Capítulo 3

Córdoba, año 959

Había sido un día largo y tedioso para Asbag. Por la mañana estuvo en la escuela de San Zoilo, escuchando una y otra vez la monótona recitación de las oraciones, doctrinas y misterios; y por la tarde, en el taller, donde los copistas se habían mostrado más torpes que nunca, equivocándose varias veces, por lo que hubo que repetir algunas de las páginas que estaban ya casi terminadas. Sería por el calor. A última hora, todavía quedaba uno de los muchachos clavado ante el escritorio, intentando acabar su tarea; el sudor le caía por las sienes y a cada momento se secaba las manos humedecidas en un paño renegrido. Asbag se acercó a él y observó el rollo inconcluso. El copista se puso aún más nervioso y llevó la mano temblorosa al códice, mientras se apretaba con los labios el filo de la lengua; miró al maestro de reojo, y se le fue un largo borrón de tinta sobre el papel.

—Bien, déjalo ya —le dijo Asbag—; la luz ya no es suficiente. Pero acude mañana temprano para terminar lo de hoy.

El muchacho suspiró aliviado, recogió sus cosas y se despidió sonriente. Asbag cerró el taller y se encaminó con paso firme por la calle de los libreros. Comprobó que había sido el primero en cerrar aquella tarde, pero decidió dejar los remordimientos para otra ocasión. Antes del atardecer todo era suave y vaporoso: los colores, el dorado reflejo del sol en los alféizares y las cornisas, los sonidos de la ciudad, activa aún, pero esperando la llamada a la oración de la tarde. Faltaba todavía un buen rato para las vísperas y decidió ir dando un rodeo, sin prisas, para despejarse. Mientras caminaba entre la gente que abarrotaba a esas horas la calle, iba pensando en su propia vida, como solía sucederle últimamente cada vez que se encontraba solo. Había cumplido recientemente los treinta años, y una inevitable sensación de rutina había caído sobre él. No es que no le viera sentido a su misión en la escuela de San Zoilo; ni que creyera innecesaria la función del taller de copia: los códices eran imprescindibles para mantener una liturgia pura y unificada, ahora que se había conseguido que los presbíteros aprendieran a leer, abandonado ya el sistema memorístico que había prevalecido entre el clero analfabeto de los últimos años. Desde luego, la confianza que le había demostrado el obispo encomendándole el taller era para sentirse orgulloso. Pero le faltaba algo. Y lo peor de todo era que Asbag no sabía dar con la clave de la desgana y la apatía que le embargaban últimamente. Sin buscar nada en concreto, fue pasando la vista por los objetos de cobre que colgaban en torno a la puerta de uno de los establecimientos. Finalmente, se fijó en una lamparilla plana que pendía de una fina cadena y pensó que sería la adecuada para el presbiterio de San Zoilo; pero, cuando se disponía a fijar el precio con el artesano, oyó que alguien le llamaba.

—¡Maestro Asbag! ¡Maestro Asbag! —gritó agitando los brazos Seluc, el muchacho que limpiaba el taller y vigilaba la entrada. Asbag le miró.

—¿Pasa algo, Seluc? —preguntó.

—He ido hasta tu casa —respondió el muchacho—; pero no estabas. Me imaginé que habrías venido al mercado del cobre. —Se detuvo para recuperar el resuello—. Y, gracias a Dios, te he encontrado.

—¿Y bien…?

—¡Fayic al-Fiqui ha regresado de la peregrinación! —respondió el muchacho sonriendo—. Acaba de enviar un criado al taller, y como éste ha encontrado la puerta cerrada antes de la hora, me ha pedido a mí que fuera a buscarte.

—¡Fayic, Fayic al-Fiqui! —exclamó Asbag con el rostro iluminado—. ¡Bendito sea Dios! ¿Dónde está?

—Te espera en su casa, donde, por lo visto, ya se han reunido sus amigos y vecinos para felicitarle.

Asbag soltó la lamparilla y, sin decir palabra, corrió calle arriba sorteando a la gente que abarrotaba el mercado.

Las puertas de la casa de Fayic estaban abiertas de par en par. En el mismo umbral se agolpaban los mendigos esperando obtener su parte de la generosidad del peregrino recién llegado. «La noticia ha corrido pronto», pensó Asbag. En efecto, ya en el patio, se encontró con un remolino de gente: parientes, vecinos o simples curiosos, en actitud bulliciosa, ávidos de conocer los detalles del viaje. Asbag se abrió paso entre ellos. Fayic estaba de espaldas, saludando a unos y a otros, todavía con la ropa sucia y ajada del viaje, los pies ennegrecidos y el cabello grasiento y alborotado sobre los hombros.

—¡Fayic! —le gritó—. ¡Fayic, Fayic al-Fiqui!

Él se volvió y buscó con los ojos a quien le llamaba. Estaba delgado, muy delgado; el cuello le asomaba fino y tostado, la barba crecida, lacia, y el rostro quemado, agrietado por el sol y el polvo de innumerables caminos. En su mirada, brillante y perdida, Asbag adivinó enseguida el vivo delirio del que ha visto el mundo, vasto y multiforme, poblado de gentes diversas y sembrado de indescriptibles paisajes.

—¡Asbag, Asbag aben-Nabil! —exclamó el peregrino.

Los dos amigos se abrazaron y Asbag notó los huesos de Fayic, pegados a la piel, en su cuerpo ligero y debilitado por los largos meses del viaje.

—Lo conseguiste —le susurró al oído—; fuiste a la tierra del Profeta y has regresado, ¡Dios sea bendito!

—¡Bendito y alabado! ¡Misericordioso, rico en piedad! —exclamó Fayic con un hilo de voz temblorosa.

Una mujer se hizo escuchar entonces con autoridad.

—¡Hala, hala! ¡Ya está bien! —Era Rahira, la madre de Fayic, gorda y poderosa, que batió palmas para llamar la atención—. Cada uno a su casa, que Fayic viene muerto. Cuando haya descansado podréis venir a que os cuente. Pero, ahora, ¡por Dios!, dejadle en paz; no vayamos a rematarle entre todos.

Los visitantes se resistían, pero terminaron por obedecer. Fayic los acompañó hasta la puerta, visiblemente atontado, con la mirada perdida aún y los labios flojos, casi babeando.

—Pasado mañana después de la oración os espero a todos —dijo apoyado en el alféizar.

Cuando las puertas se cerraron, la gente se alejó por la calle, comentando el suceso, y Asbag tomó el camino de Santa Ana, para las vísperas, que las campanas anunciaban ya tintineando débilmente.

El jueves por la tarde, amigos y parientes volvieron a reunirse en casa de Fayic. Las losas del patio, recién regadas, exhalaban su perfume húmedo y fresco, mezclado con el de las enredaderas y los sándalos que trepaban desde las jardineras por las columnas y los arcos. En el centro estaban expuestas amplias mesas cubiertas por finos manteles y repletas de doradas bandejas llenas de dulces, panecillos, empanadas, cabezas de carnero, berenjenas rellenas, aceitunas y alcaparrones. Las copas y las jarras eran de vidrio fino, y las jofainas para la ablución contenían agua y coloridos pétalos de rosas. En los extremos del patio, dos grandes braseros con las ascuas encendidas asaban largas broquetas donde se apretaban los pajarillos, los pedazos de carne adobada y los peces. El olor era delicioso. No podía ser de otra manera; el regreso de un peregrino exigía lo mejor del menaje, tanto del propio como del ajeno; porque seguramente muchas de aquellas alfombras, cojines, vasos preciosos y macetas habían venido de las casas de los vecinos o de las familias de la tribu.

Fayic al-Fiqui era arquitecto, hijo y nieto de arquitectos, consagrados durante varias generaciones a la gran mezquita. Al no existir diferencia entre lo escrito en papel y lo escrito en piedra, los amigos de la familia eran gente de letras. Entre las amistades predominaban los magistrados y los empleados del cadí: gramáticos, copistas y hombres que pasaban la vida entre libros. Asbag conocía bien a un buen número de los que se habían congregado aquella tarde en la casa de su amigo: a Abu-Becr, el coraixita; a Abu-Alí Calí, de Bagdad, que le había encargado frecuentemente copias de sus tratados sobre curiosidades de los árabes antiguos; a Ben al-Cutía, el gramático más sabio, según el parecer de muchos, y a varios de los escribientes y maestros que pujaban por hacerse un sitio entre los grandes. En general era gente de segunda fila; administradores y subalternos de la nobleza, próximos a la corte, pero que no habían accedido a los principales palacios salvo para prestar algún servicio o pedir algún favor.

Cuando Fayic llegó al patio, lo hizo junto a su compañero de peregrinaje, Aben-Bartal al-Balji, el teólogo-jurisconsulto distinguido y muy piadoso, que había regresado aún más deteriorado que Fayic, por lo que se apoyaba en su sobrino Mohámed Abuámir. Asbag se fijó en este último. Era un joven alto y bien formado; la expresión de su rostro serena, pero casi altanera; cejas alargadas y obscuras, y ojos vivos, pendientes de todo. Por ser estudiante, llevaba la blanca túnica de lino de Tamis y el tailasán[*] anudado a un lado, como se estilaba entonces.

Los anfitriones ocuparon sus asientos y el jefe de los criados de la casa fue acomodando a los invitados. El sitio de Asbag estaba a continuación de los miembros de la familia, y a su lado quedó un cojín vacío. Terminadas las breves presentaciones, pues casi todo el mundo era conocido, el joven Abuámir vino a sentarse junto a Asbag, según el orden establecido. Amablemente, el estudiante extendió la jofaina a Asbag, antes de lavarse él mismo.

—Te conozco —le dijo sonriendo—; eres Asbag, el sacerdote cristiano que regenta el taller de copistería del obispo. Me alegro de que me haya correspondido estar a tu lado. Soy Mohámed, de los Beni-Abiámir.

—De manera que eres sobrino de Aben-Bartal —respondió Asbag—. ¿Has hecho la peregrinación con tu tío?

—¡Oh, no! —exclamó él—. ¡Ojalá hubiera podido! Aún no he terminado mis estudios y el viaje me suponía una gran pérdida de tiempo. Pero cuando pueda iré a La Meca, pues es tradición en mi familia el hacer la peregrinación.

Ambos comensales se entendieron pronto. Asbag simpatizó enseguida con Abuámir: era un joven sensible e inteligente, pero de natural exaltado, de imaginación ardiente y temperamento fogoso. Éste, por su parte, cautivado como estaba por los libros, vio en Asbag una oportunidad para acceder a las polvorientas páginas de algunas antiguas crónicas que deseaba consultar. Hablaron del asunto en el transcurso del banquete. También conversaron acerca de muchas otras cosas: filosofía, leyes, teología y poesía.

Se comió y bebió abundantemente; la ocasión lo merecía. Al cabo llegaron los postres: bandejas y bandejas de dulces, regalo de tantos amigos, conmovidos tal vez por la extrema delgadez de los peregrinos.

Asbag se preguntó, como en otras fiestas semejantes, cuántos estómagos harían falta para albergar tal cantidad de golosinas; aunque sabía que una gran parte de ellas acabaría en los de los pobres que durante días harían guardia a la puerta.

Con los postres llegaron los vinos dulzones, perfumados con laurel, clavo, miel y frutas. Se brindó varias veces. Asbag se fijaba en su joven compañero de mesa y le veía apurar las copas, una tras otra, sin que su natural euforia diera paso a síntoma alguno de embriaguez. «Es fuerte y está acostumbrado al vino —pensó—; qué distinto es del viejo Aben-Bartal». Él conocía bien al teólogo, tío del joven, un hombre extremadamente piadoso y celoso de la fe, que había acudido con frecuencia a encargar copias al taller; cualquier insignificante defecto le hacía enojarse y exigir la repetición de la página; un auténtico escrupuloso.

Cuando el ambiente empezó a languidecer a causa de la bebida, entró en el patio un grupo de músicos: un par de laúdes, unos timbales y una conocida cantante, la Egabriya, gruesa y pelirroja, cuya voz excitaba el corazón y arrancaba las lágrimas. Los invitados enloquecieron de satisfacción al verlos llegar. Enseguida empezó a sonar una moaxaja, dulce y llena de sincera emoción, ensalzando la aventura que habían vivido los peregrinos. Decía:

¿Hasta cuando competiremos con los luceros en viajar de noche?

Pero los luceros viajan sin sandalias ni pies,

y no pesa en sus párpados el sueño que aflige al peregrino vigilante.

Luego, el sol ateza nuestros rostros blancos,

y en cambio no dora nuestras barbas ni nuestras melenas ya canas,

aun cuando la sentencia debiera ser igual,

si ante un juez pudiéramos litigar con el mundo.

Nunca dejamos que el agua cese de caminar:

la que no camina en la nube, camina en nuestros odres…

Mientras sonaba la canción, Asbag observaba a Abuámir, cuyos ojos fijos en el vacío se pusieron enseguida brillantes. Cuando se escuchó el último acorde, el joven se enjugó las lágrimas con el extremo del tailasán, antes de que se le escaparan por las mejillas.

—Oh, son versos del gran Mutanabbi —dijo volviéndose hacia Asbag—; nadie como él hubiera podido expresar así lo que hoy festejamos.

—Sí, ha sido verdaderamente hermoso —asintió Asbag.

Uno de los invitados se puso entonces en pie y se dirigió al anfitrión.

—¡Fayic, cuéntanos los sucesos de vuestra peregrinación! —rogó en voz alta.

—¡Eso, habla de ello ahora que estos versos nos han puesto en ascuas! —exclamó alguien.

Fayic accedió a aquellas peticiones; en realidad era lo que todo el mundo esperaba. Después de dar un trago, se incorporó para hablar a la concurrencia.

—Ciertamente, peregrinar es maravilloso —comenzó diciendo—. Las tierras de Dios son vastas hasta el infinito; sólo cuando uno se pone en camino puede apreciarse esta realidad. Los hombres somos seres de ida y vuelta. ¿Qué es la vida sino una peregrinación que empieza en el nacimiento y culmina con el retorno al Señor de todos los mundos?

Ante tan hermosas palabras, los convidados se regocijaron en un denso murmullo. Luego, el peregrino continuó su discurso:

—Salimos de Córdoba una mañana, a lomos de corceles; los mejores que pudimos conseguir, dispuestos a que nos sirvieran durante todo el viaje, pues eran de raza fornida, capaces de aguantar las distancias que nos aguardaban. Y, sabiendo que habían de ser varios los meses de camino, nos hicimos acompañar de nuestros criados, y llenamos las alforjas de las mulas con vestidos, provisiones y toda la impedimenta necesaria para tan largo viaje; así como una buena cantidad de monedas de oro, cuyo valor supera las fronteras. ¡Qué equivocados estuvimos al pensar que los bienes materiales eran el mejor salvoconducto para el viajero! Pues en las primeras jornadas del camino es verdad que nos sirvieron todavía en Alándalus, en Mauritania y en Tunicia; pero en Egipto reinaba el caos, y nada más poner los pies allí, los bandidos nos despojaron de cuanto llevábamos y nos dejaron desnudos y apaleados. Entonces vino la disyuntiva: ponerse en las manos del Todopoderoso y seguir la peregrinación, o retornar sobre nuestros pasos y encomendarnos a las autoridades de los países aliados del califato para pedir auxilio en el regreso.

Los invitados prorrumpieron en exclamaciones de emoción ante el cariz que iba tomando el relato. Tras aclararse la garganta con un trago, Fayic prosiguió:

—Decidimos continuar el viaje, pues supusimos que si Dios nos había llevado hasta allí, querría que camináramos despojados y en humildad. A él debemos todos los bienes; él da y toma cuando es su voluntad. ¡Dios sea loado! Confiados en su divina providencia pusimos nuestros pies en el camino, que nos llevó por áridos valles, empinados y serpenteantes senderos de altísimas montañas, vergeles poblados de sombrías arboledas y desiertos polvorientos llenos de alimañas. Pero pudimos apreciar la generosidad de los creyentes, que se vuelcan en el peregrino para curar sus heridas, apagar su sed y llenar sus vacíos estómagos. Así, cruzando el Sinaí, llegamos a las tierras de Arabia; con los pies deshechos y el corazón ardoroso, divisamos los palmerales de Yathrib. Al fin, al-Medina. Nos arrojamos al suelo y besamos la tierra bendita…

Dicho esto, Fayic se deshizo en sollozos y no pudo ya continuar. Fue ahora su compañero Aben-Bartal quien siguió con el relato:

—Ahí empezó verdaderamente nuestra peregrinación: junto al Profeta, por el sendero que él mismo emprendió un día camino de La Meca. Recitando la Sahada[*] llegamos al santuario y dimos vueltas a la Kaaba, conmovidos y con los ojos inundados de lágrimas.

—¡Alabado sea el altísimo que envió al Profeta! —exclamó alguien.

—¡Alabado sea! ¡Bendito y alabado! —secundaron otras voces.

Uno de los convidados se dirigió entonces a los anfitriones:

—Pero, por favor, decidnos: ¿cómo pudisteis regresar luego; sin medios y sin dinero?

—Bien, sólo la misericordiosa sabiduría de Dios sabe cómo. El caso es que, después de permanecer tres días en La Meca, viviendo de la caridad de los fieles, nos encontramos con un comerciante de Málaga, al cual relatamos lo que nos había acontecido a la ida. El buen hombre se apiadó de nosotros y, aunque no iba muy holgado de dinero, nos incorporó a su comitiva de regreso, alimentándonos, vistiéndonos y tratándonos como si fuéramos parientes. Así pudimos volver a Alándalus y estar ahora aquí, junto a vosotros, celebrando tan feliz desenlace. Hoy mismo hemos dispuesto que un comisionado parta inmediatamente para Málaga, cargado de obsequios que en manera alguna podrán pagar el don que nos hizo aquel hombre de Dios. ¡Que Dios mismo le premie su bondad y le corone a él y a todos sus hijos con la dicha que sólo el cielo puede dispensar!

Así concluyó el relato de los dos peregrinos, dejando a los presentes embargados por la emoción y henchidos de fe. Luego continuó la fiesta; volvieron a tocar los músicos y la Egabriya entonó otras canciones. Se siguió bebiendo y conversando, hasta que, pasada la media noche, los invitados comenzaron a despedirse. El viejo Aben-Bartal, fatigado como estaba, se marchó pronto, llevándose consigo a su sobrino Abuámir, que se deshizo en cumplidos con Asbag antes de partir, y prometió pasarse por el taller lo antes posible.

Así, finalmente, quedaron en el patio tan sólo los más íntimos.

—Asbag, querido amigo, deberías peregrinar —le dijo Fayic.

—¿A La Meca? —respondió Asbag con sorna—. Ya me dirás qué hace un presbítero cristiano en La Meca.

—No digo a La Meca; me refiero a algún otro lugar… qué sé yo, Jerusalén, Roma… Adonde pueda ir un cristiano a encontrarse con las raíces de su fe. ¡Ah, si supieras cómo se me remueve todo por dentro! ¡Es algo maravilloso! Es como ir en pos del sentido último de las cosas…

—Sí —interrumpió Asbag—. Pero cuando se regresa todo sigue igual que antes.

—Oh, no creo que sea así. Espero que mi vida continúe siendo como un sendero. Mientras caminaba hacia La Meca, vi con claridad que, en la trama del mundo, la vida del hombre es de todas formas una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración, una unificación, pero al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones.

—Te comprendo —asintió Asbag—. Pero es tan difícil arrancarse…

En el momento de despedirse, Asbag vio una vez más el brillo delirante en los ojos de Fayic; y sintió envidia, una sana envidia, hecha del deseo de ver lo que habían encontrado aquellos ojos en la sorpresa de los infinitos caminos.