EL OSO, EL TIGRE... Y UN HOMBRE MISTERIOSO
I
A
José de Salamanca le daba un ardite que en la lucha circense y romana que se iba a celebrar en el parque del Retiro ganase el oso al tigre o el tigre al oso o que ninguna de las bestias sobreviviese al combate mortal, que ni aprobaba ni desaprobaba, a diferencia de su amigo Buschenthal. Más le divertía imaginar las caras de quienes hubiesen errado su fe e intuición, la vergüenza de haber apostado por el perdedor. Ello, por supuesto, en el caso de sus pares, a quienes los dineros nunca faltaban para los gastos imprescindibles. La desilusión, que también podía imaginar, de los humildes que hubiesen empeñado sus ahorros en la apuesta, no le parecía un espectáculo deseable. Si un día fuese el dueño del mundo erradicaría la pobreza. Mantendría las clases sociales, desde luego, pero no permitiría que nadie pudiera morir de hambre o frío por carecer de las mínimas monedas de níquel que le habrían salvado la vida.
En cualquier caso, y respecto a la lucha de las bestias que tanto interés había despertado entre los madrileños, el único que iba a resultar ganador con toda seguridad era él. Porque era él quien movía todos los hilos de aquel bonito teatro de marionetas, desde la venta de las entradas para asistir al combate, hasta la mayoría de los puestos ambulantes. Él y también sus socios; y en especial Buschenthal, quien como de costumbre había participado como capitalista, y si nada se torcía aumentaría lo invertido en más de un treinta por ciento. Algo que sin duda no recordaba, o no deseaba recordar, la noche en que intentó, ya demasiado tarde, cortarle las alas que él mismo había dado a María, su mujer, y hacerse pasar por un hombre de paz, un hombre que desaprobaba el sufrimiento de los animales, que los degradaran en mor de la diversión de la plebe. Pero la memoria de Buschenthal, ya lo había aprendido José de Salamanca, estaba perfectamente adiestrada para trabajar de modo selectivo, y según la conveniencia del momento. Seguro que cuando llegase la hora de recoger beneficios, no separaría una parte para la familia del cuidador cuyo pecho había abierto en dos la zarpa airada del oso pardo y negro de los Pirineos. Y quizá hasta discutiese, no sería la primera ocasión, la cantidad que Salamanca había previsto como compensación para los trabajos de limpieza y restauración que tendrían que hacer los limpiadores y jardineros reales en el parque del Retiro. A los millonarios les encanta escatimar los pequeños gastos para así sentirse menos culpables cuando afrontan, sin mirar cifras, los grandes. Algo sobre lo que José de Salamanca se había adoctrinado a sí mismo, con la esperanza de que no le sucediese jamás. Él nunca escatimaría. Ni en los gastos pequeños, ni en los gastos grandes. Ni siquiera en los gastos descomunales.
II
A
los pocos meses de asentarse en Madrid se había habituado, el joven concejal malagueño, a frecuentar por las noches un alegre tablao del Arco de Cuchilleros, trufado de actividades tan clandestinas como consentidas. Pero enseguida lo allí ofrecido le pareció insuficiente, y comenzó a aumentar el radio de su territorio de acción, para explorar las posibilidades, limitadas pero en ocasiones muy interesantes, de aquella ciudad cuyos habitantes rara vez habían nacido en ella. Una ciudad de inmigrantes, de gentes que añoraban su pueblo o aldea o ciudad de origen, pero que encontraban consuelo al estar rodeados de tantos otros que sufrían el mismo desarraigo. Nadie, o casi nadie, era de ningún sitio, y por lo tanto, todos o casi todos, se sentían libres para hacer y comportarse con libertad y a su antojo.
En su pueblo o aldea natal la hija del respetable afilador de cuchillos, o la del labriego, o la del mayoral, no podría haber ofrecido la belleza de su rostro y la desnudez de su cuerpo sin haber arrastrado consigo a su familia a la ignominia. En cambio a nadie ofendía lo que ignoraba. Cuando regresaba a casa, con más o menos reales ocultos en la faldriquera, y se inventaba para sí misma una vida de princesa, o de sirvienta de princesas, o de empleada de una próspera fábrica, sus padres y hermanos y amigos preferirían creerla que pensar mal de ella. Y cuando regresase definitivamente, si la fortuna y las fuerzas le permitían regresar definitivamente, hasta era posible que encontrase un buen marido que, al calor de las monedas ahorradas por ella, se avendría a creerla mocita y pura. Y acabaría abuela y colmada de hijos y nietos, recordando su juventud en Madrid entre brumas, más como un sueño que como una pesadilla, pues al igual que la memoria de José Buschenthal, cuando el tiempo ha pasado y ya no hiere el presente, todos los episodios que se recuerdan se suavizan, reescriben y brillan. Habría más de una de aquellas mujeres que, en el futuro, hablaría con presunción y hasta fe en sus propias palabras del tiempo en que había sido novia del político y empresario José de Salamanca, aunque la verdad, la historia cierta y sin atributos es que sólo habrían sido compañeras de una noche, y compañeras de pago. Porque Salamanca siempre pagaba, y con tanta generosidad que resultaba, para las mujeres que le vendían su cuerpo, imposible olvidarlo. Pero no sólo era el oro. Poseía José de Salamanca una virtud o don o característica poco usual entre quienes frecuentaban los lupanares en busca de amores mercenarios. Lo habitual era que el cliente se comportase como un enamorado baboso y más bien estúpido, hasta servil, cuando aparecía con la verga nerviosa y haciendo tintinear su dinero; y que luego mirase con desprecio indiscutible a quien le había complacido, dado placer y saciado su necesidad de desahogar las ansias más oscuras en las que se le ahogaban la cabeza y el cuerpo. No era el caso del hombre que, en su locura, pensaba que llegaría a tener tanto dinero que hasta podría comprar el cielo; y así vencer a la muerte. Cuando se despedía de las damas aún les sonreía y se inclinaba para besarlas en el dorso de la mano.
«Ojalá el destino tornadizo volviera a juntarnos, pero ya sé que las grandes bellezas tenéis algo de estrellas fugaces, y es inútil intentar veros más de una vez».
Bien se cuidaba José de Salamanca de preservar la tan conveniente fugacidad de las estrellas; el contacto único, sin repeticiones, con los cuerpos y las sonrisas obsequiosas de las cortesanas.
Lo que él buscaba, y le interesaba, era la posibilidad de viajar cada noche a un paisaje diferente y distinto de la feminidad, y poder regresar a su mundo, al paisaje conocido y acogedor y normal de su Tolita en veinte o treinta minutos de camino. Opinaba que sus congéneres no apreciaban el servicio, generosísimo, que prestaban aquellas mujeres. Hasta en el precio eran todo generosidad, pues lo que puede pagarse simplemente con monedas, y no exige complementos tortuosos y mal definidos, es siempre barato.
En Málaga las grandes francachelas podían acabar, o no, en un catre o sobre el heno de un establo y en compañía de una mujer, pero para llegar a tal punto era necesario abonar previamente el pasaje que suponía moverse dentro de un grupo, que arropaba y justificaba cualquier acto que realizasen los suyos, a cambio de estar a la recíproca. Y así se había visto en más de una velada José de Salamanca, forzado a mirar hacia otro lado cuando uno de sus compañeros de correrías cometía una atrocidad, un abuso de poder físico o social. Ese era el precio, en las ciudades pequeñas, y más aún en los pueblos, que debía pagarse para poder dar rienda suelta al demonio interior que cualquiera lleva dentro: moverse bajo la protección de una manada o jauría. En ese sentido compartía, como cualquier otro inmigrante, el regalo de la invisibilidad que otorgaba Madrid a sus hijos temporales y adoptivos. La posibilidad de moverse en soledad, anónimamente y a placer, pues excepto a la reina y a algún cantante o artista, y aun así, a nadie conocía con bastante seguridad el populacho. E incluso si eran reconocidos, las buenas maneras imperantes en aquella tierra de nadie tendían a permitir a cualquiera hacer de su capa un sayo. Que para satisfacer el deseo bastase con abrir la bolsa y sacar una moneda, era un regalo.
Sin embargo, y dado que José de Salamanca tenía, tanto para sí mismo como para la ciudad que había decidido convertir en base principal de sus operaciones, múltiples proyectos y ambiciones, no le convenía que sus amistades supiesen de sus debilidades y pudiesen prever dónde sería fácil encontrarle con los pantalones bajados. Y antes o después utilizarlo en su contra. Uno de sus maestros, el profesor Silverio Lorenzo, en el colegio de Santo Tomás de Aquino gustaba de repetir una frase que atribuía al viejo y desdichado sabio, desdichado por el final ignominioso e injusto que tuvo, que fue el escritor y filósofo Baltasar Gracián. Le encantaba repetir el aforismo completo al joven y voluntarioso profesor, con la esperanza de que al menos el concepto quedase grabado en el distraído cerebro de sus pupilos.
«No descubráis nunca el dedo malo, porque si lo hacéis todo topará contra él. Así que nada de quejarse si duele, con la esperanza de dar pena y sacar alguna ventaja de ello. Porque sólo obtendréis desventajas, la malicia siempre sacude adonde le duele a la flaqueza. Así que sed atentos y nunca dejéis al descubierto vuestros puntos débiles, vuestros dedos malos, sean accidentales o heredados. Porque hasta los más bondadosos pueden sentirse tentados de probar a golpearlo para ver cómo reacciona ante el dolor el que, sin ese dedo malo, sería fuerte e inexpugnable. No lo olvidéis. Nunca se debe descubrir ni lo que mortifica, ni lo que vivifica. Lo uno para que se acabe, y lo otro para que dure».
Y que a Salamanca le pillase un supuesto o auténtico amigo con los pantalones bajados podría hacer que considerase su hábito una debilidad, y tomándola por el dedo malo, dirigiese allí la malevolencia de sus golpes. Tanto en el café del Príncipe, como en el Parnasillo o los salones de los Buschenthal, los contertulios hablaban con cierta libertad de sus amantes o amigas íntimas. Había quien elevaba a la categoría de concubina a una criada o a las empleadas que tenían a su cargo. Salamanca, por el contrario, callaba. De la única mujer que hablaba con adoración, reiterando hasta el tedio el amor que sentía hacia ella, era de Tolita, su mujer. Admitía que María Buschenthal poseía un atractivo fuera de lo común, una fuerza de imán. Si ella no hubiera estado casada, y él hubiese sido un hombre libre, quizá no habría sido capaz de resistirse a su capacidad de seducción.
«Es maravillosa, sí. Pero "para mí como si fuese una estatua", porque es la mujer de mi mejor socio y uno de mis más queridos amigos».
La frase de la estatua, del poeta Campoamor, se convirtió en una suerte de aureola que protegía a José de Salamanca de la maledicencia y aumentaba su fama de ser hombre que vivía sólo para la política y los negocios; especialmente para estos últimos.
«No sabes disfrutar de la vida, Pepe, pero confieso que admiro esa fidelidad y entereza», le habían dicho mil veces.
Pero a José de Salamanca le encantaban las mujeres, y no sólo para el desahogo y lo propio, sino que le hacía feliz el simple hecho de hablar con ellas, observarlas, aprender y aprehender hasta el más nimio de sus gestos, estudiar cómo se vestían, movían y actuaban. Las consideraba muy superiores a los hombres, más prácticas e inteligentes, y tenía por una verdad inmutable que sin el apoyo y complemento de una mujer un hombre no puede llegar a ningún sitio, ni colmar sus ambiciones. Él tenía la fortuna de haber topado con la suya muy joven, algo que a muchos hombres no les sucedía jamás: la suerte de encontrar a la mujer de su vida; y haber sido capaz de darse cuenta de que era ella, y no intentar buscar ya ninguna más.
Todo ello lo guardaba para sí, simulándolo lo mejor posible. Ni siquiera enseñaba el dedo malo ante su cuñado, y mejor amigo, Serafín Estébanez Calderón, el Solitario.
III
P
ero aunque no se confesase siquiera con el Solitario, lo cierto era que José de Salamanca tenía cierta tendencia al abuso, más que el uso, de sus atributos personales. Al cabo su mujer conocía y aceptaba su forma de ser. Y él cada vez iba un poco más lejos en busca de sus presas, y rara era la ocasión que volvía defraudado. Y cuando sucedía, fracasaba en el lance, nunca culpaba a la rabiza, sino a su propio ojo por no haberla sabido elegir. Si hay diez tomates en el mostrador y el cliente coge el podrido..., es culpable de ignorancia; tanto o más que el astuto vendedor.
Había pasado la noche haciendo acrobacias de las que más le gustaban con una mujer casi tan grande como él, una teutona de pechos amplios como nalgas y ojos de niña pequeña. Como ni él hablaba alemán ni ella español se habían entendido, y entendido bien, en una divertida mezcla de francés e inglés.
Suspiró un poco contrariado cuando advirtió, al salir de la casa donde recibía la mujer licenciosa, lo lejos que estaba de la suya. Pero mejor no molestar a la patrona haciendo que le buscase un coche o un carro que pudiera acercarle.
Además, seguro que antes o después aparecería su ángel custodio. Ese que le seguía siempre o casi siempre que visitaba un burdel, y no le perdía de vista hasta dejarlo sano y salvo en su casa.
Había comprobado que esa era su función: custodiarle. O eso se atrevía a presumir. Porque había tenido múltiples ocasiones para echársele encima y atacarle y robarle, y jamás lo había hecho.
En justa recompensa Salamanca había ido retrasando el momento de desenmascararlo. Pero la teutona, aunque correcta, no era hembra suficiente para dejarle sin energía. Y ya que el trayecto sería largo, podía entretenerlo jugando al cazador cazado.
Si alguien conocía en el mundo el modo de preparar una emboscada, ese era él: José de Salamanca y Mayol, que había luchado en cien batallas.
Pero para desilusión de la presa que había decidido convertirse en cazador, nadie le siguió esa noche. Y si alguien lo hizo, él no logró verlo. Quizá el ángel custodio tenía otros asuntos que atender. O ya le había abandonado para siempre. Tendría que haberle salido al paso antes, se reprochó con firmeza a sí mismo. Porque el bosque de la vida no es como el bazar de un morisco, donde normalmente se puede regresar días después y encontrar el objeto que nos encandiló cuando lo vimos. En el bosque de la vida, si se cruza un pájaro maravilloso en el camino lo que debe hacerse es levantar el arma, apuntar bien, y cazarlo.