Menos es más.
ESTAR
presente.
Cuando cumplí 13 años sentí una revolución
dentro de mí. Una gran revolución. Algo que pensaba que sólo me
estaba pasando a mí y que nadie más había sentido en la historia de
la humanidad. Lo mismo sentí dos años después cuando me enamoré por
primera vez. Aparte de que hacía ya un tiempo que mis deseos
sexuales habían despertado, sentí como si estuviese floreciendo,
despertando. Como si, de repente, un mundo nuevo hubiese aparecido
frente a mí y especialmente para mí. Sentí como si hasta ese
momento mi vida hubiese sido un poco desgraciada porque, pobre de
mí, los otros niños no me querían en el colegio y no tenía
amiguitos. “Los malos eran los demás, yo era bueno”. Pero a los 13
me estaba convirtiendo en un adolescente e iba a pasar al
Instituto. El Instituto.
Todo iba a brillar allí. Iba a ser como en
los capítulos de Sensación de Vivir
90210, que tanto había visto de pequeño, y, por fin, iba a
llegar al “mundo real”. Porque los doce años de mi vida anteriores
habían sido una mierda y, ahora sí, llegaría el mundo de Sensación de Vivir que, todos lo sabíamos, era el
mundo real, el mundo que yo me merecía. Ese verano fue mi
despertar. Todo lo veía bonito, con esperanza, con planes,
iluminado, soleado y brillante. Tenía tantas ganas de llegar al
Insti. De ser mayor por fin. De ligar, de
ser guay y de ser mejor que los demás. Sí, porque ya me habían
puteado bastante en el colegio. Ahora quería ser más y mejor que
ellos. Yo siempre había sacado buenas notas. Ahora lo iba a sacar
todo Excelente y, encima, iba a ser guay.
Muy guay.
Esta mini—locura (ahora lo veo así) que
podríamos resumir como “Quiero ser Guay”, signifique lo que
signifique eso, me ha acompañado en muchos momentos de mi vida. Y
ése es uno de los patrones que he visto repetido en muchas de las
historias de recuperación que me han llevado hasta aquí. Lo quiero
todo, quiero tenerlo todo, ser el más guapo, el que tenga un mejor
puesto, el que ligue más, el que más venda, el que más todo. Y si
ese “más que” puede implicar de paso que los demás queden por
debajo de mí y que se note, mejor que mejor. Poco importaba que
realmente me interesase lo que hacía, que mi pasión estuviese
implicada en ello, lo que importaba realmente era superarme a mí
mismo y a los demás. Ése era el premio gordo. Y cuando lo tenía, a
por el siguiente trofeo. Era divertido, me gustaba ver a los demás
por debajo aunque aparentemente no se me notase.
Pero ese “más, más y más” se fue
convirtiendo en “menos”. Porque ya “más” no significaba nada,
porque estaba perdido, porque me seguía sintiendo pequeño muchas
veces, porque estar por encima de los demás no me hacía mejor que
ellos, más bien me hacía peor, porque nunca acababa consiguiendo
esa aceptación que quería.
El estar en el momento presente jamás era
suficiente. Todo estaba enfocado en recordar el pasado o en
adelantarme a un futuro que tenía que ser “genial”. Ser quien era
nunca era una opción válida. Realmente pensaba que no era una
opción viable, no porque me quisiese auto—castigar, sino porque
realmente pensaba que yo, tal y como era, no era suficiente, que
tenía que ser “mejor”, siempre más y mejor.
En pocos momentos hasta ahora me he dado
cuenta de que en realidad menos es más. Las veces en las que lo
sentí fueron muy pocas, si lo pienso bien. Dejar de lado el control
nunca fue uno de mis fuertes. Y por eso, esos pocos momentos se han
quedado grabados en mí. Tardes de verano, noches, mañanas de
resaca. Amaba cuando tenía que ir a trabajar un sábado por la
mañana y el día anterior había salido y bebido. No mucho, nunca he
podido beber demasiado, pero dos gintonics ya eran más que
suficientes para mí. Mi jornada de trabajo iba pasando relajada.
Hacía mi trabajo, lo hacía bien, pero mucho más despacio, mucho más
tranquilo, lo cual era muy bueno para mí. E iba recordando las
batallitas de la noche anterior. Que si los bailes que nos habíamos
pegado, que si me había enrollado con tal o me había molado tal
cual. Con los ojillos medio cerrados, viéndolo todo con una especie
de nube que lo hacía todo más ameno, más soñoliento, mejor. Y, de
repente, ya era la hora de recoger e irme a casa. Y no había
pensado en objetivos, ni en hacer más, ni le había dado vueltas a
la cabeza con planes de futuro, ni había perdido mi tiempo pensando
en que si tal o cual eran unos cabrones y me estaban puteando. Sólo
estaba allí e iba haciendo. Tan fácil, ¿verdad? O tan tremendamente
difícil.
Hay días, noches, momentos, que fueron
catárticos de alguna forma. No porque fuesen muy grandes o pasase
algo muy importante. No. Simplemente porque fueron. Y porque estuve
muy presente. Sobre todo porque estuve
presente. Una noche donde nos juntamos todos en casa de una
amiga. Fue todo por casualidad, sin pensar en nada, sin preparar
nada. Fuimos llegando uno, el otro, la otra, poco a poco, y nos
juntamos un montón. Decidimos quedarnos a cenar. Y luego seguir
hablando y jugar a algo, ver una peli. Y luego alguien dijo: “¿Nos
drogamos?” Y apareció el Cristal. Yo me
empecé a poner muy nervioso: “Chicos, que yo nunca me he drogado,
me estoy poniendo muy nervioso”. Y sólo mojé un poco el dedo. Pero
ya noté como si todos los posibles efectos alucinógenos apareciesen
en mí. Y me lo pasé tan bien. Pero no por la droga, que ya digo que
fue una cantidad irrisoria. Fue por todo el conjunto, fue por
ellos, por la libertad, por las conversaciones, por estar allí, por
no estar juzgando o analizando. Por estar.
He ido teniendo de esos momentos, pero para
mi gusto pocos, quiero “más”. Porque cuando los vivo sé que son los
que forman parte de mí. Son mi esencia. Yo soy esos momentos. En
esos momentos soy verdad y soy ahora. Pero la mayoría del tiempo fui muy rígido. Y
sé que así no es mi verdadero yo. No lo es. Recuerdo cuando en 2007
hice en teatro Sexo, drogas y Rock and
Roll. Muchos de mis compañeros me dijeron que habían
disfrutado mucho conmigo, que nunca me habían visto así, que “yo no
era así”. Interpretaba a un chico que estaba hasta arriba de drogas
y explicaba la despedida de soltero de su mejor amigo. Os podéis
imaginar lo suelto que estaba. En cambio, mi madre, que creo yo que
un poco conocerá cuál es mi esencia, no paraba de decir que me veía
totalmente en ese personaje, “que así era yo”. Pero era cierto que
mucha gente de mi día a día no lo veía. Porque siempre he sido muy
correcto, siempre he hecho las cosas muy “como tienen que ser”. Qué
aburrido. Y cuando más he disfrutado ha sido cuando peor las he
hecho. Puede ser mi termómetro para ver por dónde voy bien. No lo
entiendo muy bien, si mi padre siempre me dice: “Tú siempre has
hecho lo que te ha dado la gana. Siempre has salido y entrado
cuando has querido”. Si fuese verdad, si siempre he sido así, ¿por
qué parece que nunca lo recuerdo? No sé en qué momento lo olvidé y
empecé a seguir patrones y esquemas. Qué pesadilla. Algo me hacía
creer que si seguía unas normas, que si me adaptaba a la sociedad,
“a lo que se suponía que”, a lo que se esperaba, todo iba a estar
bien. Y lo peor fue que cuando creía que ya había salido de esa
rigidez, más presente estaba. El ser como un robot, el hacerlo todo
igual, el seguir patrones anticuados. Me daba pavor perder ese
control. Pero, por Dios, si cuando lo he perdido es cuando he
vivido los mejores momentos de mi vida. Iba a poner que “tengo que
seguir practicando”. Pero no, coño, no hay que practicar nada, no
hay que mejorar nada, simplemente hay que ser y estar más.
Mi edificio es el más
alto de los del vecindario. Por eso subo al terrado en cuanto
llegan los días en los que el sol empieza a picar fuerte. Y puedo
ponerme en bolas sin problemas. Únicamente con una precaución. Los
pantalones cortos bien cerca para ponérmelos de un salto cuando
escucho que un vecino mete la llave en la cerradura, que
previamente me he encargado de cerrar para evitar sorpresas. A
veces me despierta una señora entrada en años del bloque vecino que
ha subido para extender su colada, y que cuando me oye cantar se
asoma para ver quién mete esos berridos. Pero sólo es un momento,
no me estropea la tarde. En cuanto se va y vuelvo a quedarme en esa
deliciosa soledad me puedo liberar a los placeres que describen mis
manos cuando se dejan guiar por el calor pegando fuerte en la piel.
Y me relajo, y parece que tenga sentido de nuevo.
11 enero
2006
Quiero volver a sentir mariposas en el
estómago. Sentir que me vuelvo loco. Que quiero que estemos juntos
todo el día. Que quiero besar sin parar. He elegido demasiadas
veces ir a comer al restaurante más barato, no al que más me
apetecía. Ahora me doy cuenta, hay que elegir lo que en realidad
quieres. Echo de menos esa sensación en el estómago. Ese baile de
miradas. Te miro, me miras, retiramos la mirada. Y así estar un
rato hasta que por fin hablamos. Tendré que hacer más visible que
estoy en el mercado. Ésa es una de las claves. Estoy aquí, ahora,
en el mercado.
Me voy a levantar cada
día. Me voy a preparar un buen zumo de naranja y tres tostadas con
mantequilla en calzoncillos. Luego un café con leche, o un té
verde. Me voy a vestir escuchando "le diernière minute". Voy a ver
lo guapo que estoy, mis ojos azules y la luz que entra en mi cuarto
y lo hace más verde.
Voy a ser más golfo
que Alfie.
_
11 diciembre
2005