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Porto
Novo, Septiembre de 1.936.
Carlos corría todo lo deprisa que su extasiado
cuerpo le permitía a través del denso bosque de pinos. Sólo algunos
rayos de sol conseguían colarse a través del espeso follaje
ofreciendo algo de luz al sombrío hábitat que lo envolvía. De vez
en cuando se paraba a descansar varios segundos; los suficientes
para recobrar el aliento y seguir de nuevo con su apresurada
carrera. No hacía ni media hora que había salido de casa y
calculaba que todavía le quedaba media más hasta llegar a su
destino. Cuando por fin alcanzó la cima del monte pudo divisar,
entre varios árboles, el edificio del hospital comarcal de Manacor
iluminado por la purpúrea luz del alba. Ahora todo sería más fácil.
La inclinada pendiente de la ladera le ayudaría a correr más
rápido, aunque quizás no lo suficiente para llegar a
tiempo.
Mientras corría a toda prisa, no podía arrancar
de su mente la frase que Manel, su vecino, había pronunciado cuando
Carlos le abrió la puerta de casa ante su insistente
aporreo.
“¡¡Los Dragones han asaltado el Hospital de
Manacor!!”.
No hacía ni un mes que las tropas republicanas
habían abordado las costas de Porto Novo para detener la
sublevación del ejército nacional en la isla. Aunque en un
primer momento consiguieron gran ventaja sobre los insurrectos, su
confianza ante una hipotética rendición les condujo al fracaso. La
tregua que ofrecieron de cuarenta y ocho horas para que los
rebeldes nacionalistas capitularan, fue tiempo más que suficiente
para que varias familias acaudaladas y afines al alzamiento
nacional financiaran la ayuda de la aviación italiana que repelió
con dureza las tropas republicanas que se retiraron inmediatamente.
Muchos soldados de la republica que estaban heridos no tuvieron
tiempo de volver a los barcos en retirada y fueron hechos
prisioneros y enviados al hospital de Manacor donde se encontraba
Xisca, la mujer de Carlos. En un primer momento las órdenes fueron
hacer prisioneros y respetar la vida de todos ellos, encerrándolos
en cárceles con el fin de canjearlos por otros presos de guerra.
Pero eso sólo fue así hasta la llegada del resto de tropas
italianas enviadas por el Duche, con el beneplácito de Franco, para
apoyar al ejercito nacional. Al mando de dichas tropas llegó aquél
que en menos de un mes había difundido el terror y la desgracia en
la mayor parte de la isla. Aquél que preconizaba que se debía hacer
limpieza de personas y lugares infectos. Aquél al que todos
llamaban “El Conde Rossi”. No menos temido era el grupo fascista
que el Conde había creado a su llegada, compuesto por medio
centenar de fanáticos soldados, dispuestos a realizar tantos
asesinatos y ejecuciones como hiciera falta y que se hacían llamar
“Los Dragones de la Muerte”. Pero lo más repugnante de todo es que
aquel grupo lo formaban, en parte, jóvenes mallorquines que se
habían declarado adeptos al nuevo régimen y que buscaban, a cambio
de su alistamiento, condiciones de vida favorables para sus
familiares. Otros simplemente pretendían hacerse un
nombre.
Si como había dicho Manel, los Dragones de la
Muerte habían asaltado el hospital era prácticamente seguro que
allí no iba a quedar títere con cabeza. Aunque Carlos no albergaba
mucha esperanza, cabía la posibilidad de que Xisca hubiera
abandonado a tiempo el edificio con ayuda de su hermano Joan que se
había turnado con él para atenderla. El día anterior, Carlos salió
del hospital y volvió a casa, donde su madre cuidaba del pequeño
Biel. Acordó con Joan que descansaría esa noche y que se volverían
a turnar la mañana siguiente para vigilar a Xisca, que cada vez
parecía empeorar más. La fiebre tifoidea estaba consumiendo a su
mujer y las esperanzas de vida eran cada vez menores.
Carlos se detuvo tras el grueso tronco de un
pino que parecía alzarse hasta el infinito. Frente a él se
extendían trescientos metros de terreno poblado de bajos arbustos y
matojos que llegaba hasta el hospital. Desde donde se encontraba
oculto podía escuchar espantosos gritos de terror, provenientes del
interior del edificio, que se mezclaban con los atronadores
disparos de los Mauser. Varias decenas de militares acompañaban a
punta de fusil a enfermos y tullidos a los que colocaban en fila
contra los muros del hospital. Al momento un pelotón de
fusilamiento daba cuenta de ellos. Después los cuerpos inertes de
los fusilados eran amontonados en la caja trasera de varios
camiones como si fueran simples escombros. Carlos se tapó la boca
con la mano para intentar amortiguar los llantos que brotaban
continuamente de lo más profundo de su ser pero lo que no pudo
evitar fueron las interminables lágrimas que corrían a raudales por
su rostro.
Un nuevo grupo de militares apareció apuntando
con sus armas a un grupo de civiles que caminaba delante de ellos
con paso lento y discordante. Entonces Carlos los vio. Joan
caminaba abrazado a su hermana que prácticamente iba arrastrando
los pies que estaban descalzos. Iban a ser los siguientes y Carlos
estaba decidido a impedirlo a cualquier precio. En ese mismo
instante un seco chasquido sonó a sus espaldas.
— ¡Quieto! Date la vuelta con los brazos
arriba. —Ordenó una voz.
Carlos obedeció y lentamente se volvió con las
manos en alto. Un militar, que estaba a unos cinco metros, le
estaba apuntando con su fusil Mauser directamente a la cabeza.
Lentamente el soldado fue bajando su arma y Carlos pudo reconocer
aquel rostro que le observaba con asombro.
— ¡Pere! —Dijo Carlos no menos pasmado que
aquél soldado.
— ¿Carlos que haces tú aquí? —Dijo Pere dando un paso hacia delante.
— Xisca está… —dijo Carlos que de pronto recordó que no había tiempo que perder.
Cuando Carlos intentó darse la vuelta para
salir en busca de Xisca, Pere volvió a alzar su fusil apuntándole
de nuevo.
— ¡Quieto Carlos! —Gritó – Si das un solo paso
te vuelo la tapa de los sesos.
Carlos miró directamente a Pere que se había
acercado a dos metros de él y no dejaba de apuntarle. Entonces pudo
ver que portaba un distintivo de color azul en su brazo derecho con
una gran “D” en color negro.
— ¿Los dragones? —Dijo Carlos estupefacto— La
gente del pueblo me lo decía pero yo no lo quería creer.
— Pues créetelo, porque es así.
— Pero ¿por qué? —preguntó Carlos asombrado.
— ¿Por qué? Porque entraron en casa y nos dijeron que teníamos que escoger. O estás con ellos o estás contra ellos. Se han hecho los dueños de toda la isla. ¿No escuchas la radio? ¿No has visto las cunetas llenas de cadáveres? Maestros de escuela, sindicalistas, comunistas…cualquier sospechoso de ser contrario al régimen es llevado de “paseo”. Un “paseo” del que no vuelven.
— Mira. No hay tiempo que perder. Xisca está …
— He dicho que te quedes quieto. Te aseguro que si mueves un solo pelo te mato. Hablo en serio Carlos. No me va a costar nada apretar el gatillo.
— ¿Lo harás, Pere? Porque vas a tener que hacerlo.
— Te juro que lo haré. —dijo Pere sujetando el Mauser con fuerza.
— ¿A cuánta gente inocente que conocías has matado, Pere? ¿Dime? ¿A cuánta?
— A la que ha hecho falta para proteger a mi familia. He escogido el bando ganador
— ¿Y podrás vivir con ello? ¿No te das cuenta que eso es precisamente lo que quieren? Que nos matemos los unos a los otros. Esos tipos no son ni siquiera de aquí. Han venido de fuera y se van a hacer los dueños de la isla. Sólo te utilizarán hasta que dejes de hacerles falta. ¿Y entonces que pasará contigo y con tu familia?
— Mi familia está ahora protegida.
— Mira Pere – Dijo Carlos entre sollozos señalando al hospital - Xisca está allí y la van a fusilar. Así que voy…
— ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Crees que podrás detenerlos? Un hombre desarmado contra cien militares cubiertos de armas hasta los dientes. ¿Quién eres Hércules?
— Pero Xisca …
De pronto a lo lejos se pudo escuchar un grito
al unísono que hizo que los dos desviaran la atención hacia el
hospital.
— “¡¡Tutti i rossi fucilati!!”
Seguidamente un atronador estallido retumbó en
el aire y se repitió interminablemente en la fría mañana como un
eco sin fin. Seis cuerpos sin vida cayeron a tierra. Y entre ellos
el de Xisca y Joan que iban cogidos de la mano.
— ¡Nooooo! —Gritó Carlos
Pere golpeó la espalda de Carlos con la culata
de su fusil haciéndolo caer al suelo. Después alzó la vista y pudo
observar que un destacamento de soldados corría hacia donde ellos
se encontraban.
— ¡Levanta! —Le ordenó Pere mientras le
apuntaba con el fusil.
Carlos se puso en pie con el rostro encendido y
cubierto de lágrimas.
— ¿Vas a matarme a mí también? —Dijo Carlos
enfurecido mostrando los dientes.
— ¡Vete de aquí! —Dijo Pere a la vez que bajaba el fusil.
— ¿Qué me vaya? Se valiente por una vez. Ahora ya no importa nada. Acaba tu trabajo señor Dragón.
Pere agarró a Carlos fuertemente de la camisa y
le miró directamente a los ojos.
— ¡Tienes un hijo del que cuidar! —Le
gritó.
Carlos se quedó pensativo. Se había olvidado
completamente de Biel. Ahora ya no tenía madre y dependía sólo de
él. Miró hacia el destacamento de soldados que se acercaba y empezó
a correr de nuevo hacia el bosque. No había dado un par de zancadas
cuando se volvió hacia Pere.
— No te debo nada. Para mi estás muerto. ¿Me
oyes? ¡Muerto!
— Y si no te vas, tú lo estarás pronto – Dijo Pere volviéndole a apuntar con su fusil.
Carlos dio media vuelta y se perdió en la
espesura del bosque. No sería la última vez que se
encontraran.