Relaciones.

SIEMPRE me costaron las relaciones personales, en todos los sentidos. En el colegio, desde muy pequeño, los otros niños me daban miedo. Supongo que era porque tengo dos hermanas mayores, y sólo jugaba con ellas. Al llegar al colegio el resto de chicos eran para mí como extraños, gente de la que tenía que desconfiar y a quienes mejor que no me acercase. No obstante, conservo hasta el día de hoy dos amigos del parvulario, Jesús y Marina, que son incondicionales, no importa el tiempo que pase. Empecé a conocer a otros amigos en el instituto, al comenzar a hacer teatro, y en la universidad. Supongo que me empecé a abrir. Pero siempre estaba presente esa sensación de la infancia de que no me iban a aceptar tal y como era, que tenía que hacer algo especial, que tenía que ponerme un envoltorio mejor del que llevaba para que me aceptasen.
En cuanto a las relaciones de pareja, siempre ocurrían más dentro de mi cabeza que en la realidad. Me gustaban los amores imposibles. Enamorarme del chico que jamás se fijaría en mí, entre otras cosas porque era heterosexual, o sentir amores “enormes” pero no correspondidos. Supongo que era una manera de que todo se quedase en el ámbito de lo “potencial”, de lo que podía ser, pero que nunca sería por equis motivos. No se materializaba. Y eso, de alguna manera, me hacía sentir cómodo, seguro. Podía tenerlo todo, pero sólo en mi cabeza. Así no me tenía que ensuciar las manos, no tenía que enfrentarme a las dificultades, a las decepciones, a que te dijesen que no. Siempre estaba jugando en “tiempo muerto”. Y creía que el tiempo muerto era real, que no contaba en el cómputo de mi vida, pero la vida iba sumando realmente.