido juntos. En silencio,
empezó a enjabonar a su amo hasta conseguir espuma. Frotó con
emolientes el cuero cabelludo de Dick, le afeitó con maquinilla de
afeitar, y finalmente acercó el rociador para enjuagarle.
Sam siempre llevaba colgando el labio
inferior y sus enormes orejas eran muy sobresalientes. Entre sus
omoplatos llevaba marcada en tinta púrpura la palabra "BUCKHILL" y
debajo una serie de números rodeados de hojas púrpuras. Callado y
soñoliento aún, envolvió a su amo con una toalla y comenzó a
secarle.
—Sam, hoy es mi último día en Buckhill —dijo
Dick.
—Sí, amo Dick. Mañana se marchará a
Colorado.
—Estaré ausente cuatro años. Cuando regrese
tendré más de veinte.
—Es verdad. Tendrá usted veinte años.
Cierto, amo Dick.
Dick soltó un bufido, con una vaga sensación
ultrajada. De acuerdo, el chico era sólo un "cuerpo" —o "esclavo",
esa palabra anticuada que papá prefería oírle decir—, pero era de
suponer que incluso los cuerpos tenían sentimientos. Los que salían
en revistas y teledramas siempre gimoteaban apenados ante la idea
de que sus jóvenes amos se marcharan. Entonces, ¿qué diablos le
ocurría a Sam?
Entonces descubrió que tenía hambre y se
olvidó del asunto.
—Tomaré huevos con jamón —dijo Dick,
cogiendo la toalla—. Después, algunos pastelillos, Sam... y café
con leche. Diles que se den prisa, estoy muñéndome de hambre.
Mientras el cuerpo pedía el encargo por
teléfono a la cocina, Dick sacó la ropa del armario y empezó a
vestirse. De paso, encendió la pantalla de televisión de la pared:
estaba sintonizada con la KING-TV de Buffalo Keep, y Dick miró de
soslayo las frenéticas cabriolas de los músicos al tiempo que
seguían el ritmo con su cabeza. Le gustaba la música militar, era
la única que entendía.
Sam había vuelto y estaba hablándole al
oído; la música apagaba su voz.
—¿Qué? —dijo Dick, irritado—. Apaga
eso.
Sam alargó la mano, acertando con el botón
de la consola que había junto a la cama. La música fue
extinguiéndose con eco áspero.
—Dice el cocinero —repitió Sam— que está muy
atareado con el banquete y no puede prepararle el desayuno. Tendrá
que enviarme usted a los Almacenes o...
—¡Maldita sea! —dijo enojado, y, haciendo
una pausa, escondió el estómago mientras cerraba la cremallera de
sus ceñidos pantalones de color azul y azafrán. El traje no fue
hecho para tomar tantas precauciones: estaba aumentando de peso
otra vez—. ¿Por qué se armará tanto jaleo cada vez que hay un
banquete en perspectiva?
—¿Señor?
—Olvídalo. Ahora vete, pronto. Iré yo mismo
a por mi desayuno.
En el corredor, dos "cuerpos" vestidos con
monos se afanaban en desmontar por separado uno de los paneles de
la pared para colocar otros nuevos, idénticos, salvo que los viejos
se volvían verdiazules a causa de la corrosión y éstos, en cambio,
eran de bronce bruñido, recién salido del Gismo.
Dick reconoció las figuras de los
bajorrelieves: eran viejos amigos. Estuvieron en este corredor toda
su vida, pasando del color brillante al opaco en un ritmo eterno.
Se detuvo para mirar una mano familiar que sostenía la culata de un
rifle, y el rostro duro, familiar, que había un poco más arriba.
Ambos de metal bruñido, resplandeciente... nuevos, renacidos.
En la parte de abajo, el Gran Salón estaba
desierto, a excepción de un "cuerpo" que se afanaba limpiando, con
los brazos sudorosos. Bajo las luces, las hileras de mesas estaban
desnudas; aún no se habían puesto los manteles.
El enorme reloj eléctrico señalaba las siete
y veinticinco. Los padres de Dick debían estar acostados aún, así
como su hermana Constance, que últimamente se había vuelto
perezosa. Sus hermanos Adam, Félix y Edward quizás estaban ya
levantados, pero cualquiera sabía dónde se encontraban ahora.
Siendo unos niños tan insensibles, lo más probable es que
estuvieran paseando en barca o montando a caballo, sin importarles
en absoluto que a Dick le gustara verles la última mañana que
pasaba en casa.
Se dio cuenta, tardíamente, de que este
malhumor se debía a que no había desayunado todavía. Aunque se le
atragantaran los huevos artificiales, necesitaba comida en el
estómago.
El Almacén era una bóveda fría, iluminada
por grupos aislados de fluorescentes en el techo. En uno de los
círculos de luz había algunos "cuerpos" apretujados en torno del
mostrador de Fossum. Dick tardó bastante tiempo en llamar la
atención del anciano. Se acercó un poco más, abriéndose paso
empujando con los hombros.
Los ojos de Fossum estaban irritados, con
ribetes rojos; su venosa nariz corva y su cabeza estrecha cubierta
de cabello ralo le daban aspecto de pollo ávido de engullirse
gusanos.
—¿Qué? ¿Qué? —decía Fossum—. ¿Un centro de
rosas con qué? Lirios del valle... Muy bien. ¿Y un centenar de qué?
¿Globos? ¿Por qué no lo dijo antes? No griten todos a la vez.
¿Quieren esperar un momento? Diecisiete candelabros... Sí, los
tengo. ¡A callarse! Tienen que esperar. ¡Un momento! ¡No puedo
hacerlo todo a un tiempo...!
—¡Fossum! —bramó Dick.
La expresión del viejo se agrió más aún.
Inquieto y a regañadientes, escuchó mientras Dick encargaba su
pedido. Garrapateó unos símbolos en su libreta e hizo como si fuera
a atender al siguiente "cuerpo" impaciente.
—Ahora, Fossum —dijo Dick, acercándose
más.
Refunfuñando, el viejo se alejó por la nave,
arrastrando los pies, bajo el círculo de luz fría que le seguía. Se
detuvo debajo del rótulo colgante que decía "Alimentación". Al
igual que todos los demás, los estantes altos de esta sección
estaban divididos en casillas, cada una de las cuales tenía
capacidad suficiente para un objeto pequeño y retorcido. Había
millares de estas casillas en los estantes dispuestos a lo largo de
la parte interior de la enorme bóveda. A primera vista parecían
guijarros de formas extrañas o raíces secas.
Fossum pasó su nudoso dedo índice por la
fila de casillas, se detuvo en una de ellas y cogió en la palma de
la mano el objeto pequeño y duro. Rezongando aún, penetró en la
Sala del Gismo. La puerta maciza se cerró tras él.
Dick se sentía inquieto. Sabía que ese
objeto extraño era algo llamado un "prototipo detenido" o "prote"
para abreviar. En resumidas cuentas, era su desayuno en miniatura,
apenas reconocible, preparado veinte años atrás quizás y duplicado
por el Gismo, pero de manera incompleta. El proceso fue
interrumpido en la mitad, de forma que de allí no salió un plato de
huevos con jamón recién hechos, sino una materia informe para ser
almacenada en una casilla y conservarse indefinidamente. Cuando
Fossum colocara ese objeto pequeño y retorcido en el lado primario
del Gismo, y quitara el inhibidor, por la otra terminal aparecería
una copia exacta no del "prote", sino del desayuno original.
Para Dick el proceso era fastidioso y
familiar. Si se lo hubieran preguntado, habría dicho, no muy
convencido, que el Gismo era una maravilla. Pero en realidad daba
por supuesto que existiera como la TV o los helicópteros. Dick
también sabía que debía su propia existencia y la del mundo que le
rodeaba al anónimo inventor del Gismo. El invento databa de unos
setenta años atrás, pero eso era historia... Lo único que ahora le
interesaba era saber si el "prote" escogido por Fossum era correcto
o —cosa muy probable— sería una mala imitación.
El viejo ya volvía, caminando pesadamente en
el círculo de luz. En su carrito había una fuente humeante. Se
detuvo para depositar el "prote" en su nicho. Momentos después,
colocaba la fuente encima del mostrador. Huevos, tocino, tostadas,
café y leche. Las doradas yemas temblaban, a punto de
romperse.
Dick sofocó un grito de exasperación.
—Fossum, pedí los huevos muy cocidos...
—¡Oh, diablos, qué más da!
Con un gesto le indicó al "cuerpo" que tenía
más cerca que recogiera la fuente, siguiéndole, malhumorado, a uno
de los reservados para comer alineados a lo largo de la próxima
pared.
El día estaba echado a perder, sin duda. La
comida duplicada no era menos nutritiva ni sabrosa, naturalmente,
pero era cosa de principios. Por regla general, sólo los "cuerpos"
comían alimentos duplicados. La gente comía alimentos guisados
especialmente. Cierto que la mayoría de los ingredientes eran
artificiales, duplicados también, y por consiguiente no era tan
crucial la diferencia; pero la había.
Comió con apetito, pero, insatisfecho,
apartó a un lado del plato los restos de clara manchados de
amarillo, dio un mordisco a otra tostada y, renunciando al fin,
tiró la fuente, los cubiertos de plata y lo demás al conducto para
desechos.
A pesar de todo, la cosa cambiaba después de
haber comido. Huraño aún, pero sintiéndose algo menos irritado,
Dick salió al corredor, pasando por delante de las cocinas con sus
tentadores olores a pollos asados y pasteles, hasta salir por la
puerta de la ladera montañosa. El aire era frío y olía a flores, y
un poco a césped recién cortado. Se oía el ruido claro y seco de un
hacha desde abajo. A pesar suyo, Dick hizo una profunda
inspiración, sintiéndose contento. Echó a caminar ligero colina
abajo, por el sendero.
Unos diez metros más abajo, se detuvo para
mirar atrás.
Por encima de él, Buckhill se erguía con
impresionante grandiosidad, gris, bajo el sol. Parecía como si el
reino mineral hubiera tratado de crear un gigante propio en la
ladera montañosa, consiguiéndolo sólo a medias. El monstruo
incompleto dormía en espera del segundo espasmo de esfuerzo que le
diera vida.
La vieja posada, una masa de piedras en
forma de C. de estilos vagamente alpino y vagamente español, por
partes iguales, fue construida como hotel de turismo en época de la
democracia, en aquellos días en que los Poconos fueron invadidos
por gente que venía de vacaciones desde Nueva York y Filadelfia. El
primer Hombre de Buckhill agregó las fortificaciones y las tres
torres de piedra de vigilancia. El segundo Hombre, y primer Jones
(un sobrino del famoso Nathan MacDonald cuyo retrato estaba colgado
en el Corredor Largo), construyó el campo de aterrizaje, así como
numerosos refugios subterráneos y posiciones de artillería. Pero el
tercer Hombre —él tío abuelo de Dick— únicamente añadió algunas
pistas de tenis, huertos de calabazas y cosas parecidas. Y, a
excepción de la conservación y de algunas obras de jardinería, el
padre de Dick, el cuarto Hombre, apenas hizo nada.
Para Dick, las cosas estaban bien como
estaban. Buckhill se le antojaba perfecto. Cuando fuera él el
Hombre, no haría ningún cambio. Incluso dejaría en su sitio las
horrendas torres. Permitiría que Dunleavy consiguiera los mismos
macizos de flores y de plantas para trasplantarlos por turno y por
siempre jamás. Dick opinaba que la vida debía seguir siendo
así.
Pero tenía dieciséis años y aún no era el
Hombre. Y tendría que irse a Colorado por espacio de cuatro
años.
El abuelo de Dick había tomado Buckhill con
la ayuda de la familia MacDonald, que eran antepasados colaterales
del actual Jefe de Colorado. En consecuencia, Buckhill estaba
considerado todavía como centro preeminente de todo el litoral
oriental por encima de Charleston Manor, y el heredero de Buckhill
automáticamente se convertía en oficial de brigada del ejército del
Jefe, prestando servicio durante cuatro años en Eagles, Colorado.
Era un honor que esperaba con anticipado placer, y no podía
rehuirlo aunque lo hubiera deseado. Así estaban las cosas.
Mientras descendía internándose en la
garganta, la sombra se cerró sobre su cabeza como el agua. Los
viñedos y zonas cubiertas de musgo, a su izquierda, estaban
húmedos. El aire estaba lleno de moho. Un poco antes de llegar a la
primera curva, encontró a dos "cuerpos" jardineros que arrancaban
tocones de un arce joven caído atravesado en el sendero.
Bajo las raíces al descubierto, la tierra
era rica y húmeda. Los pedazos de leña recién cortada tenían un
olor propio especial. Los dos "cuerpos" se apoyaron sobre sus
hachas, en silencio, y esperaron. En la penumbra, sus ojos
refulgían con matices blancos y azulados. Dick pasó por encima del
tronco caído y prosiguió su camino.
Más adelante, el aire estaba encalmado como
si lo hubieran derramado, dejándolo que se posara. Al pasar, Dick
se acercó al margen, rozando con la mano una mata de licopodios de
romas y suaves espinas. Los había de tres especies, creciendo
juntos, al alcance de su mano. Aprendió sus nombres, sin esfuerzo,
durante sus innumerables paseos por este paraje, con Padgett, el
tutor.
Ahí tenías botánica; sí, y petrología un
poco más adelante, donde estaban abiertas las páginas del gran
libro de piedra: caliza, arenisca roja, marga.
Botánica, ecología, silvicultura... Dick se
detuvo debajo del tronco inclinado de diez pies de la Cicuta
William Penn.
Un momento después, franqueó la pequeña
pendiente para plantarse de pie encima, y rodeó con sus brazos la
corteza áspera, escamosa. Al levantar la mirada, vio el enorme
tronco precipitándose a lo lejos, tan inclinado y desnudo que
encontró fastidioso seguirlo: el árbol parecía inclinarse, no hacia
arriba, sino eternamente abajo, hacia un insondable mar
verde.
Se apartó de nuevo, sintiéndose
empequeñecido y deseoso de pedir perdón, como siempre que, tocaba
el árbol enorme. "Sin permiso", fue la primera frase que se le
ocurrió. Pero, claro, eso era ridículo. Se volvió de espalda a él
(¿por última vez?) y descendió otra vez.
Trató de escuchar el sonido del agua y ahora
podía oírlo. El rumor se hacía más intenso a medida que Dick bajaba
la escalera zigzagueante, pisando las tablas. Las cascadas
superiores, crecidas a causa de las lluvias primaverales,
provocaban un tronante torrente blanco que se desplomaba
pesadamente en la laguna de arriba. La espuma llenaba el aire, casi
ocultando el nicho abierto en la pared rocosa de enfrente, en cuyo
suelo frío y resbaladizo estuvieron él y Adam tantas veces
agazapados, jugando a Robinson Crusoe, al Capitán Nemo o a lo que
fuera...
Siguió el curso de la corriente, dejando
atrás la sombría laguna del centro, hasta salir al angosto valle.
La luz del sol aún no había llegado hasta aquí, pero había un
difuso resplandor desde arriba, parecido a un amanecer de
invierno.
El agua era clara como hielo derretido y
casi igual de fría en la laguna inferior y en el arroyo que cubría
apenas las piedras rojizas separadas sorprendentemente por líneas
de verdes algas. Cruzó el puente y siguió bajando por el otro lado,
disfrutando el silencio que le rodeaba a medida que se alejaba del
ser humano más próximo.
Este era el corazón de Buckhill. Más arriba,
los pájaros llenaban de ruido los campos —arrendajos, estorninos,
cornejas, cardenales—, pero aquí abajo, ni un sonido. Ni siquiera
se oía el rumor de las cascadas. Era el escondite secreto,
tranquilo, que todos los demás rehuían. Y él le decía adiós.
Cuando por fin se levantó de la orilla
herbosa, pensó que había pasado allí más tiempo del previsto. No
podía calcular el tiempo, que en el valle parecía pasar a ritmo
distinto. Mejor dicho, era como si el tiempo no pasara hasta el
momento en que uno despertaba con sobresalto, descubriendo que los
músculos dolían y el estómago estaba vacío.
Eso le hizo recordar que no habría almuerzo
a causa del banquete. Cruzó el puente de más abajo y comenzó a
trepar cuesta arriba, regresando a la casa por el camino de
herradura.
Antes de que transcurrieran quince minutos,
el sol, que ya estaba alto en el cielo, inundaría el valle Empezaba
a notarse el calor. Cuando llegó a las colinas, Dick tenía el
rostro encendido y sudoroso.
Dentro, el calor era más intenso aún; un
infierno culinario de narices escarlatas salpicadas de sudor,
delantales, maldiciones, entrechocar de platos. El aire
irrespirable estaba espesado por los olores de pavo, ganso, faisán,
capón, pichón; olía a carne de venado, pastel de carne, cerdo,
cordero, a ostras al vapor, almejas, camarones gigantes, langostas,
cangrejos, a bacalao, albacora, platija, caballa, pez espada,
salmón, a compotas y picantes, quesos, budines, a pan, bollos,
bizcochos, pasteles pequeños y grandes.
Los ayudantes de cocina, de ojos hinchados,
iban corriendo de un lado a otro. Se cerraban de golpe las puertas
de los hornos, los platos chocaban ruidosamente, los hombres, al
borde de la locura, gritaban y sus gargantas estaban resecas. Cayó
al suelo una bandeja metálica, y al estruendo siguió el estrépito
de los cacharros rotos. El más joven de los pinches lanzó un
chillido y los cocineros soltaron imprecaciones furiosas contra
él.
Dick aprovechó la ocasión para escurrirse
hacia la parte de atrás de una mesa cargada con adornos florales
(oliendo todos a grasa caliente), hasta alcanzar el mostrador donde
estaban colocados los quesos cercados por pequeñas cuñas. Dick se
cortó un buen pedazo de queso y, cogiendo un jarro de leche con la
otra mano, salió a escape.
Le traía sin cuidado que la leche y el queso
fueran artificiales. Había escamoteado de la cocina esta comida sin
pedírsela a Fossum, como si fuera un "cuerpo". Comió bajo un
emparrado junto a la bolera encrespada, escondió las sobras en un
matorral y echó a andar colina abajo, pasando por delante de los
pabellones y los campos de tenis.
Cada centímetro de estos lugares desbordaba
recuerdos; la tierra, las malas hierbas de los rincones más
insólitos, la misma hierba eran las mismas año tras año. Todo era
conocido y familiar para el oído, la vista y el olfato. Se detuvo
en el borde del campo de prácticas, donde el armero, el pequeño
Blashfield, estaba lanzando gritos a su pelotón de torpes:
—¡Hup! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Derecha, ar!
¡Derecha, imbéciles!
El sol arrancaba destellos de las culatas de
los rifles de imitación. Las piernas a franjas verdes se levantaban
y bajaban.
Ahí había la Fila de Artesanos, elevándose
las olas de calor de los hornos de los alfareros, como de
costumbre. Y el golpeteo intermitente de los cobertizos bajos donde
trabajaban los tallistas y los remendones. Bostezaba un perro
mestizo, rascándose la oreja. Al ¡clang! ¡tink! ¡clang! ¡tink!
procedente de la herrería, le remplazó un grato silencio. En lo
alto del roble marchito empezó a cantar un pájaro. Sintiéndose
íntimamente feliz, Dick continuó andando hacia los establos.
Los muchachos sometidos a adiestramiento
estaban sacando fuera a los caballos árabes y puras sangres, grises
y pardos, y las altivas cabezas asirías daban tirones a las
bridas.
Durante unos instantes, Dick los contempló
con el placer de un entendido. Después se acercó a su favorito,
"Gypsy Fiddler", que estaba en su cuadra. Al castrado animal ya le
habían limpiado por la mañana y su piel brillaba como la seda.
Levantó la cabeza al ver a Dick, relinchando y estirando la cabeza
por encima del portillo de la cuadra.
”Gyp" tenía tres años de edad, un pecho
ancho y cuerpo macizo: en opinión de Dick, era el caballo ideal
para montar por terreno difícil.
Se aproximó uno de los caballerizos:
—¿Lo montará esta mañana, señor?
Dick despidió con un ademán al muchacho y
ensilló al animal.
Subieron por la senda que bordeaba los
prados y los huertos de manzanos en flor. Arrullado por la brisa y
el movimiento, Dick se entregó al sueño de imaginarse luciendo un
vistoso uniforme, un casco emplumado, al frente de una tropa de
caballería, yendo al encuentro de un enemigo vagamente
imaginario.
Pero... cuatro años...
Pero si cuatro años atrás, a los doce, él no
era más que un renacuajo.
Se había roto la pierna en el hielo,
aprendió a saltar desde el trampolín, recibió los elogios de
Blashfield por su excelente puntería, aumentó de estatura unas
nueve pulgadas, empezó a afeitarse, mató su primer gamo... Todo
esto, y otras muchas cosas, en cuatro años.
Se imaginó regresando a casa, alto,
arrogante, con las mejillas más delgadas y más anchos los hombros,
con una nueva visión de las cosas. Su madre le esperaba en la
puerta. Había llorado:
—¡Oh, Richard, tu padre ha...!
Dejó de soñar con un respingo. El caballo
había franqueado el sendero, llevándole hasta Skytop. A su
alrededor, el cielo era un enorme bol azul, y a lo lejos, al norte,
Dick descubrió un destello luminoso: era una dina o un helicóptero
que descendía. Un instante después, vio otro, y luego un tercero.
Empezaban a llegar los invitados.