Capítulo III

 

DESPUÉS de abrir la puerta trasera, Ewing entró en el patio. No había nubes en el cielo de esa mañana; todas las brumas se habían concentrado en el valle. Era incómodo caminar por la hierba alta y seca y él descendió automáticamente por la pendiente hasta encontrarse bajo el turbinto. En la fría caverna, detrás de la cortina de ramas colgantes, el suelo estaba alfombrado por hojas rojizas y las pequeñas bayas. Los chiquillos construyeron ahí dentro una choza con la madera de la cerca y sus juguetes aparecían desperdigados por el lugar.
Ewing oyó las voces agudas en el interior de la casa y, contrariado, frunció el ceño. Eso no resultaba: se les oía a una distancia de media milla, y durante el día correteaban por la montaña. Pero era imposible encerrar a los niños como si fueran criminales.
De todas formas, habían encontrado un buen sitio. La casita de campo se levantaba en su terraplén a mitad de la ladera. En la parte superior sólo había el terreno montañoso cubierto de peñascos, y una hilera de palmeras resecas junto al canal de riego. La única casa vecina, entre la casita y el camino de montaña, estaba vacía y derruida por un incendio.
Debajo de la casa había otro terraplén donde al parecer alguien instaló una cocina al aire libre. A continuación, el terreno formaba un abrupto declive para convertirse en un huerto de pequeños naranjos. Ewing había visto el nombre del propietario en un buzón, abajo, al pie de la montaña: Lo Vecchio, o algo parecido. ¿Qué sería ahora de él y de su huerto?
Más abajo se extendía el valle ondulante hasta perderse a lo lejos en un improbable azul. Ewing podía ver el camino que se empequeñecía hasta tornarse un hilo amarillento. A su alrededor, el horizonte se curvaba por tres lados. Los eucaliptos ocultaban las carreteras; a excepción de algún avión o de algún automóvil que transitara por el área residencial de abajo, Ewing hubiera podido creer que el mundo estaba desierto.
Se elevó en el aire limpio el ruido de un motor en marcha.
Sobresaltado, Ewing miró a su derecha, donde los árboles ocultaban el camino. Al parecer alguien subía por la colina.
Dificultades. Podía tratarse de alguien de la colina adventista que viniera a visitarles, pero, por lo que Ewing había visto, todos ellos conducían coches último modelo. Y ese motor, por el sonido, parecía el de un cascajo. Con el corazón encogido, Ewing entró en la casa, pasó junto a Fay y las dos muchachas que estaban desayunando, y sacó la escopeta del armario. No se olvidó de coger también la caja de cartuchos. Momentos después se plantó en el porche delantero, llegando a tiempo de ver detenerse el coche en el camino, más arriba de la casa.
Era un "Lincoln" cupé, desvencijado y polvoriento, con el abultado portaequipajes abierto. Carecía de adornos cromados en la carrocería y los guardabarros y los estribos estaban oxidados. El radiador espumeaba vapor.
—¡Dave, muchacho! —gritó el conductor asomado por el otro lateral del coche, como una marioneta.
El hombre tenía los cabellos grises y llevaba chaqueta y suéter deslucidos. Ewing bajó el arma, mirándole. Esa voz chillona, cordial...
—¡Platt! —exclamó con una mezcla de alivio y exasperación.
—¡El mismo! ¡Aquí me tienes en persona!
Platt descendió saltando ora sobre un pie, ora sobre el otro, sendero abajo moviéndose con nerviosa energía, agitando los codos, con una ancha sonrisa en su cara alargada.
Cogiéndole la mano a Ewing, se la estrujó con fuerza. Le brillaban los ojos grises y acuosos.
—¡Por fin te encuentro! ¡Daría contigo aunque te escondieras en el mismísimo infierno! ¡Diantres, me alegro de verte, Dave! Hola, Fay, hola, pequeñas... Por el amor de Dios...
Ewing se había vuelto, viendo que su familia estaba en la puerta. Después, se encaró de nuevo con Platt que seguía parloteando:
—¡Bien podrías ofrecerme un vaso de agua si no hay otra cosa, muchacho! Tengo la garganta reseca. ¿Qué hacéis ahí, pequeñas? ¡Diablos! ¿Esta es Elaine? ¡Cielos, cómo has crecido! Eres tan bonita como tu madre. ¿Y quién es la otra?
Recelosa, Kathy se escondió detrás de la falda de su madre. Elaine, que tenía doce años, estaba ruborizada como una debutante.
Al fin entraron todos en la sala de estar donde Platt se dejó caer en la única silla tapizada lanzando un rugido de satisfacción. Al minuto se inclinaba hacia adelante, sin dejar de hablar, al tiempo que sacaba un pitillo de un mugriento paquete de cigarrillos de su bolsillo y lo encendía. Después de tirar la cerilla, rodeó a Elaine con un brazo y le hizo un guiño a Kathy.
Platt era un hombre de entusiasmos galopantes; buen científico experimental, pero nadie tomaba en serio sus teorías. Cada año cambiaba de teoría, creyendo en la nueva con toda el alma, con una pasión frenética. Sentía verdadero amor por los cohetes, pero nunca consiguió que le dejaran colaborar en proyectos de envergadura. Su sentimiento de frustración, aunque arraigado, no hacía más que aumentar su entusiasmo. Cambiaba de empleo a menudo y aparecía en la vida de Ewing de vez en vez. La última vez que se vieron fue en 1967.
Sonrojándose aún, Elaine se apartó para dirigirse a la cocina.
—Le traeré agua, señor Platt.
—Llámame Leroy. ¡Y no colmes el vaso, preciosa!
—No hay en casa licores de ninguna clase —dijo Fay—. Llegamos ayer y... Pero puedo hacer café...
—No, déjalo, tengo una botella en el coche... la botella inagotable, gracias a nuestro muchacho. Después la traeré para que lo celebremos. —La ceniza del cigarro cayó sobre su jersey—. Dave, quiero decirte que eres un genio, el mejor de todos. ¡Me quito el sombrero ante ti, muchacho! ¡Quisiera que el invento fuera mío, palabra! Pero te pertenece... ¡eres formidable! Palabra, lo digo de corazón.
Platt aceptó el vaso que le trajo Elaine y dijo, levantándolo:
—Brindo por ti, Dave Ewing... ¡y viva tu Gismo!
Bebió un sorbo de agua, hizo una mueca y acabó vaciando el vaso.
—¿Por qué supones que yo...? —empezó a decir Ewing.
—¿Quién sino tú trabajó con Schellhammers? —exclamó Platt—. ¿Crees que no estoy al tanto de lo de John Henry? ¿Vas a decirme que tú no lo hiciste?
—No, pero...
—¡Claro que fuiste tú! Lo supe en cuanto lo vi y me dije: ¡tengo que encontrar a Dave aunque deba seguirle el rastro como si fuera un sabueso!
Intervino Fay:
—Leroy, ¿cómo nos encontró...?
—Te lo diré, muñeca. Verás, Dave y un servidor hicimos el servicio militar juntos, allá en Fort Benning. Solía decir que algún día viviría en las montañas... Su ambición era sentirse como un águila que contempla con desprecio a todos los forasteros del llano. Por lo tanto, me hice esta pregunta: ¿Dónde iría Dave si tuviera prisa en desaparecer? No iría a Los Angeles, porque aquello se convertirá en un infierno. Tampoco iría a la costa porque el camino es largo y podrían detenerle antes de llegar. Entonces me dije: seguro que enfiló la ruta noventa y una parándose en cuanto llegó a un lugar elevado. Era tan solo una corazonada, pero seguí adelante hasta encontrar esta casa. ¿Qué te parece?
Los Ewing se miraron con desaliento. Fay tenía la mano encima de la radio portátil. Debía haberla encendido porque del altavoz surgía un fuerte zumbido. No se oían voces: la última emisora local había interrumpido sus programas la víspera. Consternada aún, Fay la apagó.
—¡Qué diablos, no tenéis por qué quedaros aquí —inquirió Platt—. No es que resultara fácil encontraros, pero escucha, Dave y tú también, Fay, ¿qué pensáis hacer ahora si no tenéis que trabajar para vivir?
Ewing se aclaró la voz:
—No hemos tenido tiempo de discutir esto. Cuando la situación se normalice me gustaría construir un laboratorio en alguna parte...
—Naturalmente, y lo harás, muchacho. ¡Diablos, eso me recuerda lo que quería deciros! Escucha, gracias a ti ahora podemos hacer lo que se nos antoje... Dave, ¿sabes lo que yo quiero hacer?
Ewing dijo la primera cosa fantástica que se le ocurrió:
—Ir a la Luna, me imagino.
—Exacto. ¡Gran muchacho, agudo y punzante como un cuchillo! ¡No se te escapa una!
—¡Oh, no! —dijo Ewing, cogiéndose la cabeza.
—Dave, escucha, vente conmigo. Llévate a la familia... He escogido el lugar y conozco a unas veinte personas dispuestas a acompañarnos. Pero antes quería hablar contigo. ¡Esto será lo más grande del mundo, muchacho!
—¿Realmente piensas construir una astronave?
—Voy a construirla, muchacho, en Santa Rosa. Los laboratorios Kennelly están en orden, hay espacio suficiente y todo el equipo necesario. Nos organizamos en un par de meses... ¡y en marcha!
—¿Por qué no White Sands?
Platt movió la cabeza con impaciencia.
—Eso no me interesa, Dave. En primer lugar porque todos los chiflados que hay en el país soñando con los viajes espaciales, ya estarán allí. Aquello debe estar abarrotado de gente. Después, ¿tienen algo útil para nosotros? Sí, sí, hay maquinaria, proyectiles, armazones, pero casi todo en escala equivocada. Comenzaremos de nuevo y lo haremos bien, Dave. Es imposible construir un vehículo interplanetario con una embarcación vikinga... sería como almacenar cohetes en un granero. Piensa en ello, esfuérzate por comprenderlo.
Avanzó el cuerpo un poco más abriendo sus brazos desgarbados:
—Construye tu astronave, hazla tan espaciosa como un edificio de apartamentos si quieres, Dave. Provéela de todo: Dormitorios, boleras, cocinas... Cocinas no, serán innecesarias. Pero harán falta bibliotecas, teatros, laboratorios...
Ewing preguntó, sobresaltado:
—Leroy, ¿has bebido licor duplicado por el Gismo? Antes dijiste algo...
—Claro que sí —replicó Platt con impaciencia—. También tomé alimento duplicado. Y, ¿por qué no? En la operación de doblarlo sólo hay que tomar la precaución de no invertir las cadenas de péptidos. Bien, escucha con atención, muchacho... Tú constrúyelo a tu antojo, ¿entendido? Luego, debajo le pones los cohetes propulsores, Puedes conseguir diez o un millón con el Gismo. Respecto al combustible... ¿vale la pena recordar aquellos tanques enormes que nos mataban antes de poder despegar? Dave, sólo necesitamos dos tanques pequeños, hidracina, oxígeno, y dos Gismos. Nos haremos el combustible a medida que vayamos necesitándolo. ¡Olvídate de tus malditos cocientes de masa-energía! ¡Puedo levantar el Templo Mormón para llevarlo a la Luna! ¡La Luna, diablos!
Respiró hondo.
—¡Dave, piénsalo! ¡Podemos ir a cualquier rincón del universo! ¡El próximo año, por estas fechas, estaremos en Marte! Marte.
Platt se levantó, extendidos los brazos, convirtiéndose en un explorador con traje espacial, en Marte, escrutando la lejanía.
—¿Qué es lo que veo? ¿Pirámides extrañas? ¿Hombrecillos con siete narices? Haremos investigaciones, pero que sea pronto, porque tenemos una cita con Venus. Sin embargo, dejaremos atrás algunos Gismos enormes como planta atmosférica... cincuenta años, cien años, en Marte habrá aire suficiente para respirar sin los cascos. Después, Venus... Allí se repetirá la operación. Si carece de oxígeno, nosotros lo haremos. Dave, dentro de cien años, la humanidad será dueña del universo. |Créeme! ¡Nos apoderaremos a capricho de Marte, Venus y el sistema Joviano! ¿Por qué no? Dave, en esa astronave podemos vivir indefinidamente... Tendremos hijos que continuarán nuestra labor cuando desaparezcamos. ¿No los ves? ¿No te entusiasma la idea?
Hizo una pausa, mirando a Ewing con incredulidad:
—¿No?
—No. Mira, Leroy, consideremos un punto... Tu plan acerca de la atmósfera. Vas a añadir masas, billones de ella. No es lo mismo liberar oxígeno químicamente, de óxidos en el suelo o algo parecido. Vas a alterar las órbitas de los planetas.
—Despreocúpate —replicó Platt con energía—. Mira, pongamos por ejemplo la masa de un planeta pequeño como Marte... —Sin dejar de hablar, Platt cogió una regla de cálculo de celuloide y empezó a mover rápidamente la pieza corredera hacia adelante y hacia atrás.
—Espera un momento —dijo Ewing—, ya vuelves a las andadas. Te precipitas demasiado.
Ewing sacó su propia regla de cálculo del bolsillo posterior y ambos se inclinaron sobre ella tratando de hablar a un tiempo. En vista de lo cual, Fay se levantó y se dirigió hacia la cocina llevándose a las resignadas chiquillas.
Media hora después, cuando volvió Fay con café y bocadillos, Platt se ponía de pie en un éxtasis de desesperación ante la estupidez humana.
—Voto a diablos —dijo—. Voto a diablos, diablos, muchacho. Traeré la botella para celebrarlo, de todos modos. Puede que un trago te relaje un poco —agregó, en un teatral aparte. La puerta de rejilla se cerró violentamente tras él.
Sonriendo un poco, Ewing rodeó con el brazo a su esposa que se sentó a su lado.
—Más vale que prepares la habitación de los huéspedes.
—No, Dave, es muy pequeña y allí hay el calentador de agua. Además, no tengo un colchón para él.
—Dormirá en el suelo, insistirá en ello —dijo Ewing. Movió la cabeza, experimentando un sentimental afecto hacia Platt que no había cambiado después de tantos años.
—¡El buenazo de Leroy! —dijo—. ¡Venus!

 

 

 

Los rayos del sol inundaban toda la casa poco después del mediodía. El cielo estaba despejado; el calor se echaba, torrencialmente, sobre la tierra seca que lo despedía de rechazo. Sobre la ladera montañosa, el aire era muy caliente y las palmeras aparecían polvorientas y vidriosas. Ewing cogió un terrón de tierra que se deshizo entre sus dedos convertido en polvo parduzco.
—Vaya calor hace —dijo Leroy Platt, abanicándose con un deformado sombrero de fieltro. El sol daba a sus ojos pálidos un aire extraviado, sorprendido como ostras en la concha blanca de su cara. Volvió a ponerse el sombrero.
A Ewing le gustaba el calor. El sol le castigaba cabeza y hombros, como si tratara de cocerle, pero sus miembros se movían con libertad, flexiblemente, y gotitas de sudor, como una niebla dorada, brotaban de su cuerpo y de sus brazos. Le gustaba su sombra angulosa que se deslizaba en el suelo aplastada por la luz intensa. Le gustaba pensar que dentro de la casa encontraría una sombra refrescante después de tantos golpes de calor.
—Casi hemos llegado —dijo mientras continuaba subiendo.
Desde lo alto de la pequeña colina podían contemplar el área residencial, la escuela adventista y la fábrica de alimentos dispuestos como en un pueblo de juguete. Las calles bien trazadas, los árboles verdes, los tejados azules o rojos.
Se volvieron. Al pie de la ladera opuesta se extendía otro mundo: valles montañosos quemados, desnudos, extendiéndose sucesivamente hasta la lejanía, con el aspecto de despedir vapor al contacto de una gota de agua. Hasta el horizonte no había indicios humanos.
—Ahí tienes —dijo Platt, jadeando—. Millares de millas cuadradas, Dave. El terreno es desigual, pero lo tenemos al alcance, olvidándonos de su existencia. Cuando uno camina por una calle con edificios a ambos lados, pensamos que en trescientos años hemos civilizado este continente. ¡Qué diablos! ¡Ni siquiera hemos arañado la superficie! Imagina, Dave, si es posible el suministro de agua en el lugar que se elija, ¿qué impide cubrir de hierba todas estas montañas? ¡Diantres, hay espacio suficiente para que cada hombre se sienta un rey!
—Hmmm. —Ewing estaba ensimismado.
—Pero, claro, la gente es tan imbécil... ¿Ocurre algo?
Ewing miraba el cielo hacia el norte, protegiéndose los ojos con la mano.
—Lo oigo, pero no lo veo —dijo.
—¿Qué? —Platt volvió la mirada en aquella dirección—. Un helicóptero —dijo. El ruido sordo y distante ahogó sus últimas palabras.
El eco retumbante procedía del cielo. Oyeron una voz, pero no consiguieron entender las palabras.
—Ahí está —dijo Ewing, un momento después. Al norte, flotando sobre el valle, el puntito se acercaba cada vez más. Ahora el rumor casi permitía entender las palabras.
—Es un helicóptero militar —dijo Platt. Calló y ambos escucharon.
«Rrrr rrr rrrrr», dijo la voz metálica en el cielo. Prosiguió después de una pausa. «Rrr... atención... Atención... por favor... rrr. La zona queda sometida a la ley marcial... aaal. Se ordena a los ciudadanos que permanezcan en sus casas... sas... y se abstengan de provocar disturbios. Permanezcan en sus casas... casas. En breve se reanudarán los servicios Las infracciones de la ley serán severamente castigadas... castigadas.» La voz se convirtió en un grito ensordecedor cuando el helicóptero siguió aproximándose. Lo tenían casi encima de sus cabezas y Ewing pudo ver las aletas relucientes girando bajo el sol y la cabina transparente ocupada por dos figuras oscuras. La máquina viró mientras se deslizaba por el aire, con su cuerpo largo y curvado como el abdomen de un insecto. La voz empezó de nuevo: «ATENCIÓN, POR FAVOR... FAVOR. ATENCIÓN, POR FAVOR... FAVOR...»
Ewing se tapaba los oídos con las manos. Platt movía las mandíbulas. Apartó las manos un instante para preguntar:
—¿Qué?
Platt gritó:
—¡La ley marcial! —dijo algo más acerca de "deserciones", pero Ewing no le entendió muy bien. El helicóptero, del cual continuaban saliendo gritos, descendió hacia la carretera. Siguiéndole con la mirada, Ewing vio algo extraño. Vio algo parecido a una hilera de coches y camiones tocándose casi los guardabarros que avanzaban por el camino de la montaña. Había un camión grúa seguido por un descapotable rojo, dos camiones de mudanzas, tres furgonetas, dos turismos último modelo remolcando resplandecientes caravanas de aluminio, y un camión-gasolinera.
Agarró a Platt por el brazo, señaló. Un momento después bajaba corriendo, saltando por la ladera montañosa, con el corazón en la boca, consciente de que el vehículo que iba al frente de los demás aparecía por la curva del camino.
Un hombre rollizo estaba de pie en el asiento posterior del descapotable, apuntándole con un arma:
—¡Alto ahí!
Ewing extendió los brazos al sentir que resbalaba. El canal de riego subía como un ascensor rápido; podía ver el borde blanco del cemento duro, y los pececillos casi transparentes agitándose en la sombra. No podía detenerse, bajaba lanzado... Con un violento esfuerzo se echó hacia atrás, y la montaña le golpeó fuertemente. Le silbaban los oídos. Le salpicaba el polvo levantado a su alrededor. Tosió, luchando por levantarse.
El hombre del descapotable alzó los ojos mirándole en silencio. Empuñaba una escopeta de doble cañón corto. Sostenía la culata bajo el brazo. Llevaba la camisa de polo azul sucia y sudada; la cara y los brazos macizos estaban enrojecidos por el sol, pero sólo se protegía la cabeza con una vieja gorra de polo. Había un rifle apoyado contra el asiento, al alcance de su mano, y de su cinto asomaban las culatas de dos revólveres. Su cara redonda era inexpresiva, plácida. Mordía la colilla apagada de un cigarro puro.
—No te muevas —dijo por fin. Ewing miró a su izquierda viendo allí a Platt, de pie, sin sombrero, con la nariz sangrante.
—¿De qué huíais, amigos? —les preguntó el hombre rollizo.
Ewing no contestó. El negro joven que ocupaba el asiento delantero clavaba la mirada al frente, sin mirar, como si no escuchara. Estaba esposado al volante. También estaban esposados los conductores del camión grúa y del primer camión de mudanza. Los tres tenían idéntica expresión vacía.
El de cara redonda parpadeó, movió el cigarro de sitio. Con la cabeza indicó el viejo "Lincoln":
—¿Es vuestro ese cacharro?
—Es mío —dijo Platt, avanzando—. Lo apartaré...
La escopeta hizo un movimiento brusco y Platt se detuvo.
—No te muevas —dijo el de la cara redonda—. Vale, Percy.
El negro joven pulsó el botón de puesta en marcha con la mano libre y el descapotable se puso en movimiento. En su parte delantera, los eslabones de una pesada cadena chirriaban rozando el suelo mientras, detrás, otra cadena similar se tensó con un sonido metálico seco. Un momento después comenzaron a moverse los otros vehículos. Al transmitirse el movimiento a lo largo de la hilera, se repitieron los ruidos de cadenas y de motores.
El camión grúa avanzaba lentamente. Su ancho parachoques de madera delantero chocó con el posterior del "Lincoln", embistiéndole.
El "Lincoln" se movió un poco, se estremeció, impulsado hacia el lateral del camino. Su rueda delantera derecha se salió del borde. El camión grúa, en primera, dio otro empujón. El "Lincoln" se inclinó hacia el estrecho cañón que separaba el camino y la casa.
Quedó suspendido, reacio a caerse, y finalmente se despeñó con estrépito contra el costado de la casa. Del interior surgió un grito de sobresalto. Cayó una teja del techo deslizándose por el lateral visible del "Lincoln". Se levantó la nube de polvo. Las ruedas dejaron de girar.
La caravana se detuvo poco a poco. El hombre rechoncho prestó de nuevo toda su atención a Ewing y Platt. Lo hizo a propósito, como si en su interior hubiera engranajes macizos en marcha. Hizo un guiño, apretó el cigarro en la comisura de los labios y dijo:
—¿Por qué aparcas un coche en el camino?
A Ewing le pareció ver una cara en la ventana del dormitorio. Dijo con desgana:
—No pasa nadie por aquí. Este camino no conduce a ninguna parte, excepto a un rancho que hay al otro lado. Ahora está abandonado, hay una barrera.
El hombre rechoncho digirió esta explicación en silencio. Movió el puro otra vez de sitio.
—¿Sí? —Mordía el cigarro con expresión de asco, lo apartó de la boca, escupió y volvió a morderlo—. ¿Es muy grande ese lugar?
—¿El rancho? No tengo la menor idea —dijo Ewing secamente.
Platt miraba con tristeza su coche volcado entre la ladera y la casa.
El hombre rollizo miró fijamente a Ewing.
—¿Lo has visto?
—Vi la casa... desde lejos. Ya le dije que no sé nada acerca del rancho.
El otro quedó pensativo:
—¿Sólo hay una casa?
—Yo vi sólo una.
El tipo rechoncho asintió con la cabeza después de otra pausa. Equilibró la escopeta sobre la rodilla, sacó un pedazo de papel y un lápiz casi gastado de su bolsillo de la camisa y trazó una línea gruesa a través del papel.
—Bien. Que se vaya todo al infierno —dijo, guardando lápiz y papel con la misma cachaza de antes. Empuñó de nuevo la escopeta y miró a Ewing—. ¿Vives aquí?
Ewing asintió:
—¿Otras personas?
—Nadie más —dijo Ewing con aspereza—. Sólo mi amigo y yo.
—No me vengas con historias. ¿De qué vives?
Ewing contestó, mordiendo las palabras:
—Soy físico experimental.
En vez de soltar un gruñido, como lo esperó Ewing, el hombre gordo se limitó a indicar a Platt con la cabeza.
—¿Él también?
—Sí.
El otro respiró por la nariz, clavada la mirada en el suelo, cerca de los pies de Ewing, mordiendo el cigarro de vez en cuando. Dijo por fin:
—Bajad de ahí, saltad la cadena y acercaos.
Eso hicieron y entonces él bajó del coche y se plantó a su lado, en el camino.
—Andando.
Echaron a andar camino abajo.
—¿Sabe disparar con armas de fuego tu esposa? —preguntó a Ewing mientras caminaban.
—No —contestó Ewing. Era la verdad.
En silencio llegaron hasta el porche delantero y abrieron la puerta. Fay y las niñas estaban esperando en la salita de estar.
—Me llamo Krasnow —dijo el hombre rollizo—. Herb Krasnow. Durante siete años fui carpintero de navío en San Diego y antes de eso estuve en el cuerpo de Marines, así que no cometan el error de pensar que no voy a utilizar la escopeta.
La cara de Krasnow era redonda, la nariz corta y ancha, la boca y la barbilla se confundían perdiéndose entre sus enormes carrillos. Los ojos daban la impresión de pertenecer a otra persona: penetrantes bajo las cejas negras y descuidadas. Apenas enseñaba los dientes al hablar. Cuando lo hizo por un momento, Ewing vio que eran cortos, amarillentos y separados entre sí. Vello negro le cubría los brazos y las manos; sus dedos eran gruesos, en forma de espátula, con las uñas muy recortadas y ribeteadas de negro, propios del hombre acostumbrado a trabajar con las manos. Por su mugrienta gorra y la manchada camisa, se le hubiera podido tomar por un camionero, o un obrero de los que arreglan las calles de la ciudad. Ewing pensó que había visto millares de hombres como éste durante su vida, pero que nunca vio a uno tan de cerca.
Cuando Krasnow se retiró la gorra de la frente, envejeció inmediatamente. Débiles mechones de pelo húmedos le cubrían apenas la calva. Se sentó en la silla, junto a la ventana, de cara a los Ewing y Platt que se apretujaban uno junto al otro en el sofá. Krasnow balanceaba la escopeta sobre un muslo, dando a entender que esa posición le permitiría disparar en cualquier momento.
—Mi mujer murió hace un par de años —dijo—. Estoy completamente solo en el mundo, así que me digo... ¡Qué diablos, tengo tanto derecho como otros a tener mujer propia!
Ewing dijo con indignación:
—Una filosofía hecha a su medida. ¿Y esos que están en el camino...? ¿No tienen derecho a lo mismo?
—¡Vaya descaro tiene usted! —exclamó Fay—. ¿Se cree un dios? ¡No puede tratar así a la gente!
Krasnow meneó la cabeza.
—Ellos harían lo mismo conmigo. Me arriesgo como lo hicieron ellos. Tal vez podrían atacarme y adueñarse de la situación. Estoy yo solo.
Platt se inclinó hacia adelante apoyado sobre sus piernas cruzadas. Se doblaba como una navaja de bolsillo, todo articulaciones y manos huesudas. Tembló el cigarrillo que sujetaba entre los dedos, desparramando ceniza.
—¿Cuándo dormirá, Krasnow?
La carcajada que soltó Krasnow sonó como un ladrido.
—Sí, ha dado en el blanco, amigo. Llevamos un día y medio viajando y apenas he podido echar algunas siestas. Percy, el negro, me asesinaría a la primera oportunidad. Supongo que no podré dormir en un par o tres de noches. Me hago viejo. Diez años atrás lo hubiera resistido mejor.
—Usted debe estar loco —dijo Ewing—. Lo que dice es imposible. No podrá vigilar indefinidamente a esa gente... alguna vez tendrá que dormir.
Krasnow agitó la cabeza.
—Ahora hay que tener esclavos. —Lo dijo como si aludiera a un hecho positivo—. Es lo único que importa. Es la única forma de hacerles trabajar. ¿Quién, sino, haría el trabajo?
—¿Qué trabajo? —preguntó Ewing—. ¿No comprende que ahora todo es gratuito... poder, maquinaria, todo lo que proporciona un Gismo. Más adelante habrá Gismos mayores para cosas como automóviles y casas prefabricadas. ¿Qué se propone? ¿Construir una pirámide o algo parecido? ¿Por qué no se queda con su Gismo y deja libres a esas personas?
—No, está usted diciendo disparates. Todos tienen su Gismo, ¿y qué con eso? Ah, no, amigo. Ya se dará cuenta de que sólo existen dos soluciones: conseguir esclavos o convertirse en uno de ellos.
—El poder aborrece el vacío —dijo Platt con una voz singularmente ablandada. Examinaba con atención la colilla de su cigarrillo encendido—. ¿Cómo piensa retenerles allá en la granja? En cuanto puedan le cortarán el cuello para salir huyendo. ¿Qué pasará entonces?
Krasnow le miró con curiosidad.
—Aún tengo que resolver este problema. Por el momento, los vehículos están encadenados entre sí y cuento con bombas de demolición que puedo accionar por onda corta. Hay una en cada coche. No es un buen recurso, pero resulta. Más adelante tendré que pensar en algo mejor. Ustedes que son listos, ¿no tienen ideas?
—Tal vez —contestó Platt apretando los dientes. Sostuvo la mirada de Krasnow.
—Claro. Bien, entretanto necesito un sitio que tenga tapias —Krasnow suspiró—. Me hablaron de esa granja, y decidí echarle un vistazo. Sin embargo, por lo que les he oído decir a ustedes, no creo que interese. Me dirigiré hacia la costa. Hacia el norte hay muchas villas de señorones que apenas van por allí en todo el año. Puede que se me adelanten otros, pero en cualquier caso, ya me las apañaré.
Krasnow se puso de pie.
—Ewing, ¿quiere mucho a su esposa y a las niñas?
Ewing sintió un calambre de miedo y rabia en los músculos de la cara.
—Esto no le importa.
Krasnow movió la cabeza, muy despacio.
—Pues claro que me importa. Bueno, escucha, amigo. Si no quieres verlas muertas, harás lo que te diga, ¿estamos?
Ewing tenía la garganta reseca, no podía hablar.
Krasnow prosiguió:
—Te vendrás conmigo. Me has caído bien y me gusta tu familia. Me serás útil siendo un científico. Así que empieza a acostumbrarte a la idea. Vamos, afuera... sí, todos. Quiero enseñarles algo.
Salieron al patio. Parpadeando a causa del deslumbrante resplandor, Krasnow y Platt se miraron con pesar. La sombra del arma de Krasnow proyectaba una corta línea oscura en el suelo que les separaba.
—No me sirves ni puedo fiarme de ti —dijo Krasnow—. Así, que echa a correr.
Ewing les miraba con incredulidad. Vio que Platt, sin apartar sus ojos de los de Krasnow, se estremecía y luego ponía el cuerpo rígido. Un instante después, del hombre alto sólo se veían codos y rodillas, corriendo ladera abajo, hacia el terraplén, zigzageando mientras intentaba resguardarse en el turbinto más próximo...
El disparo de escopeta sonó como el fin del mundo. Aturdido, sin comprender, Ewing vio desplomarse el cuerpo de su amigo entre las malas hierbas. Chillaron las niñas. El aire se llenó del acre olor a pólvora. Entre las ramas, Ewing pudo ver lo que quedaba de la cabeza de Platt: un guiñapo rojo y gris. Las piernas seguían pataleando, pataleando...
El rostro de Fay estaba lívido. Miró a Ewing y las pupilas de sus ojos empezaron a girar, extraviada la vista. Él la sostuvo antes de que se le doblaran las rodillas.
—En cuanto vuelva en sí —dijo Krasnow en tono reposado—, empiecen a cargar lo que necesiten en la caravana. Les concedo media hora. Y entretanto vaya usted pensando por qué hice eso. —Y con la cabeza indicó el cuerpo entre las hierbas.
Arriba, en el camino, los rostros de los ocupantes de todos los vehículos estacionados se habían vuelto a mirarles. Sus expresiones no habían cambiado, pero fue como si un hilo común les hubiera sacudido a todos a un tiempo, como a simples marionetas.
Al anochecer, la caravana enfiló hacia el norte siguiendo la carretera de la cordillera en dirección a Tejón Pass. El aire era fresco. A la izquierda de Ewing, el sol descendía tras las montañas entre fajas de luz escarlata y naranja; los faros del camión de delante destellaban en la penumbra del ocaso.
Fay y las niñas viajaban en uno de los remolques, compartiéndolo con la familia de otro pobre diablo. Ewing estaba solo con la noche inminente, con el ronroneo del motor, esposada su muñeca al volante.
Un esclavo...
Y padre de esclavos.
Había tenido tiempo de reflexionar la última frase de Krasnow. Krasnow asesinó a Platt para darles una lección práctica y también porque sabía que Platt nunca hubiera sido un buen esclavo... Demasiado inquieto e impulsivo. Además, Platt era soltero. Platt no tenía condiciones para esclavo.
Condiciones para esclavo...
Resultaba curioso pensar que había tipos físicos incluso entre los nativos del Congo que jamás habían oído hablar de físicos... y tipos de esclavos entre los físicos de América, que habían olvidado que existiera algo llamado esclavitud.
Y era curioso que resultara tan fácil admitir la verdad sobre sí mismo. Mañana, cuando hubiera dormido y el sol estuviera ya alto en el cielo, él volvería a encenderse de indignación —una indignación que se moderaba tan fácilmente—, jurándose, inútilmente, que escaparía, que mataría a Krasnow, que salvaría a su familia... Pero ahora, a solas, sabía muy bien que jamás lo haría. Krasnow era lo bastante listo para ser "un buen amo". Ewing movió los labios: la frase era amarga.
¿Y dentro de cincuenta o cien años? ¿No se quebrantaría la sociedad de esclavos? ¿No sería el Gismo lo que Ewing había deseado que fuera, un medio emancipador? ¿No aprenderían los hombres a respetarse unos a otros, viviendo en paz?
¿Valdrían la pena entonces la miseria y la muerte? Ewing sintió respirar la tierra bajo sí mismo, un largo y lento movimiento ondulante del gigante dormido... Entonces, ¿había obrado bien o mal?
No lo sabía. El coche avanzaba, siguiendo los faros posteriores del camión de delante. Desde el oeste, la oscuridad se extendía lentamente, segando la tierra.