Capítulo XVII
DICK despertó sobresaltado por
las carreras que sonaban en el corredor y el estrépito de cristales
rotos. Se incorporó, con el corazón agitado. Las luces de las
habitaciones contiguas le obligaron a entornar los ojos. Oyó un
portazo.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó—. ¿Qué
ocurre?
Apareció Alex corriendo, con el rostro
lívido y asustado.
—¡Oh, señor, señor, en los corredores están
matando gente!
La distante explosión hizo estremecerse el
suelo. Luego, se oyeron gritos, más lejanos aún. Dick saltó de la
cama, furioso.
A pesar de los buenos propósitos de Melker,
el Día del Cambio se aplazó una y otra vez; según noticias últimas,
estaba previsto para tres días más adelante.
O bien se había adelantado la fecha, sin
decírselo a él, o hubo una indiscreción y el Cambio fue
traicionado.
El paje, agitado, pero guardando la
compostura, le entregaba los pantalones. ¡Si supiera algo
más!
—Dime lo que has visto, Alex. No, esos no...
quiero el uniforme.
—Ha sido terrible, señor. Estaba yo en el
Corredor Largo, dirigiéndome a la Sala del Gismo para la asignación
de la mañana. Entonces oí estampidos de armas de fuego. La gente se
volvió como yo, sin dar crédito a sus ojos. Un hombre echó a correr
y junto a la fuente de oro sonaron otros disparos; el desdichado
cayó a tierra. Fue un mal sueño. Y no tiene usted idea de la sangre
que...
—¿Quién disparó contra él?
—No lo vi, pero sonaron otros tiros en el
corredor, señor Jones, y entonces vi correr a muchos hombres que
empuñaban armas, perseguidos por los rojos que disparaban.
—¿Guardias de la Casa?
—Sí. No dejaban de disparar... Pensé que me
matarían. Dieron muerte a dos que han quedado en el corredor.
También vi a los de uniforme negro, los Guardias del Gismo, pero me
escabullí prudentemente, señor Jones. ¿Qué va a ocurrir?
—¡Diablos! —exclamó Dick, tirando de la
cadena del codo sujeta al cinturón que no cedía. Estiró la cadena a
través de la manga, haciendo lo mismo por el otro lado. En
cualquier caso, necesitaría libertad de movimientos en los
brazos.
Una cosa sí sabía: si los Guardias estaban
capturando a los conspiradores, todo se había perdido. El atentado
era un fracaso. La cuestión era saber si habían descubierto los
nombres, en cuyo caso no tardarían en capturarles a todos. Lo más
conveniente para él era abandonar Eagles lo antes posible.
Pero si ignoraban su nombre y huía, eso
equivaldría a reconocerse culpable. Sin embargo, tendría la
posibilidad de salvarse si afrontaba la situación.
Encontró dos muertos en el corredor,
encogidos junto a la pared ensangrentada. Dick reconoció a uno de
ellos: Era Thor Swenson, con quien estuvo bebiendo cerveza la misma
víspera. Lo curioso era que ignoraba que Thor estuviera complicado
en la conspiración.
Más adelante, en el Corredor Largo, había
más cadáveres, de ambos sexos, "cuerpos" y personas.
Le asaltó un recuerdo incongruente, sin
razón justificada: el del perro mestizo muerto en Buckhill, el día
antes de su marcha, y al muchacho "cuerpo" llorando arrodillado
junto al animal.
Aguzó el oído. Había cesado el tiroteo, sólo
se oía un rodar de ruedas cuyo eco crecía en intensidad. Una voz
que gritaba órdenes. De improviso apareció un pelotón de Guardias
de la Casa, con dos cañones de campaña. Dick vio que el oficial que
iba al frente de los mismos le miraba fijamente, y sintió
cubrírsele la frente de sudor frío. Por primera vez se le ocurrió
pensar que un uniforme militar podía no significar protección
alguna. Hubo grandes infiltraciones en el Ejército y era muy
probable que algunos conspiradores llevaran uniforme cuanto
estallara la revuelta.
Sin una vacilación, echó a andar hacia el
oficial, pisando fuerte. Los guardias estaban colocando los cañones
en direcciones opuestas para cubrir ambos lados del corredor. El
oficial levantó la pistola:
—Alto. Identifíquese.
—Teniente —dijo Dick respetuosa pero
firmemente—, debe haber algún error. El general Myer se dispone a
emplazar una posición de artillería en este mismo lugar. Hace
apenas quince minutos fue a ocuparse de las requisiciones. Yo soy
su ayudante, el teniente Jones.
—Recibo órdenes del cuartel general de la
Guardia —dijo el otro, bajando la pistola—. ¿Dónde está su arma de
cinto?
—Todavía no nos las han entregado. Escuche,
teniente, no dispone de hombres suficientes para esta operación.
Podrían enfilarle desde ese corredor transversal.
—Cubrimos toda esa zona hasta las Arcadas
—replicó el oficial, aunque su voz sonaba algo menos segura—.
Ustedes, los soldaditos de plomo del Ejército, siempre en babia,
como de costumbre. Diablos, todo ha terminado... Estamos aquí sólo
como medida de precaución. Puede decirle a su general Myer
que...
Le interrumpió un grito estentóreo:
—¡Atención! ¡Firmes! Han atentado contra la
vida del Jefe. Gracias a la Guardia de la Casa, se ha dado muerte o
captura a todos los cabecillas de la rebelión, pero aún siguen
libres otros miembros secundarios. Permanezcan en sus puestos hasta
que termine el registro de todas las habitaciones.
Estirando el cuello, Dick pudo ver el lugar
de procedencia de la voz, una pantalla pública de TV de la plaza.
Desde este ángulo, la imagen era clara aunque un tanto irregular.
La cámara enfocaba los cadáveres apilados en el Patio de la
Armería. Al fondo se veía la Fuente de bronce de la Conmemoración.
Dick vio el rostro de enano de Melker, ahora sin expresión alguna.
La sangre enmarañaba su barba hirsuta.
Al enfocar la cámara hacia un punto elevado,
Dick vio un grupo de personas de pie cerca de la pared, con las
manos atadas a la espalda. Clay era uno de ellos: miró
inexpresivamente a la cámara y luego parto la mirada con
indiferencia.
La cámara estaba enfocada en otra dirección,
mostrando un cuerpo que se columpiaba en el aire, atado por los
pies como si fuera un ave de corral. A Dick le costó trabajo
reconocer el rostro del hombre colgado boca abajo.
Era Oliver.
La voz gritó de nuevo:
—Uno de los rebeldes que se buscan es una
mujer, de unos veinte años de edad, rubia, ojos verdes. La persona
que la encubra será fusilada. La persona que la entregue o facilite
información sobre su paradero será recompensada con anticipos de
asignaciones o un alto cargo. Se recompensará con la libertad al
sirviente que la denuncie o la entregue a las autoridades.
Al teniente de guardia se le escapó un
silbido. Su semblante cobró una repentina expresión de alerta. La
misma expresión reflejaban los rostros de los otros guardias. Todos
ellos eran esclavos, naturalmente, esclavos especiales que
disfrutaban el privilegio de llevar armas en Eagles, cosa que les
daba cierta superioridad sobre cualquier hombre libre. Pero saltaba
a la vista que darían un brazo o una pierna por ser una persona.
Esta probabilidad de ser libres se
presentaba en raras ocasiones. Ahora, eso indicaba la importancia
que esa mujer debía tener para el Jefe.
La mujer era Elaine, de eso no había duda
según la descripción dada. Era lógico que al Jefe le interesara
encontrarla... Cualquier estúpido que la hubiera poseído se creería
capacitado para promover otra revuelta. Pero, ¿correría el riesgo
de dar libertad a los esclavos?
Existía otra posible explicación. Cuando el
grupo de Melker consiguió un duplicado de Elaine, podían haber
destruido o escondido el "prote" al mismo tiempo. Hubiera bastado
con archivarlo mal: resultaría prácticamente imposible, por falta
de tiempo, encontrarlo entre billones de "protes" archivados.
Dadas las circunstancias, aún cuando el
nombre de Dick constara en la lista negra, si reaparecía con la
mujer del Jefe, una vez restablecido el orden, podría alcanzar con
eso su inmunidad. Ya era algo, una posibilidad al menos.
Sintiéndose observado por los guardias, Dick
consultó su reloj.
—Supongo que ahora se han cambiado los
planes —dijo—. Será mejor que vaya a comprobarlo.
El teniente de Guardia asintió con un gesto
hosco y Dick se volvió, alejándose.
¿Qué camino tomaba? Tenía que decidirlo
rápidamente. La muchacha pudo haber salido por cualquiera de las
docenas de salidas del sector de la suite de Melker. Había
incontables escondrijos, por cuyo motivo eran muy reducidas las
posibilidades de encontrarla.
Pero cuando reflexionó sobre eso y se dio
cuenta del peligro que corría él mismo, Dick pensó instintivamente:
abajo.
Para lograr la captura de un gamo, uno debía
pensar como el gamo. Dick entró en el ascensor de la plaza más
próxima, pensando: "Estoy asustado, tengo que esconderme...
desaparecer o me matarán. Abajo. En lo más profundo. Hacerme muy
pequeño y taparme hasta la cabeza."
Ahora se encontraba en el más bajo nivel
residencial. Los corredores empezaban a llenarse. Pasó cerca de un
pelotón de Guardias, recordando con el tiempo justo que debía
mantener la espalda erguida y pisar con firmeza. Le miraron con
insistencia, pero le dejaron seguir su camino: Iba de uniforme y su
actitud denotaba que llevaba alguna misión determinada.
Entonces descubrió una puerta ante la cual
debía haber pasado antes cien veces sin verla: dos batientes
oscilantes, con la marca verde que significaba PAÍS DE
"CUERPOS".
Empujó la puerta y entró en otro mundo.
Brillaban luces opacas desde los techos altos, las paredes eran de
cemento inacabado y los suelos sólo estaban cubiertos por pasarelas
de alfombras de goma. Su aparición fue recibida con un murmullo de
voces y algunos movimientos; su olfato captó el desagradable olor a
aire enrarecido, acre. Por un instante tuvo la sensación de
encontrarse de nuevo en la cueva del santón. Dick experimentó la
singular impresión de una visión doble: arriba los polvorientos
fluorescentes y abajo el débil pabilo de aceite. Eso pasó pronto y
siguió andando corredor abajo. Los "cuerpos" a medio vestir fijaban
en él sus ojos soñolientos desde sus catres cuando Dick cruzó una
puerta abierta. Desde otra puerta salía el sonido metálico de
cacharros y el olor a jabón y ropa sucia. Pasó por su lado un viejo
con ropas de algodón amarillas que empujaba un carro rodante lleno
hasta los topes de cacharros de cocina. Dick le detuvo con
brusquedad:
—¿Dónde está la puerta que da acceso al
nivel inferior?
—Señor —dijo el viejo, asustado— no hay más
salida que la que está sellada. Nadie va allá abajo, está
prohibido. Lleva el propio sello del Jefe, se lo mostraré.
Echó a correr, abandonando el carro, y Dick
fue tras él hasta el corredor contiguo donde descendieron un tramo
de escaleras. La puerta tenía un portacandado y un cerrojo; éste
llevaba una grabación que Dick palpó con el dedo: una "C" con un
delicado dibujo en su parte superior, un águila
probablemente.
—Tráeme herramientas —dijo—. Un escoplo y un
martillo. Quiero que la puerta esté abierta antes de cinco
minutos.
—Señor, no tenemos permiso...
—¡Tráelas! —gritó Dick. El viejo se
escabulló haciendo un gesto desesperado.
Minutos después regresó, en el centro de un
grupo de criados. Uno de ellos, inevitablemente, era Frankie. La
gárgola llevaba consigo una caja de herramientas. Tenía expresión
abatida.
—Señor Jones, comprenderá que no podemos
abrir esta puerta sin la autorización del propio Jefe. Si la
consigue usted...
—No hay tiempo —dijo Dick—. Se trata de una
emergencia. A ver... —Buscó en sus bolsillos, encontrando un pedazo
de papel—. Dame un lápiz, yo lo firmaré.
Frankie le entregó un trozo de lápiz de
carpintero, sin abandonar su expresión de duda. Dick garrapateó:
"Asumo toda la responsabilidad por abrir la puerta de las
dependencias del servicio", y estampó su firma al pie.
Los "cuerpos" lo examinaron con distintos
grados de incomprensión. Probablemente eran pocos los que sabían
leer y escribir. Frankie parecía más apenado que antes, pero se
guardó el papel cuidadosamente doblado, y luego sacó un escoplo y
un martillo de su caja de herramientas. Tres golpes fuertes
partieron un brazo de la grapa se sujeción del cerrojo. Después de
desmontar por completo el cerrojo, Frankie se apartó, sosteniéndolo
en la palma de la mano.
Al abrir la puerta, Dick vio una luz tenue y
vacilante al extremo de un pasadizo corto.
—Echad el cerrojo otra vez cuando yo haya
entrado —les dijo al cruzar la puerta.
Al final del pasadizo encontró una sala
amplia y vacía. Las débiles luces del techo no eran ni siquiera
fluorescentes, sino anticuadas bombillas incandescentes que
irradiaban un enfermizo resplandor anaranjado que mantenían el
sitio casi a oscuras. El aire estaba enrarecido. El silencio era
absoluto.
Dick se sentía solo y un poco estúpido. ¿Y
si la chica no había venido aquí? Hacía años que nadie había
cruzado por esa puerta. Pero había centenares de posibles entradas
y probar con todas y cada una hubiera sido una tarea interminable.
Al menos, ahora se encontraba aquí y si ella tomó ese camino, no
sería difícil localizarla.
Se inclinó: en la espesa capa de polvo había
huellas de pisadas, pero ninguna de ellas era reciente. Había
algunos carritos de mano arrinconados a un lado de la estancia,
plataformas de descarga en la otra pared, cerradas ahora por
puertas metálicas. A derecha e izquierda había puertas abiertas más
allá de las cuales sólo se veían luces amarillentas muy espaciadas
que jalonaban débilmente la oscuridad.
Dick echó a andar por el corredor del lado
izquierdo, pasando por delante de varias puertas, algunas de las
cuales estaban cerradas con llave. Las puertas abiertas mostraban
en su interior montones de objetos enigmáticos. En una ocasión Dick
alargó la mano y tocó la pata de una mesa. Era evidente que eran
almacenes abandonados, llenos de artículos que tuvieron valor en
otra época y ahora estaban completamente olvidados. Se alteró al
recordar las palabras de Ruell "El Jefe colecciona colecciones...
En realidad, toda esta montaña..." ¿A qué profundidad llegarían
estos almacenes subterráneos?
Movido por un oscuro impulso, empezó a
descender por la primera escalera.
Se encontró rodeado de objetos amontonados
cochite hervite: mesas, sofás, sillas con las patas arriba, libros
desparramados por el suelo, pantallas cubiertas de polvo.
A lo lejos, alguien estaba roncando.
El sonido arrancaba múltiples ecos de los
techos abovedados. Dick escuchó, conteniendo la respiración y un
instante después oyó un distante y confuso estruendo. Alguien...
alguien... ¿Qué otra persona podía ser?
Avanzó con cautela, evitando hacer ruido,
pero fue inútil. Al volcarse una silla, Dick tropezó contra una
mesilla produciendo un ruido delator.
Al instante, alguien echó a correr
estrepitosamente en la distancia. Dick soltó un juramento, apartó
la mesa violentamente y emprendió la persecución. El corazón le
golpeaba con fuerza; saltó el obstáculo de una estantería caída,
brincó entre un grupo de sillas y trepó por un diván volcado. Se
detuvo para escuchar.
Los ruidos se oían débilmente a lo lejos. La
persecución se prolongó durante lo que a Dick se le antojaron
horas. Franqueó barreras de muebles y canastas hasta que hizo alto
de nuevo para aguzar el oído. Empapado en sudor, boqueando como un
pez fuera del agua, descansó apoyando un pie sobre el escarpado
aparador. Ningún sonido. Hizo una profunda aspiración, la contuvo:
nada, nada excepto el batir de la sangre en sus oídos.
Miró en todas direcciones. En el mar de
patas de mesa, espejos y superficies de madera no se percibía
movimiento alguno. Era imposible que ella hubiese escapado de la
bóveda, ya que las puertas más próximas eran casi invisibles en la
distancia. Debía esconderse en algún rincón de esa jungla de
madera, agazapada debajo de una mesa o dentro de un armario,
inmóvil, con la respiración ahogada, como un conejo atrapado en una
madriguera.
Aguardó, con la esperanza de que ella
perdiera la serenidad y reanudara la huida. Después de descansar un
poco, siguió avanzando haciendo el menor ruido posible. Hacía el
recorrido pacientemente, con frecuentes pausas para escuchar. A la
tercera pausa, un sonido muy leve rompió el silencio: era el
crujido de madera. Ella debía haber cambiado de postura. Era
imposible que alguien pudiera permanecer inmóvil sobre una
superficie dura.
Dick tuvo una idea al ver la caja llena de
lámparas de cristal que tenía a mano: sacó una de forma acampanada
y la arrojó en la dirección de donde procedía el sonido. La lámpara
chocó ruidosamente.
Esforzando la mirada, vio un movimiento
convulsivo en el bosque de patas de sillas. Saltó por encima de un
sofá Imperio, pasó zigzagueando entre montones de mesas y llegó a
una enorme mesa escritorio: encogida en el hueco de la parte
inferior, la chica le miraba con ojos asustados.
—Está bien, salga —dijo Dick.
La muchacha se levantó lentamente, cubierta
de polvo. Su cuerpo delgado, así como su mejilla tiznada le daban
un extraño aire patético. Observó Dick que llevaba rasgada la falda
de su vestido anticuado: su indumentaria era inadecuada para
corretear por los almacenes de los sótanos.
La expresión de miedo era de duda
ahora.
—Oh, ¿no es usted...?
—Sí, Dick Jones.
Se conocieron de manera muy superficial en
el último mitin.
Ella intentó reírse.
—Bueno, pues ¿por qué no lo dijo antes?
Quiero decir que todo eso... —Hizo un ademán desmayado.
—Si me hubiera dado a conocer, ¿me habría
creído? —preguntó Dick—. Vamos, salgamos de aquí.
Ella puso su mano en la de Dick: era suave y
estaba fría.
—¿Dónde vamos? —preguntó mientras él la
ayudaba a levantarse. Con un gesto se apartó los largos cabellos de
la frente—. ¿Podemos ir arriba? ¡Caramba, debo tener un aspecto
horrible!
Dick improvisó mentiras al referirse al
Cambio y ella las aceptó. ¡Qué joven era! Dick estaba obsesionado
por este pensamiento, impresionado por la esbeltez de su cuerpo y
la inocencia de sus palabras. ¿Se sintió alguna vez tan aturdido,
ni siquiera en Buckhill? Era imposible.
Trató de volver a la puerta por el mismo
camino que siguió antes, pero cuando llegaron, comprobó que se
había equivocado. Esta escalera, al revés de la otra, descendía
hacia un rellano intensamente iluminado.
Sabía que acaso tardarían días enteros en
abrirse paso entre tantos muebles.
—Vamos —dijo, cogiéndola del brazo.
Abajo había otra bóveda de dimensiones
ilimitadas, alumbrada por las luces azuladas del techo. Había cajas
y embalajes de todos tamaños, pero al menos quedaba espacio
suficiente para moverse entre ellos. También había huellas
recientes en el polvo.
Dick frunció el ceño. Le contrariaba pensar
que encontrase a alguien antes de entregar su prisionera a las
autoridades: podía tratarse de alguien capaz de tomarle por
cómplice de la chica. Sin embargo, valía la pena correr ese riesgo
con tal de salir de allí lo antes posible. Tenía que haber algún
ascensor o una escalera en ese sótano.
Pero el camino se estrechaba a medida que
avanzaban, y las cajas eran cada vez más escasas. Había una caja
muy alta a través de cuyos laterales de plástico vieron, como si
estuvieran congelados en un sucio bloque de hielo, animales de
trapo de toda especie: osos, elefantes, tigres, leones, monos...
gastados todos ellos, inservibles, y sin el menor parecido con
objetos dignos de un coleccionista.
Aquí había una estantería llena de libros
con fundas de plástico individuales. Algunas encuadernaciones eran
buenas, otras incluso ostentaban grabaciones, pero las había
también en muy mal estado. Dick leyó algunos títulos: La Isla del Tesoro, El Mago de Oz, Peter Pan y
Wendy. Había una hilera de volúmenes
estrechos en cuyos lomos figuraba solamente el monograma "TC". Uno
de ellos estaba roído por las ratas. Dick lo cogió, le sacó la
funda y lo abrió por el centro. Al pie de un ejercicio, y con
escritura infantil, había una adivinanza: "¿Qué tiene 22 piernas y
moscas? Respuesta: Un equipo de futbolistas muertos."
Más abajo, el dibujo de un cuchillo hecho
con trazos fuertes de lápiz. Dick devolvió el libro a su
sitio.
—¿Usted sabe qué es todo esto? —preguntó la muchacha.
—Por lo visto él no tiraba nada —dijo Dick
mirándola con curiosidad. Ella le correspondió con una sonrisa
temblorosa, más consciente de su proximidad que de algo tan remoto
como la infancia del Jefe.
Era curioso pensar que ella dio vida a ese
muchacho que hoy era el sapo repulsivo que gobernaba en Eagles. Si
Thaddeus II contaba nueve años cuando escribió el Diario, ella
debía estar muerta desde hacía cuatro años... Ese pensamiento le
aturdía un poco. Todo eso, tan hundido en el pasado, no era más que
un futuro irrealizado para ella: tenía veinte años otra vez y
aparentaba dieciocho. Dick supuso que lo mejor que podía sucederle
sería pasar por todo aquello nuevamente. Tanto mejor para ella que
lo ignorase.
El suelo era interminable. El aire olía a
moho y a papeles viejos y polvorientos. Había cajas de plástico y
bultos por doquier, algunos aún enteros. Después, el lugar empezó a
cambiar de aspecto. Pasaban junto a una hilera de edificios
pequeños aislados como otras tantas cajas, algunos de los cuales
tenían un lado de piedra o ladrillos y el resto. de madera y yeso.
En uno se veía el rótulo de "DROGUERÍA DE STRIPPEL"; la puerta
estaba sellada, pero su cristal aparecía roto.
—¿Nos sentamos a descansar un minuto?
—preguntó la muchacha—. Estoy muerta de cansancio.
Dick entrevió los contornos de una mesa y
sillas en el oscuro interior.
—Tenga cuidado —dijo, sosteniéndola por el
codo mientras atravesaban la puerta rota, de la que se
desprendieron algunos fragmentos de cristal. Las sillas eran
vulgares, del tipo barato del siglo veinte, aunque parecían sólidas
y no estaban demasiado sucias de polvo. Probablemente el interior
fue sellado y llenado de gas inerte hasta una época reciente.
Se sentaron, rodeados por todos lados de
vitrinas, postales, estanterías, revistas y libros encuadernados en
rústica. Los mostradores estaban cubiertos de muestrarios de
postales, algunas habían caído al suelo.
Dick recogió una postal en cuya parte
delantera había unas bolsitas de cacahuetes sujetas con grapas. Al
dorso se leía: "Señor detallista, examine este muestrario
confeccionado con el único objetivo de AUMENTAR SUS VENTAS Y SUS
BENEFICIOS..." Se trataba seguramente de una reproducción. Ningún
objeto de esa clase había sobrevivido a los años del Cambio.
Le sorprendió ver que la muchacha tenía los
ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué le ocurre?
—No lo sé —apenas pudo decir ella. Apoyó la
cabeza en la palma de su mano, con la que se frotó el ojo. Esa
postura daba un absurdo aspecto frágil a su cuello y sus hombros.
Dick sintió el impulso de rodearla con el brazo. Vio las pestañas
largas y oscuras, que eran casi invisibles cuando ella levantaba
los ojos.
—No me haga caso, soy una tonta. —Sus labios
estaban hinchados y sus mejillas levemente encendidas.
Dick se decidió a rodearle el cuerpo con el
brazo. Era esbelta, suave; sus cabellos le cosquilleaban en la
barbilla. Ella le apartó momentos después.
—¿Puede darme un "kleenex"...? Quiero decir,
una servilleta de papel.
Él se la dio. La muchacha se sonó la nariz,
se secó los ojos y trató de sonreírle.
—No me mire, debo estar espantosa.
Era cierto: tenía la cara congestionada, los
ojos y los labios hinchados... Pero también era cierto que Dick
sentía un penoso anhelo en su interior. "Estoy enamorándome",
pensó, sin lograr creerlo.
Reconoció los síntomas, aunque era la
primera vez que eso le ocurría. Las facciones, que antes le
parecieron completamente vulgares, ahora eran únicas. Vio que
algunas no eran hermosas —sus orejas, por ejemplo—, pero le
inspiraba únicamente orgullo y placer. Cualquiera podía ver que era
atractiva; a Dick le gustaba todo en ella.
Una parte de él rechazaba esos pensamientos
sin sentido ni razón, la otra conjuraba otras nuevas, las más
irracionales, las mejores. ¿Haría trabajos domésticos para ella?
¿La cuidaría en su enfermedad, la bañaría, le daría de comer y la
vestiría? Sí, muy a gusto. ¿Daría su vida por ella? Vaciló, pero
pronto se dejó llevar de una corriente de emociones: tal vez lo
haría. Su siguiente reacción fue de horror: el amor era algo
horrible capaz de destruirle a uno. Pero, en cierto modo, el horror
aumentaba su complacencia.
Ella dijo como disculpándose:
—Durante años ni siquiera he pensado en los "drugstores". Es que fue tan
inesperado... —Miró en torno suyo, mordiéndose los labios—.
Píldoras Carter para el hígado... ¡Oh!, y la fuente está ahí. No
creo que funcione.
Contemplaba el mostrador de mármol con
taburetes altos delante y el espejo detrás del mismo.
—¿Que si funciona? —dijo Dick.
—Quiero decir que no podríamos hacernos un
batido de helado o algo así, pero tal vez haya un poco de agua,
¿verdad? Tengo mucha sed.
—Voy a ver —dijo Dick, poniéndose en pie
rápidamente. Había dos grifos en una pila metálica, los manipuló,
pero no salió nada—. No, no hay agua. —Detrás del mostrador vio una
botella en un compartimiento entreabierto—. Pero aquí tenemos
cerveza de jengibre.
—¡Oh, será delicioso!
Él abrió la botella, empleando parte del
contenido para enjuagar dos vasos, los llenó y los llevó a la
mesa.
La muchacha hizo un pucherito.
—Es algo áspero, ¿verdad? Pero sabe bien
—agregó rápidamente, tomando otro sorbo. Puso el vaso encima de la
mesa—. Me alegro de que me encontrara. En cuanto le reconocí... ¡me
sentí tan tranquilizada!
—¿De verdad?
—¡Oh, sí! Tiene usted un rostro muy poco
corriente. Siempre recuerdo las caras. La suya es tan cuadrada, tan
seria. Y las cejas, esas cejas espesas que se levantan —ella hizo
girar el dedo índice— hacia los extremos. —Le sonreía, pero sus
ojos aún estaban empañados de lágrimas—. Conocí a un muchacho que
tenía unas cejas iguales a las suyas. Se llamaba Jimmy Bowen. Usted
me lo recuerda bastante.
Dick se sintió singularmente complacido y
receloso.
—¿Dónde le conoció?
—En Dunrovin, la propiedad del señor
Krasnow. Mi padre era el jefe del invernadero. No creo que haya
oído usted hablar de esa finca. Dicen que ya no existe. —Otra vez
estaba melancólica—. Jimmy y yo pensábamos casarnos, pero papá dijo
que él era poco para mí. Entonces me vio el señor Sinescu y me
trajo aquí. Claro está que entonces aún no se había construido todo
esto. Únicamente había un edificio en lo alto de la montaña. —Tuvo
un delicado estremecimiento—. El señor Crawford iba a casarse
conmigo, me dijeron después. Creo que debí adivinarlo y que fue eso
lo que me hizo caer tan profundamente dormida.
—¿Dormida? —inquirió Dick, con curiosidad.
Le bastaba con escucharla, pero esa palabra le llamó la
atención.
—Ah, pero ¿usted no lo sabía? Es algo
increíble... ¡estuve dormida durante más de setenta años! No creo
que eso le haya sucedido jamás a un ser humano, aunque dicen que
las ranas sí lo hacen. No desperté hasta... déjeme pensar... Sí,
hasta hace tres semanas. No podía creerlo, pero entonces me
enseñaron todo esto... —La muchacha agitó las manos, brillándole
los ojos de excitación, mostrando los dientes blancos—. Fue como un
sueño.
—¿Quiere eso decir que no la duplicaron?
—preguntó Dick incrédulamente.
—¡Oh, no! Iban a hacerlo, pero me dormí
antes y no les fue posible hacerlo. Estuve de suerte. No me
gustaría que me duplicaran, ¿y a usted?
Dick movió la cabeza, sintiéndose
entristecido. Ahora lo comprendía; ella se imaginaba ser la Elaine
original, rehusando creer que era un duplicado de ella. Por esta
razón se inventó la historia de su largo sueño, llegando a
convencerse a sí misma de que era cierto. Resultaba patético, y le
recordaba lo que trataba de olvidar.
Ésta era la cuarta Elaine. Tenía veinte años
y las otras tres murieron a los veinticinco.
Esta vez sería distinto, se dijo Dick con
coraje. Lo malo era que ignorase de qué murieron las otras: tal vez
se trataba de algo relacionado con su maternidad. O podía tratarse
de una dolencia que ella ya llevaba en su organismo, sin saberlo...
algo que podía curarse ahora si alguien
se tomaba esa preocupación.
En cualquier caso, la cadena se había roto:
ella jamás se casaría con Oliver. Dick tendría que improvisar
algo... La sacaría sin que les vieran los Guardias, tenía que
alejarla de Eagles... Y de pronto comprendió que sería preciso
sacarla del continente. Sería más prudente llevarla a casa, en
Buckhill, algunos años más adelante... Tuvo una rápida visión de
sus padres: Pero, ¿quién es su familia?
¿Quieres decir que es un duplicado? ¿Una esclava?
Irritado, ahuyentó ese pensamiento,
encogiéndose de hombros. Ahora no podía detenerse por esas
preocupaciones, tenía que pensar en otras muchas cosas. Si no le
hubiera ocurrido algo tan irracional... Mentalmente veía lo
distinto que todo pudo haber sido: entregaría la muchacha a los
oficiales de la Guardia, sería felicitado, tal vez el Jefe en
persona, recibiría honores, homenajes...
Tuvo un momentáneo desfallecimiento. Pero
vio que Elaine le miraba con sus ojos verdes; era muy extraño que
sus ojos siempre tuvieran mucho más significado que sus propias
palabras. Y Dick olvidó todo.
Sonó un ligero ruido en la puerta. Se
volvió, alarmado, pero era sólo Frankie, la gárgola... Eran dos
"gemelos" con blusones grises que acarreaban bolsas.
Se tranquilizó al momento. Los Frankies iban
desarmados —naturalmente—, y no les acompañaba ningún guardia.
Debían haberles mandado a los sótanos en busca de algo...
seguramente de algún objeto de la colección del Jefe. De todos
modos, resultaba extraño ver a alguien en ese abandonado
laberinto... Y curioso también que avanzaran tan despacio, como si
fueran figuras vistas bajo el agua. Sus expresiones solemnes no
cambiaron, pero florecían hacia él con una especie de significado
incandescente. Sus ojos, narices y bocas parecían iluminados por
detrás.
Olvidando quiénes eran y adonde iban, Dick
sólo fue capaz de seguir mirándoles fijamente, con la esperanza de
descifrar el enigma.
Lo último que oyó fue un sonido que le
alarmó vagamente, el mismo del que sólo se había percatado a
medias: el silbido del aire al escaparse.