Capítulo XI
EL Jefe despertó de su sueño
sofocante. El corazón le golpeaba violentamente. Se incorporó
bruscamente, presa de un terror que le aturdía, dejándole
tembloroso.
Pero las luces seguían encendidas como
antes, estaba él solo en el dormitorio. No había sonado la alarma.
Podía ver la cúpula del techo, donde tampoco había nadie.
Se echó hacia atrás, recostándose en los
almohadones, y cerró los ojos un instante. Una pesadilla horrible.
Horrible. Incluso ahora le saltaba aún el corazón dentro del pecho
y podía ver el corredor gris y a su hijo Oliver que se inclinaba
para abrir la compuerta metálica y redonda del suelo de piedra.
Quedó paralizado, sin habla, hasta que se movió la tapa y vio
debajo una franja de sombras. Luego, las sombras se abatieron y él
empezó a gritar pidiendo auxilio. Entonces, despertó.
Era imposible fiarse de nadie. Tal vez si
alguien de confianza pudiera vigilarle durante las noches en sus
habitaciones, no tendría las pesadillas con tanta frecuencia...
Claro estaba que seguramente las provocaba una mala digestión. Se
dio masaje en el estómago fláccido, gimiendo, hasta que consiguió
eructar. Ya se sentía mejor. Parpadeó ligeramente. El corazón le
latía con más normalidad y el mal sueño se desvanecía. Pero estaba
despierto; eran las seis. Sería inútil que tratara de dormirse otra
vez.
¿Qué habría debajo de aquella compuerta para
que se asustara tanto?
Le recordaba el pozo existente debajo de la
Torre, cubierto para aislar el hedor interior... Pensativo, olfateó
el aire y se agitó en la cama como un gran lagarto gris. Sus ojos
eran lechosos y apagados.
Un momento después, se levantó y empezó a
pulsar el conmutador del aparato de comunicación que tenía al lado
de la cama.
—¿Jefe?
—No es una alarma —gruñó—. Organiza una
fiesta en la Torre... con unas diez personas.
Mientras esperaba, abrió la caja fuerte y se
preparó un tentempié con el Gismo particular y los "protes". Diez
minutos después, se oyó el suave zumbido del aparato de
comunicación.
—¿Sí?
—Ya están los diez en la Torre, Jefe...
todos hombres. Podemos conseguirle mujeres si lo prefiere.
—Tanto da.
El Jefe acabó de mondar la última pata de
pollo y arrojó el hueso a la caja de desperdicios. Limpiándose las
manos de grasa en su túnica, fue a sentarse delante de la TV. Otra
vez sentía fuertes palpitaciones, con una tensión violenta. Con
gesto huraño, tiró de la tabla faldera hacia sí mismo.
Tenía los dedos rígidos cuando tocó los
controles. El resentimiento, la indignación soterrada que siempre
le acompañaban y carecían de motivo y de desahogo, bullían ahora en
su interior. Y les dio salida. Pulsó el conmutador del canal para
la "Torre".
Ante él, la pantalla cobró vida y luz. El
Jefe oprimió el segundo de la hilera de seis botones.
La pantalla brilló con luz mortecina. El
indicador decía "Pozo Uno".
El Jefe contemplaba un círculo de luz a una
aparente distancia de diez o doce pies; le era posible ver la parte
inferior de la pequeña pasarela y su puntal de apoyo. Arriba
resplandecía bajo los focos el techo pintado de amarillo.
Pulsó el botón siguiente. La parte superior
del pozo aparecía al fondo, menguando hasta convertirse en un
puntito; esta segunda cámara estaba emplazada a cien pies de
profundidad. La luz que irradiaban lámparas empotradas a intervalos
de diez pies iluminaba el pozo a todo lo largo, como si fuera el
interior de un enorme gusano anular.
Montó los labios sobre los dientes y se oyó
a sí mismo gruñir involuntariamente.
Pulsó el cuarto botón. El enfoque ahora era
casi idéntico, sólo que la parte superior del pozo era invisible y
los círculos de luz parecían fundirse al converger. Esta cámara se
encontraba a cuatrocientos pies de profundidad.
Oprimió el quinto botón. El mismo aspecto, y
el pozo aparecía enfocado a un nivel de novecientos pies.
Apretó el sexto botón. Empezaba a respirar
penosamente. La pantalla mostró una rejilla de hierro con barrotes
de media pulgada cruzados en intercalaciones de cinco pulgadas. Más
arriba de la rejilla se veía idéntica perspectiva. Este era el
punto más bajo, a mil seiscientos pies de profundidad. Debajo del
mismo no había nada excepto el foso.
Pulsó el primer botón y el indicador señaló
"Plataforma". La cámara estaba emplazada al otro lado de la
abertura del pozo, enfocado desde la pasarela. En el lado opuesto,
detrás de la barandilla, se hallaba reunido un grupo de personas.
Había diez esclavos con camisas blancas y media docena de guardias.
Esperaban en silencio, cabizbajos, como si el resplandor les
lastimara los ojos.
El Jefe sintió seca la garganta. Tocó la
clavija del audífono, diciendo:
—Saquen fuera al primero.
Todas las cabezas se levantaron
repentinamente, volviéndose hacia el altavoz. El cabo de guardia
señaló a uno de los esclavos, al que dos guardias apartaron a
rastras del grupo restante. Era un hombre delgado, de hirsuto
bigote. Le obligaron a andar hasta el extremo de la pasarela, con
los pies colgando en el vacío. El Jefe pudo ver las convulsiones de
la nuez de Adán de su garganta mientras trataba de tragar
saliva.
El Jefe mantenía inmóviles sus dedos gruesos
encima de los botones. Arrugaba la frente y tenía las mandíbulas y
el cuello crispados, en tensión.
—Preparados —dijo. En la pantalla, el
condenado a muerte abrió la boca, y el cuerpo se le puso
rígido.
—Ahora —dije el Jefe, inclinándose con
avidez hacia adelante.