Capítulo 8

Zahra, año 961

Durante todo el verano reinó en Zahra un silencio lleno de susurros. Al comienzo de la primavera, el califa había cometido la imprudencia de exponerse al crudo viento de marzo en las terrazas de su palacio, empeñado en celebrar el final del ramadán[*] al aire libre como si tuviera veinte años. Se llegó a pensar entonces que había muerto. Pero los médicos lograron una vez más conjurar el peligro, y Abderrahmen apareció a principios de julio para dar audiencia a los más altos dignatarios, recobrada la salud y con buen humor, según dijeron. No obstante, la curación debió de ser mera apariencia, porque enseguida se supo que había caído de nuevo en cama con una dolencia peor que la anterior. Desde entonces no hubo festines en los palacios ni sesiones de poesía junto a los estanques. No volvió a escucharse un laúd en todo el verano.

Llegó el otoño y cayeron las primeras lluvias. Un viento desagradable levantaba brumas en la sierra y silenciaba los trinos de los pájaros. El espacioso patio del harén real estaba desierto. Ninguna de las mujeres que vivían en las alcobas que lo rodeaban había visto al rey moribundo. Sólo los eunucos y Hasdai, el médico judío, tenían acceso a la cámara del califa. Aparentemente no había nadie en los corredores ni en los salones, pero miles de ojos escrutaban el panorama desde las celosías. Las voces se ahogaban presas del temor ante la inminente muerte, que disolvería o trasladaría lejos a la indeseable herencia compuesta de viejos eunucos, esposas y concubinas de Abderrahmen.

En torno al mediodía se callaron los surtidores y pareció que la niebla se espesaba en la quietud, únicamente quebrada por el canto monótono de los versículos del Corán. Pero la calma no duró mucho rato.

El jefe de los eunucos se asomó al patio desde la cortina que aislaba la alcoba real. Miró a un lado y a otro. Desde una de las cámaras laterales corrió hasta él un eunuco más joven.

Apenas intercambiaron palabras; bastaron los gestos. En la cámara de Abderrahmen los largos días de agonía habían terminado. El joven eunuco se arrojó al suelo y se retorció gimiendo y sollozando. A través de rendijas, grietas y celosías, las mujeres ansiosas lo espiaban todo con impaciencia. El griterío y el clamor de los lamentos brotó de repente como un fuego y se propagó por todas las estancias del palacio.

Hasdai, el judío que había cuidado de la salud del rey hasta su muerte, irrumpió en la biblioteca de Alhaquen. Avanzó hasta el príncipe y se postró a sus pies, ante la mirada expectante de los maestros libreros.

—El califa, tu noble padre, ha dejado de respirar —dijo.

Detrás del médico judío entraron en la inmensa sala la madre y los hermanos del príncipe. Luego llegaron sus eunucos, sus sirvientes y sus amigos más íntimos. Entre todos rodearon a Alhaquen y éste se dejó llevar, como por una corriente, hacia la puerta.

Abderrahmen había hecho que todos sus hijos, parientes y nobles principales reconocieran con juramento a Alhaquen como heredero, por lo que no había duda acerca de quién debía ocupar el trono. Aun así, la muerte de alguien tan poderoso suscitaba siempre un vendaval de suspicacias. En los días siguientes se desataron algunas venganzas y aparecieron los cadáveres de dos de los eunucos más relevantes, y algunos de los ministros del anterior gobierno desaparecieron, huidos tal vez para evitar represalias.

Pasados los funerales, Alhaquen se trasladó al palacio principal de Zahra con todos los suyos y se iniciaron las reformas que él estimó oportunas. Reordenó las estancias y dispuso la sala del trono a su manera, colocando el sitial del califa más cerca de sus súbditos, pues el anciano Abderrahmen recibía siempre desde detrás de unos cortinajes semitransparentes, para evitar que se apreciara la debilidad y el deterioro que el tiempo había causado en su persona. Pero las reformas no afectaron sólo al mobiliario. El gobierno estaba envejecido, aferrado a sus anquilosadas rutinas, y la corte era una histriónica e inservible exhibición de normas de rigurosísimo protocolo que imposibilitaban la mayoría de las ceremonias palaciegas. El nuevo califa se empeñó en renovar los cargos importantes y en eliminar todo aquello que resultaba superfluo.

Mientras tanto, la biblioteca vio interrumpidas sus actividades. Los funcionarios mantuvieron los servicios mínimos, pero al faltar la dirección de Alhaquen, que antes se dedicaba casi en exclusiva a este menester, se descuidaron las iniciativas más ambiciosas.

Asbag decidió entonces retornar al taller de San Zoilo, convencido de que su vida en Zahra había terminado y presintiendo que las ocupaciones del nuevo califa le impedirían volver a entablar relación con sus antiguos colaboradores.

Córdoba

No era fácil adaptarse a la austeridad del barrio cristiano de Córdoba, después de haber residido durante más de dos años en la espléndida ciudad de los palacios conviviendo con lo más granado del mundo. Asbag comprobó que echaba de menos la vida de Zahra y ello le llenó de remordimientos. Máxime cuando se dio cuenta de que la comunidad de mozárabes flaqueaba. Volvió a la rutina: las monótonas clases en la escuela de catecúmenos, las celebraciones del oficio en el templo casi vacío y la repetición de los códices en aquella sucesión de copias idénticas destinadas a las comunidades religiosas de Alándalus. Por entonces se celebraban las fiestas de la Natividad, y una extraña nostalgia empezó a apoderarse de él. Recordaba las fiestas del nacimiento de Cristo en su infancia, con la familia reunida en cálida intimidad, cuando corrían tiempos difíciles para los mozárabes debido a las luchas contra los reinos cristianos del norte, que propiciaban siempre una cierta animadversión en el pueblo. Entonces las canciones religiosas sonaban a media voz y las celebraciones siempre tenían lugar en las obscuras horas de la madrugada, para evitar el encuentro con los exaltados seguidores de las sectas musulmanas fanáticas. Ahora los fieles parecían carentes de estímulo: acudían a la misa por el mero cumplimiento y festejaban los momentos más importantes del calendario cristiano; pero no había aquella devoción. Muchos vivían de forma idéntica a los musulmanes y hasta daba la impresión de que se divertían más con las fiestas de la Umma[*]; sólo les faltaba acudir a las mezquitas. Asbag tuvo la tentación de echarle la culpa al ambiente exterior, pero se dio cuenta de que también en él se había extinguido el ardor de otros tiempos.

Volvió entonces a deambular por las calles, como queriendo escapar de la angustia que le producía la carencia de sentido de la vida. Pero todo cuanto veía parecía volverse contra él. En cada esquina había ciegos, paralíticos, sarnosos, hombres sin piernas o sin brazos, famélicas ancianas sin más cobijo que la maraña de trapos pestilentes que las cubrían, niños sucios y gente harapienta de todo género arrastrando sus miserias. Y el impulso que sintió de escapar de todo aquello se le antojó un insulto, una humillante tentación que ensuciaba su consagración y su ministerio. Sin embargo, ¿qué podía hacer? Se vio en aquel momento como un hombre cobarde, incapaz de enfrentarse consigo mismo; pero eso ya le había sucedido otras veces en su vida. Cayó en la cuenta de que si había sido feliz en Zahra era porque las cosas habían sucedido por sí solas y porque no había tenido que luchar. La lucha le causaba pánico. Recordó que se había hecho sacerdote por no enfrentarse con su padre, que siempre había tenido esa ilusión y desde niño le repetía: «Tú, Asbag, serás presbítero»; y él siempre había asentido. Luego cedió ante el obispo. Cedía ante las exigencias de los fieles y se había resignado a quedarse sin peregrinar a Compostela por satisfacer el capricho de un príncipe musulmán. Habían pasado dos años y estaba igual que entonces, cuando su amigo Fayic regresó de la peregrinación; incluso peor, porque la vida regalada y placentera de Zahra le había hecho aún más indolente.

«¡Ya está! La peregrinación», pensó. Sintió entonces un espasmo de euforia. Saldría cuanto antes para Compostela y nadie podría detenerle. Lo necesitaba. Era una cuestión de vida o muerte: o peregrinaba ahora hacia el templo del apóstol o su alma se moriría inevitablemente.

De camino hacia la casa del obispo para exponerle su decisión, iba preparando mentalmente su discurso. Sabía que el prelado sólo prestaba atención a lo que quería escuchar y que utilizaría todas sus artimañas verbales para desviar la conversación hacia otro tema; pero no estaba dispuesto a ceder.

—¿El obispo? ¿Pero no sabes que está enfermo? —le dijo el arcediano en el recibidor.

—¿Enfermo? —se extrañó Asbag.

—Sí. Lleva en cama dos días aquejado de fuertes temblores y con un agudo dolor en el pecho. Si lo deseas puedes entrar a visitarle. Siempre, naturalmente, que el asunto a tratar no le cause fatiga o preocupación.

Cuando Asbag penetró en la alcoba del obispo vio derrumbarse una vez más su posibilidad de peregrinar a Compostela. El prelado se encontraba hundido entre almohadones, pálido y enormemente desmejorado. Nada más verle, éste le habló con un fatigoso hilo de voz.

—¡Ah! Asbag, querido, gracias por venir. Me encuentro muy mal… Muy mal…

Asbag permaneció junto a él un buen rato, sin poder hacer otra cosa que darle ánimos. Y desde luego no se le pasó por la cabeza la posibilidad de plantearle de nuevo el asunto de la peregrinación.

Una semana después, al terminar el rezo de laudes, un criado se presentó en San Zoilo para avisar que el obispo había empeorado. Los presbíteros y los diáconos corrieron hacia el obispado temiéndose lo peor. Al llegar se encontraron el revuelo en la puerta y, una vez dentro, el rostro del secretario lo decía todo. La puerta de la alcoba permanecía cerrada.

—Están los monjes con él —dijo el arcediano apesadumbrado.

Pasadas unas horas se escucharon los salmos y pudieron entrar. El obispo yacía ya amortajado con la casulla de fiesta, tocado con la mitra y sosteniendo una cruz entre las manos.

Los funerales, celebrados en San Acisclo y presididos por el obispo de Mérida, contaron con la presencia de numerosos abades y abadesas, monjes, relevantes personalidades de la comunidad mozárabe y abundantísimo pueblo. Acudieron a mostrar su condolencia los representantes de las autoridades civiles y religiosas musulmanas y, entre ellos, uno de los príncipes de Zahra, delegado por el califa Alhaquen.

Siguiendo la costumbre, el metropolitano de Sevilla dispuso que el prelado emeritense administrara apostólicamente la diócesis, mientras se elegía al nuevo obispo. Era un trámite que solía durar meses y a veces años.

«Ésta es la mía», pensó Asbag. No encontraría mejor momento para iniciar al fin su peregrinación.

Lo preparó todo con agilidad. Se hizo con mapas de las rutas más transitadas, recabó información de boca de los peregrinos que habían concluido felizmente la empresa, solicitó donativos, publicó sus intenciones y propuso la peregrinación a cuantos quisieran acompañarle. Después de un mes, se habían presentado dos voluntarios: un joven liberto que quería dar gracias a Dios y un ermitaño medio loco que cuidaba del lugar donde según decían fue martirizado san Álvaro. No podía esperar más. La primavera estaba encima y escogió para la salida la primera semana de la Pascua; le pareció lo más adecuado.

Aquella Semana Santa fue distinta para él. Todo parecía nuevo y luminoso. Celebró los oficios con devoción inusitada; se fijó en cada lectura y en cada palabra como si estuvieran destinadas a él. Dio limosnas de los donativos recibidos; se quedó casi sin nada. Sintió que no le importaba morir. Tenía treinta y tres años: la edad de Cristo.

Dedicó los últimos días a despedirse de todo el mundo, como hacían los peregrinos que partían para La Meca. En sus visitas supo que todos pedirían por él: cristianos, musulmanes y judíos. Y se regocijó pensando que estarían unidos rezando por él. Era algo maravilloso. Sabía que sería demasiada pretensión despedirse del califa Alhaquen en persona y se conformó con enviarle una carta a sus secretarios, en la que le explicaba el motivo de su peregrinación y le prometía rogar por él ante la tumba del santo. No obstante, como siempre se ponía en lo peor, imaginó que su misiva terminaría ardiendo en alguna chimenea sin llegar a las manos del califa.

Por fin llegó el Sábado de Gloria. Al día siguiente, el Domingo de Resurrección, partiría de madrugada, una vez finalizada la Vigilia en San Zoilo. Dedicó toda la mañana a meditar y a ultimar preparativos, hecho un manojo de nervios.

A mediodía llamaron a la puerta. Imaginando que se trataba de alguien que todavía vendría a despedirse, descorrió el cerrojo. Frente a él aparecieron un paje del palacio, ataviado con las galas de los servidores del califa, y dos miembros de la guardia real.

—¿Mi señor Asbag, el presbítero de los cristianos? —preguntó el criado.

—Yo soy —respondió él.

—Has de seguirme por orden del Príncipe de los Creyentes.

Asbag se quedó mudo durante un rato.

—¿No me has oído? Has de seguirme por orden del palacio del califa —insistió el enviado.

—¿Del… del palacio?

—Sí. Traemos una mula para ti. Se te espera en Zahra lo antes posible.

Asbag cerró su puerta y subió a la montura. Se sintió preso, mientras seguía al servidor delante de los guardias, por las intrincadas callejuelas del barrio cristiano. En el trayecto hacia Zahra su mente construyó mil conjeturas acerca del motivo de aquella llamada. Imaginó que cualquier insignificancia habría motivado el requerimiento: un capricho en relación con alguna miniatura de la biblioteca, un nuevo encargo, una traducción… Así eran en palacio; no respetaban que los súbditos pudieran tener sus propios planes; cuando se les antojaba algo lo querían de inmediato.

En Zahra fue llevado como en volandas. Atravesó corredores y jardines, pasando de mano en mano; guiado cada vez por un personaje de mayor rango. Por lo poco que conocía de la ciudad de los palacios, supo que estaba en un lugar sumamente importante; aunque el inmenso laberinto que conformaba el centro de la medina no le dejaba orientarse. Más corredores y más jardines. Al final se detuvieron en un amplio despacho, lujosamente amueblado con escritorios nacarados y cubierto de hermosos tapices de vivos colores, donde un funcionario hacía correr una pluma de ganso sobre el papel.

Asbag permaneció allí durante un buen rato, aguardando a que alguien le dijera lo que se deseaba de él; pero nadie soltaba palabra. Fue invitado a sentarse, y el tiempo se le hizo una eternidad, mientras sólo se oía el rasgar de la pluma.

Por fin sonó una campanilla. El funcionario se puso en pie como empujado por un resorte y abrió una gran puerta sobredorada. Apareció otra sala aún más lujosa que las anteriores y en ella un amplio diván a contraluz, donde alguien permanecía sentado; pero un ventanal a sus espaldas impedía ver sus rasgos con claridad. Un eunuco se apresuró a correr un visillo y, desaparecido el contraste, se pudo distinguir al señor del diván. Asbag se inclinó cuanto pudo; pues los cristianos sólo se arrodillaban delante de Dios.

—¡Mi señor Alhaquen, Príncipe de los Creyentes! —exclamó, al comprobar que era el mismísimo califa quien lo había mandado llamar.

—¿Cómo estás, querido amigo? —le saludó Alhaquen—. Recibí tu carta en la que me comunicabas tu intención de partir en peregrinación hacia tierras de cristianos.

—¿La leísteis? —preguntó Asbag extrañado.

—¡Claro! ¿Creías que me había olvidado de ti? Durante estos meses he estado muy ocupado a causa de mi cargo; pero no he olvidado tus habilidades ni tus conocimientos, puestos a mi servicio durante dos años, antes de la muerte del anterior califa. ¿Por qué no has vuelto por aquí? ¿Pensaste que, una vez coronado yo, detestaría a los cristianos como el rey Abderrahmen?

—¡Oh, no! Erais tolerante entonces y sé que lo seréis ahora. Pero creí que vuestro rango no os permitiría ya tratar con cualquiera con la facilidad que teníais antes.

—Pues ya ves. Soy rey de los musulmanes de Córdoba y también de los «hombres del libro». Me interesan los asuntos de los cristianos de mi reino y por eso te he mandado llamar.

—Vos diréis lo que deseáis de mí. El Dios que os ha conferido autoridad me ha puesto a vuestro servicio y os debo obediencia.

—Bien, pues vayamos al grano. Como sabes, estuve al tanto de la muerte del obispo de Córdoba. Una pérdida lamentable, por cierto. Es una pena que mi padre no consintiera en recibirle, a pesar de que habían pasado ya muchos años desde las rencillas entre cristianos y musulmanes de los primeros tiempos de su reinado. Ambos murieron y no llegaron a reconciliarse. Considero que todo aquello está ya pasado y que nos encontramos en una época diferente. Los cristianos mozárabes de Córdoba podéis prestar una gran ayuda al califato en el entendimiento con los reinos cristianos del norte. Los obispos de tales reinos son consejeros de sus soberanos y ejercen gran influencia. Si contáramos con un obispo mozárabe entre los miembros del consejo que me asesora, podríamos llegar a tener mejores relaciones con los cristianos navarros y leoneses.

—Es una buena idea —observó Asbag—. Al anterior obispo siempre le escuché plantear algo semejante. Cuando vino la reina Tota para visitar al califa Abderrahmen, intentó entrar en Zahra con la comitiva, pero los eunucos se lo impidieron. Se perdió entonces la ocasión de llegar a un entendimiento.

—Esa ocasión se presenta ahora de nuevo —dijo Alhaquen con rotundidad—. Estoy decidido a incorporar a un obispo en mi consejo.

—Sois magnánimo, rey Alhaquen; el metropolitano de Toledo, el obispo de Mérida o el de Sevilla estarán encantados de serviros.

—No —dijo el califa—. Será el obispo de Córdoba.

—Sí así lo deseáis así ha de ser —observó Asbag—. Pero ahora no tenemos prelado. Tendréis que esperar a que sea consagrado algún candidato.

—Los antiguos emires dependientes de Bagdad elegían a los obispos. Y al-Nasir, mi padre, ¿no eligió acaso a Recemundo para ser obispo de Elvira?

—Sí —asintió Asbag—; ciertamente él lo eligió.

—Pues yo elegiré al nuevo obispo —sentenció Alhaquen—. Un califa es más que un emir; y si mi antecesor lo hizo yo también lo haré.

—¿Vos, señor?

—Sí, yo. Tú serás el nuevo obispo de Córdoba —le dijo el califa con rotundidad—. Lo he decidido.

—Pero…

—Nada de «peros». ¿No has dicho tú mismo que mi autoridad me ha sido conferida por Dios? En los Acta Pilati, que tú tradujiste y copiaste para mí, tu Señor Jesucristo decía al gobernador romano que «no hay autoridad que no venga de lo alto». Pues con esa autoridad te nombro obispo de Córdoba. Mandaré que vengan los de Mérida, Toledo y Sevilla para que te consagren cuanto antes.

Los mensajeros de palacio partieron velozmente hacia las sedes de las diócesis mozárabes portando las cartas que comunicaban la decisión del califa; y los prelados de Alándalus acudieron pronto a la llamada. Fue todo muy rápido. Antes de que finalizara la Pascua, el metropolitano de Sevilla, el anciano obispo Obadaila aben-Casim, recogió el voto del clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que fue favorable al candidato propuesto por el califa. Gracias a Dios, no hubo contendientes y el arzobispo pudo sancionar con su autoridad el voto y proponer la fecha de la consagración del elegido.

El Domingo de Pentecostés, con el templo de San Acisclo abarrotado de dignidades religiosas, nobles cordobeses, funcionarios reales y fieles, fue consagrado Asbag ben Abdallah ben Nabil, siguiendo las sobrias pero sustanciales líneas del ritual apostólico romano, y entre los hermosos y floridos cánticos ceremoniales del rito hispano-mozárabe.