Capítulo 47

Córdoba, año 968

La daral-Sikka o Ceca, como todos la conocían, estaba instalada en un viejo caserón próximo a la gran mezquita y sus traseras daban directamente al barrio de los judíos ricos, donde se encontraban los más prósperos establecimientos bancarios de Córdoba. El propio califa Abderrahmen se ocupó de organizar el gobierno de la fábrica de las monedas del califato, siguiendo el esquema clásico de Oriente, con un buen depósito de material precioso, unos patrones estables y, al frente, un eunuco inteligente y de confianza, formado a los efectos en Damasco. Sin embargo, desde entonces, nadie más había sido incorporado a la Ceca; de manera que allí trabajaba una veintena de ancianitos, algunos de los cuales incluso casi habían perdido ya la vista, a causa del resplandor de los fuegos de la fundición. Las monedas repetían aún los nombres de al-Nasir y de los imanes de su época, puesto que ninguna variación se había hecho después de la muerte del anterior califa. Aun así, las monedas cordobesas seguían siendo las más valiosas y apreciadas en el mundo entero.

Como es natural, a Abuámir lo miraron mal desde un principio, pues no se conformó con que las cosas continuaran como siempre. Además, todavía había quien recelaba de que se hubiera nombrado a alguien que no era eunuco para un puesto tan relevante y de tanta responsabilidad. Pero él no se arredró. Sabía que para poder dominar a los subordinados sólo bastaban dos cosas: mostrarse cariñoso con ellos y tenerlos contentos o, en el caso de que se mantuvieran obcecados, sustituirlos por otros. Y es lo que hizo, pero con una naturalidad y una delicadeza tales que nadie quedó finalmente insatisfecho. Los reunió a todos y les propuso que sus hijos o nietos entraran a formar parte de la fábrica. A los de edad más avanzada les ofreció una especie de jubilación, con sustanciosas indemnizaciones y la posibilidad de continuar asistiendo cómodamente para transmitir sus enseñanzas a los más jóvenes.

Al principio pareció que aquello no funcionaría, porque es difícil cambiar las costumbres de un lugar que lleva funcionando con las mismas rutinas durante más de cincuenta años; pero cuando se dieron cuenta de que nadie les gritaba ya, ni les golpeaba, ni les insultaba, empezaron a sentirse más a gusto. El edificio fue reformado, las ventanas se ampliaron, el personal aumentó y la ventilación se perfeccionó. En pocos meses la Ceca parecía otra.

Y luego vino lo más complicado: escoger nuevos modelos de monedas y adaptar los patrones a las necesidades de los nuevos tiempos. Para ello, Abuámir estudió a fondo los sistemas monetarios de Siria, Persia, Arabia y Constantinopla. No se trataba de imitar nada, puesto que el sistema cordobés era superior a los demás; pero había que modernizarlo y situarlo todavía en un estadio más elevado. Y encontró a la persona precisa. No tuvo el menor inconveniente en incorporar a un judío inteligente e instruido en estos menesteres. Para ello, buscó a un conocido banquero que dirigía además a todo un regimiento de orfebres judíos que trabajaban el oro y la plata. Asesorado por él, Abuámir pudo presentar nuevos diseños de las monedas al califa y recibir las felicitaciones del mismo.

Pero sus enemigos no dejaron de vigilarle. Los eunucos de Zahra, Chawdar y al-Nizami, intentaron por todos los medios convencer al califa de que todas aquellas modificaciones en la casa de la moneda no hacían sino poner en peligro uno de los más importantes baluartes del califato.

Y no dejaron de molestar. Fueron allí una y otra vez a husmear y a criticar todo lo que se estaba haciendo. En realidad, su poder era tan grande en Córdoba que se permitían meter las narices en todos los asuntos de la ciudad.

Y Abuámir no podía quejarse al califa, puesto que ya lo había hecho cuando se entrometieron en su administración de los alcázares. No era cuestión de enfrentarse una vez más a ellos. Simplemente, se armó de paciencia y se vio recompensado al final. El califa tuvo que reconocer que la Ceca funcionaba y, aunque tuviera que escuchar las protestas y los chismes de sus eunucos, su extremado sentido de la justicia lo movió a premiar una vez más los esfuerzos del joven administrador. Añadió a sus funciones las de tesorero y curador de sucesiones. Con ello, Abuámir se convirtió en uno de los personajes más influyentes de Córdoba.

Este reconocimiento público le revistió de seriedad y de aplomo. Ya no era un mero administrador de bienes que tenía que rendir cuentas de sus funciones. Ahora hacía y deshacía a su antojo: compraba y transformaba, siguiendo los dictados de su fina intuición de intendente.

Durante meses había estado tan ocupado que casi se había olvidado del visir Ben-Hodair. En realidad, aparte del propio visir y de algunos de los amigos de éste, Abuámir contaba todavía con pocas amistades importantes en Córdoba; aunque su nombre ya iba siendo conocido en los círculos de influencia.

Nadie podía entrar en la Ceca sin un permiso expreso de Zahra. Era uno de los lugares verdaderamente prohibidos bajo severa amenaza de pena de muerte. Desde que Abuámir había llegado para hacerse cargo, sólo el califa, el gran visir al-Mosafi y los eunucos Chawdar y al-Nizami habían puesto los pies en el edificio, además de los nuevos trabajadores que él había nombrado.

Una mañana, cuando Abuámir supervisaba el recuento de un contingente de antiguas monedas que acababan de llegar como pago del impuesto de alguna región, se enteró de que alguien importante se encontraba en el salón principal del establecimiento. Se acercó hasta allí y se encontró con Ben-Hodair. El visir estaba visiblemente desmejorado, algo encorvado y se apoyaba en un bastón. Le miró con gesto grave y le espetó:

—¡Vaya! ¿Nadie te ha dicho que he estado enfermo?

—¡Oh, querido amigo! —le respondió Abuámir con preocupación, mientras se acercaba para besarle—. No, nadie me dijo nada.

El visir deslió un rollo de papel que llevaba en la mano y se lo enseñó a Abuámir. Éste lo leyó y luego dijo:

—¡Ah, has tenido que solicitar un permiso de Zahra para poder venir a verme! Claro, nadie puede entrar aquí…

—¡Naturalmente! —exclamó el visir forzando una sonrisa de medio lado—. Resulta que ahora eres un hombre importante y se necesita un permiso del Príncipe de los Creyentes para poder acudir a verte en tu trabajo.

—Perdóname, querido Ben-Hodair; he estado verdaderamente ocupado. ¡No puedes imaginar la de reformas que necesitaba la Ceca! Pero, dime, ¿qué es lo que te ha sucedido? ¿Qué males has padecido?

—¡Ay, amado Abuámir! Soy un viejo. He querido huir de esa realidad, pero el destino tiene sus años contados.

—Bueno, bueno… No se te ve tan mal.

—¿Que no? Mírame; sin este bastón no puedo ir a ninguna parte. Las rodillas me están matando…

—Anda, pasemos a mi despacho —le pidió Abuámir, mientras le sujetaba por el brazo.

Ben-Hodair se esforzaba por mantenerse erguido. Su planta era la del hombre que había sido siempre, pero el color de su piel estaba cetrino y enfermizo, y el blanco de sus ojos se había enturbiado con una especie de acuosidad amarillenta. Una vez en el despacho, sentados el uno frente al otro, Abuámir se dio cuenta de que su amigo se había hecho un verdadero anciano en aquellos meses. Aun así, se acercó a la alacena y extrajo una botella.

—Vamos, bebamos un trago. Yo también estoy cansado. Ambos nos sentiremos mejor.

—No, no, no… —dijo el visir apartando con decisión el vaso—. Esto se terminó para mí. El físico me ha dicho que un vaso me puede llevar a la tumba. ¡Ah, ha sido terrible! El alimento no para en mi estómago… ¡Cuánto he vomitado! Era como si todo el vino que he bebido en mi larga vida quisiera escaparse de mi cuerpo…

—Pero… ¿ha sido para tanto? —Se preocupó Abuámir.

El visir se acercó a Abuámir y le miró de frente. Su cara estaba aguzada y flaca y sus ojos reflejaban un fondo de temor.

—Créeme —le dijo—, he creído morir.

A Abuámir aquello le resultaba extraño y casi irreal. Ben-Hodair le había parecido siempre un hombre fuerte, arrollador y de naturaleza invencible, a pesar de su edad. Un hombre que jamás rechazaba una copa de vino o un buen manjar. Ahora lo tenía frente a sí como un odre deshinchado, con grandes bolsas bajo los ojos y macilentos pellejos que le colgaban de la mandíbula.

—Nos creemos que somos para siempre, pero… ¡todo se va! —prosiguió el visir—. Por eso he querido venir a verte. Tengo que darte muchos consejos, querido amigo, muchos consejos…

Abuámir le posó una mano en el hombro y le dio un cariñoso apretón, como queriendo infundirle fuerza. Le animó:

—Vamos, vamos; una enfermedad la puede tener cualquiera. Verás como dentro de unos días estamos otra vez en la taberna de Ceno disfrutando.

—¡Ay, qué más quisiera yo! Pero me temo que la próxima copa, si el Todopoderoso quiere, será con las huríes del paraíso.

Dicho esto, el visir se deshizo en un brusco llanto que desarmó a Abuámir. Pero inmediatamente se secó las lágrimas y, rehaciéndose, prosiguió con tono más firme:

—Y ahora dejémonos de quejas. Lo que tengo que decirte es muy importante. Ya ves que podemos desaparecer en cualquier momento. Por mi parte…, ya te he dicho que no espero durar mucho. Pero la salud de mi primo el califa tampoco es buena. Dos años, cinco…, siete tal vez. ¿Quién puede saberlo? En todo caso, no creo que sean muchos más, puesto que cada vez sufre recaídas más largas, todo el mundo habla de ello en Zahra. Hay que estar preparados. Eres ya alguien importante; más de lo que podríamos haber deseado para ti en tan poco tiempo y con tu corta edad. Administras la familia del propio Príncipe de los Creyentes; tienes al mismísimo heredero en tus manos. Y ahora esto. Todo el tesoro del reino está en esta casa. Pero hemos descuidado algo importantísimo: no tienes las espaldas bien cubiertas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Abuámir extrañado.

—Si yo falto y el califa también, lo cual puede suceder en cualquier momento, ¿quién te defenderá? No tienes un partido de seguidores, nadie te debe favores, ni siquiera tienes amigos en la corte…

Abuámir escuchaba con atención, cada vez más preocupado. El visir proseguía.

—Y, lo peor de todo, tienes enemigos entre la gente más importante de Zahra. ¿Has pensado lo que podría suceder en cuando el califa dejara de protegerte de los fatas Chawdar y al-Nizami?

—Pero… el único heredero posible es el hijo legítimo de Alhaquen… —repuso él.

—¡Eso es lo que tú te crees! —exclamó enojado Ben-Hodair—. ¿Crees que los fatas van a consentir que reine un hijo de la sayida Subh, a quien odian a muerte porque los ha puesto en ridículo delante de toda la corte?

—¿Y qué podrían hacer?

—¡Ah, Alhaquen tiene muchos hermanos! A diferencia de él, Abderrahmen fue prolífico y dejó un regimiento de hijos. Hasta ahora todos han estado conformes, pues juraron delante del Omnipotente a Alhaquen como heredero. Pero cuando éste falte su promesa no tendrá ya valor ante los imanes. Además, es público y notorio que los fatas quieren a Alhaquen tanto como a su hermano al-Moguira…

—¡Pero… se dice que al-Moguira es el más apocado e inepto de los hijos de Abderrahmen!

—¡Precisamente por eso! Ese afeminado ha sido siempre protegido por los eunucos. Se ha criado aparte. Si un día reinara, el partido de Chawdar y al-Nizami podría hacerse con las riendas de todo el imperio. ¿Crees que no lo están deseando?

—¿Tantos partidarios tienen?

—¡Ah, amigo! Unos les temen de verdad y se enfrentarían a cualquiera con tal de no tenerlos como enemigos. Y otros les deben favores. Así es el poder.

—Bueno, ¿y qué puedo hacer yo? —preguntó Abuámir lleno de preocupación—. Aparte del gran visir, no conozco a casi nadie en la corte.

—Empieza por ahí —respondió Ben-Hodair elevando el dedo con energía—. Nunca me ha gustado el gran visir al-Mosafi, ya lo sabes, pero es una pieza clave en todo este asunto. Es un intelectual, un filósofo…, como mi primo el califa. Hazte el interesante, visita la biblioteca, frecuenta si puedes sus aburridas tertulias de sabiondos… Y, mientras tanto, hazte con un partido de incondicionales entre la nobleza y los potentados.

—Pero… ¿cómo?

—¡Fiestas! ¡Fiestas y vino! A Córdoba le gusta eso. Desde que reina el mojigato de mi primo los actos sociales se han reducido a oraciones en la mezquita y sermones en el mimbar[*] de la plaza principal. Proliferan los santurrones y las sectas iluminadas campan a sus anchas. Judíos y cristianos nunca han estado más a gusto. Hacen falta juergas que permitan a los que aman algo el placer y el dinero aliviar sus deseos reprimidos. ¿Hay mejor lugar para la conspiración que una fiesta privada?

—Dicho así parece fácil…

—¡Bah! Eres la persona más adecuada para meterte a Córdoba en el bolsillo. Si te ganaste mi voluntad, ¿podría alguien escapar a tu encanto? ¡El mundo es tuyo!

—Y… ¿por dónde habré de empezar?

—Agénciate una buena casa, donde puedas recibir a quien quieras y cuando quieras. Tienes todo esto —dijo Ben-Hodair aguzando la mirada como un aguilucho y señalando los paquetes de monedas de oro que se amontonaban sobre la mesa de Abuámir.

—¿Esto? ¿Te has vuelto loco? —exclamó él.

—¡Bah! ¿Crees que alguien puede llevar las cuentas aparte de ti? ¿O es que puede entrar alguien a inspeccionar sin que peligre su cabeza?

—Pero… están los fatas. Vienen aquí algunas veces.

—¡Ésos no tienen ni idea! Tendrían que ponerse a contar todo esto y, créeme, sus cabezas no están ya para un esfuerzo tan grande. ¿Por qué crees que era tan complicado nombrar un jefe de la Ceca y un tesorero general? Porque quien tiene la llave de esta casa tiene las llaves de Córdoba. ¿No te has dado cuenta aún?

Abuámir paseó la mirada alrededor. Había innumerables arcones apilados, cuyo contenido sólo él conocía: miles de monedas de oro, plata y cobre; una de las fortunas más grandes del mundo.

—No te digo que te apropies de ello —prosiguió Ben-Hodair—. Pero presta, presta sin miedo; a generales, banqueros, nobles venidos a menos… Y, recuerda, un puño firme siempre sobre la mesa y una mano larga extendida por debajo.