LOS BLANCOS ACANTILADOS DE DOVER

I

 

N

o había dormido. O al menos no exactamente. Apenas un sopor cercano a la inconsciencia por el espacio de dos horas. El tiempo que separó el regreso a las habitaciones que la delegación española en París había puesto a su disposición de la salida de la diligencia que debía de conducirlo hasta Dover. A los muchos licores ingeridos durante la velada se unieron varios vasos de absenta, cortesía —imposible de rechazar— de Ramón María Narváez, de quien se había despedido entre risas y abrazos, y la promesa de un pronto reencuentro, ya fuese en París o en Madrid.

No acertaba a comprender, José de Salamanca, la extraña impresión que le había producido conocer al «general de las zetas», también llamado el Espadón de Loja. Su simple cercanía le había producido la sensación de que Narváez le robaba el aire y hasta paralizaba el natural movimiento de su flujo sanguíneo. En el relativamente cómodo asiento que ocupaba en la diligencia, las Laffite estaban a la altura de su fama internacional, y en la duermevela plagada de pequeños sobresaltos e involuntarios movimientos de cabeza, se había esforzado en culpar a licores y mariscos, vinos y carnes ingeridos hasta el exceso, de su reacción desmedida. Narváez no era hombre que le inspirase temor, porque no había ningún hombre bajo la capa del cielo que le inspirase temor. Salamanca era perfectamente consciente de su condición mortal, y cuando llegase el momento lucharía o se resignaría, pero dudaba mucho que el miedo le hiciese perder el control.

Sin embargo había algo inquietante en Ramón María Narváez. Se salía de la norma. El lema que impulsaba la vida de José de Salamanca era que todo hombre y todo objeto tenía un precio. Y si se tenía dinero, y habilidad suficiente manejando la aguja de marear, podía llegar a adquirirse cualquier cosa, hacer actuar en beneficio propio a absolutamente cualquier persona. Sin excepciones. Pero ¿y si había excepciones? Toda regla las tiene, aunque hasta donde llegaba su experiencia bastaba con aumentar el precio. Un Velázquez, un cuadro pintado por Velázquez, poseía un valor incalculable; hasta que alguien era capaz de calcularlo. Algunos hombres eran, en apariencia imposibles de comprar o sobornar; hasta que favores o dinero o miedo mutaban en posible lo teóricamente imposible. Hasta los mismos reyes, y lo sabía con pleno conocimiento de causa, tenían su precio. Por muy alto que este fuera en algunas ocasiones, y que no estuviese al alcance de casi nadie, ni siquiera de Buschenthal, o cualquier otro banquero. Pero con Narváez había experimentado una desazón desconocida. ¿Podía, acaso, un ser humano estar fabricado con un molde diferente al utilizado para los demás?

La frase que cerraba el hilo de sus pensamientos le salió de los labios en un bache del camino que le sacó del angustioso estado de duermevela en que se hallaba sumido:

«Ese hombre se cree que todo le es debido. Si alguien le diese la mayor fortuna imaginable la aceptaría, pero pensaría que el regalo no le obliga a devolver nada a cambio».

II

 

A

manecía cuando llegó el momento de subirse al barco en el que debería cruzar el estrecho. Pero era un amanecer de pesadilla, oscuro y huérfano de auténtica claridad. La densidad de la niebla era tal que resultaba imposible vislumbrar el menor atisbo de la luz del sol. Ni un rayito. Ni el reflejo, escondido entre las nubes, de un rayito. Siquiera era posible discernir la silueta de cúmulos o cirros en el cielo.

No había cielo.

Mientras avanzaba el barco, cabeceando, en lucha continua contra la terquedad de las olas, Salamanca recordaba, y no deseaba hacerlo, otra mañana, otro amanecer, en el que no había dormido. La noche del 25 de mayo de 1831, cuando apenas contaba con veinte años, y aún creía en la justicia divina, en que para salvar a un inocente se abriría el azul del firmamento y el juez supremo lo izaría tomándolo de los cabellos mientras que, de un soplido, barría a sus injuriadores o verdugos. Pero en ningún momento se abrió el cielo el amanecer del 26 de mayo de 1831.

Como tampoco se abría la niebla por la que el barco se desplazaba como si llevase en su interior a una legión de condenados a través de la laguna Estigia camino del infierno. No era dueño de su razón aquel amanecer de 1831, como tampoco se sentía plenamente en sus cabales en aquel barco diez años después. Le bastaba dejar la mirada perdida en la niebla para que sobre la pantalla blancuzca de humedad y frío se proyectase el cadalso sombrío, cubierto de telas negras y ondulantes, como correspondía a los hidalgos, donde iban a ejecutar a su amiga, a su amada, a su madre, a su hermana, a su mentora; a Mariana Pineda. Sin que él pudiese hacer nada para evitarlo. Sin que él, con su supuesta inteligencia y capacidad de acción, pudiese hacer nada para impedirlo, detener la mano de los verdugos, invocar a Dios y que este bajase de las alturas y cogiese a Mariana de los cabellos y la subiera y subiera hasta esconderla en el azul infinito del cielo. El Dios de los hombres también tenía un precio, el Dios verdadero, si existía —y ojalá fuera así— no podía tenerlo.

Nada podía hacer el casi adolescente José excepto mirar. Ser una mancha blanca más, un par de ojos más, entre la multitud móvil y conmovedoramente silente. Un pueblo entero unido por la incapacidad de comprender castigo tan definitivo y desmedido. Podía ver sobre la pantalla con claridad, con tanta claridad que si alargaba la mano lo habría tocado, al verdugo llevando del ronzal a la mula con jamugas que montaba Mariana Pineda. El cuerpo de diosa cubierto por la hopa degradante; el saco con que se cubre a los condenados a la última y definitiva pena. Dejaba dos hijos desamparados. Dos niños que ya habían perdido a su padre muy poco después de nacer. Quien nace para huérfano que no se esfuerce en rezar por la vida de sus padres. Mantenía María Pineda el óvalo perfecto de su cara sereno e inmutable, desafiante la tranquilidad de sus ojos azules, la cascada de pelo rubio desbordando el birrete negro de bayeta. Sólo las manos, antes vivas e inquietas como pájaros, delataban la brutalidad del sufrimiento, la impotencia de quien ya nada puede hacer para salvarse después de años y más años de generosidad y lucha. Mariana. Las manos atadas. Mariana. La barbilla un poco alta pero ya no altiva, en un último intento de ejemplo. Mariana.

Ahora sobre la niebla se dibujaban las imágenes de la noche en la que habían cambiado los anillos.

—¿Así que este es tu anillo de la suerte?

Sí, era su anillo de la suerte.

—¿Y qué me dirías si te propusiera un cambio, un trueque? Yo te doy mi anillo, que es todo amor, y tú me das el tuyo, que es simple suerte.

¿Y qué iba a responder el jovencito enamorado a la mujer experta y fascinante con la que esa misma noche mezcló olores y sabores, la que le ofreció su cuerpo sin reservas ni pedir nada a cambio?

III

 

¿S

in pedir nada a cambio? El anillo. Mariana le había pedido el anillo. Su anillo.

El chico la miraba dormir desnuda, ya el sol brillando en lo alto pero incapaz de despertarla. Desnuda por completo sobre el lecho blanco, como blanca también era su piel. Todo era blanco y desnudez, excepto el anillo. ¿Por qué se lo había pedido? ¿Para qué lo quería ella? La poderosa y respetada Mariana Pineda que no temía ni a luces ni a sombras.

Buscó en la niebla, los nudillos de las manos tan blancos como la piel de Mariana o el fondo de lino que cubría su lecho la única vez que estuvieron juntos. Buscó más atrás, más lejos, hasta que encontró la silueta negruzca de la gitana, la Marrancho, pasándolo por la falange del dedo del niño que se hacía hombre, diciéndole casi al oído que ascendería hasta la cúspide de la sociedad, que llegaría tan lejos como se propusiera, mientras no estuviera solo. Pero José de Salamanca siempre había estado solo, se había sentido solo; como casi todos los hombres desde que salen del estado de «esperanza permanente», que es el único regalo que concede la condición de ser niño.

Un anillo de la suerte. Ni siquiera el ulular ominoso de la sirena del barco podía silenciar la risa cristalina de Mariana Pineda cuando le dijo que ella no creía en la suerte, pero que en caso de que esta existiese se atrevía a cambiársela.

—Tu anillo por el mío, pequeño príncipe malagueño.

Un anillo, que era latón bien pulido con un baño de oro, por otro de oro macizo. Pero ella volvió a reírse, y le quitó el anillo que debía protegerle contra enfermedades y tormentas, y con las manos que ahora llevaba atadas —iban a volver a ajusticiarla, mientras los dos se perdían en la lechosa luminosidad de la niebla— le puso en el dedo su propio anillo.

—A mí no me ha traído suerte. Pero quizá no me lo regalaron con tanto amor como lo estoy haciendo yo contigo ahora mismo.

Salamanca sintió que se mareaba, que el frío le había ganado los huesos y a punto estuvo de caerse por la borda cuando escuchó una voz anónima a sus espaldas.

—Dover, estamos llegando a nuestro destino, señores pasajeros. En pocos minutos atracaremos en el puerto de Dover.

Y ante sus ojos aparecieron los acantilados blancos, las rocas calizas de Dover. Y el sol. Un sol desganado. Débil. Tibio. No el sol que iluminaba el cuerpo dormido de Mariana Pineda la mañana de su ejecución y también la mañana en la que —tras contemplarla largamente dormida y desnuda— deshizo José el cambio al que se había visto forzado y obligado. Cogió la mano blanca y con suavidad recuperó lo que tal vez sólo fuese latón bañado en oro o tal vez un amuleto mágico capaz de salvarlo de cualquier peligro y ayudarle a convertirse en poderoso y rico.

Sintió alivio al volver a sentir el metal dorado abrazando su dedo índice. Pero también culpabilidad, ganas de huir de la cercanía de su amante de una sola noche, escapar de tanta blancura, corriendo, corriendo y corriendo. Ni siquiera se atrevió, no fuese a despertarla y le preguntase qué estaba haciendo, a pasar el anillo que devolvía a lo largo del dedo suave y blanco. Lo dejó a un lado del lecho. Y desapareció sin despedirse. A pie, pues no tenía un caballo. A pie, tan rápido como era capaz, y cegado por la luz implacable que bañaba el Alándalus desde el principio de los tiempos.

Nada que ver con la luz pobre y vacilante que ahora recibía a los viajeros e iluminaba los acantilados de caliza. Blancos o amarillos o ambos colores a un tiempo. Una luz débil, pero suficiente para ahuyentar pesadillas y espejismos. Para impedir que la memoria y la imaginación proyectasen en la pantalla de nubes sus más mefíticas obsesiones, la sevicia que cebaba sus memorias y ocurrencias. Aún volvió a ver a Mariana la mañana fatídica de 1831. ¿Si no le hubiese cambiado el anillo seguiría viva? ¿Seguiría viva y él estaría muerto? ¿Habría escapado del ataque del cólera morbo si en su dedo no hubiese estado el anillo de la Marrancho?

Tensó los músculos dentro del capote que, mala e insuficientemente, le resguardaba del frío. Respiró hondo y cerró los ojos. Humilde y luchador.

Hasta que por fin el mar salitroso y duro se dignó a darle lo mejor de sí mismo, y el color volvió a la cara de José de Salamanca; a la par que el optimismo regresaba a ventilar de tonos oscuros la claridad de su espíritu.

Aún tenía mucho trabajo por delante.

Londres sería más delicado que París. En asuntos de dinero pocos pueblos hay más intransigentes y serios que el inglés.

Bajó del barco, aún mareado; las piernas débiles y casi incapaces de mantenerlo en pie. Pero bastaron unos pasos para que la naturaleza fuerte y batalladora de Salamanca se sobrepusiera al tormento sufrido, las piernas recuperaran su fuerza, y la espalda volviera a su habitual rectitud de tabla.

El silbido de las sirenas, tras él, perdió su carácter amenazador y malévolo.

Tenían unas horas todavía por delante, les avisó el capitán del ferry. Su consejo era que las aprovechasen para terminar de despertarse y comer algo en una fonda del puerto. A mediodía estaría lista la diligencia que iba a llevarlos, a José de Salamanca y otros siete viajeros, hasta Londres. Hasta el corazón del imperio británico, el lugar donde la afortunada reina Victoria tenía su palacio, y sus guardias, y una salud de las que el pueblo denominaba, con su sabiduría clara e incontestable, como «de hierro».

IV

 

H

abía bebido demasiado, eso era todo. Y a sus excesos se habían unido las pocas, insuficientes, horas de sueño. Las pesadillas que había sufrido ni tenían ni necesitaban de ninguna otra explicación.

A no ser que la zíngara, probablemente falsa zíngara, que se había llevado con él le hubiese emponzoñado algún licor con la falsa magia de un filtro. Eso explicaría que aún la recordase, lamentara no haber tenido más energía para, en lugar de dormir, pasar las últimas horas en París disfrutando de la curvitud de su cuerpo. Pero aún conservaba su retrato. Ella había insistido en que lo guardase, y era inusual, como apuntó Narváez con aire algo celoso, que no lo guardara y atesorase para ella misma.

—A mí ya me han pintado y dibujado muchas veces, no puede ni imaginarse cuántas. Prefiero, si a usted no le sirve de incómodo ni estorbo, que en agradecimiento a su generosidad para conmigo conserve mi imagen como recuerdo.

Quizá, como era su hábito, le había dado demasiado dinero. Y la motivación de sus actos, de la insistencia de que conservase su rostro como recuerdo, era la intención o el deseo de que volviera a darle otro tanto. Pretensión harto improbable, porque aun en el caso de que Salamanca volviese en breve a París lo más razonable era pensar que sus pasos no volverían a cruzarse con los de la zíngara en la ciudad inmensa, inabarcable, maravillosamente grande.

Encontró el retrato en una de sus valijas al llegar al París Hotel, en Regent Street. Se trataba de un dibujo, trazado a carboncillo con desenvoltura profesional, y luego iluminado con toques de color añadidos con cera. Como retrato era correcto, aceptable; aunque ni el más voluntarioso observador podría calificarlo de arte verdadero. En el envés del papel, tosco y malhadadamente doblado, había un nombre; un nombre y una dirección. La dirección era de una calle de París. ¿Y el nombre? No era el del pintor, que había firmado en el ángulo interior su obra. Probable que fuera el de ella. El de la zíngara. El de la falsa zíngara. Pero ¿por qué escribir su nombre? ¿Qué podía importarle a José de Salamanca que ella se llamase, o no, Guy Stephan?