Capítulo XV

 

LA patrulla descendía lentamente por el pedregoso sendero de la montaña. El sol brillaba intensamente en un cielo limpio y claro. Dick, que cerraba la retaguardia, miró con desagrado las cabezas de los seis soldados de infantería, y las jorobas de los dos animales de carga. Le dolía la garganta, reseca por la sed, pero era inútil exponerse a otro desaire por pedirle a Lindley que detuviera la columna mientras llenaba su cantimplora.
El transporte les lanzó a tierra con escasas provisiones en opinión de Dick. El reglamento prohibía, por supuesto, llevar un Gismo a territorio hostil.
—Hacían "vida campestre" —dijo Lindley.
Más adelante, una voz nasal decía:
—La chica que jugaba al póquer con Tucker, tenía un miedo cerval a que...
Lindley, cuyo aspecto era frágil como una boquilla de pipa, se divertía de lo lindo.
Dos días atrás, Clay fue a decirle con emoción contenida:
—Dick, está a punto de ocurrir algo grande.
—¿Te refieres al cambio?
—¡Chitón! Sí, de eso se trata. ¿Cómo lo sabías?
—Has estado preparándome para eso durante semanas, ¿no? Esperaba que me lo dijeras de un momento a otro.
—Hasta ahora no me han permitido hablarlo claramente. Muy bien, se te presenta la oportunidad de pasarte al bando justo. En nuestro regimiento hay un hombre al que van a mandar en una misión de rutina. Cuando regrese será ascendido, asignándosele un nuevo destino. Ahora bien, necesitamos un hombre en ese lugar y ese hombre no puede ser Lindley: no es de fiar. De forma que te asignaremos a esa misión al mando de Lindley. Lo único que debes hacer es... asegurarte de que él no regrese.
Dick no albergaba ninguna duda respecto a cuál bando era el suyo, a pesar de la lealtad tradicional de Buckhill a la familia del Jefe. Estas consideraciones no le preocupaban en absoluto. Lo que le inquietaba era su misión con respecto a Lindley, y no porque le agradara ese individuo: Lindley era un hombre de cabellos ralos, piel rosada, ojos saltones y unos modales condescendientes tan irritantes como su reptil ironía. En realidad sería un placer matarle... Y eso era lo malo.
Siempre que pensaba en Buckhill —cosa poco frecuente en los últimos tiempos, ocupado como estaba por otros asuntos— se daba cuenta del profundo cambio operado en él en tan pocos meses. Aún recordaba su angustia y su horror de aquella tarde, cuando vio caer a Cashel a tierra.
Ahora esa imagen se confundía con el recuerdo del cuerpo de Keel precipitándose por el cañón a la luz de la luna. Dos duelos, dos muertes y se le pedía que volviera a mancharse las manos de sangre.
¿Qué ocurriría si descubría que eso le gustaba...?
Al mediodía hicieron un alto para repartir raciones de comida duplicada y abrevar los caballos en un riachuelo cercano que corría junto al valle.
Lindley, recostado cómodamente en su macuto que utilizaba como almohada, contempló la colina que se elevaba por encima de ellos a través de unos prismáticos.
—Ah —dijo de pronto—. Sargento, llévese dos hombres allá arriba para ver si hay alguien... ahí, detrás de ese enorme peñasco gris.
El esclavo hizo un saludo y llamó a otros dos para que le siguieran. Momentos después, desaparecían los tres entre la espesura. Dick enfocó sus prismáticos en la dirección indicada por Lindley. Sólo vio un montón de ramas secas, arrastradas al parecer por los torrentes primaverales, cuyo aspecto recordaba el de un nido de pájaros gigantesco.
Al poco rato vio los uniformes verdes de los soldados entre la arboleda. La radio de Lindley dijo:
—Aquí no hay nadie, señor.
—¿Hay algo dentro?
—Algunos trastos viejos, señor... Un par de pellejos, huesos. Basura.
—Está bien, fotografíelo, dejen una trampa y bajen —dijo Lindley con indiferencia.
Dick miró con curiosidad las dos instantáneas Polaroid que trajo el sargento al regresar: mostraban un bulto de la altura de un hombre, de palos enredados y entremezclados con hojarasca y barro. El enfoque interior revelaba unos huesos muy lisos, de venado y conejo seguramente, y un montón de pieles resecas. Entre los desperdicios había un fragmento de cacharro de alfarería.
—¿Vio alguna vez cubil semejante? —preguntó Lindley, cogiendo las fotos.
—Jamás. ¿Qué clase de animal es ese?
—Un animal humano —respondió Lindley escribiendo algo al dorso de las fotos—. El basurero peor y más canalla del mundo. Su mordedura es venenosa. Bien, a éste lo sorprenderemos si vuelve, pero probablemente no lo haga.
—¿Está insinuando que alguien vivía en ese montón de ramas?
—Una casa, por favor —corrigió Lindley con expresión irónica—. ¿No hay nada parecido en el campo del que vino usted?
—No, hay algunas colonias de pescadores en la marisma, pero viven en sitios que tienen aspecto de casa, al menos las hay con chimenea y todo.
—Eso porque excluyen a los indios —comentó Lindley—. Un error, si me permite decirlo. Entre esos montones de basura suele encontrarse un comanche.
Dick miraba a lo alto de la colina.
—¿Cómo se las arreglan en invierno?
—Oh, se mueren de hambre y frío. Han olvidado cómo hacer fuego. Algunos sobreviven comiendo toda la grasa que encuentran. Hay caza abundante, pero sólo capturan a las piezas enfermas. La nutrición es pésima. Padecen escorbuto, sin mencionar las pulgas, los piojos, garrapatas y otros parásitos. —Consultó su reloj—. Es hora de ponernos en camino. Sargento, ensille los caballos.
Horas después atravesaban un valle pequeño, cercado por colinas azules, de fragantes lupinos, para llegar al río cuyas aguas turbulentas destellaban bajo los chopos de Virginia.
Dick vio la forma arqueada de un pez saltando fuera del agua. El fragor y la espuma del agua llenaban el aire. Suspiró, sintiendo el vivo deseo de desmontar para saltar por encima de las rocas que jalonaban la corriente.
Le sorprendió que Lindley diera la orden de detenerse. Momentos después, los caballos quedaron trabados a la sombra de los árboles, dos soldados se alejaron en busca de leña y el propio Lindley se acuclilló junto al riachuelo donde empezó a revolver en el interior de su macuto.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Dick, acercándose a él.
Lindley estaba armando las partes de una caña de pescar.
—Ahora esperaremos, hemos llegado al punto de reunión y a la hora señalada. Es posible que nuestro contacto se presente hoy o quizá en otro momento. Entretanto... —entregó la caña a Dick mientras empezaba a armar otra—, nos dedicaremos a pescar.
Dick escogió una mosca artificial de la colección de cebos de Lindley: el riachuelo tenía truchas abundantes. Entre los dos capturaron una docena en menos de media hora. Eran de una especie desconocida por Dick, con una aleta dorada amarilla y unos costados moteados de rojo.
Después de cenar descansaron en sus sacos de dormir, viendo cómo se oscurecía el cielo y aparecían las primeras estrellas. Se oían los grillos en los campos y del agua se elevaba una brisa fresca. El riachuelo quedaba oculto por los troncos de los árboles. De la fogata moribunda brotaba un resplandor rojizo. A corta distancia uno de los caballos trabados empezó a patalear nervioso. Lindley se incorporó apoyándose en el codo. Dick distinguió sus ojillos brillantes en la penumbra.
Desde lo alto de la cuesta se oyó gritar una voz:
—¡Alto! ¿Quién va?
—Un amigo —contestó otra voz gutural.
—Adelántese para que podamos reconocerle, amigo.
Lindley empuñaba el revólver con una mano y con la otra apagó el cigarrillo contra el suelo. Dick se incorporó quedando sentado. De momento no vio nada, pero después logró distinguir dos figuras que descendían por la pendiente. Obedeciendo la orden de Lindley, uno de los soldados arrojó un puñado de ramas a la hoguera. A la luz temblona de la fogata reavivada, Dick vio la cara del hombre que se acercaba: chata, morena, una nariz ancha, los cabellos ásperos y negros que asomaban por debajo de un sucio sombrero de fieltro.
Llevaba pendientes de oro y vestía una chaqueta de cuero y pantalones azules que se le pegaban a las piernas arqueadas.
—Hola, Johnny —dijo Lindley, levantándose—. Está bien, Pierce, vuelve a tu puesto. Siéntate, Johnny... ¿Tomarás café?
El indio se sentó, gruñendo.
—Este es Johnny Partridge —dijo Lindley—. Es un Klamath. Su pueblo fue expulsado de Oregón por los Arapaho hace unos cincuenta años. Han quedado pocos. Johnny hace algunos trabajos para nosotros de vez en cuando, ¿verdad, Johnny?
—Buenos trabajos —dijo el indio, aceptando el pichel de café humeante de manos de un soldado. Dio un sorbo ruidoso y lo devolvió—. Más azúcar.
—Muy bien, echadle cuatro cucharadas —dijo Lindley. Su rostro sonrosado tenía una expresión cruel a la luz de la fogata—. Mucho azúcar, mucho tabaco para Johnny si nos da buena información.
—Dos rifles —dijo Johnny levantando la mano—. Cien cajas de cartuchos.
—Un rifle y diez cajas de cartuchos —dijo Lindley— si la información vale la pena, Johnny.
—Es muy buena. Hombre blanco, gran cruz mágica. Mucho malo.
Con la mano esbozó la forma de un Gismo en el aire con tanto acierto que convenció a medias a Dick. ¿Cómo era posible que hubiera alguien en esos bosques salvajes que tuviera un Gismo en su poder?
Lindley había dicho el día anterior:
—Eso sólo el cielo lo sabe, pero es posible y tenemos que cerciorarnos.
Lindley estaba diciendo ahora:
—¿Tú has visto la gran cruz mágica, Johnny?
El otro asintió enérgicamente con la cabeza.
—Tú venir ahora y yo enseñar.
—¿Cree que dice la verdad? —preguntó Dick a Lindley mientras montaban a caballo.
—Oh, probablemente no. Johnny jamás ha visto un Gismo auténtico, sólo en fotos. En cualquier caso, es un mentiroso incorregible, como todos los indios.
Ya se formaba la columna y Lindley espoleó a su montura situándose al frente, mientras Dick cerraba la retaguardia como antes.
Quedó atrás el rumoroso riachuelo y les envolvió la oscuridad. Dick apenas veía más allá de la cabeza del caballo, pero se daba cuenta de que ascendían por una pendiente y sólo distinguía el resto de la columna en silueta contra el fondo de las estrellas. En el mundo no había más sonido que el de los cascos de los caballos y el leve chirrido de los arreos.
Cuando apareció la luna, baja en el sur, estaban recorriendo la orilla de un lago tranquilo que parecía una franja plateada junto a las formas irregulares de los pinos. Cabalgaron durante casi toda la noche. Cuando se detuvieron al fin cerca de la cima de una sierra, la luz ya se había ocultado.
—Descansaremos aquí hasta el amanecer —dijo Lindley en voz baja, reuniéndoles a todos a su alrededor—. Prohibido encender una hoguera, fumar o hablar en voz alta. Sargento, apueste a dos centinelas. El resto échense a dormir mientras puedan.
El suelo estaba escarchado y el aire era muy frío. Dick descansó arrebujado en su saco de dormir hasta que Lindley le despertó sacudiéndole los hombros.
El sol era un resplandor verdusco en el horizonte. Los contornos de hombres y caballos parecían cartones recortados en la semioscuridad.
—Venga conmigo —dijo Lindley.
Subieron hasta lo alto de la sierra donde se tumbaron de bruces, mirando hacia el otro lado del cañón. Dick descubrió junto a Lindley la forma de Johnny Partridge.
—Dice Johnny que ya se les ve —murmuró Lindley—, pero creo que miente. Observe esa línea del horizonte.
El cielo se iluminaba intensamente; había franjas plateadas, pálidas y frías sobre el horizonte del este. El mundo cobraba un poco de color y ya se distinguían sombras. A su espalda oyeron el ladrido de un coyote, un sonido soñoliento, solitario.
Dick descubrió que la cima opuesta estaba cubierta de espesa arboleda de la que sobresalían algunos pinos. Parpadeó. La escena estaba desierta un momento antes, pero ahora había docenas de formas ovales debajo de las ramas de los árboles. Mientras las observaba, distinguió en una de ellas una entrada por la que descendía una diminuta figura humana por una invisible escalera suspendida.
—¡Ah! —dijo Lindley, junto a Dick. Se produjo un clic metálico cuando empuñó el rifle para colocarlo en posición de tiro. Dick le vio apuntar a través de la mira y bajar de nuevo el cañón, suspirando—: El blanco es perfecto, pero debemos ser pacientes. ¿Le ha visto, Jones?
—Sí.
—Son nuevos en esta región. No estaban ahí cuando vine hace dos años. Según Johnny, son los descendientes de mestizos Araphao y Sarsi, prisioneros fugitivos y algunos blancos degenerados. Una especie algo superior a nuestros amigos de ayer, empero; han alcanzado el nivel del mono.
En el fondo del cañón había un lecho de corriente seco, atestado de maleza.
—Quiero que vaya al lado opuesto —dijo Lindley— con precaución, pero no tarde demasiado en volver. Se llevará a tres soldados y a Johnny como intérprete. El resto permaneceremos aquí, listos para disparar.
Predominaban las sombras cuando Dick y su grupo llegaron a lo alto de la senda. Ladraba un perro mestizo en alguna parte, al que contestó otro. En una de las casas de los árboles asomó una cabeza por la puerta.
Detrás sonó la seca detonación de un rifle. El impacto de la bala arrancó astillas junto a la cabeza del primitivo que retrocedió hacia el interior, chillando. Empezaron a agitarse otras casas en los árboles. La confusión fue enorme cuando aparecieron más figuras humanas, ladraron los perros y empezaron a oírse voces por todos lados. Desde la sierra opuesta, los rifles hicieron fuego por segunda vez y un cuerpo cayó desplomado al pie de un árbol.
A una señal dada por Dick, los soldados se desplegaron a lo largo del borde del poblado. Buscó a Johnny Partridge con la mirada: estaba a la derecha.
—Diles que lo saquen fuera —ordenó Dick.
El indio asintió con la cabeza y, echándola hacia atrás, rompió a hablar pronunciando sílabas guturales, agudas que pulsaban su garganta como la de un animal.
Un instante después, contestó una voz oculta. Johnny Partridge se volvió después de escucharla.
—Dicen que aquí no tener ninguna cruz mágica de hombre blanco. Vosotros ser grandes embusteros.
Dick se encogió de hombros.
—Muy bien, emplearemos otros medios. Diles que...
Le interrumpió el grito de alarma dado desde el otro lado del cañón. Entrevió una figura oscura en la entrada de una choza, uno de cuyos brazos blandía un palo. Casi al instante la choza voló en pedazos. Del lado contrario del cañón seguían disparando los rifles constantemente. Y todos los tiros iban dirigidos a la misma cabaña. Cuando se asomó el primitivo, Dick tuvo tiempo de ver un largo arco en una mano antes de que cayera a tierra. Una sustancia oscura empezó a gotear desde el fondo tejido de la choza.
Dick volvió la cara con disgusto.
—Diles —prosiguió— que si vuelven a intentar algo, les ocurrirá lo mismo y que no abandonen las chozas hasta que nosotros se lo ordenemos.
Johnny Partridge lo tradujo en otro torrente de sílabas estridentes. Se produjo un silencio.
Dick señaló la choza más cercana.
—Primero ésta.
El indio avanzó un poco más y gritó de nuevo. La cortina se agitó un momento después y por ella asomó una cara tímida. El nativo arrojó una escalera de cuerda, bajó por ella y se quedó plantado, sin nada en las manos, mirando ora un rostro ora otro. Dick le indicó con un ademán al soldado de su izquierda.
—Sube tú.
El soldado hizo un saludo y empezó a trepar por la escalerilla. Al desaparecer en el interior de la choza, hubo una conmoción y casi al instante reapareció el soldado forcejeando con una primitiva. De un puntapié, el soldado obligó a la mujer a descender y reunirse junto al hombre. Como éste, ella tenía cabellos negros, piel amarillenta; sus hombros eran anchos y los pechos colgantes. Sólo se cubrían las partes delanteras y posteriores con un pedazo de corteza.
—¿Había algo arriba? —preguntó Dick.
Titubeó el soldado.
—No tuve tiempo de inspeccionar bien, señor.
—Sube entonces.
El soldado trepó por la escalerilla, desapareciendo en el interior y luego asomó la cabeza:
—Nada, señor. —Descendió otra vez.
—Está bien. Que suban y diles que no queremos a sus mujeres.
Los dos primitivos escucharon con incredulidad al intérprete. Se miraron mutuamente y lentamente empezaron a trepar por la escalera.
Opusieron resistencia los ocupantes de las dos siguientes chozas; después la tarea resultó algo más fácil. Se procedió a la inspección de todas las chozas del poblado.
El Gismo no estaba allí.
Johnny Partridge preguntó algo a gritos a los ocupantes de la última choza, un hombre, una mujer y un muchacho adolescente. El hombre respondió secamente. Johnny hizo otra pregunta. El hombre dio una breve y enérgica respuesta y luego escupió.
El indio se volvió hacia Dick con los ojos chispeantes.
—Le pregunto dónde estar gran cruz mágica de hombre blanco. Dice no saber. Luego pregunto por el viejo santón. Dice que estar muerto. Gran embustero. ¡Encuentra al viejo santón y encontrarás gran cruz mágica!
Dick escrutó el bosque del otro lado del poblado. No se veía nada; el registro de esos bosques les llevaría días enteros.
—Grandes cobardes —dijo Johnny Partridge—. Asustarles un poco y ellos hablar, ¿sí?
Dick titubeó un poco antes de contestar.
—Adelante.
Adelantándose, Johnny Partridge cogió al muchacho y lo apartó del lado de sus padres. El chico dio un traspié y cayó de rodillas. Asiéndole por los cabellos, Johnny Partridge apoyó la punta de un cuchillo contra su cuello.
Los padres dieron un paso hacia adelante, gritando alarmados, y entonces se detuvieron al ver los rifles de los soldados. Johnny Partridge hizo una pregunta y el chico contestó con voz ahogada. El indio repitió la pregunta. La punta del cuchillo pinchaba ya la piel; el muchacho sintió la sangre que le corría cuello abajo. Habló de nuevo, aterrado.
Johnny Partridge parecía satisfecho. Los padres proferían sonidos de horror; les hacían preguntas guturales desde todos lados del claro y ellos gritaron la respuesta. El poblado se alborotó en cuestión de segundos.
—Vamos —dijo Johnny Partridge levantando al muchacho de un tirón—. Él pronto enseñarnos lugar.
Dick vio los semblantes airados que les miraban desde las entradas de todas las chozas. Ladró un arma desde el otro lado del cañón y el disparo de advertencia abrió un agujero en una de las cabañas. El parloteo de voces era ensordecedor.
Johnny Partridge hizo caminar al muchacho a empujones. Entonces se le echaron encima los padres y se enzarzaron en una rabiosa pelea. A una señal de Dick, se adelantó uno de los soldados, que les derribó de un culatazo a los dos. Johnny Partridge estaba sangrando por la oreja partida y el profundo arañazo debajo de un ojo, pero no había soltado el brazo del muchacho. Echaron a andar.
El chico sollozaba, casi encorvado sobre la mano que le tenía cogida el indio. Después de adelantarse unos metros en el bosque, llegaron a otro claro que estaba sembrado toscamente de maíz. Más allá, había un sendero apenas visible que se internaba entre los árboles.
Aumentó el clamor de voces a sus espaldas. Oyeron una ráfaga de disparos y un estrépito a ambos lados del bosque. Alguien se acercaba corriendo. Dick se volvió, viendo que el soldado que tenía al lado levantaba el rifle; un estampido y entonces vio desplomarse al primitivo que corría entre los árboles.
Se oían gritos por todos lados.
—Es mejor que nos demos prisa —le dijo Dick a Johnny Partridge. El indio asintió con la cabeza y echaron a andar al trote. Los disparos habían cesado.
El sendero terminaba bruscamente a la vuelta de la curva, enfrente de un acantilado de piedra arenisca. En el acantilado había la abertura de una cueva oculta por una cortina de piel que se apartó al asomarse un primitivo, arco en mano. Uno de los soldados cayó a tierra con el hombro atravesado por una flecha emplumada. Los otros dos dispararon simultáneamente y el primitivo se desplomó arrastrando consigo la cortina. Dick oyó una serie de lamentos procedente de los bosques.
El interior de la cueva era oscuro y estaba lleno de humo; olía a excrementos, carne podrida y deshechos. A un lado había en confuso montón pieles, cacharros de arcilla y otros objetos. De una estaca apuntalada en el techo colgaba un trozo de carne casi oculta por un enjambre de moscas.
Al fondo la cueva se estrechaba y había otra cortina de piel, ante la cual estaba en pie un hombre viejo.
Tenía el aspecto demacrado y sucio, sus ojos de demente resaltaban entre la masa de cabellos grises. Llevaba puesta una túnica de tela que debió ser magnífica para el modo de vivir de los primitivos, pero que ahora estaba desgastada, rota y sucia de grasa; agitó las manos al verles, abriendo su boca desdentada de la que sólo salieron sonidos incomprensibles. Sus huesudas rodillas se movían en una danza torpe.
—Hombre loco —dijo Johnny Partridge respetuosamente—. Muy viejo, muy santo.
—Quitadle de enmedio —dijo Dick.
Cuando un soldado levantó la culata de su rifle, el anciano desapareció de un salto vacilante a través de la cortina. A una señal de Dick, otro soldado desgarró la cortina.
Iluminado apenas por la luz temblorosa del pabilo de un cacharro pequeño lleno de aceite, el anciano hacía muecas y se convulsionaba de miedo, agitando los brazos. En la cueva había solo un tosco altar abierto en la piedra arenisca y sobre el altar una cruz de madera.
Sólo eso. No había ningún Gismo.
Dos palos cruzados y unidos por una fibra, con dos pieles de serpiente colgando de cada lado.