Capítulo 57

Sajonia, año 970

Finalizados los fastos que el rey Harald había organizado con motivo de su coronación cristiana, Asbag emprendió su viaje de regreso a Córdoba, tras unirse a la comitiva del arzobispo Adaltag.

En el puerto de Hamburgo pudo haberse embarcado hacia Bretaña, para iniciar desde allí el largo recorrido marítimo de la costa occidental, con destino a cualquiera de los puertos de Alándalus. Pero finalmente le sedujo una posibilidad mucho más segura: unirse al conde Brendam y a sus hombres, que, una vez cumplida la misión de custodiar al arzobispo, habían de incorporarse de nuevo a las huestes del emperador en Aquisgrán.

Atravesaron Sajonia y fueron a detenerse en Colonia, donde Asbag debía presentarse al arzobispo para entregarle una carta de Adaltag. La llegada fue de madrugada, pues habían cabalgado durante toda la noche bajo una brillante luna llena.

Por encima del río se levantaba una neblina que ocultaba la ciudad, aunque sobresalían de ella las torres de la catedral como misteriosas formas surgidas de la nada. Cruzaron el puente y se dirigieron directamente al centro del burgo, donde se encontraba el palacio arzobispal.

El arzobispo de Colonia era grueso y de sonrosado rostro. Desenrolló la carta de Adaltag y la leyó con gesto grave. Sin levantar los ojos del escrito, comentó:

—De manera que eres obispo de tierra de sarracenos. ¡Vaya, vaya! ¡Qué interesante!

—Sí, obispo de Córdoba, para servir a Dios —respondió Asbag.

—¡Hummm…! Ahora que lo recuerdo —comentó el arzobispo—; en tiempos conocí a un clérigo de tu país. A un tal… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Recemundo! Así se llamaba.

—¿Conocisteis a Recemundo? —Se sorprendió Asbag.

—Sí. Era embajador del califa de Córdoba en Francfort. Entonces yo era un simple monje que trabajaba al servicio de la cancillería de mi tío, el duque de Metz. ¡Ah, qué culto y sabio era Recemundo!

—Es —se apresuró a responder Asbag—. Vive aún. Yo tuve la suerte de colaborar con él y conocerle en profundidad. Actualmente es obispo de Iliberis, en el sur de Alándalus.

—Entonces, le oirías hablar acerca de Luitprando.

—¡Naturalmente! —asintió Asbag—. En Córdoba copiábamos los libros de Luitprando. El sabio monje fue amigo de Recemundo y le dedicó su Antapodosis, obra que se encuentra repartida en varias copias por las bibliotecas más importantes de Alándalus. Es el libro que nos sirve para conocer los advenimientos de los reyes europeos y los papas. Lo conozco muy bien, puesto que lo copié varias veces.

—¡Oh, es sensacional! —Se entusiasmó el arzobispo—. Luitprando vive también; actualmente es el obispo de Cremona. ¿Te gustaría conocerle en persona?

—¿Cómo? ¿Es eso posible?

—¡Claro! Dentro de una semana he de emprender viaje hacia Italia con el emperador y he de reunirme en Cremona para concretar con Luitprando algunos asuntos. Si piensas regresar a Alándalus, no encontrarás mejor puerto de embarque que el de Génova, que se halla apenas a un par de jornadas de Cremona. Puedes acompañarme hasta allí; conocer al emperador Otón en persona y al obispo Luitprando, y luego embarcarte. ¿Se te presentará mejor ocasión que ésta?

Asbag dio gracias a Dios. Por fin, las cosas empezaban a enderezarse para él. Contó los años, y resultó que hacía más de quince que Recemundo había regresado de la corte del emperador Otón, cuando él era apenas un joven aprendiz en el taller del obispo de Córdoba. Ahora, esa corte lejana y esa cristiandad, de las que tanto había oído hablar al insigne embajador, iban a hacerse realidad ante sus ojos.

Una semana después, acompañó al arzobispo de Colonia hasta Aquisgrán. La ciudad imperial de Carlomagno estaba erigida alrededor del reconstruido palacio, que englobaba en su recinto rectangular cuarteles, patios, gineceo, hospicio, amplios salones, capilla y la célebre escuela que atraía a clérigos y sabios. Y en una amplia extensión, fuera de las murallas, se encontraba acampado un ejército impresionante; tropas de señores que gobernaban las provincias y los reinos del imperio: parques de caballos, regimientos de peones, carros de bagajes, centinelas bien armados. Toda una ciudad de tiendas, un bosque de banderas y pendones con los colores de las casas más significativas: duque de Aquitania, conde de Chalón, barón de Borgoña, duque de Detmold, arzobispo de Reims, señor de Dijon… El emperador recibió al arzobispo y a Asbag en la intimidad de una acogedora sala de palacio, sin las solemnidades de una recepción oficial. El arzobispo de Colonia era pariente cercano de la emperatriz Adelaida.

Otón el Grande era tal y como Asbag lo imaginaba, a través de las descripciones de Recemundo: fornido, de espesa barba y cabellos grises, velludo, de poderosa y viril voz; con vivos ojos azules y semblante firme, a pesar de sus sesenta años.

El emperador también recordaba perfectamente a Recemundo, el hábil embajador del califa Abderrahmen llegado a su corte hacía casi veinte años. Durante un buen rato conversaron acerca de Alándalus, del califa Alhaquen y de la situación de los reinos cristianos del norte. Después, el arzobispo de Colonia y él hablaron en lengua germana, por lo que Asbag permaneció ajeno, pero en varias ocasiones oyó nombrar a Luitprando, a Roma y al papa Juan XIII, por lo que supuso que se trataba de importantes asuntos de Estado.

Nada más despedirse del emperador, en el amplio pasillo que conducía al patio de armas, el arzobispo le dijo a Asbag:

—Bueno, tal y como me imaginaba, mañana mismo nos pondremos en camino. El emperador tiene la intención de permanecer definitivamente en Roma. Pero antes hemos de entrevistarnos con Luitprando en Cremona.

Al día siguiente emprendieron el camino de Roma, regresando a Colonia para seguir la ruta que discurría por Maguncia, Estrasburgo, Basilea, Lausana y Milán. Fue un largo viaje, con una primera etapa a lo largo del Rhin, que transcurrió durante la primera quincena de julio, para continuar durante el resto del mes hasta finalizar en Cremona a orillas del Po. Incorporado a la comitiva de clérigos que formaban parte del séquito del emperador, Asbag visitó las importantes ciudades que encontraron en su camino; conoció catedrales, monasterios; a famosos hombres de letras, dignatarios eclesiásticos y nobles que salían a recibir a Otón el Grande en cuanto tenían noticias de su llegada a sus dominios. Era una tierra de ciudades, de fortalezas que reunían una abigarrada población concentrada dentro de las murallas para encontrarse a salvo de la confusa e intempestiva vida de los campos y los bosques. Habían pasado de las manos de los reyes a las de los duques y a los condes; pero, a pesar de ser antiguas y ocupar espacios reducidos, seguían llamándose reinos. Por lo demás, había castillos, aldeas fortificadas y, en todos sitios, un temor secular al paso de los caballeros que suponían la ruina de los lugareños.

Las huestes estaban formadas por el gran ejército de los guerreros y por el segundo ejército que lo servía, formado por armeros, ingenieros, carpinteros, constructores de riendas, mozos de cuadra, las mujeres y los niños de todos ellos y los esclavos. Y les seguía una masa de aprovechados que no sabían vivir de otra manera que no fuera ir detrás de las tropas: tratantes de caballos, vendedores, músicos, prostitutas, rufianes y todo género de buscavidas. En cuanto a los grandes nobles, vivían como pequeños reyes; poseían su propia corte, que los seguía en caravanas, con criados, palafreneros, escuderos y nobles secundarios; pero el emperador no podía renunciar a tal plétora de acompañantes, puesto que a ella debía la grandeza y la solidez del imperio. Como había sucedido en otras ciudades, los nobles de Cremona salieron a recibirles a las puertas de la ciudad, al frente de una gran comitiva formada por monjes, clérigos y caballeros. El emperador se alojó allí solamente una noche, en la que tuvo tiempo suficiente para entrevistarse con Luitprando. Al día siguiente, la gran horda se levantó temprano al toque de la trompeta y continuó su avance hacia Roma.

Sin embargo, Asbag y el arzobispo de Colonia se quedaron, para calibrar su propio encuentro ese mismo día con el famoso prelado.

Luitprando de Cremona era uno de los clérigos más importantes de la corte del emperador. Otón I, rey de Alemania, había querido heredar el plan carolingio, tras hacerse coronar en Aquisgrán. Se había apoyado en una Iglesia imperial de obispos que al mismo tiempo eran funcionarios públicos y que sabían combinar las necesidades políticas y administrativas con las de una religiosidad vivida de forma más responsable. Luitprando se había unido a este sistema y logró vivir una serie de experiencias diplomáticas brillantes: permaneció en la corte como consejero y fue enviado a Constantinopla como embajador ante el basileus Nicéforo Focas. Después había sido promovido a la sede episcopal de Cremona. Estuvo presente en la coronación de su protector y presenció la elección de Juan XIII. Era pues un testigo de lujo de cuanto había sucedido en los últimos treinta años, además de ser uno de los hombres más sabios de Occidente.

Cuando al fin recibió a Asbag era casi mediodía. Ya hacía un largo rato que los últimos componentes de la gran hueste del emperador habían desaparecido en el horizonte, por la carretera que conducía a Roma por Parma. El arzobispo de Colonia, después de entrevistarse con Luitprando, le había rogado que aguardase a que el prelado pudiera atenderle, puesto que había un buen número de dignatarios eclesiásticos que querían entrevistarse con él.

Después el arzobispo se había marchado, alegando que debía continuar su viaje hasta Roma para tratar asuntos importantes con el Papa. Asbag no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, mientras esperaba en una salita contigua al despacho principal del palacio del obispo. Confiaba en que el propio Luitprando pudiera decirle qué era lo que tenía que hacer para embarcarse próximamente hacia Alándalus. Y lo único evidente era la febril actividad que se desarrollaba en las oficinas secundarias, donde entraban y salían clérigos cargados de volúmenes.

El monje que avisaba de los turnos de entrada voceó desde la puerta.

—¡Señor obispo de Córdoba!

Asbag entró en el despacho. Luitprando estaba de espaldas, de pie, dictando una crónica a un joven escribiente, que levantó la cabeza del escritorio e hizo una seña a su obispo al advertir la presencia del recién llegado. Luitprando se volvió. Durante un momento estuvo mirando a Asbag de arriba abajo.

Asbag a su vez se fijó en la cara que lo escrutaba. Luitprando estaba flaco, consumido, tenía la frente arrugada, los ojos hundidos, pero profundos y con un iris gris. Debió de haber sido un hombre alto, pero ahora estaba encorvado y tenía el hombro izquierdo ligeramente caído, de manera que un brazo le resultaba más largo que el otro. Con menos de setenta años, su aspecto era el de un verdadero anciano, acentuado por un ligero tic que le hacía mover la cabeza hacia el lado de su inclinación.

—Adelante —dijo—. Pasa…

Despidió al joven escribiente y ambos obispos se quedaron solos en el despacho. Luitprando seguía contemplante a Asbag como asombrado.

—Así que eres el obispo de Córdoba. ¡Qué barbaridad! —exclamó—. ¡El mundo es insignificante! Te secuestraron los daneses y has venido a parar aquí.

—Ya lo ves —respondió Asbag—. Dios lo ha querido así.

—Sí, sí, ya veo… ¡Dios es maravilloso! Pero ven, sentémonos y charlemos con calma; tengo muchas cosas que preguntarte.

Ambos obispos se sentaron frente a una ventana y hablaron durante un largo rato. Más tarde les anunciaron que la comida estaba servida, y la charla continuó mientras almorzaban en el comedor. Parecía que la curiosidad de Luitprando no tenía fin. Quiso saber acerca de Córdoba, del califato, de los reinos de África. También preguntó por su amigo Recemundo, del que, una vez terminada la comida, le mostró varias cartas. Y la conversación se prolongó durante toda la tarde. Hablaron de literatura, de los autores religiosos y profanos, de los antiguos griegos, de los astrónomos árabes, de los poetas persas… Atardecía y paseaban por el amplio jardín del palacio, entre los verdes emparrados, aspirando el aroma que exhalaban con el calor los setos repletos de flores de lavanda.