Capítulo 82

Sicilia, año 976

El agua subía y retrocedía en la suave pendiente de la playa, bañando la arena con la espuma de mansas olas. Un bello cielo se fundía con un mar azul que se hacía anaranjado en el horizonte. Reinaba la paz del atardecer, hecha de la sensación cálida del sol en la piel, mezclada con las frescas ráfagas de la brisa marítima. Allí donde las olas rompían en la arena, tres niños recogían conchas, charlando entre ellos, con un murmullo de vocecillas que se confundían a veces con los gritos de las gaviotas.

Asbag, recostado en unas rocas, meditaba, dormitaba a ratos. Cuando sus párpados, que sentía pesados, se abrían, contemplaba el infinito espacio que tenía delante. «Al otro lado está Hispania —pensaba—; el Levante, la Manxa… y Córdoba». Recordó entonces el salmo:

Quién tuviera alas de paloma para volar y posarse.

Emigraría lejos…

Llevaba ya tres años en Sicilia. ¿Cuánto más, Señor?, pensaba. Era demasiado tiempo para estar en una isla, por grande que fuera; para alguien que había sido arrancado de su tierra hacía más de siete años, y llevado como por alas de águila por el mundo: Jutlandia, Germania, Constantinopla, Italia… ¿Es que su vida había de terminar allí? ¿Es que Dios había determinado que el resto de sus años, diez, veinte, treinta tal vez, discurriesen allí? ¿O tenía Dios reservado algo más para él? Se hacía estas y más preguntas, procurando no perder la esperanza, procurando confiar en una Providencia que hasta ahora no le había abandonado.

Después de embolsarse la cuantiosa suma del rescate del abad Mayólo, el astuto al-Kutí había decidido sacarle el mayor partido a su captura. El barco puso rumbo a Sicilia, donde el embajador pirata se congració con el emir Hasan al-Kalbí, entregándole como regalo el mejor botín que había conseguido en su correría europea: un obispo de la Iglesia católica. Pero no un obispo cualquiera, sino uno que manejaba a la perfección la lengua árabe, así como la latina y la griega. Un precioso tesoro que el emir quiso aprovechar al máximo. Cuando averiguó que Asbag conocía, además de las lenguas, las ciencias, y que los libros no tenían secretos para él, le puso al frente de la educación de su primogénito, Selim. Y desde entonces se quedó en el palacio de Halisah, en Balarmuh, que era como llamaban a la próspera Palermo.

El príncipe Selim había cumplido ahora diez años, y en los últimos tres Asbag le había enseñado cuanto ahora sabía: leer y escribir en árabe, contar, sumar, restar, las estaciones, el calendario, la geografía, las estrellas, la historia de los hombres y, últimamente, habían dado comienzo las primeras lecciones de lengua latina. Y el mozárabe no sólo lo hizo con cariño, sino que disfrutó con ello. Le entregaron un niño malcriado y rebelde, acostumbrado a vivir entre eunucos, de los que había aprendido a insultar, maldecir y escupir a la cara maliciosas e irónicas palabras; y Asbag había odiado al principio la difícil tarea que le encomendaban. Pero un esclavo, aunque sea el más culto, no puede negarse a aceptar su tarea. Luego el tiempo y la paciencia lo pusieron todo en su sitio, como suele suceder. Se enamoró de su trabajo. Era un hombre maduro sin hijos, solo en un mundo hostil y de gente poco cultivada; la dedicación al niño terminó por absorberle y cautivarle, convirtiéndose en su única razón de vivir.

Cuando se limaron sus asperezas de niño caprichoso, Selim desveló los encantos que guardaba en el fondo de su alma. El príncipe no era robusto, pero tampoco era uno de esos niños delicados que a fuerza de criarse entre algodones andan sobrados en carnes o se forman delgaduchos y enfermizos. Por el contrario, era vivo, fuerte y despierto, de piel morena y obscuros cabellos rizados; y sus ojos, aunque afectados de un ligero estrabismo, mostraban una mirada interrogante. En el tiempo dedicado a él, Asbag se había maravillado, apreciando la satisfacción de escribir en su alma, como en una tabla rasa, los conocimientos, la sabiduría más elemental y el arte del razonamiento.

Y vio brotar en él el milagro de los puros sentimientos que Dios mismo deposita en el fondo de los hombres. Y el niño, agradecido, le amaba ahora más que a nadie; con un amor verdadero, nacido de la admiración y el respeto hacia quien le mostraba todo un universo abierto y luminoso. Hacía ya tiempo que entre ellos fluía una mutua comunicación de sentimientos, aunque Selim era todavía rebelde a veces.

Asbag alzó la vista. Los tres niños se habían alejado demasiado según su parecer. Pero enseguida corrió tras ellos uno de los eunucos y les advirtió que debían regresar. También los criados respetaban al obispo, aunque al principio le hicieron sufrir, como le sucede a cualquiera que llega como un advenedizo a una casa para ocuparse de las más altas responsabilidades sin habérselo ganado antes. Hubo celos y envidias; pero la paciencia del mozárabe era inmensa, y puede más el silencio y la calma que el más violento enfrentamiento. Ahora nadie cuestionaba su posición, pues a todos seduce la sabiduría de un alma con poso.

Selim se acercó hasta donde estaba él, mientras los otros niños seguían con los pies en el agua.

—¿Qué es esto, Asbag? —le preguntó, mostrándole algo que había encontrado en la orilla.

—¡Oh, es un caballito de mar! —respondió Asbag, observándolo detenidamente.

—¿Eh…? —Se sorprendió el niño—. ¿En el mar hay caballos?

—¡Ja, ja, ja…! —rio el obispo—. No. Se le llama caballito por su forma pero es un animalejo del agua; algo más parecido a un pez. ¿Ves? Su cabecita recuerda a la del caballo, pero el conjunto de la figura es diferente.

—¿Y tú por qué sabes eso? ¿Has estado en el fondo del mar?

—¡Oh, no! Nadie puede estar en el fondo del mar. Lo sé porque en un antiguo libro había una ilustración donde aparecía esta criatura. Pero, si he de serte sincero, te confieso que es la primera vez que veo uno de verdad.

—¿Dónde podré ver yo uno de esos libros?

—Bueno, aquí en Sicilia no hay ninguno de ellos. Pero si fueras a Córdoba, a la gran biblioteca del califa, podrías encontrar cientos.

Los ojos del niño se abrieron llenos de asombro. Se acercó más al obispo y le asió por la manga de la túnica con ansiedad.

—¡Vayamos a Córdoba! —le suplicó—. ¡Le pediremos el barco al emir y partiremos mañana!

—No, no, Selim, no podemos ir. Es un viaje largo y peligroso, hay piratas y hombres malvados por todas partes…

—Entonces… ¿nunca podré ver uno de esos libros?

Asbag lo abrazó cariñosamente; le entusiasmaba esa curiosidad y ese deseo de saber de Selim.

—Haremos una cosa —respondió—; escribiremos nosotros uno. Te enseñaré a manejar el cálamo y dibujaremos animales como los que se encuentran en los libros de Córdoba.

—¿De veras? —exclamó entusiasmado el niño—. ¡Júralo! ¡Júralo por el Profeta! ¿Sabrás hacerlo?

—Sí, claro. Lo vi muchas veces, lo recuerdo perfectamente y conozco la manera de hacerlo.

Selim daba saltos de alegría, giraba sobre sí mismo, bailaba y palmeaba de alegría.

—Y, ahora, regresemos; es tarde ya —le dijo el mozárabe—. Vístete y avisa a los eunucos que regresamos al palacio.

Por el camino de vuelta a la ciudad, la vista era hermosa: el monte Pelegrino al fondo, las laderas cubiertas de viñas que parecían derramarse por la pendiente hasta las mismas murallas; el robusto al-Qasr, en la parte más alta de la ciudadela, y el complejo y abigarrado conjunto de tejados, cúpulas y azoteas que se amontonaban en torno al palacio de al-Sqabila.

Asbag iba delante, caminando trabajosamente, apoyándose en una especie de largo cayado de pastor, pues la caída que sufrió en el acantilado de Frexinetum le dejó una pronunciada cojera, después de que los huesos soldaran mal, a pesar del tiempo transcurrido. Detrás iban los eunucos, Hume y Sika; dos eslavos maduros, reservados y ceremoniosos, que ya se habían ocupado antes del emir y que ahora tenían encomendado el cuidado de su hijo. Y, por último, avanzaban los tres niños con los dos criados y dos parejas de guardianes del palacio.

Antes de llegar a la barbacana de la muralla, Asbag percibió el olor nauseabundo, al que no terminaba de acostumbrarse pese a que pasaba por allí todos los días, del lugar donde se exhibían los despojos de los ajusticiados. Se trataba de una oquedad en el terraplén que ascendía desde el mismo borde del camino, en la que revoloteaba un enjambre de moscas con su característico zumbido, sobre las sanguinolentas losas de piedra repletas de huesos con carne pegada aún, cráneos, vísceras putrefactas y amarillentas grasas de los cuerpos descuartizados, alrededor de los cuales merodeaban cuervos, perros y gatos asilvestrados. El obispo torció la cabeza hacia el lado contrario a aquel lugar y apretó el paso, musitando entre dientes una oración.

Sin embargo, cuando los niños y los criados llegaron junto al repugnante espectáculo, se detuvieron y comenzaron a arrojar piedras. El obispo escuchó un golpe seco y la voz de Selim:

—¿Has visto? ¡Le he dado!

Se volvió y vio cómo los niños se agachaban para recoger piedras con las que ejercitaban la puntería contra los cráneos. Entonces corrió, horrorizado, en dirección a ellos gritando:

—¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡No hagáis eso! ¡Basta!

Selim, sosteniendo una piedra en la mano con la que pretendía proseguir el macabro juego, se detuvo.

—¿Por qué? —replicó—. ¡Esos malditos eran traidores, bandidos y enemigos del emir! ¡Están ahí para que todo el mundo vea cómo terminan tales hombres!

—¡No, Selim! —repuso Asbag—. No hay hombres malditos; sólo hay hombres desgraciados. Ya te lo dije una vez. Todos los hombres son hijos de Dios y sus cuerpos deben ser respetados porque resucitarán un día.

El niño, contrariado, apretó los dientes con rabia y dudó por un momento; pero, como viera que sus amigos aguardaban su reacción, finalmente alzó la piedra y la arrojó de tal modo que impactó fuertemente en uno de los cráneos, que rodó por el suelo.

—¡Toma! —exclamó otro de los niños—. ¡Qué puntería!

Asbag se enfureció, se abalanzó sobre Selim y, sosteniéndole por los hombros, lo zarandeó gritándole:

—¡Está bien, niño desobediente! ¡No tendrás libro de animales! ¡Tú no haces lo que te pido; pues yo no haré lo que tú me pides!

El obispo soltó al muchacho y se encaminó resoplando hacia la barbacana, con grandes pasos que acentuaban su cojera. Detrás, Selim le gritaba:

—¡Sí, lo harás! ¡Harás lo que yo te mande! ¡Mi padre mandará que te azoten! ¡Eres un esclavo y yo soy tu amo!

Después de cruzar la puerta de entrada a la ciudad, Asbag puso rumbo al barrio cristiano, mientras los eunucos, los criados y los niños subían la cuesta que conducía al palacio. La voz del niño seguía oyéndose.

—¡Sí, ve a la iglesia! ¡Pero harás el libro! ¡Lo harás…!

El barrio cristiano de Balarmuh era pequeño, polvoriento y de casas pobretonas y bajas. En el centro había una iglesia muy antigua, edificada por cristianos de los siglos precedentes con piedras y ladrillos de barro cocido. El mozárabe entró en ella. Era una nave de reducidas dimensiones, íntima y fresca, con finas aberturas verticales por las que entraban dos líneas de luz exterior. Al frente, suspendido de la pared del ábside, había un crucifijo rudimentario, con un Cristo hierático de grandes ojos y rígidos brazos.

El obispo se arrodilló con dificultad; le dolían los huesos de la pierna. Después se postró, dejando caer el peso de su tronco sobre los codos apoyados en el suelo de frías lastras, bajo las que reposaban generaciones de cristianos sicilianos. Estaba profundamente compungido. Oró:

Como están los ojos de los esclavos

fijos en las manos de sus señores

así están nuestros ojos en el Señor

esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,

que estamos saciados de desprecios…

El silencio de aquel lugar le confortaba. Fue como si se hiciera el vacío en su mente; como si desapareciera todo sentimiento negativo, aunque nada esperanzador acudiera en su lugar. Sólo el silencio, la nada, el descanso, la paz. ¿Por qué preocuparse? La vida es camino, recordó al fin. ¿Por qué inquietarse? Sólo esperar, confiar.

La puerta crujió detrás de él y unos pasos renqueantes resonaron en el interior del pequeño templo. Era Jacomo al-Usquf, el anciano obispo de Balarmuh.

Asbag alzó la cabeza y vio su rostro sabio y bondadoso. Era el único cristiano instruido de la isla, a pesar de que llevaba aislado más de cincuenta años. Había sido el único consuelo que el mozárabe tuvo desde que llegó cautivo a Sicilia. Y la única persona que podía darle consejos.

—Asbag, querido Asbag, ¿te encuentras bien? —preguntó.

—He vuelto a sufrir un percance con mi pupilo.

—¡Ay, cuánto te hará padecer ese niño sarraceno! ¡Su padre el emir debería liberarte de esa pesada carga!

—El caso es que amo a ese niño —dijo el mozárabe poniéndose en pie—. Él no tiene la culpa, pobrecillo, de comportarse así. Además, generalmente es bueno y dócil… Pero fue maliciado y eso le sale a veces.

—Sí, ya lo sé —respondió el anciano—; cuando se tuerce…

—Hace un momento suplicaba a Dios la paciencia. Creo que es lo único que necesito ahora. No sé cuánto tiempo me tendrá Él aquí ni qué es lo que pretende de mí; lo acepto, lo acepto de corazón. Pero a veces es tan difícil…

—Confía. Él te mostrará el camino.

—Sabes cómo ha sido mi vida; te lo he contado. Cuando iba camino de Cluny con el abad Mayólo, antes de que nos apresaran, creía que el final de mi viaje estaba próximo; intuía con tanta claridad que mis penalidades iban a terminar… Y, ya ves, mi peregrinación continúa aún…

—La vida del hombre sólo cobra sentido en el futuro —sentenció el sabio Jacomo—. Y el futuro pertenece únicamente a Dios. En el mundo todo se tambalea y todo cambia. El hombre es inconstante y voluble como pluma al viento, nada es estable, nada es fijo, nada permanece; y en un mundo de inseguridad e inconstancia… Sólo Dios es roca. Él permanece cuando todo pasa. Él es firme, fijo, eterno. Él es el único que podrá darte seguridad en cualquier lugar donde estés; aquí o en tu lejana tierra. Sólo en Él podrás encontrar refugio, sentirte seguro y hallar paz. Él es tu roca.

—Sí —asintió Asbag—, pero yo soy el inseguro. Ésa es mi mayor prueba: que yo mismo no estoy firme. Soy un manojo de dudas. Dudo y vacilo a cada paso… Ayer mismo me sentía seguro; hoy, después de lo que me pasó hace un rato al regresar de la playa, la incertidumbre vuelve a anidar dentro de mí. Eso ha sido toda mi vida: una gran incertidumbre; hago cien propósitos y no puedo culminar ninguno; comienzo cien proyectos y no acabo ninguno; emprendo cien viajes y no llego a ninguna parte…

—¡Ah, querido Asbag, ése es tu sino! —le dijo Jacomo con cariño—. ¿No será tu aventura un viaje del corazón? ¿No pretenderá Dios llevarte por caminos intrincados para mostrarte que todo es mutable y que sólo Él permanece?

El mozárabe se quedó pensativo por un momento. Aquellas palabras le habían tocado el alma. Sin decir nada más, tomó la mano del anciano obispo de Balarmuh y la besó con reverencia.

Después de orar en la vieja iglesia del barrio cristiano, regresó al palacio del emir, que se encontraba al lado del antiguo decumano romano, convertido ahora en hermoso emporio cuyas mercancías estaban ya siendo recogidas.

La nueva ciudadela, donde Hasan tenía su residencia, era pequeña y exquisita, a diferencia de la Galea que era la antigua Paleapolis que ahora estaba casi en ruinas. Desde su ventana del palacio, Asbag contemplaba el mar que recortaba la costa, entre las desembocaduras de los dos pequeños ríos Papiero y Kemonia.

Viendo caer la noche en la cala, con sus primeras estrellas luciendo sobre la línea del horizonte, el mozárabe oró en silencio: «Eres tú, Señor. Tú eres mi Roca. La firmeza de tu palabra, la garantía de tu verdad, la permanencia de tu eternidad. La Roca que se destaca a lo lejos en medio de las olas y arenas y vientos y tormentas. Sólo con saber que estás allí, siento tranquilidad en mi alma».

El crujido de la puerta de la alcoba interrumpió su oración. Era el pequeño Selim, descalzo y con su largo camisón de dormir. El mozárabe y él se miraron, esperando ambos que el otro dijera algo.

—¿Harás para mí ese libro? —dijo al fin el niño en tono meloso.

—No, si no me pides perdón por lo de esta tarde.

—¿Perdón? —preguntó Selim con sorpresa—. Son los esclavos los que piden perdón.

—¡Vamos, Selim! —le dijo Asbag con autoridad—. Delante de la gente admito que me trates así; pero ya sabes que entre nosotros yo soy el maestro. Ya te he dicho cien veces que Dios no nos perdonará si nosotros no perdonamos… ni sabemos pedirnos perdón unos a otros.

El niño corrió hacia él y le abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Ay, ay, Selim! —se quejó el obispo—. ¡Que me haces daño en la pierna mala! ¡No seas tan impetuoso!

—¿Me perdonas? —dijo Selim.

—¿Volverás a hacerlo?

—No, lo juro por la memoria del Profeta —replicó el niño con solemnidad.

—Bien, bien, te perdono.

—Entonces, ¿harás para mí ese libro?

—Sí, lo haré, lo haré…

Asbag acarició los cabellos obscuros y rizados de Selim. Sintió compasión de aquella cabecita. Percibió que el hombre en el fondo es un ser indefenso, con poder o sin él, con dicha o sin ella.