Capítulo 13
Córdoba, año 962
A principios del año 351 de la hégira[*] del profeta Mahoma, coincidiendo con el año 962 de la era cristiana, se supo que la concubina Subh, antes Aurora, estaba embarazada. La alegría del califa fue inmensa. Y con él se alegró todo el país, cuando corrió la feliz noticia de que se esperaba un retoño del soberano para el final de la primavera.
Eran tiempos de paz; tiempos como nunca antes se habían vivido en Alándalus. Ya en los últimos años de su reinado, Abderrahmen al-Nasir había podido medir en toda su amplitud la extensa obra que había realizado desde el día, tan lejano, de su ascensión al trono. Del reino de Córdoba, disputado sin cesar a sus predecesores, sacudido continuamente por guerras civiles, rivalidades de clanes árabes y choques de grupos étnicos enfrentados unos con otros, había sabido hacer un Estado pacificado, próspero e inmensamente rico. Córdoba era ya una metrópoli musulmana, rival de Qayrawan y de las grandes ciudades de Oriente, que sobrepasaba con mucho a las otras capitales de Europa occidental y que gozaba en el mundo mediterráneo de una reputación y de un prestigio sólo comparables a los de Constantinopla.
Ésta había sido la obra de Abderrahmen III, el primero en fecha y en mérito de los califas de Alándalus. Pero, antes de hacerse cargo del poder, el segundo califa, Alhaquen II, había tenido tiempo muy holgado para completar su aprendizaje de soberano. Llegado al poder hacía apenas un año, se guardó mucho de transgredir las reglas instituidas por su padre, y continuó la misma política. Sin embargo, era evidente que no tenía la misma energía ni el mismo carácter autoritario de Abderrahmen.
Y en un Estado donde el menor indicio de debilidad era inmediatamente advertido y explotado, los primeros problemas surgieron con los reinos cristianos del norte, que sabían que el nuevo soberano musulmán estaba por naturaleza más inclinado a la paz y a los estudios que a la guerra.
El rey asturleonés, Sancho I, hijo de Ordoño III (aquel que vino a Córdoba acompañando a su abuela, la reina Tota de Navarra, cuando aún vivía Abderrahmen), recibió la ayuda del califa frente a su competidor, Ordoño IV, a quien obligó a refugiarse en Asturias primero y luego en Burgos. Como precio de su ayuda, Córdoba había logrado que Sancho I prometiese entregar diez plazas fuertes de la frontera; pero este compromiso no había sido todavía cumplido a la muerte de Abderrahmen III.
Hacía tiempo que el obispo Asbag no iba a Zahra. Después de conocerse la feliz noticia del embarazo de Subh, se sintió profundamente satisfecho y se entregó por entero a los asuntos de la diócesis. Y mientras, estuvo preparando la peregrinación al templo de Santiago de Compostela; la cual decidió que se haría en grupo, incorporando a cuantos quisieran realizar el viaje. La idea recibió una calurosa acogida y fueron muchos los que manifestaron su intención de acompañar al obispo. Asbag sintió entonces que había merecido la pena que la ansiada peregrinación se demorara tanto; supuso que se trataba de un regalo de la Providencia Divina, y se regocijó pensando que lo que de verdad Dios quería era que fueran muchos los que emprendieran el camino. Por ello, envió cartas a los monasterios del norte y solicitó que le mandaran predicadores, monjes experimentados que supieran transmitir al pueblo la necesidad de los fructíferos dones de la peregrinación.
La respuesta a su petición llegó pronto. Una mañana, cuando despachaba en el obispado, se presentó un monje que venía directamente de Compostela. Se llamaba Niceto; un hombre alto y delgado, de profundos y penetrantes ojos grisáceos, de rostro afilado y revestido de un cierto halo misterioso.
Asbag, al encontrarse de repente frente al monje en el recibidor, se sorprendió primero y luego se alegró sinceramente de la impresionante presencia del predicador. «Es justo lo que necesito», pensó. Sabía bien lo importante que era la primera impresión para las gentes del sur y celebró de antemano el impacto que causaría Niceto al presentarse ante la feligresía.
Poco después, mientras comían juntos en la casa del obispo, se dio cuenta de que el monje era un hombre misterioso y apocalíptico, obsesionado por la proximidad del fin del milenio.
—¿Es la primera vez que visitas Alándalus? —le preguntó Asbag.
—Sí, la primera —respondió él.
Ambos siguieron comiendo en silencio durante un rato. Y, viendo la dificultad de iniciar una conversación, el obispo se sintió desilusionado, sospechando que Niceto era un hombre hosco y reservado. Pero de repente se escuchó al muecín de la mezquita cercana y el monje se sobresaltó.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Qué? —se extrañó el obispo, acostumbrado a escucharlo.
—Ese extraño canto.
—¡Ah, el almuédano[*]! —respondió Asbag—. Es la llamada a la oración del mediodía. Los musulmanes oran cinco veces en la jornada y un cantor lo recuerda puntualmente desde los alminares.
—¿Y qué es lo que dice el canto? —preguntó el monje.
—Dice: «No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta». Pide que oren y que se adhieran a la única fe.
—¡Oh, es espantoso! —exclamó Niceto abriendo los ojos en un gesto delirante—. ¿Cinco veces al día os veis obligados a escuchar esas blasfemias? ¿Cómo podéis soportarlo?
—Ah, bien, estamos acostumbrados. También ellos oyen cada día el repique de nuestras campanas…
—¡Pero eso es condescender con la impiedad! —protestó el monje—. No es lo mismo el sonido de un instrumento que la voz de los infieles escupiendo insultos a Dios y a Jesucristo.
—No, no, no… no son insultos —negó el obispo—. Es su manera de manifestarse. Es tan sólo su profesión de fe; no pretenden insultar a nadie ni ofendernos.
—¿Cómo podéis decir eso, vos, un obispo, un sucesor de los apóstoles? En los reinos de la cristiandad pensábamos que vuestra actitud era la de unos mártires… Oramos mucho por vosotros… Os tenemos siempre presentes, ¿sabéis? Y… y ahora veo que vivís mejor de lo que pensábamos. Pero…, ya comprendo…, es más cómodo condescender…
—No se trata de eso, hermano —replicó el obispo—. Nuestras comunidades han aprendido a vivir en paz; eso es todo. Es la única manera de poder continuar con nuestras tradiciones religiosas y mantener la herencia de Jesucristo en los dominios musulmanes. El califa sigue en esto una máxima del Corán. Nos respetan porque somos lo que ellos llaman «hombres del libro»; consideran que adoramos al mismo Dios.
—Entonces ¿por qué aquellos mártires cristianos de hace cien años? ¿Por qué murió san Eulogio de Córdoba, cuya cabeza fue segada por la cimitarra musulmana antes de que ocupara su silla de obispo electo de Toledo?
Asbag estaba desconcertado ante la actitud intransigente del monje. Empezó a sudar copiosamente y se sintió verdaderamente a disgusto. Bebió agua para ganar tiempo y luego intentó con suavidad calmar a su contendiente.
—Bien, eran otros tiempos… Aquéllos fueron años de persecuciones y de conflictos. No era como ahora… Créeme, querido hermano, es mejor la paz… Vivimos en paz. ¿No es ello algo bueno? ¿No es un don del Espíritu Santo?
—Sí, ya veo; vivís en paz pero sin fervor —volvió a la carga Niceto—. Contemporizáis y transigís. ¿Dónde están la viril fortaleza y el ejemplo? No, no creo que sean otros tiempos; son los únicos tiempos. Es el momento de asumir la cruz que nos ha tocado y adoptar la santa intransigencia. Estamos en el final del primer milenio desde el nacimiento del Señor. Son tiempos difíciles; momentos de ascuas encendidas. El templo del apóstol en Compostela, que contiene los restos de uno de los discípulos del Señor Jesucristo, significa que el Evangelio ha llegado hasta el «confín de la Tierra»; con lo cual el tiempo está cumplido. No, no podemos andarnos con absurdos rodeos. Los musulmanes son hoy día la gran amenaza de nuestra fe. ¿No os dais cuenta de que cada vez son más los cristianos que reniegan de su fe y abrazan el islamismo? ¿Acaso podéis negar que es una gran tentación el favor que los emires dispensan a los cristianos renegados, contándose muchos de ellos entre sus más influyentes servidores?
El discurso de Niceto sumió a Asbag en un profundo estado de confusión. El monje era un hombre exaltado, un fanático de ésos a los que había escuchado hablar con frecuencia. Se sabía que muchos de los cristianos del norte, entre los que se contaban obispos, abades y clérigos, eran partidarios de entrar en abierta lucha contra los reinos musulmanes, alentados por el emperador de los francos y por una creciente oleada de ansiedad que afectaba al mundo entero.
—Bien, bien, dejemos esto —dijo Asbag al fin, tratando de zanjar la cuestión y viendo que Niceto era inamovible en sus planteamientos.
Al día siguiente, domingo por la mañana, en el sermón de la misa de San Zoilo, el monje debía predicar acerca del templo de Santiago ante una concurrida asamblea de fieles, entre los que se contaban los cargos más significativos de la comunidad mozárabe y un buen número de cristianos llegados desde los monasterios y las alquerías de las sierras. El obispo Asbag presidía la celebración y no podía evitar la inquietud y el desasosiego que le causaba aquella situación. Por una parte, él era el responsable de la llegada del exaltado monje, pues había solicitado el envío de un predicador; pero, por otro lado, intuía que el sermón de Niceto podía causar serios problemas.
No se equivocaba. Cuando llegó el momento, el monje avanzó hacia el púlpito. Se santiguó y se hinchó de aire los pulmones para tomar fuerza. Con voz potente lanzó su predicación:
—Queridísimos hermanos en Cristo: vivimos tiempos difíciles. La tierra ruge con dolores de parto. En Roma, el Papa, el Vicario de Nuestro Señor, nos exhorta a que vivamos más que nunca la exigencia de la fe. Se acerca el año 1000 y la bestia anda suelta, el momento ha llegado. Es la hora en la que el ángel hará sonar la trompeta para la gran tribulación, en la cual los que han sido sellados en la frente saldrán a relucir. Es la hora de la siega y caerá el trigo bueno junto con la cizaña; y ésta será quemada en el fuego. Es el tiempo de aventar en las eras para separar la parva del grano. Los que vivís mezclados con la cizaña y la parva debéis relucir como antorchas más que nunca; debéis ser puestos en lo alto de un monte…
Asbag se aterrorizó. «¡Oh, Dios mío!, ¿qué dice este hombre?», exclamó para sí. Miró los rostros de los fieles; observó los ojos extrañados, las miradas atemorizadas, la inquietud en los semblantes… El monje proseguía:
—… Estarán dos en la terraza, uno será llevado y el otro dejado; estarán dos en el campo, el uno será llevado y el otro dejado; estarán dos en la cama, el uno llevado y el otro dejado…
En aquel momento, sonó la voz del muecín. Ese sonido habría pasado inadvertido cualquier otro domingo. No obstante, el monje se puso entonces desaforado; elevó los brazos y arengó a la muchedumbre de fieles:
—¡Gritad conmigo! ¡Proclamad! Creo en un solo Dios, padre de Nuestro Señor Jesucristo…
Los fieles, enardecidos, continuaron el credo a una sola voz; estaban algo confusos, pero se sentían llevados por una exaltada corriente.
Cuando terminó la celebración, muchos se acercaron para felicitar al monje, el cual aprovechó para seguir con sus elucubraciones, sembrando terrores e incertidumbres.
Aquella misma noche, Asbag se revolvió en el lecho sin poder conciliar el sueño. Intentó una y otra vez calmarse quitándole importancia al asunto, pero no conseguía sacarse de la cabeza las frases del discurso de Niceto. Entonces empezó a inquietarse preguntándose si habría algo de razón en las palabras del monje, si tal vez sería un aviso de la Providencia por condescender excesivamente con la sociedad musulmana, si habría indicios de que los tiempos que se vivían eran los últimos… En verdad había muchos signos que apuntaban hacia algo, aunque no podía decirse con precisión qué era ese «algo». ¿Sería verdad que no estaba siendo suficientemente valiente en el ejercicio de su ministerio? Recordó entonces que en cierta ocasión había sido criticado por su excesiva amistad con el príncipe Alhaquen y que muchos cristianos no habían visto con buenos ojos su designación como obispo de Córdoba. Cayó también en la cuenta de que había servido de intermediario con la cristiana Aurora, facilitando así que sus futuros hijos fueran musulmanes, pues el Islam no admitía que los hijos de los matrimonios mixtos no fueran sino musulmanes. Los remordimientos le embargaron.
Y cuando consiguió conciliar el sueño, fueron las pesadillas las que vinieron a llenar su mente de tinieblas. Soñó con el fin de los tiempos, con guerras y catástrofes, sequías, epidemias, plagas… Se vio frente a frente con el mismísimo Satanás, revestido con los ropajes y los signos del poder musulmán. Fueron terribles visiones, en las que imponentes ejércitos arrollaban a la humanidad a lomos de violentos corceles, sembrando la destrucción y el terror. Y, como le sucediera otra vez, se vio a sí mismo abrazado a unos huesos en mitad de un mar de llamaradas.
—¡Mumpti[*] Asbag, mumpti Asbag! —le despertó alguien.
Se encontró bañado en sudor y sumido en la confusión.
—¡Oh Dios mío!, ¿dónde estoy? —musitó. Abrió los ojos y vio al arcediano y a los sirvientes al pie de la cama.
—Gritabas cosas terribles acerca de los jinetes del Apocalipsis y del demonio… —le dijeron.
—Estoy bien —dijo él—; han sido simples pesadillas.
—Veo que tienes demasiadas mantas —observó el arcediano—; el calor azuza los malos sueños…
—Sí, será eso —asintió el obispo—, tuve frío al principio y me arropé demasiado. Además, creo que debo cenar menos, ya no soy un muchacho…
Luego salieron los criados y el secretario permaneció durante un rato junto al lecho. El obispo tiritaba.
—¿Tendrás fiebre? —le preguntó el arcediano.
—No, creo que no; tirito a causa del sudor frío.
—Ese monje nos ha inquietado —observó el arcediano—. Yo no he pegado ojo; por eso he podido oírte cuando gritabas.
—Ese monje es un fanático —dijo Asbag—. No debemos tomar en consideración sus palabras o nos volverá locos a todos.
—Sí. Pero es difícil dejar de pensar en cuanto ha dicho. ¿Y si el descubrimiento de los huesos de Santiago fuera un signo…?
—Sea lo que sea, iremos allí —dijo el obispo con rotundidad—. Iremos y veremos qué hay. Dios nos mostrará el camino.