Capítulo 20
Córdoba, año 962
El regreso de los mozárabes a Córdoba fue agotador, pero lleno de felicidad, pues llevaban consigo una buena parte de la solución del conflicto. Cabalgaron día y noche hacia el sur, con breves paradas en el camino, buscando llegar antes de que dieran comienzo las celebraciones de la Semana Santa. El viaje fue como una penitencia cuaresmal; no les faltaron enfermedades y dolencias a causa del cansancio, por lo que se demoraron algo con respecto a sus previsiones.
Pero por fin llegaron, el Domingo de Ramos, cuando la comunidad se aprestaba a celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén. Fue maravilloso para ellos encontrarse de repente en la plaza frente a San Zoilo, rodeados de fieles que portaban palmas y ramas de olivo, en una mañana reluciente de cielo azul, dorado sol en las cornisas y tejados llenos de palomas. Repicaron las campanas con alegría y se elevaron los cantos de fiesta. Para quienes venían del norte, obscuro y casi invernal todavía, aquella luz y aquel color eran una explosión de vida.
—¡Córdoba divina, espejo de la Jerusalén del Cielo! —le gritó Asbag a Walid, cuyos ojos brillaban emocionados.
—¡Que no nos falte nunca nuestra Córdoba, san Acisclo bendito, que no nos falte! —exclamó el juez.
Celebraron la procesión de ramos y la misa. Reunieron luego al cabildo para comunicarle las buenas nuevas. A mediodía comieron con el obispo metropolitano de Sevilla, que había permanecido allí esperando las noticias.
Por la tarde, Asbag, el juez Walid y el prelado sevillano partieron hacia Zahra para ser recibidos en audiencia por el gran visir al-Mosafi.
Cuando llegaron al palacio, se encontraron con la grata sorpresa de que la primera parte de su embajada había rendido ya su fruto. El rey Ordoño IV había solicitado audiencia al califa y anunciaba su próxima llegada a Córdoba, junto con una veintena de condes dispuestos a reconocer la soberanía de Alhaquen. Al-Mosafi estaba eufórico. Pero se alegró aún más cuando leyó la carta del rey García Sánchez I, que anunciaba la próxima llegada de embajadas de Navarra con deseos de paz y hermandad con el reino de Córdoba. El visir descendió del estrado y besó a Asbag en señal de sincera felicitación.
—Ha sido una gestión impecable —declaró—. El califa estará muy contento. Seréis premiados por esto.
—Todavía falta ver la reacción del rey Sancho de León —dijo Asbag—. Si, como suponemos, se amedrenta al encontrarse sin el apoyo de Navarra, no tardará en enviar también sus embajadores a rebajarse ante Alhaquen; lo cual dejará solo al conde Fernán González y zanjará definitivamente este asunto.
—¡Tengamos paciencia! —exclamó al-Mosafi—. Recibamos ahora a los que llegan para avenirse y aguardemos a que los otros sean lo suficientemente inteligentes para reaccionar. Pero lo peor ya está solucionado; ya no hay alianza entre ellos ni unanimidad a la hora de seguir los dictámenes del conde castellano.
Una semana después, el día 8 de abril de 962 (fines de safar de 351 de la hégira del profeta Mahoma), Ordoño IV llegó a Córdoba. Una gran escolta de honor enviada por el califa salió a su encuentro, recordando aquel día que llegara la reina Tota. Para Alhaquen la llegada de un rey cristiano que venía a rendirse a sus pies suponía alcanzar el prestigio y la grandeza que tuviera su padre al-Nasir en otro tiempo.
Gran parte de la población salió hacia las inmediaciones de Córdoba para contemplar el espectáculo. En la gran explanada del real, al otro lado del puente, aguardaba otro gran destacamento de caballería, más numeroso aún que el que había salido al camino a recibir a los huéspedes. También se encontraban allí los principales cristianos de Alándalus, como Obadaila aben-Casim, metropolitano de Sevilla, y Asbag, el obispo de Córdoba, con Walid ben Jayzuran, juez de cristianos, y numerosos vicarios, abades y cadíes mozárabes.
Con Ordoño venía el general Galib y un numeroso séquito de caballeros leoneses. Cuando aparecieron a lo lejos, la multitud prorrumpió en un estruendo de vítores y los tambores tocaron un ensordecedor redoble de bienvenida.
La comitiva cruzó el puente y entró en Córdoba acompañada por el gentío en dirección a los alcázares. Allí Ordoño —tal vez aleccionado previamente— preguntó dónde se hallaba la tumba de Abderrahmen III. Cuando se la enseñaron se quitó respetuosamente la gorra, se arrodilló, volviendo la cabeza hacia el lugar indicado, y oró por el alma del que un día le arrojara del trono favoreciendo a su actual enemigo; con tal gesto buscó captarse el favor de los oficiales de la escolta.
El rey fue alojado en la munya[*] de al-Manra, junto con los veinte condes que le acompañaban, y se les dispensó un trato magnífico. Después de pasar dos días en aquel lujoso palacio, recibieron el permiso para ir a Zahra, donde el califa les daría audiencia.
Ordoño aprovechó esa ocasión para congraciarse con Alhaquen. Para la recepción se vistió con un traje y una capa de seda blanca —a fin de homenajear a los ommiadas, porque el blanco era el color adoptado por esta familia— y se cubrió con una gorra adornada con pedrería. Por la mañana temprano, lo recogieron Asbag y el juez Walid, que eran los encargados de presentarle ante el califa; le instruyeron en las reglas de la quisquillosa etiqueta de la corte cordobesa y le condujeron a Zahra.
Ordoño y sus acompañantes se admiraron una vez más al pasar ante las filas de soldados apostados a la entrada de Zahra. Cuando llegaron a la primera puerta del palacio echaron pie a tierra todos, menos Ordoño, que era recibido con la dignidad de monarca. Continuaron a paso quedo hasta la puerta de Azuda, contemplando los espléndidos jardines y las fuentes que lanzaban sus chorros al cielo. Finalmente, se detuvieron en el gran pórtico dorado, donde habían puesto sillas para el rey y sus compañeros. Allí se les hizo esperar un buen rato, intensificando así la atmósfera de misterio y grandeza. Asbag y Walid advirtieron la impaciencia y los nervios en los rostros de los cristianos.
Por fin, recibieron los leoneses permiso para entrar en la sala de audiencia. Ordoño hubo de quitarse la gorra y la capa en señal de respeto y avanzó en el silencio del misterioso y solitario salón, donde sólo se oían sus pasos y los de la comitiva, hasta el gigantesco velo verde oliva que descendía desde las alturas. Allí permaneció otro rato, sofrenando su propia impaciencia.
Sonó una dulce flauta, y la cortina subió enrollándose sobre sí misma. Apareció Alhaquen solo, vestido de oro, delante del trono, de pie y esbozando su sonrisa de viejo y astuto sabio. Acto seguido entraron los hermanos del califa, sus sobrinos, los visires y los alfaquíes, que se fueron postrando en su presencia. Ordoño, confuso ante el espectáculo, se arrodilló también. Alhaquen se adelantó entonces y le dio a besar la mano, después de lo cual el rey cristiano se retiró cuidando de no volver la espalda al califa, para sentarse en un diván de brocado, destinado para él y que estaba a quince pies del trono. Después los señores leoneses se fueron aproximando con el mismo ceremonial; besaron también la mano y fueron a colocarse detrás del rey. Asbag se sentó junto a ellos para servir de intérprete en la entrevista.
El califa guardó algunos instantes de silencio, para dejar a los visitantes tiempo de reponerse de la emoción. Ellos miraban asombrados los ricos adornos de la sala y los lujosos ropajes de los miembros de la corte, mientras la flauta creaba un ambiente de encantamiento.
La fístula calló. El rey habló entonces en árabe con tono cordial. Asbag tradujo seguidamente:
—Su Excelsa Majestad el Príncipe de los Creyentes, comendador de Alá, descendiente del Profeta…, Alhaquen II al-Mustansir Bi-llah ha hablado en estos términos: «Congratúlate de haber venido y espera mucho de nuestra bondad, pues tenemos intención de concederte más favores de los que te atreverías a pedir».
En el rostro de Ordoño se reflejó la alegría al escuchar estas palabras, se levantó y se deshizo en reverencias.
—Soy servidor de Nuestra Majestad —dijo—. Confío en vuestra magnanimidad y os otorgo pleno poder sobre mí y sobre los míos; en vuestra alta virtud busco mi apoyo. Solicito tan sólo una cosa de vuestra bondad: la confianza en mi leal intención.
Asbag tradujo y el califa respondió:
—Nosotros te creemos digno de nuestras bondades; quedarás satisfecho cuando veas hasta qué punto te preferimos a todos tus correligionarios, y te alegrarás de haber buscado asilo entre nosotros y de haberte cobijado a la sombra de nuestro poder.
Cuando Asbag explicó a Ordoño el sentido de estas palabras, el leonés se arrodilló nuevamente, e implorando la bendición de Dios para el califa, expuso su demanda en estos términos:
—En otro tiempo, mi primo Sancho vino a pedir socorro contra mí al difunto califa. Realizó sus deseos y fue auxiliado en la medida en que lo habrían hecho los mayores soberanos del universo. Yo también acudo a demandar apoyo; pero entre mi primo y yo existe una gran diferencia. Si él vino aquí fue obligado por la necesidad; sus súbditos vituperaban su conducta, le aborrecían y me habían elegido en su lugar, sin que yo, Dios me es testigo, hubiese ambicionado este honor. Yo le había destronado y arrojado del reino. A fuerza de súplicas obtuvo del difunto califa un ejército que le restauró en el trono; pero no se ha mostrado reconocido por este servicio; no ha cumplido ni ante su bienhechor ni ante vos, ¡oh Comendador de los Creyentes, mi señor!, aquello a lo que estaba obligado. Por el contrario, yo he dejado mi reino por propia voluntad y he venido para poner a vuestra disposición mi persona, mis gentes y mis fortalezas. Tengo, pues, razón al afirmar que entre mi primo y yo media una gran diferencia, y me atrevo a decir que he dado pruebas de más generosidad y confianza.
Dicho esto, Ordoño se sentó, y los suyos manifestaron su asentimiento con gestos de aprobación. Asbag lo tradujo todo con calma.
—Hemos escuchado tu discurso y comprendido tu pensamiento —respondió el califa en árabe—. Ya verás cómo recompensamos tus buenas intenciones. Recibirás de nosotros tantos beneficios como recibió tu adversario de nuestro padre, a quien Alá haya acogido; y aunque tu competidor tiene el mérito de haber sido el primero en implorar nuestra protección, éste no es motivo para que te estimemos menos ni para que nos neguemos a concederte lo que a él le dimos. Te conduciremos a tu país, te colmaremos de júbilo, consolidaremos las bases de tu poder real, te haremos reinar sobre todos los que quieran reconocerte por soberano y te enviaremos un tratado en el que fijaremos los límites de tu reino y del de tu primo. Además, impediremos a este último que te inquiete en el territorio que te tendrá que ceder. En una palabra: los beneficios que has de recibir de nosotros excederán a tus esperanzas. ¡Dios sabe que lo que decimos es lo mismo que pensamos!
Después de hablar así el califa, el gran velo de color verde se desplegó de nuevo y tras él desaparecieron el estrado, el califa, el trono y sus parientes. Ordoño, estupefacto, se deshizo entonces en acciones de gracias y en reverencias y abandonó la sala andando hacia atrás.
En un departamento contiguo manifestó a todos que estaba deslumbrado y atónito por el majestuoso espectáculo de que había sido testigo. Su rostro y sus ojos inundados de lágrimas de emoción así lo confirmaban.
Luego fue conducido hasta la biblioteca, donde aguardaba el visir al-Mosafi. Cuando vio a lo lejos a este dignatario, Ordoño le hizo una profunda reverencia, queriendo también besarle la mano, pues se encontraba confundido y atolondrado. Pero el visir se lo impidió, y después de abrazarlo, lo hizo sentar a su lado y le manifestó que podía estar seguro de que el califa cumpliría sus promesas. Después se firmaron los tratados y los invitados recibieron los trajes de honor que el califa les regalaba. Saludaron al visir y a los eunucos reales con profundo respeto y volvieron al pórtico por donde entraron, encontrando allí un caballo soberbio y ricamente enjaezado, de las caballerizas de Alhaquen. El rey leonés montó y regresó con los veinte señores al palacio que les servía de morada. Allí les esperaba un fastuoso banquete con músicos, danzarinas y manjares exquisitos regados por los mejores vinos. Brindaron numerosas veces por el califa, por toda su gente y por todo Alándalus. No cabían en sí de gozo, y estaban conmovidos por una mezcla de sentimientos entre los que dominaba el orgullo, pues confiaban en que a su regreso podrían humillar a sus enemigos. Cuando Asbag y el juez Walid los dejaron, los leoneses estaban ya casi ebrios, cantando a voz en cuello sus rudas canciones montañesas.