NADIE PUEDE SER ETERNAMENTE PRESIDENTE NI MINISTRO
I
Teniendo en consideración que contra el señor José de Salamanca, ministro de Hacienda, existen varias reclamaciones de mucha cuantía por parte del tesoro público, ya como arrendatario que ha sido de la renta de la sal, ya por otros conceptos y negocios, pedimos al Congreso se sirva acordar que para su conocimiento y demás efectos convenientes remita al Gobierno de S.M. a la mayor brevedad cuantas reclamaciones activas y pasivas existan entre el Tesoro Público y el actual señor ministro de Hacienda, con expresión de las causas de que aquellas procedan, de su importe total y del estado que unas y otras tenían en 26 de marzo de 1847.
Palacio del Congreso, a 29 de marzo de 1847.
Fermín Gonzalo Morón. Antonio de los Ríos Rosas. Pedro María Fernández Villaverde. Manuel Bermúdez de Castro. Miguel Rives. Miguel Lafuente Alcántara. Francisco Pérez de Meca.
El primer ataque, político, lo había sufrido José de Salamanca el mismo día en que aposentaba sus reales en el banquillo gubernamental destinado al ministro de Hacienda. Sus atacantes no hacían sino actuar como eco del clamor popular:
¿Quién, buscando una prebenda,
se hace el tonto, se hace el sueco?
Pacheco.
¿Quién juega con nuestra Hacienda
a la brisca y a la banca?
Salamanca.
Se cuestionó la incompatibilidad que suponía nombrar ministro de Hacienda a un empresario que tenía deudas con el tesoro, y a quien el tesoro adeudaba, también, importantes cantidades.
Pero Salamanca supo salir con bien de aquel primer lance. Dejó todos sus negocios en manos de apoderados, aunque evidentemente los seguía controlando, y la noche anterior a la primera sesión del gabinete presidido por Pacheco, su hombre de paja, había dejado preparado un escrito en el que, como empresario, renunciaba a cobrar cualquier cantidad que el tesoro le adeudara. Le bastó con rematar la jugada firmando un decreto obligándose a sí mismo a pagar de inmediato hasta el último real que hasta el momento no había liquidado al tesoro.
Una victoria sin demasiadas complicaciones. Sus enemigos no eran verdaderamente poderosos ni estaban bien organizados. Y Ramón María Narváez, el Espadón de Loja y duque de Valencia, el «general de las zetas», aún no se había instalado —para aquella primera batalla— definitivamente en Madrid.
Llevaban muchas décadas los militares ostentando el poder, en la luz o en la sombra. Eran los generales quien, en última instancia, decidían el destino y el futuro del país. Y una de las principales razones, aunque no la única importante, que había movido a Salamanca a luchar por el control político, buscar el apoyo de la reina y que lo responsabilizara y encargara la creación de un nuevo gabinete, era terminar con esta situación. Poner coto al dominio de «los espadones».
Apenas llevaba una semana de andadura el gabinete de Pacheco cuando el ministro de Gobernación, Patricio de la Escosura, con el absoluto beneplácito de Salamanca, promulgó un decreto por el que se crearían en los diferentes distritos unos gobernadores civiles, cuyas atribuciones serían las mismas, o mayores, que las de los capitanes generales en el orden militar.
Buscaba neutralizar definitivamente cualquier posible movimiento de su enemigo del alma, cambiar las reglas del juego para que las cartas de Narváez, por muy bien que las jugara, de nada valieran cuando las arrojara sobre el tapete.
Pero Narváez, en lugar de achicarse, se revolvió como un felino herido, y demostró que era capaz de utilizar a su favor la furia que le provocaba esa herida. Porque Salamanca le estaba brindando en bandeja la oportunidad que necesitaba y andaba buscando. Reunió en torno a sí a todos los militares de grado e importancia, incluyendo a supuestos incondicionales de su rival, como el general Olano o el fiel Fernández de Córdova. Se trataba de unir a las milicias contra un enemigo común: los civiles. Serrano, aún escocido por la jugada del tenor que le habían metido en palacio para entretenimiento de la reina, fue el primero en apoyarlo. Y una vez echada a rodar la primera piedra, comenzó a desmoronarse la montaña entera. Y al pie de esa montaña estaba José de Salamanca; nada ni nadie impediría que muriese sepultado bajo las rocas, aplastado. Los militares no se someterían jamás al poder de los civiles, no mientras fuesen ellos los que manejasen los fusiles y las espadas.
Bastaron dos visitas del Espadón de Loja a palacio, en ambas convenientemente apoyado por el general Serrano, para que la inexperta y caprichosa reina, atemorizada y también desconcertada, porque quizá se había equivocado, se desdijese de su apoyo incondicional a José de Salamanca, y decidiese concederle todo su crédito y sostén político a Ramón María Narváez.
Le faltó tiempo al «general de las zetas» para presentarse en el salón donde el ministerio continuaba, confiado, sus trabajos y conversaciones. En su cara, la expresión de un jugador de ajedrez que sabe le separa un solo movimiento del jaque mate.
II
-J
aque mate, señor Salamanca.
Nada se puede hacer contra un jaque mate limpio en ajedrez. Nada podían hacer Salamanca, ni Pacheco, ni ninguno de los otros ministros, contra el decreto, firmado por Isabel II, que dejó caer Narváez sobre la mesa en torno a la que estaban reunidos.
Había entrado sin llamar. La cabeza alta. Los pasos largos. Las espuelas tintineando burlonas como los cascabeles del bufón favorito de la reina o rey de turno.
Jaque mate.
—Siento mucho, nobles caballeros, interrumpir su laboriosa tarea, pero es mi deber informarles que su majestad ha decidido aliviarles de tanta fatiga. Tras profundas reflexiones, y movida por el interés general de nuestra nación, a la que acechan graves peligros, ha decidido ponerme a cargo del gabinete de ministros. Y, como pueden leer en el presente decreto, desde este momento ustedes ya no ocupan ningún cargo, pues han sido exonerados de los mismos.
Exonerados. Despedidos. Borrados de un plumazo con la misma facilidad que un empresario se quita de encima a un empleado díscolo o un ama de casa a una cocinera respondona.
Los ministros, exministros, clavaron las miradas en el papel que, con gesto de vencedor, había arrojado Narváez sobre la mesa; ninguna mano se alargó para cogerlo.
—¿Exonerados? ¿Por qué?
—Soy el súbdito más reverencioso con los decretos de su majestad. Me limito a acatar su voluntad. Nada pedí para mí. Fui buscado, llamado para ocupar este cargo. Rehusé...
Narváez se recreaba en la incredulidad y el estupor de los derrotados. Sin embargo no dejaba de vigilar sus movimientos, presto a responder con el acero a cualquier posible reacción violenta e inesperada. Eran simples civiles, pero su mano derecha reposaba sobre el mango de la espada, lista para ser utilizada si alguno perdía el control y actuaba de modo inopinado. Ninguno lo hizo. Abogadillos. Borregos. Cobardes.
Dejó pasar unos segundos —delicioso silencio— antes de continuar pontificando.
—Rehusé. Pero ella, nuestra reina, insistió. Insistió hasta que me resultó imposible no complacerla. Me rogó que aceptara mi responsabilidad. Comprendo cómo se deben de sentir ahora ustedes. Ni su majestad ni yo mismo pretendemos llevar la situación al extremo de caer en la violencia. Les ruego no me obliguen a utilizarla. Y, como caballero y compañero que soy, les ofrezco a ustedes una salida honrosa.
No había salida honrosa, sólo asentir, acatar como un cuerpo de baile los pasos impuestos por el director de la farsa.
—Les voy a permitir que, ahora mismo, redacten sus señorías sus respectivas dimisiones. Y una vez que las tenga en mi poder anularé personalmente el decreto de exoneración firmado por la reina. Con dos excepciones. Es voluntad de la reina, y yo la secundo, que los generales Ros de Olano y Fernández de Córdova sigan al mando de los departamentos de Fomento y de la Guerra.
José de Salamanca era un autómata, un muñeco privado de voluntad y pensamiento, mientras escribía su dimisión, como lo hacían sus compañeros. Sólo Goyena y Escosura se negaron a entregarlas, aunque ya las habían escrito.
No logró ser dueño de sí mismo, dejar de ser apenas un autómata y comportarse como el hombre de acción que siempre había sido, hasta que llegó a su casa, se encerró en el despacho y, recostado en su sillón favorito, encendió un cigarro y comenzó a dibujar volutas de humo en el aire.
El golpe había sido magistral. Reconocerlo lo devolvió a su ser. Cuando el enemigo nos derrota pero se logra la suficiente distancia para analizar sus movimientos y admirarlos, aún existe la posibilidad de volver a la lucha. Cuando sólo se siente odio o conmiseración por uno mismo, es que definitiva e indefectiblemente se ha fracasado.
Y en la quietud de la noche José de Salamanca admiró la táctica seguida por su enemigo. Reconoció su derrota, y como espectador imparcial del combate, aplaudió en silencio. Narváez se había vengado con creces. Hasta había logrado hacer cambiar de bando a quienes consideraba dos de sus mejores aliados y amigos, Olano y Fernández de Córdova.
Se asomó al balcón y contempló la ciudad sumida en la oscuridad, con la excepción de los insuficientes globos de gas colocados en la avenida. Madrid seguía siendo un poblacho; sus esfuerzos habían sido baldíos, no había logrado transformar la ciudad, convertirla en la capital europea que deseaba y había proyectado.
No quería acostarse, le habría resultado imposible conciliar el sueño. Ahora Narváez estaba arriba y él estaba abajo. Seguirían lloviéndole las piedras. Tenía que guarecerse. Protegerse él y proteger a los suyos. Era consciente de que aún le quedaban muchos golpes por recibir. El rencor de Narváez era largo y tardaría en quedar saciado. Resonaron en sus oídos las palabras del «general de las zetas» cuando, meses atrás, había expresado en voz alta el deseo de ver a su rival, José de Salamanca, arruinado, viviendo en un cuarto abuhardillado de los destinados al servicio.
Narváez ya había visto la sangre y, como un animal salvaje, no cesaría su acoso hasta haber acabado con él por completo. Sería implacable y le haría cuanto daño estuviese en su mano.
Y a Salamanca no se le venía a la mente ninguna solución, ninguna maniobra genial que diese la vuelta al golpe encajado. Subió la mano derecha y contempló su anillo. ¿Era posible que la suerte ya no le quisiera, que le hubiese abandonado?
«Me mentiste, gitana».
Decía estupideces. No lograba pensar con inteligencia y claridad. Su mente estaba tan embotada como la de un borracho. Apenas le alcanzaba la voluntad para repetirse a sí mismo que no iba a rendirse, que si tenía que morir, lo haría luchando.