PERDONO A TUTTI... Y DOS MILLONES PARA NARVÁEZ

I

 

S

e trataba de un hombre de estatura media, edad media, y traje de corte elegante pero confeccionado en una tela de calidad también media. Lo único que destacaba en él, llamaba la atención de quien tuviera enfrente, era su mirada, de ojos engrisecidos y enfermos de preocupación o pasión. Blandía entre las manos un fajo de papeles, acciones al portador, que una semana atrás valían varias veces su peso en oro, pero que al cambio actual apenas alcanzarían a cambiarse por unos gramos de cobre.

Se había levantado del gran sillón de orejas situado frente a la chimenea, donde había estado sentado, aguardando, durante varios minutos, sin quitarse el abrigo y sosteniendo la chistera con ambas manos sobre las rodillas.

Su voz era especialmente potente, y el tono que utilizaba para expresarse tan elevado que sus palabras traspasaban sin dificultad los muros de la estancia, de modo que los comensales sentados a la mesa de José de Salamanca podían escuchar su discurso con casi la misma claridad que si no hubiese habido paredes.

—Señor Salamanca, usted no conoce mi nombre, pero soy su mayor rival. Quien ha jugado con la máxima persistencia e inquina en su contra. Estaba convencido de que, en esta ocasión, el mago de la bolsa se había equivocado, y mi más firme anhelo era no sólo ganar dinero, sino darle a usted una lección. Que aprendiese a ser humilde y dejase de creer que la suerte está y estará siempre de su lado. Pero me equivoqué, lo reconozco. La suerte continúa estando de su lado, o quizá el éxito de su operación se haya debido únicamente a su astucia y conocimiento del mercado. En cualquier caso hay dos hechos incontestables y evidentes. Usted es aún más rico que antes; y yo estoy absoluta y definitivamente arruinado.

—¿Y qué quiere de mí? Deduzco por su actitud, por los papeles que lleva en la mano, que me debe dinero. ¿Cuánto?, si puede saberse.

—Tres millones y medio de reales.

—¿Y pretende que se los perdone, que condone la deuda que ha contraído usted conmigo?

—En absoluto, caballero. Soy un hombre de honor y palabra. Pero si le pago inmediatamente tendré que deshacerme hasta de la casa en la que vivo.

—¿Entonces?

—Tiempo, lo único que he venido a pedirle es tiempo.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

—Una demora, una demora lo más generosa posible. ¿Seis meses? Pero también sería una solución si usted acepta que establezcamos un sistema de plazos para que me sea posible satisfacer la deuda sin tener que verme obligado a dormir esta noche en la calle.

—Parece, caballero, que su situación es realmente muy apurada.

—Sí, lo es. En extremo.

—Ya veo.

—¿Qué me responde?

—¿Puedo comprobar esos papeles?

—Claro. Tome, aquí los tiene.

—Olvidémoslos.

—Pero ¿se ha vuelto loco?, ¿qué está haciendo usted?

—Ya lo ha visto. Arrojarlos al fuego.

—No voy a permitirlo.

—El loco es usted. No puede rescatarlos de las llamas. Retroceda, se va a abrasar las manos.

—Aunque me abrase. Soy un hombre de palabra y de honor, y cuando tengo una deuda respondo por ella. Ah, estos aún no han ardido.

—¡Deme esos papeles! He dicho que irían al fuego y al fuego van. Y no intente volver a rescatarlos.

—Pero, señor, no entiendo.

—No hay nada que entender. El dinero sólo es dinero. Hombres como usted es raro que me los eche a la cara.

—¿Y ahora?

—Ahora se va usted a su casa. Esa casa que ya no tendrá ninguna necesidad de vender, y se olvida de la deuda que tenía conmigo. Porque ha quedado saldada.

II

 

E

l coche atravesó la Puerta del Sol y comenzó a subir la cuesta de la calle Carretas hacia la Compañía de Filipinas. El cochero sostenía con firmeza las riendas de la caballeriza para evitar atropellar a alguna de las muchas y excitadas personas que ocupaban la calzada.

—¡Ya llega!

—Ahí está.

—Sí, es él. Debe de llevar las pólizas y sus acreditaciones en la cartera.

—¡Señor Salamanca, señor Salamanca! Escúcheme.

—¿Podría concederme usted una moratoria?

—Sólo unos días, señor. Una semana, una semana me bastará para obtener un préstamo...

Señor. Amigo mío. Excelencia. Don José. Le llamaban desde todas las partes y de todos los modos posibles. El coche no podía seguir avanzando. Si el cochero hubiese espoleado a los caballos el breve viaje habría terminado en tragedia.

Salamanca se asomó a la ventanilla. Los gestos lentos y la mirada tranquila, como un actor que ha ensayado infinitas veces su papel y por fin tiene la ocasión de representarlo sobre las tablas del escenario.

—Por favor, apártense.

—Pero...

—Les he pedido que se aparten.

Se hizo el silencio, y la multitud se separó en dos lenguas permitiendo que el coche de caballos continuase avanzando.

Era el momento. El momento de rendirle un homenaje a Verdi y a su famosa ópera Ernani.

Volvió a sacar José de Salamanca la cabeza por la ventanilla, y más cantando que hablando o gritando, lanzó al aire la célebre frase de la romanza de don Carlos.

A tutti. ¡Perdono a tutti!

Y aún lo repitió varias veces mientras el coche atravesaba con la máxima lentitud y prudencia el fragmento de calzada ocupado hasta momentos antes por la legión de sus deudores.

—No pare cochero, siga adelante —ordenó Salamanca al mayoral.

Y el coche pasó sin detenerse ante el edificio de la Compañía de Filipinas, perdiéndose entre las calles febriles y torcidas de la villa con pretensiones de gran ciudad que era Madrid.

III

 

-G

eneral Narváez, hay un caballero en la puerta que desea verle.

—¿Quién es? ¿Se ha identificado?

—Ha dicho que es su amigo y socio, don José de Salamanca.

Narváez mordió con furia la punta del puro correoso y barato que sostenía entre los labios, y luego aspiró con fuerza el humo del tabaco.

—Que pase, dígale que pase inmediatamente.

—Buenas tardes, mi querido camarada.

—Ya me dirá usted qué tienen de buenas. Me ha llegado la noticia, supongo que como hasta a la última rata que viva en las cloacas de Madrid, de que se ha vuelto usted loco.

—¿Loco?

—Sí, loco. Porque sólo un loco regalaría a un desconocido tres millones y medio de reales.

—Veo que mi querido cuñado Serafín no ha sido capaz de mantener la boca cerrada.

—Ni su cuñado ni nadie. ¿Y qué es eso de ponerse a cantar arias de ópera y gritar que perdonaba a todos sus deudores?

—Un hombre tan religioso como usted, amigo Narváez. «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». ¿O acaso ha olvidado el padrenuestro?

—No me vengas con monsergas, Salamanca. Esto me huele mal. Peor que mal, fatal.

—Aquí lo único que huele mal es su puro. ¿No puede fumar tabaco de mejor calidad? Si lo hubiera sabido le habría enviado una caja de cigarros antes de venir.

—Lo que yo fume es cosa mía. Y este es el tabaco que me gusta.

—No tengo nada que objetar, al cabo estamos en su casa.

—Sí, estamos en mi casa. Pero usted...

Narváez se detuvo, tiró el puro al suelo, lo pisó, y cambió el usted por el tuteo; el baile permanente entre el respeto y la confianza que caracterizaba la mayoría de sus encuentros con el empresario. El «abogado», como llamaba a cuantos pretendían comportarse como grandes hombres pero que no eran militares, sin duda había perdido el juicio. O se estaba pasando de listo.

—Mi casa es mi casa, pero el dinero con el que tan alegremente andas realizando obras de caridad malentendida no era tuyo, no era sólo tuyo. También era mío.

—Lo sé. No hay ningún problema.

—Claro que lo hay. Y no te atravieso el corazón ahora mismo con la espada porque lo consideraría un castigo demasiado leve para el calibre de la estupidez que has cometido.

José de Salamanca entonces rompió en una risa histriónica, evidentemente forzada. Se quitó el abrigo y avanzó, con una sonrisa dura y cínica congelándole los labios, hacia su socio. Socio, pero no amigo. No auténtico amigo.

—Vaya manera de recibir a quien viene a traerle, señor capitán general, dos millones de reales.

—¿Qué estás diciendo?

—Que para eso estoy aquí. Para entregarte tu parte de las ganancias, Ramón.

—No entiendo.

—Claro que sí, entiendes perfectamente. Te traigo tus dos millones de reales; la parte que te toca según los porcentajes que teníamos establecidos. Y la misma cantidad recibirá el duque de Riánsares.

—¿Dos millones?

—El pagaré está en mi bolsillo. Opino que lo mínimo que me merezco es una copa de vino. Te aceptaría un puro, pero el tabaco que gastas ya sabes que no es de mi estilo.

—¿Y las deudas que has ido perdonando?

—Eso es cosa mía. Hago lo que me da la gana con mi propio dinero. Invertirlo, regalarlo; e incluso, si así lo quiero, lo tiro. Para eso es mío.

—¿Estás diciendo que mi parte de beneficios la voy a recibir intacta?

—Por supuesto. Somos socios. Socios y amigos. Tranquilo, general. Felicidades por tu éxito, por haber jugado a mi lado y conmigo. Aún tengo algunas tareas pendientes esta tarde, pero si haces gala de tus célebres modales de caballero no seré yo quien te niegue el placer de compartir una copa de buen vino.

IV

 

-¿M

e estabas esperando?

—Yo siempre te estoy esperando, mon chéri. Aunque ya sé que no soy la primera mujer que visitas después de esa jugada maestra que te ha convertido en un hombre rico.

—Guy, hace mucho que soy un hombre rico. Hace una semana era rico, podía comprar lo que se me antojara y a quien se me antojara. Y ahora puedo seguir haciendo lo mismo.

—¿Por eso has regalado una diadema a esa putita de Laborderie?

—Qué rápido corren las noticias en esta ciudad.

—Y una sortija de brillantes a la Galbi. A esa puerca color foca que hasta tiene bigote, no sé qué encanto puedes encontrar en ella.

—Ninguno, mi cielo, mi musa, mi más amado divertimento. En comparación contigo ni mademoiselle Laborderie ni madame Galbi poseen, para mis ojos, encanto alguno.

—¿Y por eso les haces regalos? ¿Debido a que no tienen, para tus ojos, encanto alguno?

—Son dos actrices del elenco de mi teatro. Y me apetecía. Ha sido un capricho. Tenía que pasar a ver al joyero, a quien le había hecho un encargo especial, y he comprado para ellas un par de pequeños detallitos.

—¿Diademas y sortijas de brillantes? ¿A eso llamas tú «pequeños detallitos»?

—Sí, a eso le llamo yo «pequeños detallitos». Sobre todo si se los compara con esto que te he traído. Toma, ábrelo. Y si te gusta, espero que me permitas ver cómo luce colgado de tu cuello.

Se tomó su tiempo Guy Stephan, la experiencia sobre el escenario daba sus frutos, antes de cambiar de registro, aunque quizá la nueva voz le salió demasiado afectada, poco verosímil o demasiado teatral. Los frutos de la experiencia sobre el escenario no siempre pueden aprovecharse en la realidad.

—Oh, José. Es... es maravilloso. No había visto un collar así en todos los días de mi vida. Estoy sin palabras, chéri. Perdona todo este griterío. Estoy... estoy sin palabras. No sé qué decir.

—Entonces no digas nada, y ven aquí.

—No, espera. Se me ocurre una idea mejor.

—¿Vas a sorprenderme, mademoiselle Stephan?

—Espero que sí. Siéntate, por favor. Ponte cómodo, mi príncipe, y ten un poco de paciencia. Sólo necesito diez minutos.

Quizá fueron quince. Quince los minutos que José de Salamanca pasó en el coqueto saloncito de su amante esperando a que ella saliera de su vestidor; pero el hombre de negocios tuvo que admitir que habían sido minutos muy bien invertidos.

Guy Stephan atravesó la estancia cubierta con todas las joyas, muchas, que su protector le había ido regalando desde que comenzase su relación. Y esas numerosas joyas, amén de los empinados zapatos de tacón que calzaban sus pies, eran su único vestido.