Capítulo 26
Córdoba, año 966
—¡Recemundo ha regresado! —exclamó el arcediano al irrumpir en el despacho del obispo.
—¿Cómo? —le preguntó Asbag—. ¿Recemundo…? ¿El gran Recemundo?
—Sí, mumpti Asbag. Uno de sus criados se adelantó para traer la noticia. Recemundo viene por la sierra acompañado de un gran séquito; en media jornada estará aquí.
—¡Oh, es maravilloso! ¡El gran Recemundo…! Preparemos todo para recibirle como se merece.
A Asbag le entusiasmó la noticia. Quince años habían pasado desde que el obispo de Elvira fue enviado por al-Nasir a la corte del emperador de Bizancio, cuando él era apenas un maestro en el taller de copia del anterior obispo. Desde entonces habían cambiado mucho las cosas: Abderrahmen había muerto, le había sucedido Alhaquen, y Asbag se había convertido en el nuevo prelado de Córdoba. La situación de la comunidad cristiana había variado considerablemente. Ahora corrían tiempos de calma para los mozárabes, tiempos como no se habían vivido nunca antes en Alándalus: el obispo entraba y salía de Zahra como un dignatario más de la corte; asesoraba al mismo soberano, mediaba en los asuntos con los cristianos de los reinos vecinos y, cosa inaudita, aconsejaba a la favorita real como si de una feligresa suya se tratara. Asbag pensó que el insigne Recemundo estaría contento, pues él había sido un adelantado en las cuestiones diplomáticas al ponerse al frente de una cancillería cordobesa aun siendo cristiano. Algo insólito en los tiempos de al-Nasir, en los que los mozárabes se veían relegados como ciudadanos de segunda. Entonces Recemundo había sido criticado, no sólo por los fanáticos musulmanes, sino también por algunos cristianos que interpretaban su posición de embajador del califa como una claudicación. Pero Asbag había admirado siempre la audacia y la sagacidad del clérigo cosmopolita, sabio y novedoso que se había puesto al día en las avanzadas corrientes que llegaban del mundo entero; incluso le había tenido siempre por modelo. No había olvidado que fue el propio Recemundo quien le puso al frente del taller de copia, lo cual fue definitivo y providencial para alcanzar la sede de Córdoba y seguir desde ahí acercándose al nuevo soberano.
Asbag lo dispuso todo para recibir con dignidad al célebre mozárabe cordobés. Él personalmente se puso en cabeza del comité de recepción y partió hacia la puerta de Amir, que abría la ciudad a la carretera septentrional, por donde habían anunciado la llegada. Era una luminosa tarde de marzo, con cantos de alondras y coloridas flores recién despertadas a la temprana primavera.
Antes del atardecer aparecieron a lo lejos las empenachadas lanzas y los dorados estandartes.
—¡Oh, ya están ahí! ¡Qué emoción! —exclamó el arcediano.
Era un amplio séquito: oficiales y soldados de escolta, porteadores con fuertes mulos, camelleros que tiraban de corpulentos dromedarios asiáticos provistos de doble giba y cargados de enormes y cimbreantes bultos; palafreneros, carromatos, literas, asnos y un sinfín de acompañantes extraños venidos de la otra parte del mundo.
Cuando la caravana se hubo detenido para exhibir las cartas credenciales, Asbag se aproximó hacia la litera que parecía albergar al principal expedicionario.
—¡Mumpti Ben Zayd! —gritó—. Episcopus Iliberrensis!
Una huesuda y envejecida mano que lucía un dorado anillo retiró los cortinajes desde dentro. Por la abertura asomó un aguzado y delgado rostro de anciano que miró a un lado y otro.
—¡Aquí, padre! —le llamó Asbag—. Soy el obispo de Córdoba.
El enjuto anciano descendió entonces, ayudado por sus criados. Asbag le reconoció, aunque estaba encorvado y envejecido; tenía el mismo porte distinguido y la misma barba, plateada ya, recortada y en punta; pero eran sus ojos, sabios, serenos y a la vez intrépidos, los que retrataban a Rabí ben Zayd, al gran Recemundo.
Apoyándose en un bastón, el recién llegado avanzó hacia Asbag tratando de reconocerle.
—¡Oh, Asbag! —exclamó al fin—. Ha pasado tanto tiempo… Pero te recuerdo muy bien. ¿Te nombraron obispo? ¡Cuánto me alegro!
Al momento llegaron algunos dignatarios de la cancillería real y recibieron de igual manera a la comitiva. Aquella embajada era sumamente importante. Con Recemundo venían legados de Siria y Constantinopla, insignes hombres de letras, varios preciosos regalos, manuscritos, y lo que más le interesaba a Alhaquen, un nutrido grupo de maestros expertos en el mosaico policromo, bello adorno de las iglesias bizantinas, que venían destinados a decorar la mezquita mayor cordobesa.
Después de los recibimientos, ambos prelados se encaminaron hacia el barrio cristiano, mientras se conducía al resto de la comitiva a las residencias preparadas para alojarla, a la espera de que se anunciara la recepción en Medina al-Zahra. Una vez en casa del obispo, se sirvió una frugal cena y Asbag pudo conversar con Recemundo, circunstancia que aprovechó para ponerle al día de la situación del califato.
—Entonces, ¿por qué has vuelto? —le preguntó Asbag.
—Estaba cansado…, ya soy viejo. Tenía que enviar a los maestros mosaiquistas y aproveché la ocasión.
—¿No piensas volver, pues?
—¡Oh, no! Este último viaje casi me mata. Hace más de tres meses que desembarcamos en el puerto de Pechina y el trayecto terrestre se me ha hecho interminable. Hay un tiempo para cada cosa…, y para mí el de viajar se ha terminado.
—¿Qué harás de ahora en adelante?
—Descansar y aguardar el final. La vida ha sido intensa para mí.
—¿Permanecerás en Córdoba?
—No. Iré a Elvira, a mi sede, es lo menos que puedo hacer. He tenido abandonado a mi rebaño y quiero dedicarme al obispado con la intensidad que mi edad me permita.
—¿Y si Alhaquen te encomienda una nueva misión?
—Esta vez tendrá que aceptar mi renuncia. Conocí al nuevo califa cuando era solamente un instruido príncipe dedicado a sus libros. Es un hombre tolerante y sabio; sabrá comprenderme. Y ahora dime: ¿cómo han ido las cosas desde que subió al trono?
—¡Ah, mucho mejor que con su padre! Gran parte de nuestros anteriores problemas han desaparecido. El califa Alhaquen ama la paz y no escatima esfuerzos para conseguirla. Es una persona de bien.
—Cierto, cierto, pero no olvidemos que no basta con que el califa sea así —repuso Recemundo—; hay otras fuerzas en pugna que pueden hacer peligrar los buenos deseos.
—Sí, desgraciadamente. Hace dos años, por ejemplo, hubo guerra con los reinos del norte, a pesar del denodado esfuerzo por conseguir un acuerdo satisfactorio para todos. Yo mismo tuve que ir a parlamentar con los reyes y los obispos cristianos. Fue una misión difícil… es muy compleja la situación de esos reinos…
—A los reyes cristianos les interesa la guerra. Es algo que he podido comprobar a lo largo de mis viajes. En el fondo, la causa común de la cristiandad es volver al antiguo poder del imperio de Roma, lo cual solamente es posible levantándose en armas contra el moro.
—¿Es ésa la posición de los reinos de Europa? —le preguntó Asbag con interés.
—Sí; sin duda. Créeme, se acercan tiempos difíciles… muy difíciles… Esta tensión no puede durar mucho más. Ya sea en el norte o en el sur, se levantará alguna fuerza que hará estallar una guerra cruel y sin tregua. ¡Dios quiera que me equivoque!
—Bueno, confiemos en que la paz de ahora dure.
Con estos tristes presagios, ambos prelados se despidieron aquella noche, pues Recemundo estaba fatigado y debía reponerse para la recepción del día siguiente con el califa.
Por la mañana, un emisario comunicó que los obispos eran bienvenidos, e inmediatamente se prepararon y pusieron rumbo a Medina al-Zahra.
Alhaquen los recibió en el gran pabellón llamado al-Zahir; pues iban acompañados de los embajadores del basileus, así como de un gran número de sabios, arquitectos, poetas y maestros mosaiquistas. En la puerta aguardaban los dos grandes fatas al-Nizami y Chawdar con un boyante cortejo de bienvenida. Toda la corte del califa fue invitada a la recepción y se encontraba concentrada en el pórtico de al-Machlis. El suelo aparecía cubierto de tapices; las paredes, de colgaduras de seda; las puertas y las ventanas, con cortinas de brocado. El califa apareció como siempre, al levantarse el gran velo, sentado en su trono junto a sus dos pequeños hijos y rodeado de sus parientes y de todos sus altos dignatarios.
Recemundo avanzó por el centro del salón, con pasos vacilantes, apoyándose en su bastón, pero erguido, con la frente alta y la mirada llena de dignidad, seguido del amplio cortejo que formaba la embajada. Asbag admiró una vez más aquel porte distinguido y aquella singular manera de ejercer la diplomacia. Ése era el gran Recemundo, sin artificios, sin ampulosos e histriónicos ropajes, sin joyas ni innecesarios abalorios; con el solo adorno de la seguridad de conocer el mundo, con sus señores temporales, grandes o pequeños, depuestos por el simple paso de los años, según había comprobado en la amplitud de sus viajes.
Al llegar frente al estrado se inclinó sólo lo necesario, sonrió y desenrolló la carta que enviaba el basileus de Bizancio, escrita en griego, sobre un pergamino teñido de azul, con letras de oro. Dentro del rollo que formaba se hallaba una cédula, también coloreada y cubierta de escritura griega, en que se especificaban y contaban los regalos enviados al califa. El mensaje llevaba colgado un sello de oro, de un peso equivalente al de cuatro meticales, en una de cuyas caras aparecía la imagen de Cristo y en la otra la del rey y su hijo.
Con voz solemne, traduciendo simultáneamente, Recemundo comenzó la lectura de la misiva imperial: «Nicéforo II Focas, creyente en Cristo, rey augusto, rey de los romanos, al posesor de los méritos magníficos, al ilustre, al noble por ascendencia, Alhaquen al-Mustansir Bi-llah, el que busca la ayuda victoriosa de Alá, el califa, el que gobierna a los árabes en Alándalus (¡Alá prolongue su duración!). Gracia y bien, larga vida a él y a sus hijos, nietos y descendencia. Que la gloria del Misericordioso le cubra con su sombra…».
Y así prosiguió durante un buen rato, leyendo el largo encabezamiento lleno de fórmulas rituales, hasta llegar a la parte en la que se exponían los sinceros deseos de paz y alianza entre ambos reinos, que dibujaron un amplio gesto de complacencia en el rostro del califa. Luego llegó el momento de enumerar los regalos: pájaros exóticos, pieles, esclavos, una gran taza de mármol esculpido y dorado para la residencia califal y una fuente de ónice verde con bajorrelieves que representaban figuras humanas. Además, el basileus, conocedor de las aficiones de Alhaquen, había enviado numerosos libros, entre ellos dos preciosos manuscritos: una copia en griego del Tratado de Botánica de Dioscórides y un ejemplar de la obra de Juliano Orosio, historiador hispanolatino del siglo V. Y como en esta época nadie sabía el griego en la península ibérica, el emperador enviaba a un buen conocedor de esta lengua, con el encargo de formar en Córdoba un equipo de traductores. Ello llenó de satisfacción al califa, pues todo lo que significara traer conocimientos y sabiduría a Córdoba le entusiasmaba más que cualquier otro bien de tipo material.
Como era de esperar, terminada aquella impresionante recepción en presencia de toda la corte, Alhaquen quiso recibir después en privado a Recemundo, así como a algunos de los maestros y sabios que venían con él.
El encuentro tuvo lugar en los interiores pabellones privados del palacio de verano, en un saloncito de mármol rosado que dejaba ver por entre sus arcos las siluetas de los susurrantes árboles agitados por el aire de marzo. Era ya casi de noche cuando llegaron todos los invitados. Encendieron las lámparas y corrieron los cortinajes, pues la brisa soplaba ya fresca. No era una fiesta propiamente dicha, pero había confituras, jaropes[*], frutos secos y un trío de músicos, expertos en crear el ambiente necesario sin llamar demasiado la atención. Recemundo y Asbag se acomodaron en sus sitios, en un reducido círculo de divanes que fueron ocupados por seis invitados, dejando uno libre para el califa. Cuando Asbag comprobó que los dos eunucos reales no estarían presentes, se sintió sumamente aliviado.
Alhaquen entró sonriendo, y saludó a cada uno como si de familiares se tratara. Al llegar a Recemundo le abrazó con sincero afecto y las lágrimas casi corrieron por el sereno rostro del anciano, sorprendido ante aquel trato, tan lejano del distante y artificioso protocolo de al-Nasir.
Se hicieron las presentaciones. Un poeta, Maruf, llegado de Siria; un filósofo y un teólogo; un arquitecto bizantino y el sabio monje llamado Nicolás, que habría de dedicarse a formar a los traductores de griego según el encargo del basileus; y los dos obispos mozárabes. Después de un rato de animada charla en el que los contertulios pudieron intercambiar saludos y conocerse al menos someramente, Alhaquen pidió silencio y le dio el primer turno al poeta sirio.
Maruf era un oriental puro, de rasgados ojos negros y una lisa y obscura barba que le llegaba al pecho; lucía atuendos llamativos y el estudiado aspecto de poeta cortesano. No era su ingenio a la hora de componer lo que le había alzado hasta los salones principescos, sino su vasto conocimiento acerca de los grandes poetas orientales, así como de lo que se movía en las cortes de Arabia; y, sobre todo, su voz cálida y apasionada, capaz de hacer brotar las lágrimas desde el fondo del alma más endurecida.
—Háblanos de Mutanabbi, querido Maruf, ya que tuviste la suerte de conocerle —le rogó Alhaquen.
—¡Oh, bien dices, Comendador de los Creyentes! —exclamó el poeta—. Fue una gran dicha conocer al que según unos fue el último de los grandes poetas y, para otros, el único y primero de ellos.
—¿Dónde lo conociste? —le preguntó el califa.
—En Antioquía, en el reino hamdaní de Alepo, donde yo servía al príncipe Sayf al-Dawla, que tenía a la sazón treinta y cinco años y era el prototipo de un príncipe de leyenda: bello, arrogante, admirado por todos y poseedor de todas las características favorables y desfavorables de los caudillos beduinos, de carácter caprichoso y fluctuante entre la dureza y la magnanimidad, fiel y leal a los suyos, sensual, generoso y letrado. Su corte abundaba en hombres de ciencia, teólogos, filósofos y poetas. En paz con sus reinos vecinos, sólo había de luchar contra las sublevaciones de los árabes del desierto y con los bizantinos. Tal era el hombre a quien se entregó Mutanabbi con un amor y una admiración que parecen sentidos y correspondidos. Sólo con un príncipe así, un poeta se siente inspirado, escuchado y querido lo suficiente para destilar los aromas deleitantes de la verdadera poesía. Como aquel Sayf al-Dawla de Alepo sólo hay un príncipe, que incluso le supera: Su Majestad, Alhaquen, sabio y generoso, rico en virtudes…
—Bien, bien —le interrumpió el califa—. Basta de cumplidos y elogios. Ya sabemos lo importante que es para un poeta la unión con un príncipe. Pero, dinos, ¿cómo era en realidad Mutanabbi?
—Oh, era un hombre extraño, ciertamente. Pesimista por un lado, apasionado de la vida por otro… Escuchad, escuchad estos versos.
Maruf miró a los músicos, que se aprestaron a hacer sonar sus instrumentos, dulcemente; los versos brotaron cálidos y armoniosos, al ritmo de la música:
He perdido mi edad y mi vida.
¡Ojalá ésta hubiera pasado en otro pueblo diferente,
en otro mundo, del ya extinguido!
Esos pueblos fueron hijos de la juventud del tiempo,
y el tiempo los mimó.
Nosotros lo encontramos ya decrépito.
Al cesar la música, se hizo en el salón un silencio tan completo que hubiera podido oírse el sonido de una aguja que cayese al suelo.
Alhaquen entrecruzó las manos y exhaló un profundo suspiro. Luego miró en torno a sí y dijo:
—¡Ah, qué hermosos versos! Me pregunto cuánto de verdad hay en ellos. Muchas veces pienso como el poeta y me siento a disgusto en esta época. Es como ver que un mundo termina y no ser capaz de divisar el que empieza… ¿Me comprendéis, amigos?
—Sí, príncipe, ¿cómo no? —dijo Recemundo—. Es ésa una sensación que asalta a todo hombre que se encuentra con la sabiduría. En realidad todo saber es heredero de otro saber anterior. Recordad lo que dice el libro del Eclesiastés en la Biblia: «Todas las cosas del mundo son difíciles: no puede el hombre comprenderlas ni explicarlas con palabras. Nunca se harta el ojo de mirar, ni el oído de oír cosas nuevas. Pero nada es nuevo en este mundo; ni puede nadie decir: “He aquí una cosa nueva”; porque ya existió en los siglos anteriores a nosotros…».
—Porque toda sabiduría viene del Señor Dios —sentenció el teólogo, hombre de aspecto austero y mirada ardiente—, y con él estuvo siempre y existe antes de los siglos.
Alhaquen asintió con profundos movimientos de cabeza. Luego le llegó el turno al filósofo. El califa le miró y le pidió que disertara al respecto. El filósofo era un persa de indiscutible sabiduría, un discípulo del maestro al-Farabi, figura heterodoxa pero muy de moda en Arabia. Se llamaba El-Haddar y era un hombre pacífico, huesudo, cetrino y con un hablar gutural.
—Los griegos no existen ya —comenzó diciendo—; pero las obras de Platón y de Aristóteles siguen siendo las únicas capaces de aportar una respuesta a todas las cuestiones planteadas por el hombre.
—¿Quieres decir que ellos descubrieron la verdad? —le preguntó Alhaquen—. ¿La única verdad?
—La verdad existe desde siempre y para siempre —respondió el filósofo—; como bien ha dicho Recemundo, citando el Eclesiastés. Los griegos la sacaron a relucir, con una fuerza y un fulgor imposibles de superar. Eso es lo que quiero decir.
—¿Y, pues, la verdad religiosa? ¿No es acaso una verdad? —replicó el teólogo—. ¿No es la verdad superior a todas por venir directamente de Dios?
—La verdad filosófica y la verdad religiosa son una sola y misma cosa —contestó El-Haddar—, a pesar de que finalmente son diferentes.
Asbag escuchaba atentamente. Se incorporó sobre su asiento y se dirigió al filósofo.
—Según eso que dices, la religión es innecesaria para quien conoce la verdad filosófica. Pero… ¿y la revelación? ¿No es la verdad que Dios ha hecho llegar a los hombres a través de los profetas? Y los profetas no eran filósofos…
—Sí, sí; yo creo en los profetas —contestó el filósofo—. Al-Farabi creía en ellos. Pero los profetas hablaban con símbolos… con milagros… con poesías… para persuadir a la imaginación. ¿Cómo si no hubieran podido llegar al pueblo? Pero no todos los símbolos equivalen igualmente a la verdad demostrable filosóficamente…
—¡Oh! ¿Quieres decir que el Corán es sólo poesía? —replicó el teólogo con tono de disgusto.
—No, no —salió al paso el califa—. Creo que lo he comprendido. El-Haddar quiere decir que el Corán es afín a la poesía; algo que llega directamente al corazón del hombre para llevarle la verdad. Verdad que, en cierto modo, no es distinta de la verdad filosófica. Es como en la Biblia, en ese hermoso pasaje que nos recordó Recemundo, donde se nos decía que sólo hay una verdad, aunque expresada en forma múltiple, por lo que es difícil para el hombre comprenderla o explicarla con palabras.
—Ya que os gustó lo que se dice en la Sagrada Escritura, amado califa Alhaquen —dijo Recemundo—, escuchad lo que en el libro del Eclesiástico se dice acerca de lo que estamos debatiendo:
La sabiduría fue creada o engendrada ante todas las cosas, y la luz de la inteligencia existe desde la eternidad…
—Al-Farabi dijo que del primer Ser, Dios, emana la primera inteligencia, ya que en Dios conocimiento y creación coinciden —repuso el filósofo El-Haddar.
—Ah, el Dios único posee muchos nombres —sentenció Alhaquen con satisfacción—. Es maravilloso estar aquí conversando acerca de Él en armonía de ideas… Es como encontrar la verdadera sabiduría. Tú, Samuel, eres judío —dijo ahora mirando al arquitecto—; aporta tú algo a nuestra charla. Así será más completa.
Samuel era un hombre correcto, de perfilada y nariguda cara judaica, con pequeños ojos y labios abultados; un judío formado en Bizancio y enviado por el basileus para trabajar en la ampliación de la gran mezquita como regalo para el califa.
—Perdonadme, sabios señores —respondió—; yo soy solamente un humilde maestro dedicado a embellecer lugares destinados a alabar al Creador. Pero me gusta escucharos y estoy plenamente de acuerdo con cuanto habéis dicho. He construido sinagogas e iglesias cristianas, y ahora voy a dedicarme a una mezquita; si no viera a Dios como principio de todo ¿cómo podría verlo en tal multiplicidad de símbolos? Por eso creo que Él es el ser más simple, lo cual no quiere decir que pueda ser conocido por nosotros, que somos complejos.
—Sí, así es —dijo Alhaquen—. Y por eso es tan difícil gobernar a los hombres. Porque somos complejos…
—El universo está gobernado por Dios, amado califa —repuso El-Haddar—; y el Estado debe estar gobernado por el filósofo como hombre perfecto y encarnación de la razón pura: como rey y guía espiritual…
—Y como imán, legislador y profeta —añadió el teólogo.
—Oh, sí —asintió Alhaquen—. Pero… es tan difícil…
—Amado Comendador de los Creyentes —dijo Recemundo—. En mis viajes he conocido a muchos soberanos: algunos elevados por el linaje como único título, otros por la fuerza de las armas; muy pocos por la fuerza de la razón. No he conocido jamás la «ciudad perfecta», al menos en el sentido en que la ideó Platón, pero sí he visto reinos que se acercan al ideal, puesto que no es un fin en sí mismo, sino un medio para encaminar a los hombres a la felicidad supraterrestre.
—Contéstame sinceramente —le pidió el califa a Asbag mirándole directamente a los ojos—, tú que conoces Córdoba desde la posición de un hombre del libro: ¿hay justicia en mi ciudad? ¿Se puede ser feliz en Córdoba?
Asbag bajó la mirada.
—Contéstame, obispo Asbag, no temas poder herirme —insistió Alhaquen.
El obispo alzó la mirada con ojos confusos. Meditó por un momento. Luego respondió:
—No, no la hay, amado príncipe… Siento haceros daño al decíroslo, porque vos sois justo y bueno. Pero, como en cualquier otro sitio, hay mendigos, enfermos, oprimidos, leprosos desalojados de sus casas, funcionarios injustos, extorsiones, fraudes…
Alhaquen enrojeció y los ojos se le llenaron de lágrimas. Durante un buen rato todos permanecieron en silencio. Al fin, el califa se puso en pie y dijo:
—No dudo acerca de lo que me has dicho, obispo Asbag; es más, hace tiempo que sospechaba que sería todo como me lo has descrito; pero necesito comprobarlo con mis propios ojos. Y ahora, amigos, separémonos y vayamos a descansar; estos nobles viajeros, sobre todo, deben de estar fatigados después de sus largos recorridos.