COMPRAR ES LA CLAVE DE LA FELICIDAD

I

 

L

a casa que había comprado Serafín Estébanez Calderón, el Solitario, en la calle de la Luna, poco se parecía en su decoración y ambiente al resto de las viviendas de la zona. Más bien hacía pensar en lo que realmente era, una biblioteca gigantesca en la que se alineaban libros y más libros en los pasillos, los dos salones y hasta en uno de los tres cuartos construidos por los albañiles con la primigenia intención de que fueran a usarse como dormitorios.

—A Matilde le horroriza lo que he hecho con esta casa, Pepe; pero para mí es como un oasis en el marasmo de la ciudad en la que tantas ganas y deseos tenía de llegar a vivir. Y no me quejo, será una ciudad demencial, y carece de la paz y facilidades de Málaga, que a veces añoro, lo admito; pero al menos aquí no me aburro jamás. Claro que eso te lo debo fundamentalmente a ti. Eso, y el haber ganado suficiente dinero como para comprarme cuantos libros me place y deseo. ¿Sabes cuántas ediciones príncipe tengo del Quijote?

—No me lo digas. Prefiero no saberlo.

—Pero ¿por qué? Tengo...

—Chisttt... ¡Chitón y punto en boca! ¿O es que no me conoces? Si tú me dices que tienes siete yo no pararé hasta conseguir tener ocho, o mejor nueve. Si me dices que tienes diecinueve, no pararé hasta tener veinte.

—Es verdad, tú eres así. Pero también, a lo mejor estás demasiado cerca de ti mismo para darte cuenta, es facilísimo darte la vuelta como un calcetín y conseguir que regales todas tus ediciones príncipe del Quijote a tu cuñado predilecto si le ves con cara de pena, porque le ha rechazado alguna bella o la política le ha insultado con un nuevo disgusto inmerecido.

—Solitario, Solitario... ¿Te das cuenta de que me estás desafiando?

—¿Yo?

—Sí, tú. Estás diciendo, insinuando con tu habitual mordacidad tortuosa, que siempre tendrás más ediciones príncipe del Quijote que yo. Porque si me pongo a competir contigo te acabaré regalando la copa del vencedor para adornar tus vitrinas. Pero se me acaba de ocurrir otra cosa. Y vas a ser tú quien la consiga para mí. Yo pago, y tú buscas. Pero los libros, por mucha cara de melancolía que seas capaz de dibujar bajo el bigote, los guardaré yo.

—¿Qué libros?

—Los que leía don Quijote. Todos los que le queman el cura y el barbero.

—¡Es una idea genial! Pero casi imposible. Te aseguro que no te alcanza el magín para imaginar lo complicadísimo que es conseguir un ejemplar de la primera edición de Tirante el Blanco. Dice nuestro amigo Gayangos que en todo el mundo sólo quedan dos.

—Pues quiero los dos. Dos de cada uno de los libros que volvieron loco, para nuestra fortuna, al ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

—¿Dos?

—Por si algún día algún cuñado me llorase mucho y tuviese que deshacerme de una colección; así aún me quedaría otra. No escatimes en gastos. Y sigue con las compras de los Murillo y los Velázquez, que el palacio de Recoletos tendrá muchas paredes y su desnudez podría provocarme algún resfrío.

—No se resfriarán tus paredes, Pepe. Precisamente ayer me escribió la duquesa de Chinchón para decirme que aceptaba la oferta que le hice sobre los dos cuadros de Velázquez inspirados en el parque del Retiro.

¿La Vista y el Paseo?

—Los mismos. No son Las Meninas, pero a mí me parecen magníficos. Y ambos tienen casi dos metros de largo. Menos mal que en tu futuro palacio los muros prometen ser tan sólidos como largos.

—Me encanta comprar, Serafín.

—Lo sé, amigo mío. Comprar y regalar.

—Comprar y lo que sea. Regalarlo, conservarlo o tirarlo al fuego o al río.

Salamanca acarició su anillo con la vista perdida en los lomos de las obras literarias que atiborraban los anaqueles de su cuñado y amigo.

—Comprar, Serafín, me hace sentir como si fuera un mago de aquellos que nos maravillaban cuando éramos niños y nos sacaban caramelos de detrás de las orejas. Ellos utilizan la habilidad de sus dedos y la ayuda de una varita mágica para conseguir lo que desean, y yo he encontrado mi propia varita para sacar caramelos de las orejas de los niños y pendientes dorados de las de las niñas: el dinero.

II

 

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ero siempre hay algún truco que escapa a los poderes del mago. No se puede comprar todo. Ni a todos. Narváez era la prueba. La incómoda y permanente piedra en el zapato de José de Salamanca.

Quien opina de sí mismo que le es todo debido, resulta tan imposible de conquistar como imposible es llenar de agua un pozo sin fondo. Y así era Narváez. El maldito Narváez. Pero, de momento, lo mantenía a raya. Gracias a que Isabel era una reina pobre que soñaba con riquezas y joyas y alhajas, es decir: podía ser persuadida. El «general de las zetas», el Ezpadón de Loja, no había tenido bastante con los dos millones de reales que, sin merecérselos, le hizo obtener con la bolsa, y una mañana se había presentado en su oficina afirmando que poseía información, confidencialísima y de primera mano, y que Salamanca podría y debería utilizarla para ganar una nueva fortuna que se repartirían entre los dos. Se refería al concordato que debería firmar España con la Santa Sede.

—Sé de muy buena tinta que podemos darlo por hecho. Quiero jugarme cinco millones en la bolsa y doblarlos. Y tú, Salamanca, vas a ayudarme a hacerlo.

Se equivocaba Narváez, la tinta con la que se habían escrito los rumores del acuerdo con el Vaticano no era tan buena como él pensaba; más bien era como la tinta simpática que utilizan los magos, y algunos espías, y que se desvanece a su contacto con el aire. Salamanca ya había estado pensando en cómo la firma del concordato afectaría a la bolsa; pero aún no había tomado posiciones.

—Por supuesto que puedes contar conmigo, querido Ramón María. ¿No te importará que, en la operación participe junto a nosotros José Buschenthal?

—Quien tú digas. Pero recuerda que, como mínimo, quiero duplicar.

—¿Y sólo vas a arriesgar cinco millones?

—Es la máxima cantidad de la que puedo disponer en este momento. Si tuviera más, más jugaría, porque el asunto está hecho.

—Yo podría adelantarte otros cinco. Y seguro que Buschenthal al menos arriesgará diez. Por mi parte creo que entraré con veinte.

—¿Veinte millones? Eso es mucho, si los pierdes.

—No los voy a perder. Eres tú quien garantiza la información, el hombre más poderoso de España en este momento.

—Así que sumaremos cuarenta entre los tres. Va a ser sonado.

Y fue sonado. Perdieron los cuarenta millones. O al menos Narváez y Buschenthal perdieron diez millones de reales cada uno. Salamanca ni perdió ni ganó, porque jugó a dos bandos. Sus informadores eran mejores que los de sus socios; y ambos necesitaban, en opinión del financiero, una lección. Aprender quién era el verdadero amo del cotarro. Se posicionó al alta con el dinero de Buschenthal y Narváez; y a la baja por medio de una discreta nube de testaferros. Ni perdió ni ganó. Aunque para la opinión pública fue él, y sólo él, quien sufrió la mayor pérdida de la historia reciente de la bolsa: cuarenta millones de reales.

III

 

L

a venganza es un plato que se degusta con mayor placer si se sirve frío. Y frío, casi helado, inmune al calor que ya comenzaba a sentirse a media tarde sobre Madrid en los últimos días del mes de mayo de 1845, se presentó José de Salamanca en el despacho de Ramón María Narváez.

Previamente había, con gesto estudiadamente compungido, estrechado docenas de manos al cerrarse, a la una de la tarde, la sesión en la bolsa. Cada vez que alguien tomaba una de sus manos, con la misma solemnidad que si le estuviera dando el pésame por su propia muerte, José de Salamanca aseguraba y repetía que pagaría hasta el último real en el plazo de quince días. Nadie dudaba de su palabra ni solvencia, pues era público que el negocio de los estancos de la sal le estaba proporcionando un beneficio superior a los cien millones anuales. Y sólo unos pocos sabían, los interesados, que algunas de las manos que estrechaba eran de las marionetas que bailaban obedeciendo las órdenes de sus hilos. De los cuarenta millones que debería desembolsar, veintitrés los recibiría él mismo. Era divertido.

Se permitió quedarse, solo por completo, en el patio desvencijado de la bolsa. Las estatuas de España, la Paz, Mercurio y Apolo, cada una en su propia esquina, eran sus únicas cómplices. Una vez más se había salido con la suya. Comió con apetito en el restaurante de su amigo Lhardy, en la Carrera de San Jerónimo. Pasó luego por su propio despacho. Y una hora después se dirigió, a pie, hasta la residencia del general Narváez.

 

—Me gustaría saber por qué sonríes, Salamanca. ¿Por qué? ¿Te parece poco dinero? Has perdido aún más que yo, lo sé, y aún tienes el cuajo de presentarte ante mí con cara de fiesta.

—Gajes del oficio. Unas veces se gana y otras se pierde.

—Es demasiado dinero. Esa sonrisa es de idiota. Y no veo por qué debo desembolsar yo cinco millones de reales más, si ya le di otros cinco.

—Porque eso acordamos. Y hemos perdido.

A Narváez le podía la ira. Las venas rojas hinchándose en su cara como si estuviesen a punto de estallar. La respiración entrecortada. No era capaz siquiera de estar sentado y quieto. Recorría una y otra vez, con pasos cortos y rápidos, el amplio perímetro de su despacho.

—¿Lo hemos perdido todo?

—Y tenemos un papel firmado con la cantidad que me adeudas.

—Está bien.

—Puedo esperar un par de días, pero he prometido a nuestros acreedores hasta el último real en el plazo de dos semanas como máximo.

—Mañana tendrás lo mío. Todo. Pero entérate bien, abogadillo. No quiero saber más de ti. No me hables de la bolsa. No te me acerques.

—Vamos, que sólo es dinero. Hay que ser su amo y no su esclavo.

—Y un carajo. El dinero no es sólo dinero. El dinero es más importante que la vida de la mayoría de los seres humanos. Más que la tuya, desde luego. Para mí tú no vales ni una quinta parte de lo que voy a tener que darte mañana. Pero ¿sabes lo que te digo? Que le pido a Dios, y si es necesario se lo pediré de rodillas, se lo imploraré cada mañana cuando me levante y cada noche antes de acostarme, que me conceda la gracia de verte morir arruinado y en una buhardilla. Arruinado por completo, me oyes. ¡Y en una buhardilla!

—Si la buhardilla tiene una ventanita, y desde la ventanita puedo ver pasar tu cadáver, no me importaría.

—¿Qué haces? ¿Por qué te tocas ese anillo? Siempre que tienes problemas o miedo te pones a darle vueltas. Como aquella noche cuando nos conocimos en París. No parabas de toquetearlo y darle vueltas. Igual que ahora.

—Imaginaciones suyas, mi general. Y le pido que me devuelva el usted y apee el tuteo. Dado el modo en que se está atreviendo a hablarme. Si es usted supersticioso cómprese un collar de perro y dele vueltas alrededor de su cuello. Yo no creo en nada de eso.

IV

 

M

aría. María Buschenthal. Ella no era Narváez. Y como en nada se asemejaba al general Narváez, en absoluto se sentía desvalida ante el hombre que había llevado al borde de la quiebra a su marido.

—Jo-sé.

—Hola, María.

Había acudido a buscarlo a su propia casa y vestida para la ocasión. Nunca le había faltado valor a la hija de Pedro I de Brasil. En ocasiones incluso le sobraba.

Salamanca acababa de terminar de cenar, y tuvo que inventar una excusa para abandonar a sus invitados. Un asunto urgente que, con motivo de la última operación de la bolsa, tenía que afrontar sin remedio. En realidad no mentía. No mentía por completo. El motivo en verdad estaba relacionado con la pérdida de los cuarenta millones en la bolsa. La urgencia, sin embargo, podría haberse discutido.

—¿Me esperabas, José?

—Quizás. Veo que continúas llevando en el dedo mi sortija de serpientes.

—La llevo. Desde hace muchos meses, ya lo sabes, la llevo todos los días. Desde que esa desvergonzada de Guy Stephan te acaparó y empezaste a visitarme cada vez menos. Pero si es tu voluntad y la quieres, ahora mismo te devuelvo tu sortija.

—¿Por qué habría de querer yo eso?

—No lo sé. Pero tu voluntad es, desde ahora mismo, la única ley para mí. Porque estoy dispuesta a cualquier cosa para evitar la ruina de mi esposo, que también es la mía.

—¿Cualquier cosa, María?

—Sí, nunca he podido ocultarte mis verdaderos sentimientos hacia ti. Sólo me detenía el hecho de estar casada, y la voluntad de respetar a mi marido. Pero las fuerzas de una mujer tienen un límite. Cualquier cosa, José. Haré por ti, y para ti, cualquier cosa que tú me pidas, amor mío.

Cualquier cosa.

Amor mío.