Capítulo III
DESPUÉS de abrir la puerta
trasera, Ewing entró en el patio. No había nubes en el cielo de esa
mañana; todas las brumas se habían concentrado en el valle. Era
incómodo caminar por la hierba alta y seca y él descendió
automáticamente por la pendiente hasta encontrarse bajo el
turbinto. En la fría caverna, detrás de la cortina de ramas
colgantes, el suelo estaba alfombrado por hojas rojizas y las
pequeñas bayas. Los chiquillos construyeron ahí dentro una choza
con la madera de la cerca y sus juguetes aparecían desperdigados
por el lugar.
Ewing oyó las voces agudas en el interior de
la casa y, contrariado, frunció el ceño. Eso no resultaba: se les
oía a una distancia de media milla, y durante el día correteaban
por la montaña. Pero era imposible encerrar a los niños como si
fueran criminales.
De todas formas, habían encontrado un buen
sitio. La casita de campo se levantaba en su terraplén a mitad de
la ladera. En la parte superior sólo había el terreno montañoso
cubierto de peñascos, y una hilera de palmeras resecas junto al
canal de riego. La única casa vecina, entre la casita y el camino
de montaña, estaba vacía y derruida por un incendio.
Debajo de la casa había otro terraplén donde
al parecer alguien instaló una cocina al aire libre. A
continuación, el terreno formaba un abrupto declive para
convertirse en un huerto de pequeños naranjos. Ewing había visto el
nombre del propietario en un buzón, abajo, al pie de la montaña: Lo
Vecchio, o algo parecido. ¿Qué sería ahora de él y de su
huerto?
Más abajo se extendía el valle ondulante
hasta perderse a lo lejos en un improbable azul. Ewing podía ver el
camino que se empequeñecía hasta tornarse un hilo amarillento. A su
alrededor, el horizonte se curvaba por tres lados. Los eucaliptos
ocultaban las carreteras; a excepción de algún avión o de algún
automóvil que transitara por el área residencial de abajo, Ewing
hubiera podido creer que el mundo estaba desierto.
Se elevó en el aire limpio el ruido de un
motor en marcha.
Sobresaltado, Ewing miró a su derecha, donde
los árboles ocultaban el camino. Al parecer alguien subía por la
colina.
Dificultades. Podía tratarse de alguien de
la colina adventista que viniera a visitarles, pero, por lo que
Ewing había visto, todos ellos conducían coches último modelo. Y
ese motor, por el sonido, parecía el de un cascajo. Con el corazón
encogido, Ewing entró en la casa, pasó junto a Fay y las dos
muchachas que estaban desayunando, y sacó la escopeta del armario.
No se olvidó de coger también la caja de cartuchos. Momentos
después se plantó en el porche delantero, llegando a tiempo de ver
detenerse el coche en el camino, más arriba de la casa.
Era un "Lincoln" cupé, desvencijado y
polvoriento, con el abultado portaequipajes abierto. Carecía de
adornos cromados en la carrocería y los guardabarros y los estribos
estaban oxidados. El radiador espumeaba vapor.
—¡Dave, muchacho! —gritó el conductor
asomado por el otro lateral del coche, como una marioneta.
El hombre tenía los cabellos grises y
llevaba chaqueta y suéter deslucidos. Ewing bajó el arma,
mirándole. Esa voz chillona, cordial...
—¡Platt! —exclamó con una mezcla de alivio y
exasperación.
—¡El mismo! ¡Aquí me tienes en
persona!
Platt descendió saltando ora sobre un pie,
ora sobre el otro, sendero abajo moviéndose con nerviosa energía,
agitando los codos, con una ancha sonrisa en su cara
alargada.
Cogiéndole la mano a Ewing, se la estrujó
con fuerza. Le brillaban los ojos grises y acuosos.
—¡Por fin te encuentro! ¡Daría contigo
aunque te escondieras en el mismísimo infierno! ¡Diantres, me
alegro de verte, Dave! Hola, Fay, hola, pequeñas... Por el amor de
Dios...
Ewing se había vuelto, viendo que su familia
estaba en la puerta. Después, se encaró de nuevo con Platt que
seguía parloteando:
—¡Bien podrías ofrecerme un vaso de agua si
no hay otra cosa, muchacho! Tengo la garganta reseca. ¿Qué hacéis
ahí, pequeñas? ¡Diablos! ¿Esta es Elaine? ¡Cielos, cómo has
crecido! Eres tan bonita como tu madre. ¿Y quién es la otra?
Recelosa, Kathy se escondió detrás de la
falda de su madre. Elaine, que tenía doce años, estaba ruborizada
como una debutante.
Al fin entraron todos en la sala de estar
donde Platt se dejó caer en la única silla tapizada lanzando un
rugido de satisfacción. Al minuto se inclinaba hacia adelante, sin
dejar de hablar, al tiempo que sacaba un pitillo de un mugriento
paquete de cigarrillos de su bolsillo y lo encendía. Después de
tirar la cerilla, rodeó a Elaine con un brazo y le hizo un guiño a
Kathy.
Platt era un hombre de entusiasmos
galopantes; buen científico experimental, pero nadie tomaba en
serio sus teorías. Cada año cambiaba de teoría, creyendo en la
nueva con toda el alma, con una pasión frenética. Sentía verdadero
amor por los cohetes, pero nunca consiguió que le dejaran colaborar
en proyectos de envergadura. Su sentimiento de frustración, aunque
arraigado, no hacía más que aumentar su entusiasmo. Cambiaba de
empleo a menudo y aparecía en la vida de Ewing de vez en vez. La
última vez que se vieron fue en 1967.
Sonrojándose aún, Elaine se apartó para
dirigirse a la cocina.
—Le traeré agua, señor Platt.
—Llámame Leroy. ¡Y no colmes el vaso,
preciosa!
—No hay en casa licores de ninguna clase
—dijo Fay—. Llegamos ayer y... Pero puedo hacer café...
—No, déjalo, tengo una botella en el
coche... la botella inagotable, gracias a nuestro muchacho. Después
la traeré para que lo celebremos. —La ceniza del cigarro cayó sobre
su jersey—. Dave, quiero decirte que eres un genio, el mejor de
todos. ¡Me quito el sombrero ante ti, muchacho! ¡Quisiera que el
invento fuera mío, palabra! Pero te pertenece... ¡eres formidable!
Palabra, lo digo de corazón.
Platt aceptó el vaso que le trajo Elaine y
dijo, levantándolo:
—Brindo por ti, Dave Ewing... ¡y viva tu
Gismo!
Bebió un sorbo de agua, hizo una mueca y
acabó vaciando el vaso.
—¿Por qué supones que yo...? —empezó a decir
Ewing.
—¿Quién sino tú trabajó con Schellhammers?
—exclamó Platt—. ¿Crees que no estoy al tanto de lo de John Henry?
¿Vas a decirme que tú no lo hiciste?
—No, pero...
—¡Claro que fuiste tú! Lo supe en cuanto lo
vi y me dije: ¡tengo que encontrar a Dave aunque deba seguirle el
rastro como si fuera un sabueso!
Intervino Fay:
—Leroy, ¿cómo nos encontró...?
—Te lo diré, muñeca. Verás, Dave y un
servidor hicimos el servicio militar juntos, allá en Fort Benning.
Solía decir que algún día viviría en las montañas... Su ambición
era sentirse como un águila que contempla con desprecio a todos los
forasteros del llano. Por lo tanto, me hice esta pregunta: ¿Dónde
iría Dave si tuviera prisa en desaparecer? No iría a Los Angeles,
porque aquello se convertirá en un infierno. Tampoco iría a la
costa porque el camino es largo y podrían detenerle antes de
llegar. Entonces me dije: seguro que enfiló la ruta noventa y una
parándose en cuanto llegó a un lugar elevado. Era tan solo una
corazonada, pero seguí adelante hasta encontrar esta casa. ¿Qué te
parece?
Los Ewing se miraron con desaliento. Fay
tenía la mano encima de la radio portátil. Debía haberla encendido
porque del altavoz surgía un fuerte zumbido. No se oían voces: la
última emisora local había interrumpido sus programas la víspera.
Consternada aún, Fay la apagó.
—¡Qué diablos, no tenéis por qué quedaros
aquí —inquirió Platt—. No es que resultara fácil encontraros, pero
escucha, Dave y tú también, Fay, ¿qué pensáis hacer ahora si no
tenéis que trabajar para vivir?
Ewing se aclaró la voz:
—No hemos tenido tiempo de discutir esto.
Cuando la situación se normalice me gustaría construir un
laboratorio en alguna parte...
—Naturalmente, y lo harás, muchacho.
¡Diablos, eso me recuerda lo que quería deciros! Escucha, gracias a
ti ahora podemos hacer lo que se nos antoje... Dave, ¿sabes lo que
yo quiero hacer?
Ewing dijo la primera cosa fantástica que se
le ocurrió:
—Ir a la Luna, me imagino.
—Exacto. ¡Gran muchacho, agudo y punzante
como un cuchillo! ¡No se te escapa una!
—¡Oh, no! —dijo Ewing, cogiéndose la
cabeza.
—Dave, escucha, vente conmigo. Llévate a la
familia... He escogido el lugar y conozco a unas veinte personas
dispuestas a acompañarnos. Pero antes quería hablar contigo. ¡Esto
será lo más grande del mundo, muchacho!
—¿Realmente piensas construir una
astronave?
—Voy a
construirla, muchacho, en Santa Rosa. Los laboratorios Kennelly
están en orden, hay espacio suficiente y todo el equipo necesario.
Nos organizamos en un par de meses... ¡y en marcha!
—¿Por qué no White Sands?
Platt movió la cabeza con impaciencia.
—Eso no me interesa, Dave. En primer lugar
porque todos los chiflados que hay en el país soñando con los
viajes espaciales, ya estarán allí. Aquello debe estar abarrotado
de gente. Después, ¿tienen algo útil para nosotros? Sí, sí, hay
maquinaria, proyectiles, armazones, pero casi todo en escala
equivocada. Comenzaremos de nuevo y lo haremos bien, Dave. Es
imposible construir un vehículo interplanetario con una embarcación
vikinga... sería como almacenar cohetes en un granero. Piensa en
ello, esfuérzate por comprenderlo.
Avanzó el cuerpo un poco más abriendo sus
brazos desgarbados:
—Construye tu astronave, hazla tan espaciosa
como un edificio de apartamentos si quieres, Dave. Provéela de
todo: Dormitorios, boleras, cocinas... Cocinas no, serán
innecesarias. Pero harán falta bibliotecas, teatros,
laboratorios...
Ewing preguntó, sobresaltado:
—Leroy, ¿has bebido licor duplicado por el
Gismo? Antes dijiste algo...
—Claro que sí —replicó Platt con
impaciencia—. También tomé alimento duplicado. Y, ¿por qué no? En
la operación de doblarlo sólo hay que tomar la precaución de no
invertir las cadenas de péptidos. Bien, escucha con atención,
muchacho... Tú constrúyelo a tu antojo, ¿entendido? Luego, debajo
le pones los cohetes propulsores, Puedes conseguir diez o un millón
con el Gismo. Respecto al combustible... ¿vale la pena recordar
aquellos tanques enormes que nos mataban antes de poder despegar?
Dave, sólo necesitamos dos tanques pequeños, hidracina, oxígeno, y
dos Gismos. Nos haremos el combustible a
medida que vayamos necesitándolo. ¡Olvídate de tus malditos
cocientes de masa-energía! ¡Puedo levantar el Templo Mormón para
llevarlo a la Luna! ¡La Luna,
diablos!
Respiró hondo.
—¡Dave, piénsalo! ¡Podemos ir a cualquier
rincón del universo! ¡El próximo año,
por estas fechas, estaremos en Marte! Marte.
Platt se levantó, extendidos los brazos,
convirtiéndose en un explorador con traje espacial, en Marte,
escrutando la lejanía.
—¿Qué es lo que veo? ¿Pirámides extrañas?
¿Hombrecillos con siete narices? Haremos investigaciones, pero que
sea pronto, porque tenemos una cita con Venus. Sin embargo,
dejaremos atrás algunos Gismos enormes como planta atmosférica...
cincuenta años, cien años, en Marte habrá aire suficiente para
respirar sin los cascos. Después, Venus... Allí se repetirá la operación. Si carece
de oxígeno, nosotros lo haremos. Dave,
dentro de cien años, la humanidad será dueña del universo. |Créeme!
¡Nos apoderaremos a capricho de Marte, Venus y el sistema Joviano!
¿Por qué no? Dave, en esa astronave
podemos vivir indefinidamente... Tendremos hijos que continuarán
nuestra labor cuando desaparezcamos. ¿No los ves? ¿No te entusiasma
la idea?
Hizo una pausa, mirando a Ewing con
incredulidad:
—¿No?
—No. Mira, Leroy, consideremos un punto...
Tu plan acerca de la atmósfera. Vas a añadir masas, billones de
ella. No es lo mismo liberar oxígeno químicamente, de óxidos en el
suelo o algo parecido. Vas a alterar las órbitas de los
planetas.
—Despreocúpate —replicó Platt con energía—.
Mira, pongamos por ejemplo la masa de un planeta pequeño como
Marte... —Sin dejar de hablar, Platt cogió una regla de cálculo de
celuloide y empezó a mover rápidamente la pieza corredera hacia
adelante y hacia atrás.
—Espera un momento —dijo Ewing—, ya vuelves
a las andadas. Te precipitas demasiado.
Ewing sacó su propia regla de cálculo del
bolsillo posterior y ambos se inclinaron sobre ella tratando de
hablar a un tiempo. En vista de lo cual, Fay se levantó y se
dirigió hacia la cocina llevándose a las resignadas
chiquillas.
Media hora después, cuando volvió Fay con
café y bocadillos, Platt se ponía de pie en un éxtasis de
desesperación ante la estupidez humana.
—Voto a diablos —dijo—. Voto a diablos,
diablos, muchacho. Traeré la botella para celebrarlo, de todos
modos. Puede que un trago te relaje un poco —agregó, en un teatral
aparte. La puerta de rejilla se cerró violentamente tras él.
Sonriendo un poco, Ewing rodeó con el brazo
a su esposa que se sentó a su lado.
—Más vale que prepares la habitación de los
huéspedes.
—No, Dave, es muy pequeña y allí hay el
calentador de agua. Además, no tengo un colchón para él.
—Dormirá en el suelo, insistirá en ello
—dijo Ewing. Movió la cabeza, experimentando un sentimental afecto
hacia Platt que no había cambiado después de tantos años.
—¡El buenazo de Leroy! —dijo—. ¡Venus!
Los rayos del sol inundaban toda la casa
poco después del mediodía. El cielo estaba despejado; el calor se
echaba, torrencialmente, sobre la tierra seca que lo despedía de
rechazo. Sobre la ladera montañosa, el aire era muy caliente y las
palmeras aparecían polvorientas y vidriosas. Ewing cogió un terrón
de tierra que se deshizo entre sus dedos convertido en polvo
parduzco.
—Vaya calor hace —dijo Leroy Platt,
abanicándose con un deformado sombrero de fieltro. El sol daba a
sus ojos pálidos un aire extraviado, sorprendido como ostras en la
concha blanca de su cara. Volvió a ponerse el sombrero.
A Ewing le gustaba el calor. El sol le
castigaba cabeza y hombros, como si tratara de cocerle, pero sus
miembros se movían con libertad, flexiblemente, y gotitas de sudor,
como una niebla dorada, brotaban de su cuerpo y de sus brazos. Le
gustaba su sombra angulosa que se deslizaba en el suelo aplastada
por la luz intensa. Le gustaba pensar que dentro de la casa
encontraría una sombra refrescante después de tantos golpes de
calor.
—Casi hemos llegado —dijo mientras
continuaba subiendo.
Desde lo alto de la pequeña colina podían
contemplar el área residencial, la escuela adventista y la fábrica
de alimentos dispuestos como en un pueblo de juguete. Las calles
bien trazadas, los árboles verdes, los tejados azules o
rojos.
Se volvieron. Al pie de la ladera opuesta se
extendía otro mundo: valles montañosos quemados, desnudos,
extendiéndose sucesivamente hasta la lejanía, con el aspecto de
despedir vapor al contacto de una gota de agua. Hasta el horizonte
no había indicios humanos.
—Ahí tienes —dijo Platt, jadeando—. Millares
de millas cuadradas, Dave. El terreno es desigual, pero lo tenemos
al alcance, olvidándonos de su existencia. Cuando uno camina por
una calle con edificios a ambos lados, pensamos que en trescientos
años hemos civilizado este continente. ¡Qué diablos! ¡Ni siquiera
hemos arañado la superficie! Imagina, Dave, si es posible el
suministro de agua en el lugar que se elija, ¿qué impide cubrir de
hierba todas estas montañas? ¡Diantres, hay espacio suficiente para
que cada hombre se sienta un rey!
—Hmmm. —Ewing estaba ensimismado.
—Pero, claro, la gente es tan imbécil...
¿Ocurre algo?
Ewing miraba el cielo hacia el norte,
protegiéndose los ojos con la mano.
—Lo oigo, pero no lo veo —dijo.
—¿Qué? —Platt volvió la mirada en aquella
dirección—. Un helicóptero —dijo. El ruido sordo y distante ahogó
sus últimas palabras.
El eco retumbante procedía del cielo. Oyeron
una voz, pero no consiguieron entender las palabras.
—Ahí está —dijo Ewing, un momento después.
Al norte, flotando sobre el valle, el puntito se acercaba cada vez
más. Ahora el rumor casi permitía entender las palabras.
—Es un helicóptero militar —dijo Platt.
Calló y ambos escucharon.
«Rrrr rrr rrrrr»,
dijo la voz metálica en el cielo. Prosiguió después de una pausa.
«Rrr... atención... Atención... por favor...
rrr. La zona queda sometida a la ley marcial... aaal. Se ordena a
los ciudadanos que permanezcan en sus casas... sas... y se
abstengan de provocar disturbios. Permanezcan en sus casas...
casas. En breve se reanudarán los servicios Las infracciones de la
ley serán severamente castigadas... castigadas.» La voz se
convirtió en un grito ensordecedor cuando el helicóptero siguió
aproximándose. Lo tenían casi encima de sus cabezas y Ewing pudo
ver las aletas relucientes girando bajo el sol y la cabina
transparente ocupada por dos figuras oscuras. La máquina viró
mientras se deslizaba por el aire, con su cuerpo largo y curvado
como el abdomen de un insecto. La voz empezó de nuevo: «ATENCIÓN,
POR FAVOR... FAVOR. ATENCIÓN, POR FAVOR... FAVOR...»
Ewing se tapaba los oídos con las manos.
Platt movía las mandíbulas. Apartó las manos un instante para
preguntar:
—¿Qué?
Platt gritó:
—¡La ley marcial! —dijo algo más acerca de
"deserciones", pero Ewing no le entendió muy bien. El helicóptero,
del cual continuaban saliendo gritos, descendió hacia la carretera.
Siguiéndole con la mirada, Ewing vio algo extraño. Vio algo
parecido a una hilera de coches y camiones tocándose casi los
guardabarros que avanzaban por el camino de la montaña. Había un
camión grúa seguido por un descapotable rojo, dos camiones de
mudanzas, tres furgonetas, dos turismos último modelo remolcando
resplandecientes caravanas de aluminio, y un
camión-gasolinera.
Agarró a Platt por el brazo, señaló. Un
momento después bajaba corriendo, saltando por la ladera montañosa,
con el corazón en la boca, consciente de que el vehículo que iba al
frente de los demás aparecía por la curva del camino.
Un hombre rollizo estaba de pie en el
asiento posterior del descapotable, apuntándole con un arma:
—¡Alto ahí!
Ewing extendió los brazos al sentir que
resbalaba. El canal de riego subía como un ascensor rápido; podía
ver el borde blanco del cemento duro, y los pececillos casi
transparentes agitándose en la sombra. No podía detenerse, bajaba
lanzado... Con un violento esfuerzo se echó hacia atrás, y la
montaña le golpeó fuertemente. Le silbaban los oídos. Le salpicaba
el polvo levantado a su alrededor. Tosió, luchando por
levantarse.
El hombre del descapotable alzó los ojos
mirándole en silencio. Empuñaba una escopeta de doble cañón corto.
Sostenía la culata bajo el brazo. Llevaba la camisa de polo azul
sucia y sudada; la cara y los brazos macizos estaban enrojecidos
por el sol, pero sólo se protegía la cabeza con una vieja gorra de
polo. Había un rifle apoyado contra el asiento, al alcance de su
mano, y de su cinto asomaban las culatas de dos revólveres. Su cara
redonda era inexpresiva, plácida. Mordía la colilla apagada de un
cigarro puro.
—No te muevas —dijo por fin. Ewing miró a su
izquierda viendo allí a Platt, de pie, sin sombrero, con la nariz
sangrante.
—¿De qué huíais, amigos? —les preguntó el
hombre rollizo.
Ewing no contestó. El negro joven que
ocupaba el asiento delantero clavaba la mirada al frente, sin
mirar, como si no escuchara. Estaba esposado al volante. También
estaban esposados los conductores del camión grúa y del primer
camión de mudanza. Los tres tenían idéntica expresión vacía.
El de cara redonda parpadeó, movió el
cigarro de sitio. Con la cabeza indicó el viejo "Lincoln":
—¿Es vuestro ese cacharro?
—Es mío —dijo Platt, avanzando—. Lo
apartaré...
La escopeta hizo un movimiento brusco y
Platt se detuvo.
—No te muevas —dijo el de la cara redonda—.
Vale, Percy.
El negro joven pulsó el botón de puesta en
marcha con la mano libre y el descapotable se puso en movimiento.
En su parte delantera, los eslabones de una pesada cadena
chirriaban rozando el suelo mientras, detrás, otra cadena similar
se tensó con un sonido metálico seco. Un momento después comenzaron
a moverse los otros vehículos. Al transmitirse el movimiento a lo
largo de la hilera, se repitieron los ruidos de cadenas y de
motores.
El camión grúa avanzaba lentamente. Su ancho
parachoques de madera delantero chocó con el posterior del
"Lincoln", embistiéndole.
El "Lincoln" se movió un poco, se
estremeció, impulsado hacia el lateral del camino. Su rueda
delantera derecha se salió del borde. El camión grúa, en primera,
dio otro empujón. El "Lincoln" se inclinó hacia el estrecho cañón
que separaba el camino y la casa.
Quedó suspendido, reacio a caerse, y
finalmente se despeñó con estrépito contra el costado de la casa.
Del interior surgió un grito de sobresalto. Cayó una teja del techo
deslizándose por el lateral visible del "Lincoln". Se levantó la
nube de polvo. Las ruedas dejaron de girar.
La caravana se detuvo poco a poco. El hombre
rechoncho prestó de nuevo toda su atención a Ewing y Platt. Lo hizo
a propósito, como si en su interior hubiera engranajes macizos en
marcha. Hizo un guiño, apretó el cigarro en la comisura de los
labios y dijo:
—¿Por qué aparcas un coche en el
camino?
A Ewing le pareció ver una cara en la
ventana del dormitorio. Dijo con desgana:
—No pasa nadie por aquí. Este camino no
conduce a ninguna parte, excepto a un rancho que hay al otro lado.
Ahora está abandonado, hay una barrera.
El hombre rechoncho digirió esta explicación
en silencio. Movió el puro otra vez de sitio.
—¿Sí? —Mordía el cigarro con expresión de
asco, lo apartó de la boca, escupió y volvió a morderlo—. ¿Es muy
grande ese lugar?
—¿El rancho? No tengo la menor idea —dijo
Ewing secamente.
Platt miraba con tristeza su coche volcado
entre la ladera y la casa.
El hombre rollizo miró fijamente a
Ewing.
—¿Lo has visto?
—Vi la casa... desde lejos. Ya le dije que
no sé nada acerca del rancho.
El otro quedó pensativo:
—¿Sólo hay una casa?
—Yo vi sólo una.
El tipo rechoncho asintió con la cabeza
después de otra pausa. Equilibró la escopeta sobre la rodilla, sacó
un pedazo de papel y un lápiz casi gastado de su bolsillo de la
camisa y trazó una línea gruesa a través del papel.
—Bien. Que se vaya todo al infierno —dijo,
guardando lápiz y papel con la misma cachaza de antes. Empuñó de
nuevo la escopeta y miró a Ewing—. ¿Vives aquí?
Ewing asintió:
—¿Otras personas?
—Nadie más —dijo Ewing con aspereza—. Sólo
mi amigo y yo.
—No me vengas con historias. ¿De qué
vives?
Ewing contestó, mordiendo las
palabras:
—Soy físico experimental.
En vez de soltar un gruñido, como lo esperó
Ewing, el hombre gordo se limitó a indicar a Platt con la
cabeza.
—¿Él también?
—Sí.
El otro respiró por la nariz, clavada la
mirada en el suelo, cerca de los pies de Ewing, mordiendo el
cigarro de vez en cuando. Dijo por fin:
—Bajad de ahí, saltad la cadena y
acercaos.
Eso hicieron y entonces él bajó del coche y
se plantó a su lado, en el camino.
—Andando.
Echaron a andar camino abajo.
—¿Sabe disparar con armas de fuego tu
esposa? —preguntó a Ewing mientras caminaban.
—No —contestó Ewing. Era la verdad.
En silencio llegaron hasta el porche
delantero y abrieron la puerta. Fay y las niñas estaban esperando
en la salita de estar.
—Me llamo Krasnow —dijo el hombre rollizo—.
Herb Krasnow. Durante siete años fui carpintero de navío en San
Diego y antes de eso estuve en el cuerpo de Marines, así que no
cometan el error de pensar que no voy a utilizar la escopeta.
La cara de Krasnow era redonda, la nariz
corta y ancha, la boca y la barbilla se confundían perdiéndose
entre sus enormes carrillos. Los ojos daban la impresión de
pertenecer a otra persona: penetrantes bajo las cejas negras y
descuidadas. Apenas enseñaba los dientes al hablar. Cuando lo hizo
por un momento, Ewing vio que eran cortos, amarillentos y separados
entre sí. Vello negro le cubría los brazos y las manos; sus dedos
eran gruesos, en forma de espátula, con las uñas muy recortadas y
ribeteadas de negro, propios del hombre acostumbrado a trabajar con
las manos. Por su mugrienta gorra y la manchada camisa, se le
hubiera podido tomar por un camionero, o un obrero de los que
arreglan las calles de la ciudad. Ewing pensó que había visto
millares de hombres como éste durante su vida, pero que nunca vio a
uno tan de cerca.
Cuando Krasnow se retiró la gorra de la
frente, envejeció inmediatamente. Débiles mechones de pelo húmedos
le cubrían apenas la calva. Se sentó en la silla, junto a la
ventana, de cara a los Ewing y Platt que se apretujaban uno junto
al otro en el sofá. Krasnow balanceaba la escopeta sobre un muslo,
dando a entender que esa posición le permitiría disparar en
cualquier momento.
—Mi mujer murió hace un par de años —dijo—.
Estoy completamente solo en el mundo, así que me digo... ¡Qué
diablos, tengo tanto derecho como otros a tener mujer propia!
Ewing dijo con indignación:
—Una filosofía hecha a su medida. ¿Y esos
que están en el camino...? ¿No tienen derecho a lo mismo?
—¡Vaya descaro tiene usted! —exclamó Fay—.
¿Se cree un dios? ¡No puede tratar así a la gente!
Krasnow meneó la cabeza.
—Ellos harían lo mismo conmigo. Me arriesgo
como lo hicieron ellos. Tal vez podrían atacarme y adueñarse de la
situación. Estoy yo solo.
Platt se inclinó hacia adelante apoyado
sobre sus piernas cruzadas. Se doblaba como una navaja de bolsillo,
todo articulaciones y manos huesudas. Tembló el cigarrillo que
sujetaba entre los dedos, desparramando ceniza.
—¿Cuándo dormirá, Krasnow?
La carcajada que soltó Krasnow sonó como un
ladrido.
—Sí, ha dado en el blanco, amigo. Llevamos
un día y medio viajando y apenas he podido echar algunas siestas.
Percy, el negro, me asesinaría a la primera oportunidad. Supongo
que no podré dormir en un par o tres de noches. Me hago viejo. Diez
años atrás lo hubiera resistido mejor.
—Usted debe estar loco —dijo Ewing—. Lo que
dice es imposible. No podrá vigilar indefinidamente a esa gente...
alguna vez tendrá que dormir.
Krasnow agitó la cabeza.
—Ahora hay que tener esclavos. —Lo dijo como
si aludiera a un hecho positivo—. Es lo único que importa. Es la
única forma de hacerles trabajar. ¿Quién, sino, haría el
trabajo?
—¿Qué trabajo? —preguntó Ewing—. ¿No
comprende que ahora todo es gratuito... poder, maquinaria, todo lo
que proporciona un Gismo. Más adelante habrá Gismos mayores para
cosas como automóviles y casas prefabricadas. ¿Qué se propone?
¿Construir una pirámide o algo parecido? ¿Por qué no se queda con
su Gismo y deja libres a esas personas?
—No, está usted diciendo disparates. Todos
tienen su Gismo, ¿y qué con eso? Ah, no, amigo. Ya se dará cuenta
de que sólo existen dos soluciones: conseguir esclavos o
convertirse en uno de ellos.
—El poder aborrece el vacío —dijo Platt con
una voz singularmente ablandada. Examinaba con atención la colilla
de su cigarrillo encendido—. ¿Cómo piensa retenerles allá en la
granja? En cuanto puedan le cortarán el cuello para salir huyendo.
¿Qué pasará entonces?
Krasnow le miró con curiosidad.
—Aún tengo que resolver este problema. Por
el momento, los vehículos están encadenados entre sí y cuento con
bombas de demolición que puedo accionar por onda corta. Hay una en
cada coche. No es un buen recurso, pero resulta. Más adelante
tendré que pensar en algo mejor. Ustedes que son listos, ¿no tienen
ideas?
—Tal vez —contestó Platt apretando los
dientes. Sostuvo la mirada de Krasnow.
—Claro. Bien, entretanto necesito un sitio
que tenga tapias —Krasnow suspiró—. Me hablaron de esa granja, y
decidí echarle un vistazo. Sin embargo, por lo que les he oído
decir a ustedes, no creo que interese. Me dirigiré hacia la costa.
Hacia el norte hay muchas villas de señorones que apenas van por
allí en todo el año. Puede que se me adelanten otros, pero en
cualquier caso, ya me las apañaré.
Krasnow se puso de pie.
—Ewing, ¿quiere mucho a su esposa y a las
niñas?
Ewing sintió un calambre de miedo y rabia en
los músculos de la cara.
—Esto no le importa.
Krasnow movió la cabeza, muy despacio.
—Pues claro que me importa. Bueno, escucha,
amigo. Si no quieres verlas muertas, harás lo que te diga,
¿estamos?
Ewing tenía la garganta reseca, no podía
hablar.
Krasnow prosiguió:
—Te vendrás conmigo. Me has caído bien y me
gusta tu familia. Me serás útil siendo un científico. Así que
empieza a acostumbrarte a la idea. Vamos, afuera... sí, todos.
Quiero enseñarles algo.
Salieron al patio. Parpadeando a causa del
deslumbrante resplandor, Krasnow y Platt se miraron con pesar. La
sombra del arma de Krasnow proyectaba una corta línea oscura en el
suelo que les separaba.
—No me sirves ni puedo fiarme de ti —dijo
Krasnow—. Así, que echa a correr.
Ewing les miraba con incredulidad. Vio que
Platt, sin apartar sus ojos de los de Krasnow, se estremecía y
luego ponía el cuerpo rígido. Un instante después, del hombre alto
sólo se veían codos y rodillas, corriendo ladera abajo, hacia el
terraplén, zigzageando mientras intentaba resguardarse en el
turbinto más próximo...
El disparo de escopeta sonó como el fin del
mundo. Aturdido, sin comprender, Ewing vio desplomarse el cuerpo de
su amigo entre las malas hierbas. Chillaron las niñas. El aire se
llenó del acre olor a pólvora. Entre las ramas, Ewing pudo ver lo
que quedaba de la cabeza de Platt: un guiñapo rojo y gris. Las
piernas seguían pataleando, pataleando...
El rostro de Fay estaba lívido. Miró a Ewing
y las pupilas de sus ojos empezaron a girar, extraviada la vista.
Él la sostuvo antes de que se le doblaran las rodillas.
—En cuanto vuelva en sí —dijo Krasnow en
tono reposado—, empiecen a cargar lo que necesiten en la caravana.
Les concedo media hora. Y entretanto vaya usted pensando por qué
hice eso. —Y con la cabeza indicó el cuerpo entre las
hierbas.
Arriba, en el camino, los rostros de los
ocupantes de todos los vehículos estacionados se habían vuelto a
mirarles. Sus expresiones no habían cambiado, pero fue como si un
hilo común les hubiera sacudido a todos a un tiempo, como a simples
marionetas.
Al anochecer, la caravana enfiló hacia el
norte siguiendo la carretera de la cordillera en dirección a Tejón
Pass. El aire era fresco. A la izquierda de Ewing, el sol descendía
tras las montañas entre fajas de luz escarlata y naranja; los faros
del camión de delante destellaban en la penumbra del ocaso.
Fay y las niñas viajaban en uno de los
remolques, compartiéndolo con la familia de otro pobre diablo.
Ewing estaba solo con la noche inminente, con el ronroneo del
motor, esposada su muñeca al volante.
Un esclavo...
Y padre de esclavos.
Había tenido tiempo de reflexionar la última
frase de Krasnow. Krasnow asesinó a Platt para darles una lección
práctica y también porque sabía que Platt nunca hubiera sido un
buen esclavo... Demasiado inquieto e impulsivo. Además, Platt era
soltero. Platt no tenía condiciones para esclavo.
Condiciones para esclavo...
Resultaba curioso pensar que había tipos
físicos incluso entre los nativos del Congo que jamás habían oído
hablar de físicos... y tipos de esclavos entre los físicos de
América, que habían olvidado que existiera algo llamado
esclavitud.
Y era curioso que resultara tan fácil
admitir la verdad sobre sí mismo. Mañana, cuando hubiera dormido y
el sol estuviera ya alto en el cielo, él volvería a encenderse de
indignación —una indignación que se moderaba tan fácilmente—,
jurándose, inútilmente, que escaparía, que mataría a Krasnow, que
salvaría a su familia... Pero ahora, a solas, sabía muy bien que
jamás lo haría. Krasnow era lo bastante listo para ser "un buen
amo". Ewing movió los labios: la frase era amarga.
¿Y dentro de cincuenta o cien años? ¿No se
quebrantaría la sociedad de esclavos? ¿No sería el Gismo lo que
Ewing había deseado que fuera, un medio emancipador? ¿No
aprenderían los hombres a respetarse unos a otros, viviendo en
paz?
¿Valdrían la pena entonces la miseria y la
muerte? Ewing sintió respirar la tierra bajo sí mismo, un largo y
lento movimiento ondulante del gigante dormido... Entonces, ¿había
obrado bien o mal?
No lo sabía. El coche avanzaba, siguiendo
los faros posteriores del camión de delante. Desde el oeste, la
oscuridad se extendía lentamente, segando la tierra.