Capítulo 4
Córdoba, año 959
Asbag sintió la humedad en las sienes y la nuca; despertó de la siesta empapado en sudor, como solía sucederle desde hacía algunos días. Era una sensación desagradable. Recordó que había comido demasiadas migas con uvas al mediodía. Extendió la mano buscando la cal fresca de la pared: apretó la palma contra el muro durante un rato; estaba templado. Luego dejó caer la cabeza hacia un lado del jergón, buscando las losas de barro del suelo; tampoco estaban frescas del todo. Aquél debía de ser sin duda el día más caluroso del año, concluyó. Se incorporó y se quitó la camisa llena de agujeros que se le había pegado a la espalda. Descorrió la espesa cortina y, en el madjlis en penumbra, tuvo que buscar casi a tientas la tinaja. El agua tampoco consiguió refrescarle. Pensó que en el exterior el calor debía de ser insoportable, pues no se escuchaba ruido alguno en la calle, ni siquiera voces de muchachos, capaces de soportarlo todo con tal de estar fuera de sus casas. Aguzó aún más el oído: desde la terraza llegaba el monótono arrullo de un palomo. Asbag se acordó entonces del hamman[*].
Cuando abrió la puerta, la luz exterior y el sofocante calor fueron como una bofetada. Y todavía tuvo que regresar al interior para vestirse al descubrir que tenía el torso desnudo. Mientras caminaba hacia los baños, iba pensando en que la única forma de vencer al vaho espeso y ardiente del río era permanecer un buen rato en el vapor del hamman; así, a la salida el contraste haría parecer fresco el atardecer.
Al llegar a la plaza, reparó en que había salido de casa demasiado pronto: todavía estaban dentro de los baños las mujeres y los niños, y en los alrededores no había ni tan siquiera un hombre. Pero le dio pereza volverse y decidió esperar, aunque faltara todavía más de una hora para la oración de al-Asr.
El bañero guardaba la puerta bajo un cañizo, sentado en un banco de piedra. Asbag saludó y fue a sentarse al otro extremo. Conocía desde siempre a aquel hombre, demasiado desdentado para su edad, de gesto agrio y de mirada sombría; era un individuo irónico, extraño y suspicaz; de ésos a quienes molesta hasta el vuelo de una mosca. Sintió cómo le observaba de reojo. Sabía perfectamente que el bañero no sería el primero en decir algo y, aunque hubiera preferido continuar en silencio, dijo mecánicamente:
—¡Qué calor!
El bañero asintió con la cabeza. Luego carraspeó y lanzó un espeso salivazo contra el suelo polvoriento. Asbag pensó entonces que no habría conversación y lo celebró. Pero enseguida se dio cuenta de que se equivocaba.
—¿Cómo tan pronto por aquí? —dijo el bañero—. A las mujeres les queda todavía un buen rato.
—Mi casa está en el alto y es como un horno —respondió Asbag.
—Ya; arriba pega fuerte.
Después estuvieron un rato sin decir nada. Al cabo, el bañero se puso en pie frente a él, esbozando una sonrisa de medio lado y entrecerrando uno de los ojos bajo el ceño poblado y canoso, de manera que parecía un aguilucho, con aquella nariz afilada.
—Bien, bien. ¿Quieres entrar un ratito al fresco? —dijo al fin.
—¿Al fresco…? —respondió con extrañeza Asbag.
—Sí, ya me entiendes; hace calor aquí.
El bañero apartó la cortina de esparto y, en el zaguán de los baños, volvió a mirarle con ojos escrutadores.
—Un poco más; por aquí —dijo adentrándose por uno de los arcos.
Asbag le siguió sin saber por qué. El calor aturde, y esa tarde tenía la mente demasiado embarullada para hacerse preguntas. Ambos enfilaron un angosto corredor, cuyas paredes chorreaban; cruzaron un par de salas y, al final, se encontraron en una habitación rectangular, semioscura, rodeada de canalillos que conectaban con el aljibe.
—Aquí se almacena el agua fresca de los baños —dijo el bañero—. Como verás se está a gusto aquí.
—Ya lo creo —dijo Asbag—. ¿Adónde da esta cámara?
—Está en la parte baja; pero algo elevada sobre el estanque principal del hamman.
—¡Ah, comprendo! Desde aquí sale el agua fría para el baño.
—Eso mismo —respondió satisfecho el bañero—. Como ves, el agua de este aljibe está pura y fría siempre, pues nadie se ha bañado en ella; a diferencia del agua del estanque, caldeada ahora por los cuerpos ardorosos de toda la jornada.
Dicho esto, el bañero se quitó la túnica y se adentró placenteramente en el aljibe.
—¡Ah, es maravilloso! —dijo abriendo su enorme boca desdentada.
Asbag sintió entonces un enorme deseo de meterse en el agua para refrescarse y empezó a quitarse también la túnica.
—¡No, no, no…! —replicó el bañero—. Sólo yo puedo hacer uso de este sitio.
Asbag, contrariado, hizo ademán de marcharse por donde había venido, pero aquel hombre le detuvo.
—Un momento, un momento —dijo—. Todo puede arreglarse. ¿Has traído algo de dinero?
—No —respondió Asbag—. Suelo pagar los baños por meses, como sabes bien por la lista de la entrada.
—Bien, bien; no pasa nada —dijo el bañero mientras salía del agua—. Éntrate un ratito mientras yo vigilo.
Asbag se despojó de la ropa y se zambulló en el aljibe. Un tenue rayo de luz entraba por un ventanuco alto abierto junto al techo. El agua era clara y fría; todo un placer. Sumergió la cabeza varias veces y notó que el cuerpo se compactaba y abandonaba la flacidez de aquellos días tórridos, volviendo cada nervio y cada músculo a su sitio.
Cuando sacó la cabeza y miró de nuevo hacia el bañero, le vio en cuclillas, aguzando la vista por un agujero de la pared.
—¡Ah, qué maravilla, qué delicia! —decía con su vocecilla quebrada, como la de una vieja bruja.
—¿Qué miras por ahí? —le preguntó Asbag, picado por la curiosidad.
—¡Oh, es un secreto! —respondió el bañero—. Sólo yo puedo mirar por aquí.
Asbag se hizo entonces el desentendido y siguió disfrutando del agua; pero, como antes, el viejo se arrepintió pronto de su negativa.
—Bien, bien, sal del agua y ven a mirar —le dijo—. Te dejaré un ratito.
Asbag salió y se agachó para asomarse. El agujero daba directamente al estanque principal del hamman, que quedaba a un nivel más bajo, de manera que podía verse todo el patio central, donde las mujeres estaban bañándose o reposando bajo las arquerías.
—¡Dios mío! —exclamó apartándose al momento.
El bañero aguardaba su reacción frotándose las manos y soltando agudas y nerviosas risitas por entre sus encías mondas.
—¿No te gusta? Parece que te asustas…
Asbag estaba paralizado, apoyado en la pared a un palmo del agujero. Poco a poco, fue acercando el ojo otra vez, hasta que se asomó de nuevo. Había allí muchas mujeres, quizá veinte, treinta o más; gruesas, delgadas, altas y bajas; de todas las edades; las maduras charlaban tranquilamente sentadas sobre las losas, y las jóvenes chapoteaban en el agua o correteaban por el borde del estanque. Las más de ellas estaban desnudas. Asbag se fijó en sus cuerpos blancos, extremadamente blancos. La luz entraba por la gran abertura del techo y bañaba todo el estanque, depositándose en los hombros finos y en los cabellos mojados, brillantes. Se fijó sobre todo en las jóvenes —cómo no—; muchachas de contornos delicados, como pulidas estatuas, de labios obscurecidos por el frío, de ojos chisporroteantes de placer, de gestos libres; carreras, peleas, zambullidas y empujones; y sensuales cuidados mutuos en los que se repartían ungüentos o se peinaban unas a otras con delicadeza. No sabría decir cuánto tiempo estuvo allí, absorto, contemplando aquel espectáculo; pero volvió a la realidad cuando alguien le tiró por detrás de los cabellos. El bañero se impacientaba y le decía:
—¡Vamos, vamos!, que tengo que ir a dar la orden de cierre. Si quieres volver otro día, bastará con que traigas un tercio de dinar de plata.
Asbag siguió al viejo por los corredores húmedos hasta la puerta, ante la cual los hombres se agolpaban ya esperando la orden de entrada. Las mujeres saldrían por la otra puerta, que daba a las traseras del mercado, para no cruzarse con ellos. Antes de que Asbag partiera, el bañero le detuvo sujetándole por el brazo y le dijo:
—De esto ni una palabra a nadie. Y recuerda qué has mirado; has visto a las esposas de muchos hombres que no consentirán tal deshonra. Si quieres volver, ya sabes…
Cuando salió, Asbag se topó con los rostros de aquellos hombres. Detestó entonces al bañero; pero al momento recordó cuánto tiempo había estado él allí mirando sin hacerse la menor reconvención.
No tenía sentido volver a entrar en el hamman en el turno de los hombres, pues se había refrescado suficientemente en el aljibe. Decidió irse directamente al taller. Mientras caminaba sentía una gran opresión en el pecho y deseaba librarse de las imágenes que había contemplado por el agujero, pero le era imposible. Pensó: «¡Dios mío! Encima esto». A la sensación de rutina y de hastío que le embargaba últimamente vino a sumarse lo peor: una tentación; una inoportuna, súbita y agresiva tentación carnal.
En el taller no pudo concentrarse en su trabajo, por lo que volvió a cerrar antes de la hora, como el día anterior. Y una vez más dio vueltas y vueltas por el mercado sin buscar nada en concreto, como queriendo escapar de sí mismo, esperando la hora de las vísperas.
Entre los próximos y lejanos cantos de los muecines, se escuchó el débil repiqueteo del campanario. Asbag puso rumbo a San Zoilo, mecánicamente, como cada tarde. Al llegar se encontró con el templo casi abarrotado de fieles. Ya en la sacristía, el diácono le explicó la causa de aquella aglomeración:
—Ha venido un predicador desde Iria, en nombre del Pontífice, para hablar acerca de Compostela. La noticia ha corrido pronto. ¿Cómo es que no te has enterado?
—Estuve ocupado —respondió Asbag distraído, mientras se revestía.
Al momento llegó el predicador, un monje bajito de vivos ojos azules, ataviado con el ampuloso hábito de los monasterios del norte.
—Mi nombre es Dámaso —dijo—. Soy de los benitos de Samos.
—¡Oh, un largo viaje! —exclamó Asbag.
—Sí —respondió el monje—. Y lleno de peligros: las vastas tierras intermedias, llamadas «de nadie», están sembradas de bandidos… Pero un monje itinerante que camina sin apenas equipaje no es presa apetecible para las aves de rapiña.
—¿Cuál es concretamente tu misión? —le preguntó Asbag.
—Mi obispo, Cesáreo, que antes de su consagración fue abad de Montserrat, quiere que la iglesia que guarda el sepulcro del apóstol Santiago sea conocida en todo el orbe, para que los creyentes acudan a venerar las reliquias.
—¿Es tan maravilloso el templo como dicen? —le preguntó Asbag.
—Créeme; es el más hermoso de Hispania. Y son muchos y grandes los milagros que allí se obran.
—Bien, si es así, puedes predicar acerca de ese lugar santo.
Los Salmos de David se sucedieron entonados por los cantores, siguiendo las dulces notas del rito mozárabe. Después de las lecturas, le llegó su turno al monje predicador, que, encaramado en el púlpito, lanzó su sermón:
—Hermanos de Alándalus: en Galicia, cerca del fin de la tierra, hace cien años que un piadoso ermitaño vio luces misteriosas y escuchó cantos de ángeles en el llamado Campus Stellae, recibiendo de lo alto la inspiración de que allí yacía el apóstol Santiago. Llamóse al lugar al obispo Teodomiro, de Iria Flavia, que ordenó la excavación hasta encontrar un sepulcro losado de mármol. El rey de los cristianos acudió con los magnates para aclamar a Santiago por patrono, y el hecho se puso en conocimiento de la cristiandad. Inmediatamente se comenzaron las obras de una iglesia que se terminó de construir con la categoría de basílica, y una comunidad de monjes benedictinos ocupó las cercanías para el cuidado del templo y el culto. Bastaron treinta años para que vinieran peregrinos de toda la cristiandad: obispos, reyes, condes, nobles, caballeros y miles de fieles de todos los países. Llegadas las noticias hasta la mismísima Roma, Su Santidad el Papa declaró santo aquel lugar, proclamando la subsanación del alma en su raíz y la conmutación de las penas del purgatorio a cuantos acudan en peregrinación a venerar el santo sepulcro del apóstol. ¡Acudid, fieles cristianos de los reinos musulmanes! ¡Acudid allí a profesar una sola fe, un solo bautismo y un solo Señor!
Al escuchar aquella arenga, los fieles prorrumpieron en murmullos de sorpresa. Hacía tiempo que llegaban noticias del templo de Galicia y del sepulcro del apóstol; y una tímida corriente de peregrinos había empezado a fluir desde las tierras del sur; pero nadie había venido expresamente y en nombre del Papa a llamar a los cristianos de aquella manera tan directa.
Seguidamente, el monje habló del mundo ansioso e inseguro, de las epidemias, guerras y carencias del espíritu cristiano; de las ocasiones de pecado que ofrecían los ambientes lujuriosos, el dinero y las armas; de todo lo que él mismo había contemplado, viendo lo difícil que le es al hombre débil llegar hasta Dios. Dijo que él se sentía como una paloma enviada fuera del arca hacia el diluvio mundanal, y que había visto a la humanidad lanzada hacia una segura perdición que sólo la penitencia y el sincero arrepentimiento podían remediar.
Estas palabras cayeron como flechas afiladas sobre Asbag, sensibilizado como estaba por lo que le había acontecido aquella misma tarde en el hamman. Sintió que el sermón estaba destinado expresamente para él.
Por la noche tardó mucho en conciliar el sueño. Cuando logró dormirse, le asaltó una horrible pesadilla: se vio a sí mismo abrazado a un manojo de huesos secos y rodeado de voraces llamaradas que consumían cuanto le rodeaba. Pero consiguió abrir los ojos y salir de aquel angustioso sueño. Despertó bañado en sudor y con el corazón a punto de escapársele del pecho. Se levantó y se precipitó hacia la terraza buscando el fresco de la noche.
La ciudad dormía bajo un estrellado firmamento sin luna, sumida en un profundo silencio. Asbag elevó los ojos hacia la bóveda celeste y se encontró con la luminosa Vía Láctea. Entonces le embargó una sensación inquietante y notó que se le erizaba el vello y le recorría un escalofrío.
—¡Es el camino! ¡El camino de Santiago! —exclamó elevando los brazos al cielo.