Capítulo 33

Córdoba, año 967

El obispo Asbag se alegró al ver de nuevo a Abuámir. Le causaba admiración el rostro inteligente del joven, pero sobre todo sentía que su persona irradiaba una expansiva vivacidad. Siempre que le veía recordaba aquella conversación que mantuvieron el día que se conocieron en casa de Fayic, cuando éste regresó de su peregrinación a La Meca, y la sincera emoción del joven al escuchar los poemas de Mutanabbi. Ambos se saludaron con afecto.

—¿Y dices que te manda el gran visir al-Mosafi? ¿Y que traes una carta de su parte? —le preguntó el obispo—. A ver, dámela.

La carta decía:

Estimado mumpti Asbag:

Aquí tienes a un joven que puede ser ideal para el asunto que ambos debemos resolver. Despacha con él y juzga en consecuencia. Por mi parte, no veo posible encontrar a alguien mejor. Que Alá te guarde.

Abul-Hasan Chafar Ben Uthman al-Mosafi

Cuando el obispo terminó de leer sonrió, alzó la mirada hacia Abuámir y pensó: «Joven, demasiado joven». Pero no le disgustó la idea. Al igual que a al-Mosafi, a él Abuámir le parecía alguien nuevo y diferente, lleno de energía y vitalidad, alguien con carisma. El obispo se propuso entonces convencerse del todo, valorando las ventajas de la juventud de Abuámir frente a cualquier otro personaje que tuviera los pies en el pasado. Al fin y al cabo, los eunucos al-Nizami y Chawdar eran unos viejos incapaces de ver que había otro mundo aparte del anquilosado y revenido sistema implantado por Abderrahmen. Además, el joven le parecía honrado y digno de confianza. Se había educado en la casa del viejo teólogo Aben-Bartal, a quien Asbag conocía desde siempre. Sabía que era un hombre piadoso y lleno de religiosa humildad, un musulmán cumplidor y amigo de la caridad. Pensó: «Sí, al-Mosafi tiene razón. No encontraremos a alguien mejor que Abuámir».

Abuámir, por su parte, no dejaba de estar extrañado ante todo aquello, pues ni siquiera podía imaginar el empleo que le estaban preparando. Había pasado dos noches en claro pensando en su futuro, y una emoción aguda y pertinaz le atenazaba el estómago; la pura, decantada emoción de aquél a quien se le empiezan a abrir caminos.

No obstante tuvo que pasar dos noches más de incertidumbre y espera, pues la nueva cita, esta vez con el gran visir y el obispo a la vez, se fijó para dos días después, en la propia notaría del palacio del cadí de Córdoba.

Abuámir aguardó impaciente hasta que a media mañana llegó el obispo, y un poco después el gran visir acompañado de sus secretarios y de su escolta. Ambos fueron recibidos por el cadí Ben al-Salim, que se mantuvo serio y circunspecto como siempre.

El gran visir reclamó oficialmente a Abuámir, y éste se regodeó al ver la cara del que había sido su jefe hasta ese día, cuyos ojos se endurecieron y adquirieron una opacidad extraña. El cadí trató de sonreír, pero no lo consiguió y el gesto se quedó a medias en una ridícula mueca.

Cuando al-Mosafi, Asbag y Abuámir cruzaron los jardines que se extendían entre el palacio del cadí y los alcázares reales, el joven todavía no sabía cuál era el cometido que le tenían reservado, y su emoción creció a medida que se iban acercando al gran pórtico que daba entrada a los palacios califales de la capital. Ya en la vía principal de acceso, recordó a la joven que días atrás había visto desde su escondite entre los setos la mañana de la fiesta del Profeta.

Atravesaron el arco y nuevamente se adentraron en un amplio espacio ajardinado. Los guardias y los sirvientes que encontraban a su paso se inclinaban en respetuosas reverencias.

A la entrada del edificio les aguardaba un eunuco viejo y desdentado, pero ataviado con la exquisita indumentaria de los chambelanes palaciegos. Ceremoniosamente, los condujo hacia el interior e hizo que les sirvieran agua fresca, perfumada agradablemente con almizcle. Mientras bebía lentamente, Abuámir miraba de soslayo la decoración del impresionante aposento que servía de zaguán al palacio. Todo era viejo y digno. La estancia comunicaba con un pequeño patio con surtidor, perfumado por el aroma de los lirios, que atravesaron para adentrarse en la vivienda. Era una enorme casa antigua, muy fría y llena de habitaciones que daban a los sucesivos patios que fueron atravesando. Todo parecía lustroso y limpio, pero no producía la sensación de estar habitado.

Al final llegaron a lo que parecía ser la parte más noble del edificio. Abuámir pensó que jamás podría orientarse entre aquel laberinto de columnas de mármol, mosaicos de oro, lapislázuli y malaquita, por entre el cual llegaron hasta un espacio abierto y cercado por elevados muros completamente cubiertos de enredaderas.

—Bien, tú aguarda aquí —le ordenó al-Mosafi. El gran visir y el obispo desaparecieron entonces por una hermosa puerta tachonada con dorados adornos de bronce pulido, mientras unos criados atendían de nuevo a Abuámir, ofreciéndole dulces y refrescos.

Subh recibió a Asbag y al-Mosafi en una acogedora estancia, más pequeña que las anteriores, decorada con tapices de cálidos tonos y perfumada con costosas esencias. Había una preciosa mesa tallada y una alacena con vajillas esmaltadas y figuras de gran calidad.

Pero la belleza de Subh eclipsaba a la más hermosa joya que pudiera haber en aquella sala. Asbag se alegró al comprobar que la joven había recobrado la salud: el color había vuelto a sus mejillas y su cuerpo estaba de nuevo lleno de lozanía. Ella se abalanzó hacia el obispo para besarle las manos, pero él eludió un saludo más efusivo porque el gran visir estaba presente.

—Sayida —dijo al-Mosafi—, como te prometimos, hemos traído a alguien para presentártelo y someterlo a tu aprobación para el puesto de administrador de los bienes de los príncipes. Nosotros le consideramos adecuado, pero, naturalmente, tú tienes la última palabra.

La princesa suspiró. Su mirada vagaba inquieta de un lado a otro. Al cabo, se detuvo en el visir y dijo con tono molesto:

—Ya te comuniqué que prefería que ningún extraño se ocupase de ello. No quiero a nadie más en el palacio. ¡Bastante he tenido ya que soportar!

—Pero, sayida —replicó Asbag—, los bienes con los que el califa os a dotado a ti y a tus hijos son cuantiosos; si los dejas en manos de cualquiera pueden sufrir mermas. Haznos caso; solamente queremos vuestro bien.

Subh sacudió obstinadamente la cabeza.

—¿Es que no puedo yo hacerme cargo de mis cosas? —protestó.

—Sí —contestó el obispo—, naturalmente; pero de aquello que os incumbe ahora de forma prioritaria: sacar adelante a vuestros hijos para que uno de ellos pueda reinar el día de mañana. ¿Qué quieres ser: una administradora o una reina madre?

Ella sonrió tenuemente.

—Está bien —dijo—, que pase ese hombre; pero os advierto de que si no me parece idóneo no lo admitiré.

—Sí, claro —dijo el visir—; ya te dije que tenías la última palabra. Bien, que avisen al candidato —ordenó.

El viejo y desdentado eunuco se asomó a una de las ventanas que daban al patio donde aguardaba Abuámir.

—Psss… ¡Eh, señor! —Le avisó—. Te llaman ahí dentro; pasa por esa puerta.

Abuámir atravesó la puerta sin saber lo que iba a encontrar. En un pequeño zaguán le esperaba Asbag delante de una cortina.

—Ahora deberás ser lo más amable posible —le dijo el obispo al oído—. No hables si no te preguntan.

Asbag apartó la cortina con una mano y con la otra le indicó que pasara al interior de la siguiente estancia. Tanto misterio tenía a Abuámir en el límite de la impaciencia y del nerviosismo, pues aún no podía ni imaginar lo que encontraría al otro lado.

Su corazón dio un vuelco al encontrarse delante los verdes ojos de la joven que vio días antes en los jardines. No había podido apartar de su memoria aquellos ojos que creyó que no volvería a ver jamás; y ahora estaban allí mirándole. El ambiente cálido y armonioso de aquella salita parecían acompañar a la belleza y la perfección de Subh en su conjunto, vestida con una sencilla túnica de seda azul y calzada con suaves babuchas de piel de gacela; su cabello, dorado, sedoso, caía sobre sus hombros a los lados del blanco y delgado cuello; su figura era esbelta, su frente despejada y sus cejas finas y rubias. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y el rostro algo ladeado, con un gesto de paciente interrogación que se transformó en una viva mueca de sorpresa cuando se encontró frente a sí al joven que la espiaba en los jardines el día de su llegada.

Subh no había visto a un hombre joven desde hacía años. El califa era ya maduro cuando le conoció, y además había envejecido prematuramente; y los eunucos, ¿podía decirse que eran hombres? Por otro lado, eran ya unos ancianos. El gran visir al-Mosafi tenía la edad de Alhaquen; y Asbag, cercano a la cuarentena, le inspiraba solamente un sentimiento de veneración paternal y religiosa. Cuando la multitud se abalanzó hacia su carroza, el día de su llegada a los alcázares, vio solamente un mar de ojos curiosos y enfervorizados, y no tuvo tiempo de fijarse en sus edades. Pero luego, en el solitario jardín de acceso al palacio, la asaltó aquella mirada furtiva que procedía de un rostro de hombre joven y que la penetró hasta quedarse vivamente grabada en su memoria.

—¡La sayida Subh Walad, escogida por Alá para ser madre de los príncipes! —exclamó el gran visir a modo de presentación.

Abuámir se inclinó en una profunda reverencia y permaneció así, aguardando a que le permitieran enderezarse.

—Éste es Mohámed Abuámir de los Beni-Abiámir —prosiguió al-Mosafi.

Subh, visiblemente turbada, no apartaba los ojos de Abuámir y tampoco era capaz de reaccionar para ordenarle que se levantara. La reverencia se alargó durante un largo espacio, en una situación que resultaba ridícula, hasta que Asbag le hizo una seña a la princesa para que cayera en la cuenta.

—Pu… pue… puedes alzarte —dijo ella tímidamente.

—Ahora —dijo al-Mosafi—, si lo deseas, sayida, puedes preguntar a Abuámir acerca de aquello que estimes oportuno.

—¿Pre… preguntar? —balbució ella.

—Sí, claro, preguntar acerca de su familia, de sus orígenes…

Subh, que no salía de su azoramiento, se dirigió entonces hacia la ventana y se puso a mirar por ella, haciéndose la distraída.

El obispo y el gran visir se miraron con cara de no comprender nada. Y Abuámir, que seguía extasiado por la presencia de Subh, permaneció con los ojos fijos en ella.

—Está bien —rompió al fin el silencio al-Mosafi—, Abuámir, puedes retirarte.

Cuando Abuámir abandonó la estancia, el gran visir y el obispo se dirigieron hacia la princesa con gesto de gran preocupación.

—¿Qué te sucede, sayida? —le preguntó Asbag—. ¿No te ha gustado ese hombre?

Ella le miró entonces con unos ojos extraños, como perdidos en un mar de ofuscación.

—¿Ese hombre…? Oh, claro, ese hombre… —dijo—. Bueno…, si a vosotros os parece adecuado… En fin, haced lo que mejor os parezca.

—Te alegrarás, sayida —aseveró al-Mosafi—; ya verás cómo te alegras.

El gran visir y el obispo salieron apresuradamente de la estancia y condujeron a Abuámir hasta el machlis, el salón principal del palacio, decorado con ricos y coloridos estucos. El joven seguía sin comprender nada de lo que estaba pasando, y aguardaba con ojos interrogantes una respuesta a todo aquello. Al-Mosafi le puso una mano en el hombro y con firmeza le anunció:

—A partir de mañana, estos alcázares, con sus palacios, sus eunucos, sus criados y sus guardias, junto con todas las posesiones de la sayida y de sus hijos, pasarán a tus manos. Tú serás el único mayordomo, administrador y responsable de todo ello. Y… el único a quien se pedirán cuentas de lo que aquí suceda.

Al día siguiente, 22 de febrero de 967 (9 rabí’I 356), en presencia del califa Alhaquen, Mohámed Abuámir ben Abiámir al-Mafirí, recibió el nombramiento de «mayordomo de palacio» e intendente de los bienes de los príncipes Abderrahmen e Hixem, y de la madre de éstos, la sayida Subh Umm Walad, con plenos poderes y dominio sobre haciendas, casas, criados y caudales. Abuámir contaba entonces veintiséis años.