Capítulo II
EL sol, poco después del
mediodía, proyectaba un deslumbrante aro de luz en torno de cada
sombra en la penumbra. A excepción de este resplandor y de dos o
tres destellos metálicos delatados por el rayo de sol, la
habitación estaba en las tinieblas. El aire estaba cargado y
caliente. Sobre el banco de laboratorio había una mezcolanza de
equipo electrónico en descuidado montón. En el suelo había un libro
tirado entre pilas de papeles, cintas aislantes y alambre. Al otro
extremo, en un rincón, la mitad de una pila maciza de papelotes
había caído de la precaria pirámide colocada encima del archivo.
Por debajo de esos libros sin encuadernar y desparramados asomaban
las piernas y el cuerpo de un hombre.
Los libracos se agitaron, elevándose y
separándose con ruido de ultratumba. Apareció una cabeza coronada
de polvo. Una mano sostuvo la cabeza. Hubo un gemido.
El señor Gilbert Wall, de Western
Electronics, se incorporó penosamente y, sentado, miró a su
alrededor. Llevaba el cabello enmarañado y la cara sucia. Aparecía
una enorme contusión que empezaba a volverse amarilla y azul
alrededor de su ojo derecho, el cual estaba casi cerrado a causa de
la hinchazón. Wall se palpó la magulladura con sumo cuidado y
volvió a gemir.
"Un maníaco", murmuró para sus
adentros.
Aún sentado, se irguió un poco más, asaltado
por un temor repentino.
—¿Ewing? —llamó. No hubo respuesta.
Parpadeando se volvió y descubrió la luz que
resaltaba en la penumbra. Consultó su reloj de pulsera.
—¡La una y cuarto! —exclamó.
Miró en torno suyo con consternación y se
levantó con dificultad. Estaba sobresaltado cuando se acercó al
banco. Sus manos no hallaban lo que buscaban. De nuevo miró a su
alrededor, aturdido.
—¡Dios mío! —dijo.
Junto a la puerta, había un teléfono en la
pared. Viéndolo, Wall fue hacia allí. Descolgó el aparato, oyó la
señal para marcar y accionó el "0".
—Señorita —su voz sonó temblorosa— póngame
con Los Angeles. —Dio el número—. Deseo hablar con Nathan Mac
Donald... Nathan... con N de necio...
Así es. De prisa, por favor. Es urgente.
—Todas las líneas con los Angeles están
ocupadas —replicó la voz—. ¿Prefiere esperar o que vuelva a
llamarle?
Wall tragó saliva.
—Señorita, al habla Roy M. Jackson, del
Federal Bureau of Investigation. Se trata de un asunto de interés
nacional. Ahora, consígame esta llamada, por favor.
Se produjo una pausa.
—¿Tiene la bondad de darme su número de
identificación, señor?
Maldición.
—Señorita, aún no lo tengo porque soy nuevo
en el cargo. Tendrá que creer en mi palabra. Tengo que hacer esta
llamada.
—Señor, no puedo intervenir una línea
principal a menos que me facilite su número de
identificación.
—Póngame con la vigilanta.
Momentos después, se oyó otra voz:
—Señor, aquí la señorita Timmins. ¿En qué
puedo servirle?
Wall repitió su historia con voz de
apasionada sinceridad.
—Un momento, por favor. Diré a la operadora
que le comunique con la oficina del jefe de policía de
Clearwater.
—¡No quiero la policía, quiero hablar con
Los Angeles! —dijo Wall, furioso.
—Es todo cuanto puedo hacer por usted,
señor. Si el jefe Underwood responde por usted o acude a nuestras
oficinas de la telefónica para mostrarnos su
identificación...
—Póngame con el jefe —dijo Wall.
Pensaba: "Underwood... ¿Por qué será que me
suena el nombre?"
Ya lo había recordado cuando consiguió la
comunicación con el hombre.
—Underwood, al habla Gilbert Wall. —(Si la
operadora estaba escuchando, allá ella)—. Es posible que me
recuerde usted. Nos conocimos en la convención Masónica hace dos
años... ¿No se acuerda de que nos presentó Norman Hodge?
—¡Naturalmente que le recuerdo, señor Wall!
—contestó la voz de Underwood. (La memoria nunca fallaba. Wall
imaginó mentalmente el rostro del hombre: servil, obsequioso, el
típico funcionario público resentido de una pequeña ciudad.)
—Vaya, vaya, ¿cómo está usted?
—Bien, ¿y usted?
—Ya ve, tirando. No puedo quejarme. ¿Puedo
servirle en algo?
Wall se llevó la mano al nudo de la
corbata.
—Underwood... ¿su nombre es...? —¿Cómo
diablos se llamará ese tipo?— ¿Ed?
—Sí, Ed.
—Llámeme usted Gil, ¿eh? Verá, Ed, tengo un
problema. Paso el día en Clearwater por un asunto confidencial. No
puedo hablarle de ello por teléfono, pero, y eso que quede entre
nosotros, cierto señor Hoover se interesa mucho en esto.
—¡Oh! ¿De verdad? Bueno, ya sabe que todo lo
que esté en mi mano...
—Sólo una cosa, Ed. Debo hacer una llamada
urgente a Los Angeles, pero ocurre que las líneas están ocupadas.
Comprenda que estoy trabajando contra reloj, Ed. Cuenta cada minuto
que pasa. ¿Sería tan amable de hablar con la vigilanta de
telefonistas, una tal señorita Timmins, respondiendo por mí... A
propósito, espero que cenemos juntos antes de marcharme, Ed. Ello
me dará la oportunidad de explicarle las cosas con más
detalles.
—Ah, muy bien, Gil —dijo Underwood—. Será
espléndido. Veamos, usted desea que yo le diga a la vigilanta
que...
—Dígale sencillamente que me conoce y que
tenga la amabilidad de conseguirme la llamada. Dígale también que
mi número de teléfono es el —Wall leyó el número del disco de su
teléfono—. Si le parece bien, pasaré a recogerles a usted y a su
familia alrededor de las ocho, ¿de acuerdo?
—Espléndido.
—Espléndido, Ed. Hasta luego y un millón de
gracias.
Sudando, Wall colgó el aparato y revolvió en
sus bolsillos buscando un cigarrillo.
El teléfono sonó al cabo de algunos minutos.
Wall lo descolgó con gesto rápido.
—Al habla Gilbert Wall.
—¿Es usted quien solicitó hace poco rato una
llamada con Los Angeles?
—Sí, yo soy, operadora.
—Señor, antes me dio usted otro nombre, ¿no
es cierto?
—En efecto —replicó Wall con frialdad—, me
vi obligado a darle mi verdadero nombre al jefe Underwood para que
pudiera identificarme.
Hubo cierta indecisión por parte de la
operadora.
—Bien, en seguida le pondremos con el numero
que solicitó —dijo la voz con cierto titubeo—. No se retire, por
favor.
Wall esperó, fumando con nerviosismo. Se
alisó los cabellos hacia atrás, se palpó los gemelos de oro para
comprobar que no habían desaparecido y le irritó descubrir que un
botón de la camisa estaba a punto de caerse. La cartera seguía en
el bolsillo interior de su americana; tampoco faltaban la pluma
estilográfica, las llaves ni la libreta de notas.
—¿Diga? —Era una voz masculina
desconocida.
—Tengo una llamada para el señor Nathan Mac
Donald. ¿Está ahí?
Ese era el número, pero, ¿dónde estaba la
señorita Jacobs, la telefonista de la centralilla?
—Está ocupado. ¿Quiere dejarme algún
mensaje?
—Oiga —interrumpió Wall a la operadora—.
Aquí Gilbert Wall. Deseo hablar con Mac Donald.
—¡Ah, señor Wall! Soy Ernie, el botones. En
seguida le pongo con él.
Otra pausa.
—Hola, Gil.
Wall respiró aliviado.
—Hola, Nate. Sólo yo sé lo que ha costado
poder hablar contigo por teléfono, pero ya no importa. Escucha, el
tal Ewing es un loco. Sí, hablo en serio. En primer lugar, Nate,
los informes secretos que conseguimos eran verdaderos. Su chisme,
ese Gismo, funciona. No hay duda sobre
esto. —Le extrañó el silencio—. ¿Alo?
¿Escuchas, Nate?
—Te he oído.
Wall recordó el rostro de fuertes
mandíbulas, las facciones duras, la boca, la nariz chata, los ojos
juntos, el cabello gris peinado a un lado, las gafas de montura en
forma de línea recta. Así era Mac Donald: áspero, desprovisto de
emociones incluso en las crisis, y sin embargo Wall percibió algo
en su voz que le inquietó.
—La situación es quizá peor de lo que
suponíamos. Fue imposible hacerle razonar, Nate y lo más grave es
que ese hijo de perra se me escapó. —Wall se pasó el dedo
ligeramente por la sien—. Tal vez tuve yo la culpa. Perdí la
cabeza, le amenacé intentando atemorizarle y... me cogió por
sorpresa. Nunca le hubiera creído capaz de eso. Me tiró algunos
librotes a la cabeza, perdí el conocimiento y por eso no he
telefoneado antes. Nate, he estado inconsciente toda la noche.
Todavía no me he recuperado por completo. Bien, yo creo que se
esconde en alguna parte. Imagino que estará asustado por haberme
agredido. ¿Estás de acuerdo conmigo, Nate?
La voz contestó:
—Probablemente.
—Bien, debemos actuar sin perder un momento,
Nate. Reconozco que he complicado las cosas, pero tenemos que dar
con ese sujeto. Consigue una orden de arresto o... Oye, ¿qué te
parece si les decimos a los de Sanidad Pública que tiene la peste
bubónica...? ¿Nate?
La voz dijo:
—Aquí hay mucho alboroto.
Wall oyó un murmullo lejano, como el de una
multitud que hablara (¿gritaban?). Entonces se oyeron algunos
chasquidos en la línea y por fin sonó de nuevo la voz de Mac
Donald:
—¿Qué planes tienes ahora, Gil?
—¿Planes? —exclamó Wall, desconcertado—.
Bien, podría permanecer aquí, me conviene no deshacer una cita con
el jefe de policía por si necesitamos su colaboración, o si quieres
volveré para discutir el asunto. Escucha, no podemos abandonarlo.
Quiero decir que si a ese maníaco de Ewing le da por ir repartiendo su Gismo... Nate, no me atrevo ni a
pensarlo. Soy incapaz de imaginar lo que pasaría.
—Yo estoy viéndolo —dijo la voz opaca de Mac
Donald.
—¿Cómo? —preguntó Wall un momento después—.
¿Qué has dicho, Nate?
—Veo lo que está sucediendo —dijo Mac
Donald—. ¿Qué supones que estuvo haciendo Ewing todo ese
tiempo?
—¿Qué? —repitió Wall.
—Estos aparatos llegaron en el correo de
esta mañana. Dos en cada caja. Los habrán recibido unas cien
personas. La gente empezó alrededor de las diez a duplicarlos para
dárselos a sus amigos y familiares. Ahora están peleando en las
calles.
—Nate... —a Wall se le quebró la voz.
—También yo tengo uno. Envié a Crawford para
que me lo trajera. Haz lo que te parezca mejor. En cuanto a mí, sé
de un lugar en Wyoming que está construido como si fuera una
fortaleza... Tiene capacidad para un ejército entero. Bien,
cuídate, Gil. Nadie lo hará por ti.
—Nate, espera sólo un minuto, no puedo
creerlo...
—Enciende tu TV —dijo Mac Donald. Se produjo
un chasquido y la comunicación quedó cortada.
Wall fijó su mirada extraviada en el
auricular. Después se volvió lentamente. En el banco había una
pequeña TV portátil. Después de dejar el teléfono colgando del
cable, Wall se acercó al aparato y giró el interruptor. La imagen
era borrosa...
"...por todo el Sunset
Boulevard, desde Olvera Street. A continuación, un mensaje
urgente."
Se aclaró la imagen de la pantalla mostrando
unas rayas, pero no apareció ningún rostro.
"El jefe de policía Víctor Corsi dirige una
llamada a todos los cuerpos especiales de policía voluntarios para
que contengan a las multitudes. Sospecho que nadie le escuchará.
Hoy día el problema es éste: ¿Tiene usted un Gismo? Nada más
importa, pueden creerme ustedes. Esta emisora continuará en el aire
para mantenerles informados mientras ello sea posible, pero no será
gracias al cobarde director general J. W. Kidder ni al asqueroso
director de programas Douglas M. Dow, que huyeron hacia las
montañas en cuanto consiguieron su Gismo. Por mí pueden irse al
infierno. ¡Y al infierno la "Pacific Broadcasting Company" y todas
sus afiliadas! ¡Que le den morcilla al alcalde Needham y que se
vayan al diablo los..."
Wall apagó el televisor. Calló la voz y la
imagen fue empequeñeciéndose hasta convertirse en un titilante
punto luminoso que acabó por desvanecerse.