Capítulo IX
AL cabo de un mes, Dick se
sentía en Eagles casi como en su propia casa. Había cosas que
seguían no gustándole, otras que le turbaban y algunas que no
conseguía comprender, pero en conjunto, no podía negar que ese
sitio era fascinante. Eagles era inagotable; cubría las caras del
sur y del este de la cima montañosa en docenas de desniveles
partidos. Había un campo deportivo subterráneo donde jugaban fútbol
y pelota base los equipos de esclavos. Había una biblioteca
emplazada en una zona más extensa que el edificio principal de
Buckhill; salas de colecciones, jardines, observatorios. A Dick aún
le faltaba por ver, y no los vería sin especial autorización,
departamentos enteros. Incluso si se excluían estas secciones, el
lugar cambiaba constantemente, brindando siempre novedades. Daba la
sensación de que allí nadie sosegaba ni un momento. Uno despertaba
cualquier día, descubriendo que el corredor exterior había sido
repavimentado con losas de turquesa, o que el patio moro que
bordeaba la Gran Avenida ya no existía y en su lugar había un
acuario lleno de peces increíbles: peces dorados, majestuosos,
espléndidos, que le obligaban a uno a quedarse embelesado
mirándolos.
Pero tampoco quedaba tiempo para permanecer
inactivo en ninguna parte. Jamás faltaba un compromiso, una cita,
la prueba del traje para ir a una fiesta —era asombroso el tiempo
que se perdía para vestir bien—, salir con algunas chicas o con
Vivian. En honor a la verdad, raras veces veía a Vivian, la cual
desaparecía durante días enteros, pero en ocasione? ella le pedía
que la acompañaran cuatro o cinco protegidos, y en estos casos era
obligado complacerla por galantería, considerando lo mucho que
todos ellos le debían.
Frunció el ceño. Alex, su paje, quien era
diez veces más competente que el que Dick tuvo previamente, o Sam,
el de casa de sus padres —aunque Dick aprendía rápidamente a
aceptar su discreta destreza como norma establecida—, Alex dio los
últimos toques al arreglo de la chorrera de Dick y, ladeando un
poco la cabeza, examinó el efecto de conjunto.
—Alex, hoy no tenemos ningún compromiso con
la señora Demetriou, ¿verdad?
—No que sepamos, señor. Esta semana no hemos
visto a la señora.
—Está bien. Me he acordado de la ópera, pero
eso será el viernes. ¿No ha llegado aún el señor Clay?
—Iré a ver, señor. —Alex se acercó a la
puerta, miró hacia fuera—. Ahora mismo llega, señor.
—Bien, ¿has acabado con esa maldita
chorrera?
—¡Dick! —llamó Clay desde la habitación
contigua—. Vámonos, se nos hace tarde.
—¡Aún no he desayunado! —protestó
Dick.
Clay asomó la cabeza por la puerta.
—Casi es la una, ganso. Vamos, ¿quieres o no
ver la Torre? Decídete de una vez.
—Está bien. —Alex sostenía la nueva chaqueta
de mañana. Dick introdujo los brazos en las mangas. Era de seda
tejida a mano, con un dibujo que hacia parecer más alto—. ¿Vienen
Thor y Johnny? —preguntó.
—No, iremos nosotros dos solamente...
Conseguí únicamente dos plazas. —Alex estaba abrochando el cinturón
y las cadenas. Clay cogió el gorro de seda del tocador y se lo
encasquetó a Dick en la cabeza—. Vamos —dijo, arrastrándole hacia
la puerta—. Te repito que llegamos tarde.
Clay tenía una silla de manos esperando
fuera. Apenas se instalaron en el interior, los porteadores echaron
a correr al trote, pero cuando alcanzaron el corredor principal,
caminaron con más lentitud. Más adelante había alboroto; la gente
se apartaba a ambos lados del corredor, los que iban a pie y en
sillas de manos, sin distinción. Ellos siguieron su ejemplo. Por la
amplia y desierta avenida descendía un pequeño grupo de hombres al
frente del cual caminaba pausadamente un hombre corpulento de unos
cincuenta años. Sus movimientos eran torpes y se adivinaban los
miembros rígidos debajo de un manto gris. Le escoltaba la Guardia a
ambos lados y detrás. Los de la Guardia llevaban una pistola
enfundada; eran las primeras armas de fuego que Dick veía en
Eagles. Más atrás iban dos "cuerpos"
empujando una silla y a cada lado unos cinco
hombres vestidos con un traje de mañana oscuro.
El hombre que iba al frente tenía un rostro
cetrino, los carrillos blandos y fofos, su nariz parecía un burujo.
Con la boca ancha y desprovista de labios apretaba un cigarro
apagado. Sin volver la cabeza, miraba a uno y otro lado mientras
caminaba. Sus ojillos se fijaron sin curiosidad en Dick y Clay. Su
expresión abatida no se alteró. Siguió andando.
La multitud invadía de nuevo el centro del
corredor.
—¿Quién era eso?
—preguntó Dick.
Clay le miró de reojo.
—¿No lo sabes? Es verdad, nunca le habías
visto. Era el Jefe.
La gente iba y venía, como una marea
rutilante, entre ráfagas de perfumes y un murmullo de risas. A un
lado, media docena de indios de nariz de halcón y ojos negros,
luciendo turbantes; allí un sacerdote de Eblis y un saltabanco
gitano que discutían, cogidos del brazo; la famosa señora Wray,
cuyas intrigas eran la comidilla de Eagles; más allá se acercaba un
carro atestado de monstruosos "cuerpos" encargados de la limpieza
de los suelos. El corredor estallaba con exuberancia de ecos: esto
era vida. El dueño de todo aquello debía ser un hombre afortunado.
¿Qué más podía pedirle nadie al mundo? ¿Pero si dominando todo
aquello no había sino aquella cara de sapo con semejante expresión
de irremediable tristeza...?
Pasaron por delante de una puerta en la que
montaba guardia un individuo con cara simiesca y vestido de negro:
en la puerta había una G familiar, con el símbolo de tibias
cruzadas. Era una Sala del Gismo. Ahora Dick comprendía
perfectamente cómo estaba organizado Eagles y por qué no podía ser
de otra manera. Todos los Gismos de Eagles pertenecían al Jefe, lo
mismo que los "cuerpos". Era una precaución elemental. Existía una
guardia selecta que vigilaba los Gismos e incluso un Cuerpo más
escogido aún que únicamente se dedicaba a vigilar a los guardias,
con una complicada tradición de odio y rivalidad entre ellos.
En Eagles había centenares de Gismos que
proporcionaban riquezas día y noche sin interrupción. Pero su
número era limitado incluso aquí. Era preciso un sistema de
racionamiento: tanto para un visitante de paso, tanto para un
favorito del Secretario, tanto más para el propio Secretario... Eso
daba sentido a la incesante y turbulenta lucha de posición que
había en Eagles: se aspiraba a la posición que permitía lujos y
placeres para uno mismo y el poder de conseguirlos para otros.
Existía también un peligro tentador para cualquier hombre
aficionado a. juegos de fortuna: a cada
peldaño que se subía de la pirámide, la posición de uno resultaba
más expuesta y aumentaba el número de personas que anhelaban
derribarle. Ese peligro le daba picante a la empresa, prestando
fulgor a los ojos y rojos destellos a los labios.
Cuando cruzaban una de las amplias plazas a
mediano nivel, Dick levantó la mirada, acertando a descubrir una
figura familiar asomada a la terraza superior. La visión duró un
solo instante y la túnica blanca se confundió pronto entre la
multitud.
—¿Era algún conocido? —preguntó Clay,
siguiendo su mirada.
—Creo que era Keel. Ahora ha
desaparecido.
Dick y el muchacho rubio se habían
encontrado varias veces en los corredores después de su pelea y en
todas las ocasiones se saludaron con una ligera e indiferente
inclinación de cabeza. Los amigos de Keel y los de Dick no se
trataban entre sí y hasta el presente no había habido una segunda
disputa.
Pero hacía un momento Dick advirtió algo
especial en la expresión de Keel: una sombra de burla que resultaba
más inquietante que la picardía...
—No volverá a molestarte —dijo Clay con aire
ausente—. El reglamento prohíbe rivalidad entre los bandos. Es algo
que el Jefe lo tiene muy en cuenta.
—Que se atreva a desafiarme —dijo Dick, con
una sonrisa de autosuficiencia. Se había entrenado con el viejo
Finnegan, maestro en el arte de esgrimir el bastón, y su aptitud
natural había mejorado hasta tal punto que ninguno de los otros
protegidos de Vivian lograba derrotarle.
—Bueno, supongo que eso no te preocupa,
¿verdad? Olvídalo.
Habían franqueado una rampa, cruzando una
entrada desconocida aún para Dick. Se encontraban en una larga
explanada de techo de cristal que corría paralela a una vía
ferroviaria hundida. Debajo de ellos había dos vagones inmóviles;
uno cargado de láminas de metal dorado, el otro vacío. Las vías
casi se unían en un mismo punto. Más allá, a través del cristal,
Dick vio un pico metálico que relucía bajo el cielo pálido.
Un individuo nervioso, que llevaba puestos
el chacó y la chaqueta de pieles de la Guardia, se afanaba en el
andén, inspeccionando una pequeña flotilla de sillas, unas
veinticinco en total, que estaban apretujadas contra una barricada
en forma de uve. Excitado, se acercó con una lista en la
mano.
—¿Clay? ¿Jones? Está bien, ya podemos
empezar. Un momento.
Se volvió; había alboroto arriba, en la
punta de la uve. Dick vio al ocupante de la silla más adelantada,
un hombre de cara encarnada que golpeaba el rostro de un "cuerpo"
que mantenía la verja cerrada. El bastón cayó una y otra vez
mientras el esclavo trataba en vano de protegerse la cabeza. Cuando
éste cayó desapareciendo a la vista, otro "cuerpo" le reemplazó al
instante. El hombre de cara colorada lanzó un rugido, levantando el
bastón de nuevo. Pero en ese momento el nervioso Guardia
gritó:
—¡Está bien, ábrela!
La verja se abrió lentamente y empezaron a
desfilar las sillas de manos. Abriéndose paso a empellones, el
oficial se dirigió a su propia silla, al tiempo que murmuraba en
voz baja, retorciéndose el bigote.
Una vez restablecido el tráfico después de
ese embotellamiento, las sillas de manos se desparramaron en todas
direcciones. Dick reconoció a varias personas conocidas, pero la
mayoría del grupo eran visitantes: una señora mayor con un horrible
manto floreado, dos parejas de mediana edad, un joven desgarbado
que llevaba un sombrero del Oeste. El hombre de cara encarnada
destacaba aún en la primera fila. Dick le vio echar la cabeza hacia
atrás para echar un trago de una botella.
Dick dedicó entonces su atención a la Torre
que aparecía cada vez con más claridad a través del techo de
cristal del pasaje. Mientras se aproximaban, vio que las partes
inferiores estaban entrecruzadas con andamios, como si fuera una
torre hecha con cerillas, y de su centro sobresalía la punta
metálica... Obsesionado por ese pensamiento, comenzó a darse cuenta
de lo enorme que era la Torre.
El pasaje era muy largo y la torre estaba
más lejana de lo que parecía. Cuanto más se acercaban a ella, tanto
más monstruosas e increíbles eran sus dimensiones. Los enormes
contrafuertes aparecían muy altos, amenazadores y, en comparación,
la punta soleada y distante de la Torre se empequeñecía, brillando
en lo alto como una estrella caída. Dick se sintió singularmente
empequeñecido y eso no le gustó: en vez de que la Torre aumentara
de tamaño, parecía como si él y el resto de todos los seres humanos
se volvieran pequeños, diminutos como saltamontes.
—Dejaremos las sillas aquí —dijo el oficial
nervioso. Estaba de pie al final del pasaje.
Más allá, a través de las puertas de
cristal, vieron un espacio oscuro en el cual se movían camiones y
colgaban cables enlazados. Se oía el sordo rugir de motores y un
penetrante martilleo que apenas permitían oír la voz del oficial.
Los invitados abandonaron las sillas y se acercaron a él. Los
esclavos se llevaron las sillas rodantes.
—Nos disponemos a entrar en la Torre de
Eagles, el objeto más alto de todo el mundo construido por el
hombre —dijo el oficial en voz alta—. Tiene mil seiscientos pies de
altura. El Empire State Building de Nueva York tenía mil doscientos
cincuenta pies, la Gran Pirámide de Giza medía sólo cuatrocientos
ochenta y un pies cuando estaba intacta. La Torre Eiffel de París,
Francia, tiene novecientos ochenta y cuatro y un cuarto, menos de
los dos tercios de la altura de la Torre de Eagles. La Torre tiene
una sección transversal triangular y está construida con una
aleación única de ferroplatino. Las planchas exteriores grabadas
son de oro de catorce quilates y cada una representa más de ochenta
horas de trabajo manual realizado por especialistas. Síganme, por
favor.
Cruzaron la entrada, pasando a un vasto
espacio de formas y sonidos confusos. Visto de cerca, el interior
estaba bien acabado y pródigamente iluminado. Más allá había una
vorágine de sombras jalonada sólo por débiles rayos de sol y alguna
que otra luz de una linterna.
—Esto —gritó el oficial— es la Gran Escalera
que, una vez terminada, se elevará a toda la altura de la
Torre.
Los focos iluminaron el pie de la distante
escalera que se enroscaba sinuosamente en torno de una columna
central, perdiéndose en las sombras del descansillo superior. En
uno de cada dos peldaños había un nicho que contenía una estatua de
diez pies. El mármol de los peldaños y el pasamanos y paredes
tenían complicados grabados e incrustaciones.
—A la izquierda de la Escalera —prosiguió la
voz— observarán el Cenotafio Edmond, erigido en memoria de Edmond
Crawford, segundo Jefe de Colorado.
Se trataba de un enorme pastel de bodas de
granito y metal blanco; llevaba una inscripción que no pudieron
leer debido a la distancia, y el conjunto formaba una base para lo
que, según adivinó Dick, era una figura heroica, de la cual sólo se
veían los pies.
El grupo se desvió hacia la izquierda,
penetrando en un amplio ascensor abierto y provisional al parecer.
Había espacio para todos y aún sobraba; la cabina hubiera podido
admitir incluso un camión pequeño. Separados del vacío por una
simple reja plegable, la cabina empezó a elevarse lentamente.
Por encima del primer descansillo, el
interior de la Torre era un armazón ahuecado de andamiaje en el
cual figuras diminutas se afanaban como abejas en un panal. Algunas
partes de la combada estructura interior aparecían revestidas de
grandes arabescos de metal labrado, figuras intrincadas que se
curvaban y enlazaban sobre sí mismas. Otras parecían estar
recubiertas de esmalte o azulejos de cerámica.
—Cada pulgada cuadrada de la Torre —dijo el
guía—, interior y exteriormente, será adornada, cuando se termine,
con obras de arte únicas realizadas por los hombres de Eagles que
se enviaron a buscar a todas las partes del mundo. Vean aquí uno de
los cincuenta cineramas que funcionarán en toda la Torre.
Se trataba de una plataforma flotante,
suspendida de manera casi invisible, encima de la cual había
gigantescos robots, abigarrados, arrodillados en rígida postura, un
hombre y dos muchachos, entrelazados entre sí por serpientes.
—Representan escenas mitológicas —agregó el
guía.
La cabina se paró en el rellano siguiente y
todos la abandonaron para dirigirse hacia otro ascensor más
pequeño, el cual les transportó hacia arriba, por una zona en
sombras donde resonaban débilmente los activos útiles de trabajo, y
finalmente se encontraron rodeados de luz deslumbrante. Superando
el área de andamiaje, salían de nuevo a la luz del sol, y ante las
hileras de altas ventanas, pudieron ver el cielo.
El segundo ascensor se detuvo también cerca
de la cima y entonces subieron por una angosta escalera, al otro
lado de la cual silbaba el viento, hasta llegar a una plataforma
triangular cuyo techo formaba cúpula.
Dick se detuvo ante la ventana más próxima
para mirar hacia abajo. No podía ver la base de la Torre, pero
allí, debajo directamente, Eagles parecía una alfombra multicolor
cubriendo la cumbre de la montaña. Desde esta altura vertiginosa,
la misma montaña se desplomaba a lo lejos. La fuerza del viento
azotaba el marco de la ventana, que temblaba bajo la mano de Dick,
y la pared parecía estar a punto de derrumbarse en el vacío. Se
sobresaltó al sentir la mano de Clay agarrándole por el codo.
—Vamos, como sigas soñando despierto vas a
perdértelo todo.
El resto del grupo se apretujaba en torno
del centro de la plataforma, donde había una barandilla circular
alrededor de un pozo abierto. Debía ser la columna central en torno
de la cual se construyó la escalera, pensó Dick; era hueca por
alguna razón. Encontró sitio al lado de Clay, y entonces miró hacia
abajo.
El pozo tenía unos diez pies de ancho, era
perfectamente circular y liso, y descendía en línea recta hasta que
los sucesivos círculos de luz procedentes de las lámparas en sus
nichos se fundían en uno solo. El fondo era un puntito, un simple
punto matemático. Subía por el pozo un aire frío que extendía un
olor desagradable. Dick se dio cuenta de que estaba
temblando.
—Hay mil seiscientos pies hasta el fondo
—dijo Clay, a su lado.
Sacándose un pañuelo del bolsillo, le hizo
un nudo y lo arrojó por encima de la barandilla. La forma blanca
flotó en su caída, disminuyendo de forma interminable hacia el
centro de la luz, donde acabó por desaparecer.
—Ningún objeto metálico, por favor —dijo el
guía. Al otro lado del pozo, el hombre de cara encarnada se
disponía a tirar un frasco de metal—. Pueden arrojar objetos de
tela, papel o madera —añadió el guía—, pero se ruega que no tiren
metal, plástico o cristal.
El hombre de cara encarnada dejó caer el
frasco, que chocó con un saliente de la pared interior del pozo,
salió desviado y empezó a girar en el vacío.
—Señor —dijo el guía, acercándose a él—, le
rogué no tirar objetos de metal.
El hombre de cara encarnada dio media
vuelta, un tanto vacilante, y sacó un cigarro de su bolsillo.
—No me diga —respondió al tiempo que
arrojaba el encendedor. Se encaró con el oficial—. ¿Es usted un
hombre o un "cuerpo"? —preguntó—. Por Dios que no le tolero a
ningún "cuerpo" decirme lo que debo hacer... —Trató de sacar algo
de su bolsillo.
El oficial hizo una señal a los dos guardias
que ya acudían precipitadamente. Agarrando al hombre de cara
encarnada por los codos se lo llevaron hacia la escalera. Mientras
se resistía, el hombre gritaba obscenidades, y al pasar le dio un
puntapié a una señora de mediana edad. La señora cayó lanzando un
chillido, y entonces el oficial, mordiéndose el bigote, se aproximó
al hombre de cara encarnada, golpeándole en la sien con una
cachiporra enfundada en cuero.
Aunque no fue un golpe fuerte, al parecer,
el hombre de cara encarnada se desplomó instantáneamente y se lo
llevaron como si fuera perro muerto.
Segundos después, el grupo fue tras ellos;
la señora lastimada por el puntapié también se marchó cuando la
ayudaron a levantarse.
Mientras andaba, Dick tropezó con un montón
de sacos de papel pesados y sólidos. Su zapato quedó cubierto por
una capa de polvo blanco. Picado por la curiosidad, se inclinó para
leer la etiqueta, apenas visible bajo el polvo blancuzco: CAL
VIVA.
Alcanzó a Clay en la mitad de la
escalera.
—El oficial de Guardia sí es un "cuerpo"
—dijo—. Le vi la marca. Pero golpeó brutalmente a un hombre.
Clay hizo un gesto afirmativo con la
cabeza.
—Cumplía órdenes.
—Pero no debe permitirse que los "cuerpos"
golpeen a la gente —dijo Dick—. ¿Qué le pasará ahora?
Clay le miró, sonriendo levemente.
—¿Tú qué crees?
Entraron en el ascensor y bajaron en
silencio. El oficial de Guardia, pálido, miraba fijamente al
frente. Al hombre de cara encarnada, cuya respiración era
dificultosa, le sostenían entre los dos guardias. En la planta
baja, le dejaron apoyado contra la pared en un rincón mientras el
oficial telefoneaba. Dick no volvió a ver a ninguno de ellos.