Capítulo 60

Córdoba, año 970

Durante varios días trabajaron denodadamente en la Ceca. Parte de las monedas fueron fundidas para hacer lingotes, otras se limpiaron y se reservaron como fondos, y una gran parte se utilizó para acuñar nuevas piezas. Las cantidades superaban con creces lo que faltaba, pero Abuámir decidió que todo el montante se incorporara a la tesorería; consideró que, si aquel dinero venía del cielo, él no debía quedarse con nada.

Los trabajos se hacían día y noche. Durante toda la semana comían, dormían y permanecían en la Ceca, sin salir para nada de allí. Varias veces fueron a preguntar por Abuámir criados de los alcázares, enviados por Subh, pero él no pudo atenderles, pues andaba entregado por entero a la tarea de configurar el tesoro.

El viernes, a primera hora, oyeron un gran revuelo en la calle. Benzaqueo abrió un poco uno de los postigos de las ventanas del piso alto y miró.

—¡Ya están ahí! —gritó desde la celosía.

Abuámir subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Se asomó por una rendija y vio lo que estaba sucediendo fuera: habían llegado los dos eunucos chambelanes, el cadí Ben al-Salim, el gran visir al-Mosafi, el prefecto de policía y un gran contingente de guardias; pero todos permanecían sin llamar aún a la puertas de la Ceca, como aguardando.

—Algo pasa —musitó Abuámir—. Es extraño todo esto.

De repente, apareció por el final de la calle principal un destacamento de hombres armados a caballo y una litera portada por fornidos esclavos ataviados con las libreas reales de Zahra.

—¡Será posible! —soltó Abuámir—. ¡Es la litera del califa! ¡Malditos! Se lo han contado todo al Príncipe de los Creyentes.

El judío Benzaqueo se aterrorizó. Llevándose las manos a la cabeza exclamó:

—¡Oh, Yahvé! ¡El mismísimo califa!

—No hay nada que temer —le tranquilizó Abuámir—. ¿Está todo en su sitio?

—Tal y como lo has dispuesto —respondió el judío.

—Pues, entonces, bajemos.

El propio Abuámir abrió la gran puerta de la Ceca. La mañana era espléndida y el sol bañaba las blancas paredes. Como si lo estuviera aguardando, avanzó hacia la litera del califa con paso firme. Los esclavos la habían hecho descender y Alhaquen bajaba ya. Chawdar y al-Nizami corrieron para ayudarle; el califa se apoyó en el hombro del segundo, que era el más bajo de estatura; miró alrededor, sonrió y pidió con un gesto de la mano que todo el mundo se alzara de la postración protocolaria. Entonces se encontró frente a él con el rostro de Abuámir, que se apresuraba a besar su mano.

—¡Ah, Abuámir, querido! Me alegro de verte —dijo.

—Altísimo señor, Comendador de los Creyentes, estás en tu casa; pasa y toma posesión —le rogó Abuámir.

El califa avanzó hacia la entrada, seguido del resto de las autoridades que se habían concentrado frente a la puerta. Pasaron al interior del amplio patio de la Ceca: todo estaba limpio, ordenado y cuidadosamente dispuesto; los encargados, obreros y criados en fila; los materiales, planchas y utensilios en los estantes; los moldes alineados; las series de las antiguas monedas, limpias, brillantes, en las vitrinas de los lados. La Ceca resplandecía.

Avanzaron por la estancia. Abuámir fue explicando los procedimientos de acuñación, el patrón de los valores, el aprovechamiento de los residuos. El califa lo miraba todo con interés y le hacía preguntas con frecuencia. Pasaron después al despacho principal. Allí el judío mostró los cuadernos y explicó el sentido de las cuentas y la amplia relación de trabajos hechos. Todo parecía en regla, y la cara de Alhaquen mostraba satisfacción.

—Muy bien —observó el califa—. Todo parece en orden. Esto ha cambiado mucho desde la última vez que lo visité. Y ahora, Abuámir, se hace necesario que nos muestres el resultado de todo este trabajo. A ver, gran visir, ¿qué era lo que nos traía? —preguntó, dirigiéndose a al-Mosafi.

—Bueno, señor, según las cuentas y según las investigaciones de tus chambelanes, sirviéndose de los tesoreros de la Medina real, esas cuentas deben coincidir con una serie de fondos. ¿No es así? —preguntó el gran visir a los eunucos.

—Naturalmente —respondió con severidad Chawdar—. Según Abuámir, esas cantidades que ya has visto, señor, que son cuantiosas, están por ahí escondidas o algo así…

—Ese dinero es tuyo —terció al-Nizami—; y hemos pensado, señor, que debes comprobar si está disponible.

El califa miró a Abuámir. Éste se encogió de hombros y respondió con naturalidad:

—Muy bien, seguidme.

Abrió una puerta que estaba al fondo del despacho y apareció una escalera que descendía a un amplio y obscuro sótano. Abuámir encendió las lámparas y se vieron montones de sacas arrimadas a las paredes. Todos descendieron hasta el centro de la estancia.

—Aquí están esas cantidades —dijo él—. Cada saca lleva escrito el valor exacto de su contenido, sea oro, plata o cobre.

El cadí se acercó entonces a la primera de las sacas, tiró de las correas, deshizo el lazo y metió la mano. Sacó un puñado de brillantes monedas de oro y las acercó al califa. Éste las miró y, satisfecho, dijo:

—¡Hummm…! ¡Qué bien hechas están!

—Como verás, señor —explicó Abuámir—, aparece ya en todas tu nombre y tu lema. Nos hemos tomado la molestia de refundir las antiguas y dedicarlas a ti.

—¡Ah! Me parece muy bien —dijo Alhaquen—, pero no era necesario. El dinero es dinero; los hombres pasamos…

En ese momento, Chawdar le arrebató la espada al prefecto de policía y se lanzó hacia las sacas. Se puso a rajarlas, enfurecido, gritando:

—¡Ya está bien de pamplinas! ¡Sabemos perfectamente que ese dinero no puede estar aquí! ¡Se acabó el teatro!

Jadeando, agotándose, fue rajando cuantas sacas pudo, mientras todos veían esparcirse las brillantes monedas por el suelo. Al-Mosafi, el cadí y los recaudadores de Zahra las iban comprobando extrañados. Había miles de piezas, lingotes y antiguos modelos de gran valor. El eunuco, extenuado, cejó en su empeño. Entonces se hizo un espeso silencio, en el que sólo se escuchaba el tintineo de los preciosos metales al caer desde las hendiduras, el cual fue roto por Abuámir, que dijo:

—No quiero pecar de vanidad, pero podéis contar las monedas. Comprobaréis entonces que no sólo están las cantidades a las que se refieren las cuentas, sino que sobreabundan con un montante que es el resultado de una minuciosa y eficiente gestión de la tesorería.

—¡Basta! —exclamó el califa. Se fue hacia Abuámir y le besó en la mejilla con afecto. Después, miró con un áspero gesto al cadí, al gran visir y, sobre todo, a sus dos eunucos mayordomos—. ¡Jamás se me volverá a hablar de este asunto! —sentenció con voz cargada de amargura—. Sabéis que lo que más odio es el juicio temerario. Y ahora, regresemos a palacio; tengo mucho que hacer.

Todos se quedaron perplejos. Alhaquen pasó delante de ellos y se dirigió hacia su litera sin decir una palabra más. Los eunucos, abochornados y confundidos, se fueron detrás de él. El cadí Ben al-Salim miró a Abuámir con una expresión indescifrable y luego bajó la cabeza; con él salieron los recaudadores y el prefecto de policía. Finalmente, en el despacho quedaron el gran visir, Abuámir y el judío Benzaqueo. Al-Mosafi se dirigió a Abuámir y le dijo:

—Creo que a partir de ahora los eunucos Chawdar y al-Nizami no volverán a molestarte. Ha sido una acusación demasiado grave. Temí por ti, no voy a ocultarlo ahora…

—Pero… ¿llegaste a desconfiar? —le preguntó Abuámir.

—Bueno, ellos son muy listos. Pensé que si se habían atrevido a levantar la denuncia sería porque tenían datos muy precisos —contestó el visir.

—¿Quieres decir que alguien pudo haberme traicionado? —dijo él, sorprendido—. ¿Quién? Nadie excepto yo sabía que ese dinero faltaba de las arcas… Bueno, nadie excepto yo y…

Abuámir se volvió hacia Benzaqueo. El judío se turbó.

—¡Tú! —le acusó Abuámir.

—Sí, él —confirmó al-Mosafi—. No sé qué ayuda divina o humana has tenido para recuperar esas cantidades y nadie puede ya acusarte. Pero has de saber, porque tienes derecho a ello, que Benzaqueo ha ido llevando a los chambelanes puntuales noticias de tus actuaciones. De ahora en adelante, ten mucho cuidado con la elección de las personas que te rodean. Ya eres demasiado importante para ser tan confiado.

Benzaqueo se arrojó a los pies de Abuámir.

—¡Por Yahvé! ¡Sahib, perdóname! Ellos me obligaron… ¡Lo juro!

Abuámir le miraba, sorprendido, casi sin poder comprender todo aquello. Después empezó a sentir que la ira le subía desde los pies hacia el cerebro, en un arrebato que le dominaba, en un deseo feroz e incontrolable. A un lado, había una gran pesa de hierro, de las que se usaban para las balanzas de pesar los lingotes. Abuámir la cogió con una mano y la arrojó con furia sobre la cabeza del judío. Fue un golpe seco, como si algo cerrado se cascara, como el crujido de la madera al estallar. Benzaqueo empezó a convulsionarse violentamente, emitiendo un extraño quejido, mientras un denso y viscoso charco de sangre se extendía sobre el suelo. Luego aquel cuerpo se quedó inerte, y un raro silencio dominó la estancia.

Abuámir se volvió hacia al-Mosafi. El gran visir permanecía inmóvil, inalterado, aunque con cierta lividez en el rostro, con la mirada puesta en el cadáver del judío.

—¡Oh, Dios! —exclamó Abuámir llevándose las manos a la cabeza.

Al-Mosafi se quedó mirándolo un rato en silencio, como adivinando todo lo que se amontonaba en ese momento en su mente. Luego, sin abandonar su hieratismo, dijo:

—Me parece que éste es el primer hombre al que has dado muerte. Pero no te preocupes demasiado por ello. Puedo asegurarte que su vida no habría pasado de esta noche. Los eunucos no pueden descansar cuando el deseo de venganza les pica por dentro. ¿Qué mejor muerte que ésta podía haber deseado el judío en estos momentos? Si hubiera caído en sus manos, los tormentos habrían sido diabólicos. Todo lo que hubieran deseado hacerte a ti habría recaído sobre él hoy mismo. Y, por lo demás, no temas; diremos que ha sido un accidente…

Abuámir salió de la Ceca sintiendo una gran opresión en el pecho. Corrió hacia los alcázares; no deseaba estar en ningún otro sitio en aquel momento.

Al llegar, se encontró con Subh a los pies de la cama del príncipe Abderrahmen. Hasdai estaba a un lado, removiendo un fármaco para el niño. Si el médico no hubiera estado allí, se habría derrumbado; se habría abrazado a ella para desahogar su angustia. Pero fue Subh la que rompió a llorar al verle.

—¿No mejora? —preguntó él.

Hasdai le llevó aparte, fuera de la estancia.

—Creo que es más grave de lo que pensábamos en un principio —le comunicó apesadumbrado—. Su pecho se va cerrando y la fiebre no le deja.