LA LUCHA DE LAS BESTIAS
I
J
osé de Salamanca, aunque pudiera suponerse lo contrario, no tenía su propio palco, sino que ocupaba un lugar de relativo privilegio, un asiento resguardado por un cojín de raso, en la segunda fila del reservado que él mismo había escogido para María Cristina, la reina regente.
—Es una lástima que su mujer no haya podido venir. Espectáculos como el que ha tenido la amabilidad de ayudarme a preparar usted no se ven cada domingo en nuestra ciudad, señor Salamanca.
—Me disculpo en su nombre. No se hallaba con ánimos, ya sabe que tiene deseos de conseguir encontrarse en breve, los tenemos ambos, en estado de buena esperanza; y ha temido, con buen criterio, que pudiese afectarla la visión de las vísceras y la sangre.
—Tonterías. La sangre de un animal es tan roja como la nuestra, y si le asusta verla en un bicho, más miedo le dará cuando, si Dios lo quiere y se queda preñada, tenga que parir. Tenía que haberse casado usted con una española de pura cepa. Las inglesas, incluso las medio inglesas son, en mi opinión, demasiado delicadas.
—Sin duda tiene usted razón, majestad. Pero me atrevo a responderle que poca gente mejor que usted conoce la cabezonería del amor. Cuando Cupido nos dispara sus flechitas, el corazón se nos acelera y corre tanto que deja atrás a la más fría de las inteligencias.
La reina no tuvo más opción que callarse y buscar el lenitivo aliento del aire de su abanico, que agitó con fuerza, casi ira, repetidas veces. Dadas las circunstancias, y aunque fuera la reina regente, no podía permitirse responder a la velada impertinencia de su súbdito. Por supuesto que ambos sabían que Salamanca se estaba refiriendo a un secreto a voces, del que se hacía eco hasta el servicio de la corte: la relación prohibida que mantenía la soberana con Fernando Muñoz. Relación que, para mayor escarnio de los puritanos y detractores de la monarquía, había comenzado cuando aún ocupaba un lugar entre los vivos el rey Fernando VII.
—Bueno, bueno, dejémonos de historias rosas y filosofías y amoríos, que aquí hemos venido para otra cosa. Para tener entretenido al pueblo. ¿Cuándo va a comenzar la lucha, señor Salamanca?
—Los animales ya están preparados. Mis colaboradores acaban de confirmármelo. Es usted, alteza, quien debe dar la señal para que se inicie el duelo.
—¿Y qué debo hacer? Espero no tener que decir nada. Hay demasiado ruido, y no me hallo demasiado bien de la garganta. Ya sabe, el palacio de Vista Alegre y sus corrientes de aire...
Sí, el palacio de Vista Alegre. Y sus corrientes de aire. A Salamanca le encantaba aquel palacio situado en las afueras de la ciudad. En cuanto lo vio quedó prendado de su distribución y estructura, por no hablar de las pinturas magníficas que decoraban sus paredes, los muebles de maderas nobles que llenaban las estancias realzando sus impresionantes dimensiones. Era lento el camino para conseguir riqueza suficiente para comprar cuanto se lo antojase, pero desde su primera visita a Vista Alegre decidió que, aunque le fuese en ello la vida, ese palacio acabaría por ser suyo. A un rey, o una reina, también se le puede comprar. Y una reina regente era casi un saldo, como estaba demostrando al obligar a María Cristina a darle las gracias por organizar un acto cuyo beneficio económico no sería para los gastos de palacio, sino para los gastos de Salamanca. Y a nadie se le escapaba, mucho menos a la soberana, que el palco regio se lo estaba cediendo José de Salamanca. Ni tampoco la exhibición de falsa humildad y perfecto vasallaje que realizaba al ocupar un asiento en la segunda fila.
—Dígame que debo hacer. Empieza a hacer calor. Y estas ropas no ayudan a que pase el aire.
—Disculpe, majestad. Tome. Agite este pañuelo y los dueños de las fieras darán orden a los cuidadores para accionar las poleas que abren las puertas de las jaulas.
II
-E
spero que gane el oso.
—¿Ha apostado usted?
—¿Yo? Qué tontería. Espero que gane el oso porque al parecer es lo que quiere la mayor parte de la gente. Hasta una de mis camareras me ha venido hoy con el chisme de que tenía oída una información especial y privilegiada. Una camarera, imagínese. Ella puede hacer lo que quiera. Pero yo no. Una reina no apuesta.
Por supuesto, María Cristina estaba mintiendo; pero Salamanca se limitó a una inclinación de reconocimiento y al rápido bosquejo de un fruncir de labios quizá no totalmente servil, pero sí claramente obsequioso. Ya le había parado los pies una vez a la soberana, y como le habían enseñado sus maestros en la escuela: nadie odia más la superioridad, verbal o de recursos, que los superiores.
María Cristina, que desconfiaba de Salamanca tanto como de cualquier otro hombre de negocios o político, no quiso dar por terminada la cuestión, y aún continuó, mientras sonaban las trompetas, explicando que esperaba la victoria del oso porque el dueño le había prometido la piel del tigre si este resultaba derrotado.
—Ah, el dueño...
El verdadero dueño del tigre, y del oso, era Salamanca, aunque había utilizado, como es natural y dada la naturaleza de la operación, el nombre de dos testaferros. En concreto la propiedad del felino de Bengala se la había adjudicado, nominalmente, a Manuel Galán.
—Sí, es un hombre muy amable.
—Y por eso quiere su alteza ver al tigre derrotado.
—Derrotado y muerto.
III
M
anuel Galán había hecho un excelente trabajo, rebajando las expectativas respecto a un posible éxito del tigre. Había espabilado el chico, y José de Salamanca agradecía al destino el inesperado giro que le permitía volver a tenerlo bajo su mando. Ya en la primera misión que le encomendó había dado muestras de su imaginación y eficacia como creador de opinión en cafés y círculos varios, haciendo correr el rumor del enorme interés de un cliente de los banqueros Rothschild por hacerse con el control de la compañía de Tabacos de Filipinas. Salamanca había operado en solitario, comprando todo el papel disponible y desoyendo por primera vez a Buschenthal, quien nada sabía del inexistente cliente de los sí auténticos banqueros. A Buschenthal no le divirtió, precisamente, asistir a la sesión de bolsa en la que José de Salamanca vendió hasta el último de los títulos —con los que se había hecho días atrás a su precio justo— cuando el valor se disparó y alcanzó, incomprensiblemente para el brasileño, sus máximos históricos.
Pero Buschenthal seguía siendo un hombre muy poderoso, y por ello, Salamanca, inmediatamente antes de acudir a ocupar su plaza en el palco real, se había dirigido al banquero; para excusarse por su audacia, aunque hubiese sido afortunado el resultado de la misma.
—Tuve suerte. Luego pensé y su información era mucho mejor que la mía. Como prueba el hecho de que los títulos se desplomasen justo el día siguiente a que yo vendiese. Lo justo habría sido que hubiese perdido. Y para compensar mi falta de amistad, y subrayar mi admiración y el deseo de que continuemos durante muchísimos años haciendo negocios juntos, me he atrevido a adquirir un pequeño adorno. Buscaba algo para mi esposa, un collar, y cuando ya lo había encontrado, me encontré con esta sortija y no sé por qué pensé que podría ser del gusto de la suya, de mi querida doña María. Como ya había adquirido el collar el joyero me hizo un precio excelente, así que le ruego no piense usted que he invertido ninguna fortuna en la compra. Es sólo un detalle. Y aunque no conozco sus gustos como los conocerá usted, tal vez a su mujer le complazca.
—Así que como había comprado ya un collar le hicieron los joyeros un buen precio por la sortija. Hasta para los obsequios es usted negociante. Eso es bueno. Sí, es una sortija bonita. Se la daré a María. Debería tener alguna amante más joven a quien ponérsela en el dedo; pero lo cierto es que ya estoy viejo y me conformo con mi señora, amigo mío. Le diré que ha sido usted...
—No, por favor. Le ruego no mencione mi nombre. Usted le hace un regalo a su esposa y yo a la mía. Y a ver si gana el oso y me levanto un pico.
—¿Entonces es verdad que ha cambiado su apuesta?
—He oído rumores...
—Ya..., bueno, nos vemos esta noche en mi casa y podremos comentar esos rumores. Hay que tener cuidado con agitar demasiado el agua que luego se pone turbia y ni quien la ha agitado alcanza ya a ver el fondo del río. Gracias por el detalle. Discúlpeme, que María está hecha un manojo de nervios, y se enfadará si no estoy con ella para atender a nuestros invitados. Y a usted le espera la reina.
IV
-¿Q
ué pasa? ¿Cómo va la lucha? ¿Quién va ganando?
—Dicen que el tigre.
—Tonterías, tengo un hermano entre los vigilantes del foso y ha mandado a su hijo para decir que el oso ha salido a por todas, y que apenas llevaban unos minutos en la arena cuando ya tenía al gatito acorralado.
«El oso, es el oso, ya lo tiene acorralado».
Las noticias se deformaban, y hasta se reinventaban por completo, al rebotar de boca en boca. A quien primero necesita engañar un jugador es a sí mismo, apurar la esperanza hasta que la realidad le da la bofetada del resultado real y objetivo.
Las casas de apuestas ya no admitían, oficialmente, nuevos envites. Pero entre particulares nadie podía impedir que se continuasen cruzando desafíos. En los alrededores del propio foso, un hombre pequeño de estatura y enmascarado tras sus grandes mostachos oscuros continuaba aceptando cualquier pagaré a favor del oso negro. El mismo hombre que se había asegurado de que el tigre estuviese bien alimentado, incluso en exceso, los días previos a la lucha. Y esa era la razón por la que los visitantes se encontraban siempre con el felino adormilado, hundido entre las sombras de su cubil fresco y confortable. El mismo hombre que había ordenado no cebar nunca al oso, y permitido que este se llenase las tripas de la porquería que le lanzaban los curiosos.
Al ver como se le acercaban dos guardias Manuel Galán, que ya les tomó respeto cuando ejercía de Manuel Hernández, despachó con cajas destempladas a un presunto apostador, exigiéndole que se alejara de él.
—Está usted equivocado. Yo formo parte del parque de cuidadores. Ni cojo ni suelto apuestas.
—Pues me habían dicho...
—Le habrán dicho mal.
Uno de los guardias se dirigió a él, y a Manuel el corazón se le encogió tras la barricada de monedas y pagarés firmados que llevaba en la casaca.
—¿Sabe usted si podríamos apostar? Discretamente, claro, que somos la autoridad. El tigre, acabamos de oír...
—Perdónenme, sus excelencias. No sé quién habrá sido el gracioso que me ha marcado como un corredor. Yo no...
—Ah, ¿está usted seguro? Acabamos de verlo cogiendo papel.
—Era una apuesta personal. Como jugador, no como corredor. Trabajo directamente para el señor Salamanca. El que está en el palco con su majestad.
Se había ido de la lengua, pero el miedo es libre. Y Manuel conocía bien el miedo.
—Supongo que no le molestará que nos quedemos aquí. La perspectiva para ver cómo se muerden esos animalazos es inmejorable.
—Por supuesto, sus señorías. Están ustedes... en su foso. Perdón de nuevo, pero tengo orden de vigilar a los animales.
Enseñó el látigo que llevaba en la mano, y los guardias asintieron, benévolos, permitiendo que se fuera.
La suerte había estado de su lado. Si su patrón se enteraba de que había estado actuando por su propia cuenta no le habría gustado en absoluto. Lo buscó con la mirada. Allí estaba; sereno y señorial como correspondía a su calidad y clase. ¿Y si les había engañado a todos de nuevo como era su especialidad? Podía haber hecho creer a todos que iba a ganar el oso, filtrar que realmente quien era más fuerte era el tigre, y luego finalmente dar la vuelta al guiso y apoyar al plantígrado. Seguro. Tendría que haberlo previsto antes. Manuel comenzó a sudar. Una vez más se vería arruinado y forzado a escapar.
«¡Vamos, gato, pelea! No seas desagradecido con quien te ha cuidado con tanto amor como a un hijo».
Ya llevaban casi diez minutos, el tigre de Bengala y el oso de los Pirineos, haraganeando sobre la arena y ninguno parecía mostrar el menor interés en atacar al otro. El oso, a cuatro patas, parecía casi inofensivo, mucho más pequeño que cuando se erguía sobre los cuartos traseros. Y el tigre daba vueltas alrededor del coso, algo nervioso porque ni la noche anterior ni esa mañana le habían dado prácticamente nada de comer.
—Pues no parece que esté ciego.
—Yo creo que sí. Por eso va tan pegado a la pared, para no perderse. Y mírale, si hasta tiene los bigotes blancos. Lo va a destrozar.
—Pero ¿qué hace ese oso idiota? ¿Se cree que está en un circo y le van a poner un monociclo? Si se ha tumbado panza arriba.
Manuel volvió a jalear al tigre. ¿Cómo era posible que aún no le hubiese hecho efecto el poderoso estimulante que le habían inyectado antes de levantar la verja y empujarlo hacia el foso donde lograría la gloria o encontraría la muerte? El astuto don José era muy capaz de haber hecho que el veterinario le suministrase un tranquilizante y no un estimulante.
El público comenzó a patear y a abuchear a las bestias. Incluso la reina se impacientaba, quizá la que más. Y no se privaba de dar rienda suelta a su impaciencia.
—Salamanca, haga algo.
—Voy a indicar que tiren algo de carne fresca cerca del oso. Seguro que eso activa al felino.
La carne cayó y el pataleo fue sustituido por una ronda de aplausos. Pero los animales ignoraron la pitanza. El griterío volvió a crecer. Y entonces el tigre se incorporó y sus ojos brillaron. Airados. Malvados. Crueles. Enloquecidos.
Rugió con tal fuerza y largura que los gritos de los humanos, estúpidos simios, quedaron reducidos a una algarabía minúscula, ridícula e histérica.
La velocidad de los pasos del tigre comenzó a aumentar. Rugió de nuevo e inopinadamente saltó hacia las gradas, provocando una estampida de espectadores aterrorizados. Por fortuna los muros eran lo bastante fuertes y altos.
—Salamanca, nos está rugiendo a nosotros. ¡Nos está amenazando a nosotros!
—No me extraña, con tanto grito hemos debido de enfadarlo.
Entonces se oyó rugir al oso.
Los dos animales estaban de espaldas entre sí, mirando al público. Rugiéndole. Desafiándolo.
Comenzaron a caer todo tipo de objetos sobre la arena: tomates, huevos... hasta piedras. Y sucedió lo inevitable, los animales comenzaron a recular hacia el centro y el oso chocó contra el tigre, que se revolvió como un demonio.
La lucha había comenzado.
Las zarpas salieron a la luz y la luz hizo brillar el rojo intenso de la primera sangre. Sangre. Nada excita más a un animal que la vista y el sabor de la sangre. A partir de ese momento los animales se olvidaron de que hubiera monos subidos a los árboles mirando cómo se mataban el uno al otro. Porque sólo les interesaba ya eso, precisamente eso, matarse. Matarse el uno al otro.
En un espacio más reducido quizá habría terminado por imponer su colosal envergadura el oso negro. Pero el foso era amplio y el tigre podía moverse a sus anchas, alejarse, tomar impulso y saltar como un proyectil lanzado por una catapulta sobre el cuerpo de su enemigo.
Manuel rugía, como rugía el resto del público. El tigre no necesitaba de estimulantes. No había más que mirarlo a los ojos. Era un asesino. ¿Y Salamanca? Manuel le buscó con la mirada. Era fácil de localizar. Casi la única persona que permanecía con el rostro impasible, en apariencia absolutamente tranquilo.
—¡Vamos, es tuyo!
—Un pedazo de oso como tú. Más grande que ningún boxeador, mi osito. ¡Dale, dale! Duérmele de un buen derechazo.
—Vamos, vamos, que me he jugado el sueldo del mes.
—Bajaba yo y os arrancaba la piel a tiras a los dos, bestias perezosas.
Y mientras los monos chillaban el tigre se lanzaba una y otra vez sobre el oso, levantado sobre sus cuartos traseros, que lo rechazaba, obligándolo a voltearse en el aire. Una vez. Y otra. Y otra. El tigre atacaba y el oso lo neutralizaba. Hasta que en un último ataque, el tigre se convirtió en un animal volador e incomprensiblemente preciso, y realizó un salto prodigioso, cayendo sobre la espalda del oso, que no pudo evitar agacharse. Y entonces el felino hizo presa con las fauces en la nuca del plantígrado. Y no soltó, no dejó de apretar hasta que los espasmos del oso cesaron y los gritos de los monos se hicieron silencio. Silencio. Silencio. Sólo se escuchaba el silencio.
Silencio que pareció eterno hasta que lo quebró el tigre al volver a rugir, lanzando al aire su grito inhumano de victoria.