Amargado.
DURANTE todos esos años, el
estrés se fue apoderando de mí. Siempre he vivido la
responsabilidad como algo extremo, como una carga muy pesada, pero
silenciosa, yo mismo no me daba cuenta de ella. Tenía que trabajar
más, obtener mejores resultados, vender más, mejorar los resultados
del servicio, ganar más dinero, llegar más lejos. Más, más y más,
siempre más. Creo que mi historial familiar religioso tiene mucho
que ver, y ser hijo de hijos de la posguerra también. He crecido
con la sensación de que todo sería y tenía que ser muy difícil. Que
avanzar en la vida sólo era posible a base de mucho esfuerzo, de
sudor y lágrimas. Yo me reía de esos comentarios de familiares y
alardeaba de que eran tonterías y de que yo estaba muy por encima
de esas ideas. Pero la verdad es que lo que mamas de pequeño va
calando poco a poco. A pesar de no querer continuar en casi ninguno
de los trabajos que había tenido a lo largo de mi vida, a pesar de
saber que no eran para mí, siempre tuve una sensación íntima de
“tener que continuar”. Y las pocas veces que se me ocurría pararme
a pensar en serio qué pasaría si daba el salto, si decidía dejar
ese empleo y lanzarme a hacer algo que me gustase más, me asustaba
rápidamente, entraba en pánico y abandonaba la idea
rápidamente.
Cuando me encontraba a personas que hacía
tiempo que no veía, me decían que tenía mala cara, que se me notaba
cansado. Y lo estaba, muy cansado. Tenía un chip insertado dentro del cerebro que me decía que
tenía que estar siempre corriendo, que la prisa era la norma. Mi
padre siempre me preguntaba qué me pasaba, que por qué siempre iba
corriendo. Y ahora me doy cuenta de que era verdad. Siempre tenía
la sensación de que me faltaba algo, de que no tenía tiempo de
hacer algo, de que tenía que conseguir algo más. El momento
presente nunca era suficiente, ni siquiera era válido. Más bien al
contrario, era casi despreciable y tenía que salir huyendo de él
para llegar a algo mejor, a algo más válido. El aquí y ahora era algo que sonaba bonito, pero en
los libros. Siempre encontraba motivos que justificasen mi
ansiedad. Tenía muchísimo trabajo, mis jefes que me pedían más, los
clientes que pedían más, no había tiempo, había que vender más. Lo
que fuese. Me había acostumbrado a vivir de forma permanente en esa
mentira que, aunque sabía que era tal, me atraía de alguna forma y
no podía o no quería liberarme de ella. Llegó a formar parte de mí.
Cuando estaba de vacaciones, cuando tenía todo el tiempo del mundo
para mí, esa sensación de “estar perdiendo el tren” continuaba
presente con la misma fuerza. Esa angustia estaba ahí, y no tenía
manera de quitármela de encima.
Hoy me doy cuenta de que el estrés se
convirtió en rabia sin apenas darme cuenta. Rabia hacia todo. Hacia
mis compañeros, hacia mis superiores, hacia mis clientes. Pero
sobre todo rabia hacia mí por no ser coherente conmigo mismo.