Perdiendo el control.
Manual de
Instrucciones sobre cómo cargarte tu esencia día a día con
decisiones equivocadas durante unos 10 años.
El ir perdiendo el control de mi vida no
sucedió, evidentemente, en un momento concreto, fue día a día, paso
a paso, creo que durante los diez años anteriores al diagnóstico.
Aunque el proceso se aceleró desmesuradamente los últimos tres
años. De los 20 a los 30 creo que, en vez de construir, fui
destruyendo esa esencia que ahora veo que era perfecta tal y como
era y que durante tanto tiempo desprecié queriendo buscar “algo
más”.
¿Ciencias o
Letras?
Cuando estaba en el instituto tuve un primer
momento de pánico al tener que decidir entre Ciencias o Letras. Me
gustaban ambas, y mucho. Me encantaban las matemáticas y era muy
bueno en ellas. Cada vez que conseguía resolver un problema que me
costaba sentía como si nuevas conexiones neuronales se me fuesen
activando y pudiese ver las luces de las nuevas áreas del cerebro
que se me iban encendiendo. Era una sensación mágica, como si me
excitase. Pero las Letras también me
apasionaban. Adoraba la clase de Literatura. Leer, leer y leer. La
poesía, analizar los textos, comprender mensajes ocultos que se
escapaban a la primera lectura. Siempre he sentido que las
Letras y las Ciencias están muy conectadas. Que son realmente lo
mismo, pero expresado con otro lenguaje. Ambas cosas son Vida, pero expresada de manera distinta. Esos dos
lenguajes eran como un jeroglífico, como una yincana en la que
tenías que ir resolviendo acertijos que te llevaban a un premio
final, a un tesoro escondido. El premio estaba allí, sólo tenías
que descubrirlo, y eso me ponía mucho. Tenía que darle vueltas a
las palabras, a los números, a mi mente, estrujarla, y al final
llegaría a resolver el misterio. Así que decidir entre Ciencias o Letras era
como elegir entre mamá o papá. No lo sé. No me hagáis decidir, por
favor. Lo quiero todo. Así que para quedarme en un término medio,
elegí el Bachillerato de Ciencias
Sociales, que era como el “azucarillo”, como no definirme.
Tenía matemáticas, tenía economía, tenía historia y, por qué no
decirlo, tenía salidas. Muchas salidas. Eso me daba dos cursos más de margen para
decidir qué carrera quería estudiar.
Cuando llegó el momento de la selectividad llegó el drama. Tenía nota más que de
sobra para hacer la carrera que quisiese. Y me llamaban la atención
muchísimas. Unas que pedían un ocho para entrar y otras en las que
necesitabas un simple cinco. Filología
Hispánica, Psicología, Arte Dramático, Publicidad,
Empresariales... Al final me apunté a Publicidad y Relaciones Públicas. La gente se
mataba por entrar, pero no todos lo conseguían porque pedían un
notable alto. Era la carrera de moda, modernilla, tenía idiomas,
salidas, qué más podía pedir. Le pregunté a muchísimas personas.
Valoré todos los pros y contras de todas las carreras que me
interesaban. Los análisis de las guías de estudios, las opiniones
de la gente que respetaba, hice varias listas y esa carrera ganaba
por goleada. Pero se me olvidó un pequeño detalle, preguntarme a mí
mismo qué quería hacer. Comencé el curso. Todos mis compañeros
eran, como yo, los primeros de su promoción, los mejores de su
clase. Había un buen festival de egos en aquellas aulas. Pero la
mayoría de ellos tenían algo que yo no tenía. Podía ver en ellos
ganas, una pasión por el mundo de la publicidad que yo ni por asomo
tenía. ¿Qué hacía yo allí? ¿Publicidad? ¿Pero cuándo me había
interesado a mí la publicidad? Así que lo intenté el primer mes, el
segundo, pero antes de que acabase el primer trimestre lo dejé. No
me presenté a los exámenes. Eso para mí fue duro, muy duro, porque
casi siempre había obtenido Excelente en
todo y el no presentarme siquiera a la convocatoria era una gran
derrota. En mi familia fue como un pequeño gran drama. “¿Qué está
haciendo este chico con su vida?” “¿Se estará echando a perder?” Y
la verdad es que estaba perdido, muy perdido. Pero pensándolo bien
fue uno de los primeros momentos en mi vida en los que decidí no
hacer algo que no quería hacer realmente, aunque fuese incómodo.
Aunque fuese doloroso. Le pesase a quien le pesase. El primer mes
después de dejar la universidad estuve bastante perdido. No sabía
qué hacer, a dónde ir, y me pasé la mayor parte del tiempo en el
piso de unos amigos mayores que yo, fumando, riéndome y pasándomelo
muy bien. Al mes encontré un trabajo en una empresa de telemarketing y recuperé un poco la sensación de
tranquilidad, tenía una rutina, ganaba algo de dinero. Ya no era
una oveja descarriada.
Llegó el momento de elegir qué hacer el
siguiente año escolar. Sabía que quería volver a la universidad, no
podía echar a perder mis notas y mis capacidades, así que de nuevo
comenzó “la búsqueda”. Pero no había aprendido la lección muy bien.
Comencé a preguntar de nuevo a todo el mundo qué era lo mejor para
mí, cuál era la mejor opción. Y apareció ante mí la gallina de los
huevos de oro. El Dorado. Una nueva carrera, Empresa Internacional. Era como Empresariales, también de tres años, no parecía muy
difícil, incluía idiomas, inglés y francés que me encantaban,
marketing, muchas salidas. Parecía la opción perfecta. Así que me
apunté de cabeza. Comenzó el curso y, de nuevo durante el primer
trimestre, sentí que no me acababa de convencer, que no me
apasionaba. Pero decidí que no iba a tirar la toalla como el curso
anterior. Además esta vez había hecho un grupo de buenos amigos con
los que me lo pasaba genial y que a día de hoy siguen siendo mis
amigos. Aprendía inglés y francés, no era demasiado complicada y
existía la promesa de poder hacer una beca Erasmus el último año. Así que continué. No me
arrepiento, pero sí que reconozco que no me apasionó. De nuevo era,
como tantas otras veces en mi vida, un “comodín”. Estaba jugando, o
eso creía yo, en tiempo muerto. Una apuesta segura sin aparentes
consecuencias.
El último semestre de la carrera sí me
apasionó. Hice el Erasmus y me fui a
Francia. Estar solo en un país nuevo es una experiencia que todo el
mundo debería vivir. Aprender a ser independiente, a sacarte las
castañas del fuego, a relacionarte con gente nueva, a no tener
tantos miedos. De las mejores experiencias de mi vida, y gracias a
la cual conocí a amigos de todas partes del mundo con los que hoy
sigo teniendo relación. Pero el Erasmus
acabó y yo estaba contentísimo porque cuando regresase a Barcelona
me esperaba un trabajo muy bueno en la Zona de
Actividades Logísticas, de transitario. Un trabajo de lo mío.
Dios, qué aburrimiento. Cada día iba con la moto a un lugar donde
no había vida e iba despachando camiones que llegaban llenos de
mercancías. Entretanto, yo miraba en Internet los nuevos estrenos
de cine y de teatro. No sabía qué diablos hacía allí, el malestar
iba creciendo dentro de mí hasta que poco tiempo después decidí
dejarlo, aunque en mi interior sintiese una sensación de
culpabilidad horrible porque estaba dejando un “buen
trabajo”.