Capítulo 69
Córdoba, año 971
En el gran patio de columnas del palacio resonaba el estruendo de las espadas. Abuámir sostenía un escudo redondo y paraba una y otra vez los golpes que le lanzaba un contrincante, en la sesión de entrenamiento que, como cada día, se desarrollaba ante la mirada supervisora de Ben Afla en las dependencias de su señorial residencia. Habían sido casi seis meses de maduración y ahora el verano llegaba a su fin, al tiempo que se apreciaba ya la soltura y la familiaridad que cada uno de los alumnos mostraba a la hora de sostener la ligera cimitarra de caballero o el circular escudo de resistente cuero de buey.
—¡Bueno, basta por hoy! —ordenó Ben Afla desde la galería.
Los aprendices de guerrero soltaron las armas y se fueron quitando los protectores. Se sudaba copiosamente en aquellas sesiones, por lo que después se iban directamente hacia el estanque del jardín para refrescarse.
—Tú espera un momento —le dijo Ben Afla a Abuámir—. Me gustaría hablar contigo.
Un criado acudió con una jarra de agua y Abuámir bebió con ansiedad. Después contestó:
—Bien, tú dirás.
Ambos salieron a los jardines y comenzaron un calmado paseo por un delgado pasillo que discurría entre dos líneas de esbeltos cipreses. Ben Afla le habló pausadamente:
—Querido amigo, el verano ya se termina. Cuando acudiste a mí a principios de año para pedirme que te adiestrara en el arte de las armas, antes de que llegara el próximo invierno, sinceramente, pensé que ese tiempo sería insuficiente. Pero no quise desanimarte, y decidí que mejor era eso que nada. Ahora veo con claridad que te minusvaloré en aquel momento. Suponía que, al no ser ya un muchacho, te resultaría difícil educar los reflejos y ganar agilidad.
—Entonces, ¿crees que estoy preparado? —le interrumpió Abuámir.
—Bueno, no voy a decirte que seas ya un guerrero —respondió Ben Afla—. Eso sólo se consigue después de haber estado en un verdadero campo de batalla; pero has adelantado mucho en poco tiempo y, sin duda, podrás desenvolverte frente a cualquier adversario adiestrado…
—¿Lo dices en serio? —Se entusiasmó Abuámir.
—Sí, completamente. Por lo que a mí respecta, no tengo ningún inconveniente en certificar que tu preparación en mi escuela ha sido suficiente.
Abuámir besó las manos del veterano militar.
—Oh, no, no… —dijo Ben Afla—. No tienes nada que agradecerme. Agradece al Todopoderoso las cualidades con que te ha dotado. Y, ahora, sígueme; he de mostrarte algo.
Cruzaron todo el jardín y llegaron al final de la extensa propiedad que el noble tenía en el centro de Córdoba, a las caballerizas. En un rincón, colgado de unos clavos en las paredes de adobe, había algo cubierto con unas viejas mantas. Ben Afla las retiró y apareció una flamante armadura. Estaba confeccionada con flexibles piezas de cuero, con revestimientos metálicos, bien engarzados, pulidos y brillantes, cotas de malla, puntiagudo yelmo y una magnífica coraza.
—¿Eh…? —Se maravilló Abuámir—. ¿Y esto?
—Es tuya —sentenció Ben Afla—. A partir de hoy podrás lucirla.
—¡Por Alá! ¡Es demasiado! Ahora comprendo; por esto mandaste que me tomaran medidas… Pero… ¡debe de valer una fortuna!
—Y yo debo ser honesto —contestó Ben Afla—. Aunque yo la mandé hacer a mi armero de confianza, y dispuse cómo tendría que confeccionarla, fue el gran visir al-Mosafi quien la costeó en su integridad.
—¿Al-Mosafi? —se extrañó él.
—Sí. Me visitó hace un mes para interesarse por tus progresos. Y yo le dije la verdad: que en breve serías un adiestrado caballero. Entonces se entusiasmó, y ambos acordamos que necesitarías pronto tu armadura para recibir el nombramiento de jefe de la shurta. Pues bien, ahí la tienes. Es digna del gran hombre que ha de llevarla.
Esa misma mañana, Ben Afla y Abuámir acudieron a la notaría del cadí, para extender el pliego de certificaciones que un caballero necesitaba para entrar a formar parte de cualquier cuerpo de armas del califa. Y por la tarde el flamante caballero, luciendo su brillante armadura, se dirigía hacia Zahra para recibir su nombramiento, acompañado por Ben Afla y por los jóvenes alumnos de su escuela de armas.
Al-Mosafi no pudo ocultar el entusiasmo que le causaba ver a su protegido convertido en un guerrero. Inmediatamente dispuso lo necesario para que prestara juramento y ocupara su nuevo cargo al frente de las fuerzas que se ocupaban de mantener el orden dentro de la ciudad de Córdoba y en el amplio territorio que la rodeaba, hacia las sierras y las murallas de Zahra por un lado y más allá del Guadalquivir, en la gran extensión de las munyas, por otro. Un nuevo poder que acudía a las manos de Abuámir, para sumarse al de tesorero, director de la Ceca y administrador de todos los bienes de la sayida y del heredero Hixem.
Después de tomar posesión de su cargo, Abuámir recibió los parabienes y felicitaciones de los más altos dignatarios y pasó revista a los destacamentos de guardias que habían de estar bajo su mando. Y con la última luz de la tarde se encaminó hacia los alcázares, como conducido mecánicamente por un impulso que le nacía muy dentro.
Hacía más de medio año que no veía a Subh. Había sido una separación muy dolorosa, pero sentía que había sido necesaria. Era como si hubiera percibido justo a tiempo que aquella relación era lo único que podía causarle problemas. Después de que se hubieran levantado contra él las iras de los eunucos de Zahra y de que el príncipe al-Moguira se hubiera sentido desairado, lo peor que podía sucederle es que empezaran a circular las habladurías. Sabía que el asunto de la litera de plata había levantado la polémica y que sus frecuentes estancias en la munya de Al-Ruh caldeaban un cierto ambiente de sospecha. ¿No habría sido el momento oportuno de retirarse prudentemente?
Subh le pareció más bella que nunca; sería por el tiempo transcurrido sin verla. Con frecuencia había querido recordar su rostro, cada facción, cada gesto, sus dulces ojos intensamente azules y el oro de su pelo; pero era como si se borrase de su mente cada vez que se esforzaba en retener la imagen. Ahora estaba ahí, con su suave túnica de lino verde, mirándole con gesto de asombro, en el pequeño patio de las enredaderas.
Ella soltó un tiesto que sostenía entre las manos y soltó un grito de emoción. Los loros se alborotaron en su jaula y sus familiares voces le devolvieron a Abuámir el recuerdo de los primeros días en el palacio. Sisnán y al-Fasí también se alborotaron y acudieron a manifestar sin reparos su alegría de verle.
—¡Ah, qué armadura! —exclamaban—. ¡Eres un mawala[*] guerrero, señor Abuámir! ¡Pareces un gran general!
Ella le contempló primero, de arriba abajo, con extrañados ojos de sorpresa. Luego se abrazó a su cuello. Él la abrazó sin contenerse; sintió el cuerpo frágil bajo la tersa tela de la túnica, la suavidad de su mejilla, el sabor salado de una lágrima de emoción que recogió con sus labios.
El pequeño Hixem ya estaba en la cama. Cenaron juntos los cuatro, unidos por la común alegría; no era momento de guardar las distancias. Subh y los eunucos disfrutaron con las aventuras que Abuámir les contó de sus pasados días en las sierras; historias de osos y de lobos, de noches de vagar perdidos por los montes, orientándose por las estrellas, padeciendo hambre y sed. Admiraron nuevamente la armadura, empuñaron con temor la afilada espada, tomaron en peso el escudo y se probaron el yelmo. Hubo risas, agudos chismorreos de Sisnán y atrevidos cuentos picantes de al-Fasí. Todos querían recuperar el tiempo perdido.
Más tarde Subh propuso subir a la torre. Los eunucos sintieron entonces que debían retirarse prudentemente y se perdieron por sus aposentos.
Arriba, un suave viento de otoño traía el aroma de la tierra removida en los campos. La ciudad brillaba abajo, iluminada por sus faroles recién encendidos. Un bello cielo rojo se extendía desde la línea del horizonte en el poniente.
—¿Sabes una cosa? —le dijo ella—, pensé que no ibas a volver.
—Pero… ¿por qué?
—No lo sé. No podía evitarlo. Sentía que toda aquella felicidad ya se había ido y no iba a regresar.
—Anda, ven aquí —le pidió él. La atrajo hacia sí y la estrechó dulcemente—. Ya ves que estoy aquí. ¿Por qué siempre has de temer a lo que ha de venir? ¿Por qué te atormentas? El tiempo se lleva las cosas, es cierto: pero él mismo trae otras. Así es la vida.
—Eso lo dices porque tu vida es diferente —repuso ella—. Pero para mí todo es igual. Los hombres vais y venís a vuestro antojo; sois los únicos dueños de cuanto ha de sucederos. A mí, en cambio, ¿qué me queda? Esperar, solamente esperar y esperar.
—Bueno, ahora estamos juntos. ¿Qué te preocupa?
—Que nunca podremos ser nosotros —respondió ella en tono triste.
—¿«Nosotros»? ¿Qué quieres decir con eso?
—Tú perteneces a tu propio destino. Te preocupa prosperar, ser cada vez más poderoso, acumular cargos… Y eso es comprensible. ¿Quién puede impedirte que construyas tu propia vida? Pero a mí, ¿qué me queda? Ser la sayida, es decir, la favorita del califa; de un hombre al que en el fondo no pertenezco. ¿Podría alguien cambiar eso? No. Mi vida es una permanente mentira. Soy de él, pero sé que no soy suya. Mi corazón te pertenece a ti; pero tampoco puedo ser tuya… ¿Entiendes ahora por qué nunca seremos «nosotros»?
Subh rompió a llorar. Y Abuámir sintió que algo había cambiado. Deseaba en aquel momento que todo fuera como siempre, que ella continuara confiando ingenuamente en cuanto él le dijera; pero percibió que ya no se podía volver atrás, que le empezaba a fastidiar aquella forma complicada que ella tenía de analizar las cosas últimamente. Creía que aún tendría la fuerza de animarla, de tornar las cosas del color que él quisiera, como siempre había sucedido entre ellos.
—Vamos, no llores —le dijo—. ¿Por qué te empeñas en estropear este momento? Es inútil recordar continuamente lo que no se puede cambiar. Las cosas son así. ¿Las he hecho yo de esa manera? Estamos aquí y eso es lo que ahora importa…
—¡Jura que no me dejarás nunca! —le pidió ella de repente.
—¡Eh! ¿A qué viene eso ahora?
—¡Júralo! —insistió ella.
—Sí, claro, lo juro. ¿Crees que podría olvidarme de ti fácilmente?
La brisa fue volviéndose más fresca. Ya no era una noche de verano, sino que el ambiente anunciaba otra estación, más fría y de noches más largas.