Capítulo 58
Córdoba, año 970
Abuámir se ausentó de Córdoba durante un par de semanas. En realidad, hacía ya tiempo que tenía que ir a Sevilla para hacerse cargo de algunos asuntos. El engorroso suceso con el príncipe al-Moguira precipitó su decisión de partir. Durante el viaje rezó preocupado, rogando que el príncipe no se hubiera sentido desairado hasta el punto de contarle a sus eunucos de confianza lo que pasó aquella noche en el jardín del Loco. Si Chawdar y al-Nizami se enteraban, tendrían una afrenta más que añadir a su lista de motivos para quitarle de en medio.
Se sintió angustiosamente atrapado por la situación. Era como si hubiera sabido siempre que las cosas terminarían complicándose y, finalmente, todo se hubiera precipitado sobre él sin poder remediarlo. Primero el traslado de la sayida a los alcázares, algo que no habían podido aceptar nunca. Más tarde, el atrevimiento de presentarse en Zahra a espaldas de los mayordomos, con Subh y los príncipes, con la complacencia del propio califa. Después el asunto del palacete de plata y el desplazamiento de la sayida a la munya de Al-Ruh. El día de la cacería, al-Moguira los había humillado expulsándolos de la tienda para quedarse a solas con él. Y, para colmo, si había sido zarandeado y ultrajado en el jardín del Loco, ¿cómo hacerles comprender que se debía al capricho y a la imprudencia del príncipe? Jamás serían capaces de verlo de esa manera. Como siempre, veían en Abuámir al único culpable.
Esta vez tuvo auténtico pavor. Temía el momento de tener que regresar para enfrentarse cara a cara con la situación. Llegó incluso a pensar en aprovechar aquel distanciamiento de la capital para ponerse en fuga y marcharse lejos, a Mauritania, a Egipto o a Persia.
Pero algo le retenía: su manía de jugársela una vez más ante la posibilidad de conservar sus cargos, su posición y el delicioso calor del amor de Subh.
Así, derrotado, confuso y aturdido se presentó en Sevilla. Durante varias noches no pudo dormir. Se levantaba y se tiraba de bruces en la alfombra para suplicarle a Dios que todo pasara sin más. Unas veces le venía una especie de claridad que disipaba sus temores; pero otras una maraña de obscuridad le nublaba la mente y no le dejaba ver otra cosa que los funestos augurios de lo que podía estar aguardándole.
No faltó a ni una sola de las oraciones de la mezquita. Como uno más, sin protocolo alguno, se mezclaba con los fieles y aguardaba hasta el final, humildemente vestido y codo con codo con campesinos, artesanos, malolientes curtidores y pastores de cabras. El imán Guiafar estaba verdaderamente admirado, porque no sabía lo que pasaba por la mente del joven cadí y suponía que se había obrado en él una conversión fulminante y definitiva. «Éste es el juez que la ciudad necesita», pensaba el anciano, henchido de satisfacción, mientras recitaba las suras del Corán.
Pero a los pocos días se presentó en el palacio una fatídica comisión reclamando a Abuámir. Se trataba nada menos que del antipático cadí de Córdoba, Ben as-Salim, con el prefecto de policía, varios oficiales de Zahra y el secretario personal del gran visir.
Abuámir los vio entrar, mientras paseaba por entre los arcos de la galería que había en el piso superior y que daba al patio principal. Su primer impulso fue correr hacia la ventana de su aposento y saltar a los tejados para buscar la manera de escaparse, pero una especie de invisible y pesada losa cayó sobre él dejándole paralizado.
—¡Que salga el cadí Mohámed Abuámir! —Oyó decir, con tono áspero, a alguno de los recién llegados.
—¡Enseguida bajo! —contestó él desde arriba con fingida tranquilidad.
Pusieron inmediato rumbo a Córdoba, sin decirle una palabra una vez que le hubieron leído la orden escrita por al-Mosafi requiriéndole en la Ceca. El camino fue un infierno para él. El calor apretaba y sus dudas, temores y angustias le ardían por dentro.
Entraron en la ciudad y se dirigieron a buen paso hacia la casa de la moneda. Nadie decía nada por el camino. Pero no hacía falta. Cuando llegaron a la puerta de la Ceca, Abuámir vio las literas de los chambelanes y se lo imaginó todo.
En el patio interior de la Ceca había un gran desorden. Los obreros permanecían atemorizados, viendo cómo la guardia del cadí revolvía los estantes y las alacenas para sacar las planchas, las herramientas y los utensilios que eran arrojados sin cuidado al enlosado. En el despacho de Abuámir, Chawdar y al-Nizami revisaban junto con el gran visir los cuadernos de notas y los pliegos de cuentas. El suelo estaba tapizado de papeles arrojados desde los cajones y las arcas permanecían abiertas.
—¡Vaya, aquí está nuestro hombre! —exclamó Chawdar al ver entrar a Abuámir.
—A ver ahora cómo explicas todo esto —le dijo al-Nizami, que revisaba un cuaderno sentado frente a su mesa.
Los rostros de los eunucos delataban su interna satisfacción. Era como si le dijeran con los ojos: «Al fin te hemos pillado». Llevarían allí horas, tal vez días, repasando las cuentas, hurgando en la amplísima relación de pesos y medidas que tenía que coincidir necesariamente con el número de monedas acuñadas. Habían solicitado además los servicios de dos contables de Zahra: los jefes de la oficina real de recaudación de tributos, que permanecían sentados en el suelo revisando con minuciosidad los estados de cuentas de la tesorería y la Ceca.
Abuámir buscó la mirada de su ayudante, Benzaqueo, que estaba lívido, relegado a un rincón del despacho. El judío alzó los ojos y encogió ligeramente los hombros, como queriendo ocultar su cabeza dentro de su cuerpo. Con aquel gesto se lo dijo todo. Muchas veces había advertido a Abuámir que no bastaba con que la relación de cuentas fuera fiel a la realidad de lo acuñado; era necesario además no tocar el fondo compuesto por las sacas de monedas nuevas almacenadas ni los lingotes de oro y plata de la tesorería.
Nadie podía entrar en la Ceca, era cosa sabida; pero tampoco había que confiarse, sobre todo conociendo a los fatas. Ahora sus temores se habían hecho realidad.
Los contables de Zahra concluyeron su intervención de cuentas. Tomaron sus últimas notas y se dispusieron a confeccionar la relación de conclusiones. Uno de ellos se acercó discretamente a al-Mosafi y le habló al oído. El gran visir se volvió hacia Abuámir.
—Si no te importa, ¿puedes aguardar en el patio? —le pidió.
Abuámir salió. Su mente era un hervidero de confusión, y la espera se le hizo una eternidad. La situación no tenía salida posible: se había arriesgado demasiado; había distribuido los fondos en una serie de préstamos destinados a ganarse a los hombres influyentes de Córdoba y Sevilla. Ahora ese oro y esa plata estaban repartidos entre más de treinta familias.
¿Cómo recuperarlo? Imposible. Daba vueltas en su cabeza a la situación. Necesitaba ganar tiempo. Debía encontrar una coartada para que le dieran la oportunidad de hallar la solución.
—¡Vamos, puedes entrar! —le llamó el cadí.
Los dos contables, los eunucos, el gran visir, el cadí y el prefecto de la policía estaban allí, frente a él, alineados esperando su respuesta. Sus caras revelaban la pregunta: «¿Qué puedes decirnos ahora?».
El gran visir hizo una señal a uno de los contables, quien, con la vista en un pliego de notas, dijo:
—Las cuentas están en orden. El número de monedas acuñadas concuerda con las salidas y con las entradas en el tesoro real. En Zahra se han recibido exactamente las cantidades que aparecen en los registros de tus libros. Pero… —El contable miró hacia al-Mosafi, y éste le instó a continuar con un gesto de la mano—. Pero es necesario cotejar las entradas de la oficina de contribuciones con los fondos de la Ceca y, naturalmente, los fondos acuñados en las últimas siete semanas. Lo cual asciende a una suma considerable que aparece en tu contabilidad.
Abuámir adoptó un tono sereno. Miró de frente al gran visir y dijo:
—¿Y qué es lo que se me pide, pues? El visir miró de nuevo al contable. Éste, dándose por aludido, contestó:
—Mi compañero y yo necesitamos ver esas cantidades, donde quiera que las tengas almacenadas, para comprobar si están completas y disponibles.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —rio Abuámir a carcajadas.
Los presentes le observaron perplejos. Él enarcó las cejas, puso un semblante fiero y, mirando de frente a los eunucos, dijo con enérgica voz:
—¿Qué pretendéis? ¿Os creéis que me he vuelto majareta? Pensabais que iba a tener todo ese oro y esa plata aquí. ¿Es esto acaso la tesorería de un tendero? ¡Vamos, ya está bien! ¿A que viene todo esto? ¿Sospecháis que me he quedado con algo?
—¡Eh, un momento! —Saltó Chawdar—. ¡No te pongas como un gallo!
—¿Es que acaso no se te puede pedir cuentas? —secundó su compañero—. ¿No podemos, en nombre del califa, venir a ver qué pasa en sus tesoros?
—¡Naturalmente! —respondió él—. Pero no así; por sorpresa. No se trata de guardar unas monedas en un calcetín. ¡Esto es muy serio! No soy un imprudente que deje en cualquier sitio lo que pertenece al Príncipe de los Creyentes.
—¡Esta casa está perfectamente custodiada! —replicó el cadí.
—No lo dudo —contestó Abuámir—. Pero el único responsable de lo que en ella se guarda soy yo. Tengo el derecho de fiarme sólo de quien yo quiera; no de los guardias que me asignen.
—¿Quieres decir con eso que guardas el dinero en otro lugar? —le preguntó el gran visir.
—Exactamente eso —respondió él con rotundidad.
—¿En otro lugar? —Se enfureció Chawdar—. ¿Dónde?
—¿Crees que voy a decírtelo aquí, a gritos, delante de todos? —repuso él, como ofendido.
—¡Tiene razón! —Salió al paso al-Mosafi—. ¿Habéis olvidado acaso lo que sucedió en tiempos de al-Nasir con lo que se recaudó para pagar las soldadas de la campaña contra Fernán González?
Todos callaron. Abuámir suspiró aliviado en su interior. Su táctica había surtido efecto. Contraatacar, huir hacia delante; por lo menos servía para ganar tiempo.
—¡No se hable más! —sentenció el gran visir al-Mosafi—. Tienes una semana para traer ese tesoro de dondequiera que lo tengas escondido. Mientras tanto, no tienes por qué preocuparte; sigue con tus asuntos. ¡Ah! Y disculpa todo este revuelo. Cuando los contables hagan su comprobación, aquí no habrá pasado nada.
Las miradas de los eunucos traspasaron a Abuámir, cargadas de odio contenido. Todos salieron de allí. Cuando la Ceca recuperó su calma, él se dirigió a los encargados y a los obreros que estaban aterrorizados.
—¡Vamos, cada uno a lo suyo! No tengáis ningún temor. ¡Poned todo en orden y seguid con el trabajo!
Después se encerró con Benzaqueo en su despacho. El judío se derrumbó y rompió a sollozar apoyado en un arcón.
—¡Yahvé! ¿Qué va a pasar ahora? ¡Sahib Abuámir, tengo mujer, hijos y nietos, no puedo morir ahora!
—¡Cálmate! —le rogó Abuámir—. ¿No has oído al gran visir? ¡Aquí no ha pasado nada!
—¡Pero cómo no va a pasar nada! ¿Tenemos acaso ese oro y esa plata? ¡Oh, Yahvé! ¡Una semana, una semana…!
—¡Basta! —le gritó Abuámir con energía—. ¡Confía en mí! Ordena todos esos papeles y haz la relación exacta de lo que falta.
Era impensable reunir una cantidad tan enorme en un tiempo tan reducido. Aunque estaba seguro de que su amigo el visir sería el primero en echarle una mano; le pediría que le prestara lo que pudiera y luego recorrería las casas de los nobles conocidos para tratar de juntar el resto. Era algo humillante. Su carrera había llegado a su fin: si no era capaz de reunirlo, le esperaba la cárcel. Podía devolver algo pero no todo. También estaba la litera de plata que mandó hacer para Subh; la fundiría y añadiría la plata al montante. Aun con eso, seguiría siendo imposible llegar a la suma total.
El mayordomo de Ben-Hodair se alegró sinceramente al verle por la mirilla. Descorrió rápidamente los cerrojos y le franqueó el paso al lujoso zaguán.
—¡Mi amo será feliz! —exclamó.
Abuámir le siguió hacia los aposentos interiores. Por la escalera, el criado le habló con franqueza:
—El mámala está mal, muy mal… Hace ya días que no se levanta.
Abuámir sintió una terrible opresión en el pecho. Subió los escalones de dos en dos y corrió desesperadamente por los pasillos. El dormitorio del visir era una estancia interior, lujosísima, pero obscura si no había lámparas. Un denso olor a orines mezclado con el aroma de las pócimas lo golpeó como una bofetada al entrar. El criado llegó detrás y acercó una vela, con la que fue encendiendo cada uno de los candelabros.
Ben-Hodair yacía en su espacioso lecho, con los rasgos de la muerte reflejados en el rostro, dormido, con la boca abierta y seca.
—¡Amo, amo! —le voceó el mayordomo, sacudiéndole la cara de un lado a otro—. ¡Amo, despierta! ¡Es el said Abuámir!
—¿Eh…? ¿Abuámir…? —musitó el visir con voz casi inaudible.
—¡Ben-Hodair, amigo! —le dijo Abuámir.
El visir abrió los ojos, le miró, sonrió y alzó las manos temblorosas hacia él. Estaba decrépito, amarillento, moribundo. Abuámir le abrazó, y percibió ese perfume dulzón del ser humano marchito, maduro para la muerte.
—¡Ay, qué alegría! —decía el visir—. ¡Qué alegría tan grande!
—Bueno, os dejo solos —dijo el mayordomo, retirándose.
Abuámir le cogió las manos a Ben-Hodair, como queriendo infundirle vida. El moribundo alzó hacia él unos ojos abiertos e inyectados en sangre.
—¡Me muero! —le dijo.
—¿Qué? ¡Nada de eso! —replicó Abuámir.
—¡Me muero, me muero, me muero y me muero! —insistió el visir.
Hubo un rato de silencio. Abuámir sintió que sucumbiría también bajo la hermosa bóveda del aposento de su amigo. A su angustia anterior venía a sumarse esta triste escena.
—¿Cómo estás tú? —le preguntó Ben-Hodair—. ¿Por qué no has venido a verme antes?
—He estado ocupado…
—¡Bah! —le reprochó el visir—. ¡Estarás bebiendo todo el vino que yo no puedo beber!
Abuámir rio con ganas. Luego llegaron las lágrimas. El moribundo lloró amargamente, convulsivamente. Él le abrazó de nuevo. Lloraron juntos.
—¡Vida traidora y ladrona! —se quejó el visir en su oído—. ¡Quién estuviera en Málaga! ¡Quién pudiera ver el cielo y el mar!
De nuevo brotaron las lágrimas. Ante la presencia implacable de la muerte, Abuámir se olvidó del oro, de la plata y del mundo entero.
—¡Bueno, ya está bien de penas! —dijo al fin el visir—. Y ahora dime cómo te van las cosas. ¿Sigues prosperando?
—Tengo problemas —le confesó rotundamente Abuámir—, graves problemas.
—¿Qué? ¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?
—Ya sabes… Chawdar y al-Nizami.
Ben-Hodair se incorporó en el lecho, como si hubiera cobrado vida. Sus ojos brillaban de rabia. Enfurecido, gritó:
—¡Malditos eunucos! ¡Malditas e insatisfechas viejas brujas!
Abuámir le contó lo que le había sucedido. No se ahorró los detalles de su propia culpa: la construcción del palacete de plata para Subh, los regalos que había hecho y la imprudente salida nocturna con el príncipe al-Mosafi. Esto último fue lo que más disgustó al visir.
—Todo lo que te ha sucedido es lógico —dijo Ben-Hodair—. Has recibido mucho poder en tus manos siendo muy joven. A cualquiera le habría pasado lo mismo. Pero acepta un consejo de este viejo. —El visir se acercó a Abuámir mirándolo fijamente. Le dijo—: No vuelvas a acercarte a mi primo al-Moguira. Hazme caso, es un descentrado peligroso. No hay nada peor en este mundo que un tonto caprichoso y con pretensiones. Su madre es una de esas circasianas que, sabedoras de su belleza, se creen capaces de conquistar a cualquiera por la rareza de su raza. Le metió pájaros en la cabeza a ese muchacho y, ya ves, siendo un hombre, tiene mentalidad de favorita del rey. Aléjate de él. Sobre todo porque es el ojo derecho de las hienas asexuadas.
Abuámir asentía con la cabeza, pero al tiempo pensaba que tal vez ya era demasiado tarde.
Ben-Hodair sacó una blanca y delgada pierna por entre las mantas y la puso en el suelo.
—¡Vamos, ayúdame a levantarme! —le pidió a Abuámir.
—¡Levantarte! —Se sorprendió—. ¿Necesitas alguna cosa? ¿Llamo al mayordomo?
—¡Chsss…! ¡Todavía no estoy muerto! —exclamó el visir—. ¡Sígueme! Te conduciré a un sitio.
Trabajosamente, se puso en pie. Abuámir le ayudó a apoyarse en él y ambos enfilaron con cuidado el pasillo. Descendieron dos niveles de escaleras y llegaron a una planta subterránea. Se trataba de uno de esos baños antiguos que tenían algunos palacios, pero que ya no se utilizaba, por haberse construido otro más moderno o porque se acudía al bamman público; de manera que ahora servía de aljibe. La luz entraba por unos ventanucos cuadrados casi a la altura del techo, pero la iluminación resultaba suficiente. Se oía el goteo pausado que resonaba bajo la bóveda y se respiraba el ambiente fresco y húmedo, producto de la mezcla de olores a moho y ladrillos mojados.
El visir se sentó en las escaleras, casi al nivel del agua, y le pidió a Abuámir:
—Entra en el agua y acércate hasta aquella esquina.
—¿Eh…? —se extrañó él.
—¡Vamos, hazme caso! Entra en el agua, ve hacia la esquina y sujeta aquella cadena.
Abuámir, aunque confuso, obedeció al visir. Se quitó la túnica y avanzó con el agua hasta la cintura. Asió una cadena y preguntó:
—¿Y ahora?
—¡Tira, tira fuertemente!
Él tiró. Algo venía hacia él por debajo del agua; algo muy pesado.
—¡Tira! ¡Arrástralo hasta aquí! —Le pedía el visir.
Abuámir fue tirando hasta regresar a los escalones. Al subir por la rampa que ascendía hacia el primer peldaño, sintió mucho más pesado el bulto. Entonces vio que se trataba de una especie de carretilla con cuatro ruedas de hierro que sostenían una plataforma cubierta de bultos: arcas y sacos de cuero impregnados de pez.
—¿Qué es esto? —le preguntó al visir.
—Ábrelo.
Abuámir soltó las ligaduras de uno de aquellos sacos. Miró dentro y se quedó asombrado.
—¡Monedas! ¡Monedas de oro! —exclamó.
—Esas arcas y esos sacos están repletas de ellas —le explicó el visir—. No creo que mi primo el califa guarde en Zahra un tesoro como éste.
Abuámir extrajo un puñado de aquellas monedas y las examinó.
—Son de los primeros años de Abderrahmen —dijo—. ¿De dónde han salido?
—Son las cantidades que recibía anualmente en Málaga para habilitar lo necesario para terminar con la piratería africana.
—¡Cómo! —exclamó Abuámir—. ¿Se trata de los impuestos que se recaudaban entre los comerciantes para garantizar la seguridad en el estrecho?
—Sí, hijo —desveló el visir—. Me quedé tranquilamente con todo ese dinero. Tendría que haber contratado mercenarios berberiscos, construido embarcaciones y establecido sistemas de patrullaje costero. Pero ya ves… Durante años me beneficié de aquellas cuotas. Hice mal, naturalmente; pero ¿iba a hacerle ese trabajo gratuitamente a mi primo al-Nasir mientras él se construía un paraíso en Zahra? Así es la vida. No siento ningún remordimiento. Además, todo eso te va a librar a ti de la cárcel o del degüello. Al fin y al cabo, ¿no fuiste tú quien limpió de piratas el litoral? Ese dinero te pertenece en justicia.
Abuámir no daba crédito a sus oídos. Removía con sus manos aquellas monedas húmedas y ennegrecidas; miraba hacia el cielo, agradecido, y sentía cómo le invadía una tranquilidad y una misteriosa confianza en alguna fuerza protectora y providente. Luego se abrazó a su amigo y le besó las manos, sin ser capaz de decirle nada, ni poder expresar todo lo que en aquel momento pasaba por su mente.