Capítulo 92
Córdoba, año 997
Cuando los llevaron ante el cadí de Córdoba, y éste los envió a una lúgubre mazmorra bajo la acusación de instigar a la rebelión en el campamento de los mercenarios, supusieron que terminarían pronto sus días; que en cualquier momento los pondrían en manos del verdugo para que les separara la cabeza del cuerpo. Por eso, se despidieron con un abrazo y rezaron cuando apareció uno de los guardias por la puerta diciendo:
—¡Vamos, arriba!
Ambos hicieron ademán de salir, pero el guardia le dijo a Juan:
—No, tú no; sólo el viejo.
—Yo voy con él —insistió Juan.
Pero el guardia le dio un empujón y tiró sólo de la cadena de Asbag para sacarlo de allí. El mozárabe se volvió hacia su compañero y le dijo sonriendo:
—¡Hasta la vida eterna!
Le condujeron por los obscuros pasillos que rezumaban agua por todas partes, hasta la escalera que ascendía a la luz exterior. Luego un patio, más escaleras y nuevamente pasillos. El obispo, renqueante, apenas podía seguir al guardia que avanzaba a toda prisa delante de él. De repente se encontró en la calle, a la puerta de la prisión. Sin darle más explicaciones, lo entregaron a dos fornidos guerreros armados hasta los dientes que le subieron a una mula.
—¿Adónde me lleváis? —preguntó el obispo.
—Pronto lo sabrás —fue la única contestación que obtuvo.
Salieron de la ciudad por la puerta de los zocos que era conocida como Bab al-Chaid y enfilaron un amplio y polvoriento camino, paralelo al río, fuera de la medina, en dirección a unas altas murallas de adobe que se levantaban más allá, hacia oriente.
Asbag adivinó enseguida que se trataba de al-Medina al-Zahira, la nueva ciudad que Almansur se había construido en las afueras y adonde se habían trasladado los altos funcionarios de la administración del primer ministro. Entonces supuso que era allí donde se impartiría la justicia en el nuevo régimen.
La ciudad era tan espléndida o más que Zahra; grandes palacios se alineaban en sus amplias calles y reinaba la limpieza y el orden; había jardines regados, con árboles frutales, parterres con flores variadas y enormes jaulas repletas de pájaros exóticos.
A través de uno de los jardines, condujeron al obispo a un gigantesco palacio, con tres niveles de galerías en la fachada y bellísimos estucos. Había guardias por todos lados, sirvientes lujosamente vestidos y un exquisito orden por todas partes. Excepto por el rumor de las fuentes y un dulce canto de avecillas, el silencio era total.
—Tú espera aquí —le dijo el guardián a Asbag a media voz.
Era un amplio patio con numerosas ventanas al interior en sus altos muros. Allí aguardó poco tiempo, hasta que apareció un mayordomo que le indicó con un gesto que le siguiera. Atravesaron frescos pasillos y acogedoras estancias hasta llegar a una antesala, donde fue puesto en manos de otro mayordomo que le indicó con gesto altanero que se sentase.
El mayordomo también se sentó, junto a él, en un lujoso sillón. Era alto, delgado, con una mirada serena y un toque irónico en la comisura de sus labios. Transcurrió un largo rato, que a Asbag se le hacía eterno; se impacientó y le preguntó al mayordomo:
—¿A qué esperamos?
—¡Chsss…! —siseó largamente el mayordomo, llevándose el dedo a los labios.
Pasó otro largo rato, sin que se escuchase siquiera el vuelo de una mosca, y finalmente se abrió la gran puerta de la antesala, por la que apareció un tercer chambelán que hizo un gesto a Asbag para que se pusiera en pie. Entró todavía un chambelán más y le indicó al obispo que le siguiera.
Pasaron a una gran sala despejada, en cuyo fondo se encontraban varios hombres conversando en torno a una mesa de bronce rematada con ónice. Con un movimiento de la mano, el mayordomo le ordenó a Asbag que se detuviera y aguardara a cierta distancia.
Desde donde estaba, el mozárabe no alcanzaba a oír lo que los hombres estaban hablando entre sí, pero se fijó en cada uno: eran cinco, de edades semejantes, rayando la cincuentena; su aspecto y sus ademanes evidenciaban que eran militares de alto rango, generales o visires guerreros. Uno de ellos destacaba sobre los demás y se veía claramente que era el jefe de todos, por la deferencia que los otros mostraban hacia él. Sin embargo, el trato entre ellos era distendido; bromeaban, reían y bebían constantemente en las copas que, hábil y delicadamente, estaba presto a llenar un criado.
Asbag vio cómo el chambelán se acercaba discretamente y le decía algo al oído al que parecía ser el superior de los otros. El hombre miró hacia Asbag desde lejos. Después se puso en pie, dejó su copa en la mesa y avanzó hasta el obispo por el medio del salón.
A medida que se acercaba, el mozárabe no tuvo ya ninguna duda de quién se trataba: era Abuámir.
Cuando estuvo frente a él, lo reconoció sin ninguna dificultad. Aunque la última vez que lo vio era un joven de veintiséis años, y ahora abultaba el doble, su estatura, sus ademanes y el conjunto de la persona habían cambiado poco. Lo dos se estuvieron mirando sin decir nada por un momento. Almansur sonreía, sin distancias, como si no hubieran pasado treinta años.
—¿Eres Asbag? —le preguntó al mozárabe—. ¿Eres tú en persona? ¿Estás vivo?
—Sí, ya ves, Abuámir; Dios ha cuidado de mí.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —rio él entusiasmado—. ¡Es increíble! ¡Quién lo diría, quién podría jurarlo!
Regresó junto a los otros militares y les despidió. Después condujo al obispo hasta los divanes y lo invitó a que se sentara. Le ofreció vino. Él también se llenó la copa.
—Me alegro, me alegro sinceramente de verte —dijo Abuámir—. Cuando me dijeron que habías regresado no podía creérmelo.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Asbag.
—¿Quién iba a ser? Subh. Le faltó tiempo para venir a mi palacio para intentar aterrorizarme con una sarta de supercherías de las suyas: que Dios te había mandado, que mi hora estaba cerca… ¡Qué sé yo cuántas otras tonterías! Creí que era otra de sus invenciones para fastidiarme; pero luego supe que un anciano obispo había sido hecho prisionero en el campamento por instigar a los cristianos… ¡Qué atrevido eres! Si no llego a enterarme de que te habían apresado, a estas horas… ¡Dios sabe qué te habría pasado!
Asbag no salía de su asombro. Se había imaginado a Almansur como una bestia cruel y sanguinaria; distante, encerrado en su mundo de poder y ambición. Y tenía frente a sí a Abuámir, algo más viejo, más grueso y con la barba encanecida, pero con la misma mirada despierta del joven que conoció entonces.
Durante un buen rato desapareció el abismo de tiempo que se abría entre ellos. Hablaron. El mozárabe le contó sus peripecias, y Abuámir las escuchó atentamente. Después hubo silencio. Entonces el abismo apareció: no quedaba más remedio que hablar del pasado; el tema estaba en el ambiente. El obispo fue directamente a lo que le interesaba y le preguntó al ministro por las comunidades de cristianos, por las persecuciones que habían sufrido hacía diez años.
Abuámir puso cara de circunstancias. Reflexionó por un momento. Luego, en tono de fastidio, dijo:
—¿Crees que fui yo quien echó a esos cristianos? ¿Crees que me molestaban? ¿Piensas que yo me ocupé de quitarlos de en medio porque los consideraba peligrosos? Te equivocas. Las cosas son mucho más complicadas. Fue el propio pueblo de Córdoba el que empezó a perseguirlos. Las cosas cambian; la gente cambia, de la noche a la mañana… ¿Sabes cuántos ulemas hay en Córdoba? ¡Cientos! Ulemas que no son como los de antes; no, ahora son cada vez más fanáticos. ¿Y crees que tus cristianos eran como los de antes? ¡Te equivocas! Nada era ya como antes. Venían predicadores del norte a enardecerles; surgieron conflictos, rebeliones. Llegaban constantemente noticias de incursiones en las fronteras. Los reyes, los condes y los obispos de los reinos cristianos querían a toda costa la guerra. La querían y la tuvieron, ¿íbamos a quedarnos los musulmanes de brazos cruzados? Si no me hubiese movido, ¿qué habría pasado? ¿Les íbamos a dejar que bajaran cada día un poco más hasta meterse aquí, en nuestras barbas?
Asbag escuchaba en silencio los razonamientos de Abuámir, intentando comprender; pero eran tantos los interrogantes que se amontonaban en su mente que no era capaz de ver un sentido claro a todo aquello. Decidió entonces preguntarle acerca de Subh y del califa Hixem. Al fin y al cabo, fue él quien introdujo al joven administrador en la intimidad de los alcázares. ¿No tenía derecho a querer saber por qué había relegado al hijo de Alhaquen? Se lo preguntó sin rodeos. Abuámir se irguió, enrojeció de cólera y respondió también sin rodeos.
—¿Sabes quién habría gobernado una vez muerto Alhaquen si yo no hubiera intervenido? Yo te lo diré: los eunucos Chawdar y al-Nizami. Y cuando ellos hubieran muerto de viejos, después de haber manejado a Hixem a sus anchas, otros eunucos de palacio habrían tomado el relevo.
—¡Vamos, eso no puedes tú saberlo! —le replicó Asbag—. ¡Estaba al-Mosafi, al cual te encargaste de quitar pronto de en medio…!
—¡Bah! ¡Qué te habrán contado por ahí! —Se enardeció Abuámir—. Ya me lo imagino: la triste historia lacrimógena del pobre gran visir, apartado, empobrecido, viejo y enfermo… ¿No te han contado que lo que en el fondo quería él era servirse de mí? ¿No te han dicho que tenía reservados para sus hijos, cuñados y sobrinos los mejores puestos de la administración? ¡Ah, al-Mosafi! Con su cara de santón siempre… ¡No sabes la ambición que se ocultaba tras su aparente ecuanimidad e impavidez! ¿Sabes quién me ordenó acabar con al-Moguira? ¿Crees acaso que no guardaba una daga afilada para mi espalda, para cuando le hubiera dejado de ser útil?
Asbag tuvo que guardar silencio. No podía opinar acerca de nada de eso, puesto que no había estado allí. Abuámir le miraba con ojos fieros, fuera de sí, apurando una y otra copa de vino. Había perdido la serenidad del principio.
El obispo se dio cuenta entonces de que era un hombre acosado por sus circunstancias pasadas; tal vez con remordimientos, y con necesidad de justificarse a cada momento.
—Ya sé lo que se dice por ahí de mí —prosiguió el ministro—. Es muy fácil hablar… Pero… ¿quién ha llevado este reino más alto que yo? ¡Dímelo! ¿Alhaquen?, con su fama de santo y bondadoso… Yo te diré lo que dejó Alhaquen: una administración envejecida, descuidada y en manos de corruptos eunucos eslavos; un ejército que empezaba a campar a su aire; unas fronteras desasistidas y a merced de los cristianos. ¡Ah, no! ¡Yo no iba a consentir eso! No puedes imaginar el esfuerzo que he tenido que hacer para poner todo en orden. Gobernar es como mudarse a una casa de la que acaban de salir sus antiguos inquilinos. ¿Qué hacen los inquilinos cuando se marchan? ¡Lo dejan todo hecho una pocilga!
—Nadie te pidió que lo hicieras —repuso Asbag—. No eres el hijo de un califa… Tú solo decidiste elevarte a la categoría de un rey…
—¡Él lo consintió! —replicó Abuámir señalando al cielo con el dedo.
—¿Te refieres al Todopoderoso?
—Sí, a Él. Lo que Dios quiere sucede; lo que Dios no quiere no sucede.
—Dios deja libres a los hombres —sentenció el obispo—, para que ellos se salven o se condenen según sus obras. Nada está escrito en las estrellas.
—Entonces, si hago mal, que Él me detenga. Y si no, ya me juzgará Él… ¿A qué has venido tú? ¿A juzgarme? ¿Te crees con derecho?
—Sólo quería decirte que Alhaquen soñaba con formar a un príncipe justo, sabio y bondadoso, que lo sucediera como imán, legislador y profeta; un Comendador de los Creyentes capaz de comprender a sus súbditos y hacerlos prosperar en paz. Tú tuviste a ese príncipe en tus manos, cuando sólo era un niño. Se te dio la oportunidad de cuidarlo, educarlo y poner el cetro en su mano. Pero te apropiaste de su herencia. Cuando los hombres tienen que justificarse por detentar lo que no les pertenece, inventan guerras y violencias. ¿Esas guerras han venido solas o las has buscado tú?
Abuámir se puso en pie. La rabia contenida estaba grabada en su rostro. Apuró el último sorbo.
—No tengo por qué seguir escuchándote —dijo—. Eso que has dicho es lo que tú piensas. Pero hay mucha gente en mi reino que me ama de veras. Ahora, por favor, márchate y no regreses a mi presencia. Subh tenía razón; has venido a perturbar mi espíritu…
Asbag se puso también en pie; Almansur le sacaba una cabeza y le miraba con dureza desde arriba.
—Antes de que me marche, dime una cosa —le pidió el obispo—; ¿es verdad que piensas arrasar el templo del apóstol Shant Yaqub de Compostela?
—Sí, lo es.
—¿Por qué quieres hacerlo? ¿Qué ganas con ello? Los reyes del norte te rinden tributo, luchan por ti, son tus vasallos… ¿Qué ganas infligiendo más dolor?
—No te esfuerces —dijo con rotundidad Abuámir—; ya está decidido. Tengo mis informaciones. Cuando se gobierna un reino no se puede ser iluso. Sé perfectamente que aquel lugar es el centro espiritual de los cristianos. Si lo dejo en pie, un día partiría de allí una fuerza incontenible que terminaría con nosotros. ¿No es eso como La Meca para nosotros, los musulmanes? ¿No es allí adonde vosotros peregrináis para recibir la fuerza de lo alto? De La Meca partieron un día mis antepasados y se hicieron con estas tierras… ¡Nadie vendrá de otro lugar a echar a mis hijos!
—Eso que dices es absurdo —replicó el obispo—. Nadie puede conocer el futuro. Si Dios quiere que ese sepulcro esté allí no es para que los hombres hagan un día proyectos de guerras en su templo. Dios quiere que los hombres se unan.
—Ve allí y dile eso a tus hermanos obispos del norte, a los astures y a los francos, que ya levantan estandartes con los signos de Shant Yaqub para llamar a la guerra a los cristianos.
—¡Los templos son sólo piedras levantadas unas sobre otras! —le dijo Asbag—. ¿Crees que destruyéndolos podrías acabar con la obra de Dios?
—¿Sí?, pues veremos si Dios quiere que esa obra siga en pie —respondió Almansur con ironía—. Lo que Dios no quiere no sucede. ¡Qué Él me detenga! Y, ahora, márchate, por favor… Daré órdenes de que pongan en libertad a tu compañero y de que te den cuanto necesites para que puedas emprender tu viaje hacia tierras de cristianos. ¡Te prohíbo que sigas en Córdoba un solo día más! Si me desobedecéis, la próxima vez no seré tan condescendiente con vosotros.
—Sólo contéstame a una pregunta más —le pidió el mozárabe.
—Bien, rápido, ¿de qué se trata?
—¿Qué harás con el sepulcro del apóstol?
—Abrirlo… Y ordenar que arrojen los huesos al mar. Si como dicen, vinieron navegando, que regresen al lugar de donde salieron…