TELÓN

I

 

-C

omuníquele a la reina que su antiguo palacio de Vista Alegre no está en venta. Que agradezco los generosos préstamos por parte de su majestad, de un millón de reales en tres ocasiones y de los que he sido beneficiario, y que si es necesario los saldaré en el plazo que se me indique, pero el palacio deseo conservarlo. Ya tendrá ocasión de adquirirlo, si así lo quiere el destino, cuando yo fallezca.

—Transmitiré sus palabras a doña Isabel II, señor marqués de Salamanca.

—Muchas gracias, puede retirarse.

Salamanca siguió con la vista al mensajero real. Era consciente de que en la oferta de Isabel II había implícito un deseo de ayudarlo a hacer frente a las deudas que crecían con mayor rapidez de lo que jamás hubiese imaginado. Tenía razón el Solitario, ni toda el agua del océano. Había aceptado los préstamos de la reina como muchos otros. Millones que apenas pasaban por sus bolsillos para, enseguida, caer en los de otros, principalmente los de Mr.

Mirés. Pero, en particular, los dineros de Isabel II los había aceptado porque en el pasado él había entregado a Isabel, no como préstamo, sino como regalo, cantidades muy superiores a las que ahora recibía. Cantidades muy, pero que muy, superiores.

Tras la muerte de Petronila varias mujeres, so pretexto de ayudarlo, le habían estado buscando. Desde María Buschenthal hasta Guy Stephan. La última incluso logró ofenderle con un ofrecimiento absurdo, o tal vez retorcido.

Se habían encontrado en París, donde Stephan regentaba una casa de citas elegante que le rendía pingües beneficios.

—Fuiste muy próvido conmigo en su momento, José. Me pagabas un sueldo que no merecía por mi trabajo en el Teatro Circo; y casi cada vez que acudías a visitarme lo hacías con una joya, a cual más valiosa. Te las he traído. Tampoco todas. Alguna hubo que vender en los momentos difíciles. Te he traído las que me quedan; son las mejores. Como es natural me las reservé en lo posible.

—Perdona, Guy, pero dices que me has traído, ¿qué?

—Las joyas. Los collares, pendientes, brazaletes y anillos que me regalaste. A mí ahora no me hacen falta, ya no tengo juventud para lucirlas. Tú podrías venderlas, algunas son muy caras. No tanto como para devolverte la fortuna que ya no tienes, pero al menos te servirían para ir tapando agujeros.

Salamanca dejó que sus ojos acariciasen las alhajas desnudas sobre la breve alfombra de terciopelo rojo, el joyero exquisito que Guy Stephan había desenrollado ante él. Sin forzar la memoria comprobó lo parco y tramposo del ofrecimiento: faltaban las célebres gemas talladas por el reputado orfebre Giorgio Herralde, el broche en forma de N diseñado por Silva, el collar Gavín, el cinturón de diamantes creado especialmente para él por el mítico Cuenca, la enorme esmeralda conocida como la «piedra pascual», y muchas otras. Sólo habría aceptado recuperar el sofisticado dije que ganó en una apuesta al escurridizo vizconde de Matellanes. Subió la mirada y la enfrentó con el brillo zorruno de quien, a la sazón, era la rica madama de un lupanar.

—Querida Guy. Pensaba que me conocías mejor. Mi ruina es sólo aparente; me conviene parecer pobre para que mis enemigos no me ataquen, e incluso me presten o regalen dinero. Te aseguro que podría volver a comprarte todas estas joyas, y las que faltan, ahora mismo y en efectivo. Me alegro de que la fortuna te sonría y tus putas produzcan toneladas de oro. Agradezco tu gesto, pero ni puedo ni quiero aceptar estas alhajas. Guárdalas. En memoria de cuanto hice por ti. Como recuerdo.

Como recuerdo de que la había transformado en la reina del principal teatro de Madrid, de que había convertido a una vendedora de vinos, como la llamaba Narváez, en una estrella. Como recuerdo de que había tenido el privilegio de ser la favorita, por un tiempo, del hombre más rico de Europa. Recuerdos. Sólo recuerdos. Porque ya ni apenas tenía amantes ni era el hombre más rico de Europa. Sólo lo había sido. «El dinero como viene se va». Petronila se lo había repetido hasta la saciedad. Petronila... Tolita... Cada día pensaba más veces en ella. Le faltaba. Ella era su agua, en la que podía nadar y crecer. A su lado Guy Stephan era nada, apenas una zorra que había acabado dirigiendo un burdel.

II

 

E

l escollo más difícil para la construcción del nuevo barrio había sido derribar la vieja plaza de toros, situada junto a la Puerta de Alcalá. Aunque ya estaba terminada, e incluso inaugurada la nueva plaza en Las Ventas, las autoridades municipales seguían remoloneando, amparándose en pretextos absurdos, para mantener en pie el viejo coso pegado al parque del Retiro. Pero sólo era cuestión de comprar voluntades, algo que siempre había sabido hacer. Favores, regalos y hasta entregas en efectivo. La apisonadora del dinero, una vez más, allanó los obstáculos y finalmente la plaza vieja fue demolida, desmontada y destruida hasta la última de sus piedras para que su barrio siguiese creciendo.

Las ventas de los pisos y hoteles, sin embargo, no estaban resultando tan fáciles como habría deseado, y necesitado. La burguesía madrileña estaba demasiado anclada en Chamberí y era difícil convencerla para que se mudase a las afueras. Montó José de Salamanca un espectacular servicio de tranvías, tirados por caballos, para tentarlos, pero ¿para qué subirse a un carruaje si desde donde se está viviendo puede llegarse andando a todas partes?

—No te preocupes, que ya vendrán. Acabará siendo el barrio más reputado de Madrid. Espero, Fernando, hijo mío, que vivas lo suficiente para verlo.

—Ojalá que quien pueda verlo sea usted, padre.

III

 

A

ceptaba cualquier proposición de negocio que le pareciese mínimamente rentable, jugaba a la bolsa de modo desesperado: confiando en su intuición y no informándose a través de París o Inglaterra; tampoco creando rumores, como lo había hecho cuando era joven y tenía todo el tiempo por delante. Un tiempo que parecía infinito, pero que ya —era muy consciente— se le estaba terminando. Trabajaba tantas horas al día como era capaz. Pero todo era inútil. Cuando se hallaba tranquilo, sereno, en paz consigo mismo, se encogía de hombros. No le importaba.

«No hay mejor negocio que morirse debiendo dinero, poder gastar lo que no se tiene es algo que sólo puede permitirse quien ha conseguido tener crédito ilimitado».

Se lo decía a sí mismo, y salía a pasear por su barrio. La calles de Velázquez, Serrano, Narváez, O'Donnell, Goya..., los bulevares. Pero mientras caminaba no podía evitar pensar en sus hijos. ¿Qué iba a dejarles? ¿Deudas? ¿Serían ellos quienes tuviesen que pagar el desenfrenado tren de vida que había llevado en los últimos años, los gastos imparables que habían terminado por romper los nervios de Tolita? No era justo. Aunque, como le había dicho repetidas veces su contable, si se vendía todo algo les quedaría, después de pagar las deudas, a Fernando y Josefina. Pero ya no una fortuna, ya no la posibilidad de vivir hasta su vejez de la tranquilidad de las rentas.

—¡Alguien me está robando! Me está robando y mucho. Pero yo sé quién es, y voy a pararle los pies. Como ya hice una vez cuando intentó pasarse de listo conmigo.

IV

 

-¿M

e ha mandado llamar, don José?

—Sí, Manuel, te he mandado llamar.

—Pues usted dirá.

—Voy a ir al grano, porque ya sabes que nunca he sido hombre de paños templados.

—Sin problema, don José. Usted mande y yo obedezco, como ha sido siempre.

—¿Yo mando y tú obedeces? Entonces devuélveme ahora mismo mi fortuna.

—Pero ¿qué fortuna? No sé a qué se refiere, señor.

—Así que no sabes a qué me refiero, ganapán. ¿No tienes ni la más remota idea, en tu ingenuidad y absoluta buena fe, de qué te estoy hablando?

—Señor, sé que su situación es desesperada...

—Mi situación es desesperada porque llevas años y años robándome a manos llenas. Si ya deberías de ser más rico que los Rothschild, y probablemente lo eres. ¿Qué pretendes? ¿Que te pida un préstamo y luego te lo vaya pagando poco a poco y con intereses?

—Señor, se está usted confundiendo conmigo. El capital es importante, sí, pero la relación que a mí me une con usted, y perdóneme el atrevimiento, se basa en el afecto.

—¿Afecto, como cuando me querías robar hasta el anillo en Monóvar? ¿Afecto, y están desapareciendo de mis arcas más monedas de oro que si les hubiesen quitado el fondo a los cofres?

—Verá, señor, puedo explicárselo todo.

—Eso sí que suena bonito, el ladrón puede explicarle a su víctima todo. A quien le ha dado dinero a manos llenas y hasta se ha dejado robar sin tasa, mirando hacia otro lado para no enterarse, se le puede contentar con unas palabras amables. ¿Me tomas por idiota?

—Jamás, señor. Siempre he admirado su capacidad, su forma de pensar y su atrevimiento.

—Necesito mi dinero, y no que me des jabón, Manuel Hernández, alias Manuel Galán, alias otros mil nombres.

—¿Se acuerda usted de la copia del anillo que me encargó hacer?

—Sí, por supuesto. Y funcionó. A Mirés le dimos el falso y yo conservo el verdadero, aunque sólo puedo ponérmelo para dormir, porque si alguien lo viera en mi dedo descubriría el engaño. ¿Qué tiene que ver eso con mi fortuna desaparecida?

—Todo, señor. Todo.

 

No podía creerlo. Allí estaba ante él su antiguo criado y hombre de confianza. Manuel. Nacido murciano y acabado transmutado en vasco, extremeño, e incluso durante un tiempo en francés. Manuel. El astuto Manuel. El imbécil de Manuel. Con un plano entre las manos. Un plano, sin duda, dibujado con sus propias manos toscas y torpes. Un plano en el que había marcadas centenares de cruces en tinta roja. Un plano de su barrio. Lo que escuchaba era tan inverosímil que a Salamanca sólo le quedaba la opción de aceptar que le estaba diciendo la verdad. El idiota había enterrado en aquellos lugares marcados por las cruces rojas el oro que le había estado robando.

—Treinta monedas de oro en cada saquito, señor. Treinta monedas y una copia del anillo mágico.

—¿Cómo que una copia del anillo mágico?

—Cuando lo tuve en mi poder pensé que era estúpido hacer una sola copia, podía hacer las que me viniese en gana. Quizá no tengan tanto poder como el original, pero alguno aún tendrán... Mire, yo mismo llevo uno ahora conmigo; y me ayuda.

—¿Y crees que con esta mierda de plano vamos a encontrar tus sacos? Eso en caso de que sea cierto que los has enterrado.

—Es verdad, señor. Están en los cimientos de los edificios, pero en la parte exterior, la que queda más cerca de la calzada.

—Eres imbécil, más fácil sería volver a ganarlos que agujerear Madrid para encontrarlos, porque veo que también te has permitido esconder alguno en la mismísima Puerta del Sol. Y hasta en las orillas del Manzanares.

—Sí, señor. Allí el dinero está a salvo.

—A salvo de nosotros, imbécil.

—A salvo de usted. Se lo estaba gastando todo. ¿No lo comprende? Lo he hecho para ayudarlo. Para protegerle.

—Así que piensas que estoy loco y me proteges. Un loco protegiendo a otro loco. Mira lo que hago con tu plano de tontolculo y demente.

José de Salamanca hizo una bola con el plano dibujado con tanta torpeza como esmero por Manuel Galán, y con gesto rabioso y despectivo la arrojó al fuego.

—Y ahora vete. Desaparece. No quiero volver a verte nunca más.

—Señor...

—Desaparece, Manuel. Desaparece para siempre. Te lo ordeno.

V

 

A

ún le quedaban fuerzas. ¿O no? ¿O sólo soñaba que aún le quedaban fuerzas? Había logrado, merced a sus contactos y a su cada vez más minada capacidad de crédito, hacerse con el contrato del ensanche de la Zurriola, en San Sebastián. Lo que en Madrid tardaba en arrancar, quizá en el norte de España, donde los hombres nacen para los grandes negocios, fuese un éxito.

Había decidido que él mismo supervisaría las obras. Estaba cansado y sin ganas. Sobre todo sin ganas. Añoraba a Manuel Galán, el pobre imbécil. Cuanto más lo pensaba más seguro estaba de que le había dicho la verdad. Un plano, había dibujado un plano. ¿Para que en el futuro una legión de alcaldes y concejales espabilados fuesen encontrando uno a uno los saquitos de oro y se hiciesen ricos? ¿Habría más copias de ese plano? Daba igual. Como daba igual castigar a Manuel, perseguirle por ladrón, hacer que acabase en presidio.

 

Hacía frío. Le esperaba un largo viaje hasta San Sebastián, donde se encargaría de la construcción de un nuevo barrio... si las fuerzas le alcanzaban. Hacía frío, un frío de muerte. Pero aun así pidió una calesa para que le llevase al cementerio. Tenía que contarle a Tolita lo de Manuel.

Llevaba un rato en la soledad del panteón cuando se quitó el anillo. El anillo. Nunca había creído en él; y a la vez siempre había creído. Pero era evidente que un hombre no triunfa por tener un amuleto, y sólo le ayuda, o le puede ayudar, tener a su lado una mujer de la que nunca se tenga que proteger; alguien en quien poder confiar ciegamente. Miró el anillo.

—Guárdamelo tú, Tolita.

Lo dejó caer en el interior del mismo florero que al llegar había llenado de crisantemos. El morado de las flores de los muertos y el amarillo del oro siempre se han llevado bien.

—Soy tan lerdo como Manuel Galán, escondiendo oro en una vasija. Ojalá te traiga suerte en el cielo a ti, mi amor.

VI

 

S

e sintió mal José de Salamanca y Mayol nada más llegar a San Sebastián, aunque se forzó para al menos ir a supervisar cómo había sido el comienzo de los trabajos. Al regresar al hotel le fallaba hasta el alma. Tosía. Tiritaba de frío. Quiso, sin mucha fe, achacarlo a lo largo y duro del viaje. Pero no era el viaje. Cada día que pasaba se sentía más viejo y desesperanzado. No le alcanzarían las fuerzas para dominar aquella nueva obra; era evidente. Cuando no hay posibilidad de ganar una batalla lo más inteligente es la retirada. ¿Qué hacía él en San Sebastián? ¿Quién le iba a cuidar allí si caía enfermo? Tenía que regresar a Madrid mientras aún pudiera hacerlo. Volver a Vista Alegre, a su palacio amado; su cubil y último cobijo.

 

—Sufre una pulmonía muy grave.

Los mismos médicos que habían asistido a su mujer en los últimos momentos, Viñals y Lanzagorta, se ocupaban de él.

Le pidió a su hijo Fernando que encontrara y trajera a Manuel Galán.

—Fernando, búscalo donde haga falta. Necesito hablar con él. No querría morirme sin antes haberle perdonado; pobre hombre.

Aunque su deseo de ver a Manuel Galán no lo inspiraba la necesidad de perdonar, sino más bien de ser perdonado. En el viaje de regreso, desde San Sebastián, había comprendido. Había entendido la grandeza y astucia del gesto de quien con paciencia e ilimitada generosidad se había convertido en su mano derecha, ángel custodio que lo conocía mejor y más profundamente de lo que se conocía él mismo. El plano, el burdo plano que había dibujado con sus dedos de gañán torpe y bienintencionado, escondía no sólo el mapa de una fortuna enterrada bajo el suelo de Madrid, sino la clave para lograr lo que siempre había deseado y soñado. La llave de la puerta de la inmortalidad que había probado a comprar por cuantos medios se le habían ocurrido: desde lograr la intermediación del papa, hasta su amistad con Dumas, pasando por la construcción de los ferrocarriles, la creación de su barrio... Salamanca, bribón, vividor ¡e inmortal!

Si ese mapa le sobrevivía, llegaba a la posteridad cuando hubiese pasado un siglo, o un siglo y medio de su muerte, los políticos y constructores levantarían Madrid hasta los cimientos buscando el oro, el oro del marqués de Salamanca, transformarían el río Manzanares en un estanque inofensivo, excavarían bajo la mismísima Puerta del Sol, harían túneles bajo Serrano, y el Paseo de Recoletos..., buscando los sacos.

Y cuando eso sucediese su nombre volvería, regresaría —una vez más— de entre los muertos. Dumas había perdido su oportunidad, pero en el futuro —Salamanca lo vio con tanta claridad como si tuviese el libro entre sus manos— algún escritor lo rescataría de la tierra para convertirlo en personaje, el protagonista de una novela, como el maravilloso Porthos. Una novela en la que José de Salamanca volvería a encontrarse con Galán y Narváez, con Isabel II y Serrano, Guy Stephan, María Buschenthal, James Rothschild, su cuñado Serafín Estébanez Calderón el Solitario; y también con Tolita. ¿Cómo era posible que hubiese muerto ella antes que él?

—Tolita, soy un hombre que todo lo puede lograr. Atravesaré mil océanos de tiempo si es necesario. Pero al final lograré, te lo prometo, que volvamos a encontrarnos, que mi voz, y tu voz, vuelvan a sonar.

VII

 

C

uando Manuel Galán llegó al palacio de Vista Alegre, su señor —su protector y protegido— había perdido la consciencia. Yacía sin sentido.

—Me temo que no durará, Manuel. Los médicos se han dado por vencidos.

—No conoce usted a su padre, don Fernando. Peleará hasta el último segundo.

Y, en efecto, aún abrió los ojos, José de Salamanca. Aún abrió los ojos cuando Manuel Galán, con tanto miedo como había tenido en Monóvar a los diecinueve años, dio un paso hacia su señor, buscando la mano derecha, el anillo que, estando él presente, ya le había salvado en dos ocasiones. En Monóvar y en las Cortes.

—El dinero, primero tiene que ser la música del dinero.

Y Manuel Galán lanzó al aire un puñado de monedas de oro, que tintinearon alegres y vivaces sobre el suelo. A continuación se inclinó sobre el anciano enfermo, las manos habían perdido su elegancia, se habían deformado a causa del reuma, y acarició los dedos rígidos y fríos del marqués de Salamanca y conde de los Llanos, Grande de España, buscando el anillo. El anillo que intentaría sacarle del dedo una vez más, para traerlo a la vida; volver a arrebatárselo al reino de los muertos.

—¡No está! ¡No lleva el anillo! ¿Dónde está, dónde lo ha metido usted, don José?

Manuel Galán no sabía, no podía saber, que el anillo estaba en el panteón familiar, entre las flores que iluminaban la sepultura de Petronila Livermore.

Sin embargo, y sin la ayuda de ningún anillo, aún consiguió Manuel Galán que José de Salamanca abriese los ojos y le mirase con afecto. E incluso sacase fuerzas de donde no las había para aferrarse a sus manos toscas.

—El plano, dibuja otra vez el plano, dáselo a don Benito, mi notario...

Y a continuación todavía algunas palabras inconexas:

mar...

París...

Mariana...

oro...

Tolita...

maldición...

las aguas...

anillos...

Manuel...

música...

... dinero... Madrid... el cielo.